domingo, 25 de marzo de 2012

Postergado (Olvidar el olvido)


La sintomatología que acompaña un cuadro de Trastorno por Estrés Postraumático (TEP) es bien conocida, todos hemos visto alguna película o leído más de una novela o artículo de dominical en la que se nos relata y describe al veterano de guerra (¿Vietnam, el Golfo…?) incapaz de discernir entre la realidad y los vívidos recuerdos del acontecimiento que opera como detonante de un malestar psíquico ya crónico y las respuesta fisiológicas que lo acompañan; al superviviente de un atentado capaz de vivenciar recurrentemente, sólo de forma parcial, los momentos que desencadenaron su trauma, e incapaz de traer a su mente otros acontecimientos que sucedieron durante esos mismos momentos ante sus ojos…

Conocemos, es pública, la sintomatología del TEP, los síntomas post-traumáticos que, de alguna manera, condicionan irremediablemente el resto de los días y las noches del sujeto que los padece; en algún momento, bien sea por medio de la ficción o de alguna lectura casual, bien sea porque hemos tenido la gracia (o la suerte) de haber conocido a alguien afectado por un trastorno de este tipo, podemos hacernos a la idea. Lo que no es tan conocido, lo que se nos escamotea, es la reacción traumática, la instantánea, que suele ir ligada a una hecho tan doloroso, horrible y devastador, capaz de dar lugar a un cuadro como el TEP.

Se escamotea porque es una reacción común, la más básica de nuestras estrategias de autoprotección, algo que pertenece a lo ordinario; pero que, en el contexto que nos ocupa, cuando algo que circundaba nuestra vida ha sido desgarrado, mutilado, adquiere un alo siniestro, ominoso, casi fantasmagórico; sobretodo si se es testigo de ello y se lo observa con cierta distancia. No olvidemos que lo siniestro es aquello extra-ordinario que irrumpe, sin aviso, sin justificación alguna que lo naturalice, en lo ordinario; y esto es lo que sucede cuando se observa en primera persona la primera reacción que precede al trauma.

De hecho, y esto es una impresión muy personal, siempre he pensado que el autoengaño o la negación de la realidad es una maniobra siniestra en sí misma que sólo un sujeto, un animal completamente desquiciado que vive ajeno a la realidad en un mundo construido para hacer de esa realidad una realidad más cómoda a consta de alejarse de lo real, es capaz de elucubrar y llevar a término. Lo que sucede es que todos nos engañamos a nosotros mismos; la condición humana, esta Cultura con mayúsculas de la que tanto nos enorgullecemos, no es más que el resultado de cientos y miles de variaciones sobre un engaño originario (desde el simio que “fingía” temeridad adoptando una posición bípeda en busca de raíces por la sabana, como si el páramo fuera su medio natural, hasta el sapiens que decía escuchar o comprender los designios de los espíritus minutos antes de adentrarse en la oscuridad de una caverna para, de forma desinteresada, imprimir con pigmentos aquellas formas que “fingían” representar aquello que “fingían” conocer, que “fingían” escuchar…).

No hay mayor mentira que la Historia de la Humanidad; no hay mayor ficción que la Humanidad en sí misma. Y como lo sabemos, como a veces, algunos, tomamos consciencia, olvidamos el olvido, nos engañamos, inventamos argumentos ad hoc para convencernos de intuiciones sin fundamento alguno, como que nuestro corazón piensa y siente como nosotros quisiéramos que así fuera, como nos gustaría que así fuera… En definitiva, como ese niño andrajoso y famélico frente al espejo, interpretando el papel de príncipe de un reino que sólo vive en su mente.

¿No es esto siniestro?

Lo habría de ser, pero la costumbre lo ha hecho familiar (y la ternura que despierta nuestro reconocimiento lo hace aceptable).

¿Por qué nos resulta siniestro en el caso de la reacción traumática, de la reacción que precede al TEP?

Porque el niño está sólo, frente al espejo, mientras miente y se miente; porque no hay nadie a su alrededor que no comparta su mentira y pueda ponerla en entredicho (por esto se esconde), levantar el decorado y mostrar lo que se cuece entre bambalinas (y si lo hubiera, olvidamos el olvido y nos reconocemos en él, para olvidar y hacer aceptable la esquizofrenia sobre la que se asientan nuestras vidas).

Si alguien, quien sea, el día de carnaval, aparece disfrazado de príncipe, comportándose como tal, es muy probable que aceptemos su mendaz interpretación, incluso, que nos postremos ante el “príncipe” como forma de reconocimiento; también lo hacen cientos de individuos el día de las fuerzas armadas a su paso frente a la tribuna real. Probablemente, si el lunes siguiente, cuando tratamos de tomar el metro con prisas a las ocho y media de la mañana, ese mismo individuo se nos acerca y pretende lo mismo, como mucho, podemos ser considerados y no apartarlo de un manotazo, incluso habrá quien todavía le siga el juego, porque de esto se trata, de un juego; aunque aquí la frontera que marca lo siniestro comienza a hacerse más nítida. Siempre he dicho que la condición humana ha sido el resultado histórico, la obra postergada a partir de los sueños de una especie infantil hasta el esperpento e inconsciente como ella sola que juega insistentemente a ser otra cosa (“[…] y vivimos de las cortezas a las que llamamos panes, como niños pobres que juegan a ser felices”); sólo que, a veces, sin quererlo, terminamos por comportarnos como esa otra cosa y, cuando nuestros sueños se tornan realidad, acontece lo trágico, violentan lo dado, y lo que estaba dado que sucediese, sin pedir permiso, sin apenas haberlo querido realmente, sin reflexión sobre su justicia en este caso, sucede.

¿Acaso no es una imagen siniestra la de una persona deambulando ensimismada y desorientada, hablando sola entre las ruinas dejadas por un huracán o un maremoto, sorteando restos de una vida que ya está en otra parte, ríos que discurren por lo que, hace unos momentos, fue una carretera, levantando listones quebrados de entre un amasijo de materia descompuesta y herrumbrosa mientras asegura que ahí se encuentra su casa? ¿Acaso no es siniestro observar a una mujer abrazada y meciendo a un cadáver, todavía caliente, mientras repite como un susurro, con la mirada ida, “no pasa nada”, “todo está bien”, “no te preocupes, cariño”? ¿Acaso no es siniestro el individuo que sobrevive a un tren que descarrila andando a trompicones junto a las vías mientras repite que llega tarde al trabajo?

¿Acaso no es siniestro?

Lo es; quien ha sido testigo de esta reacción puede asegurar que constituye una conducta ominosa donde las haya. Produce pavor, horror y, al mismo tiempo, desconsuelo ser testigos de nuestras propias debilidades, de nuestra capacidad de engañarnos para negar la realidad, de la fuerza persuasiva con que nos dominan nuestras representaciones/mistificaciones y de la violencia con que nos aferramos a ellas, como forma de consuelo, como manera de vivir, “como niños pobres que juegan a ser felices”. Porque el miedo, sí, el miedo… no hay nada más trascendental o determinante que el miedo; deberíamos restaurar un kantismo desnaturalizado en base a esta otra categoría: el miedo, nuestro temor, nuestra necesidad de aferrarnos a lo seguro, conocido… como se aferra esa persona a lo que fue su casa, su barrio; como se aferra esa mujer a lo que fue su vida y ahora no es más que un montón de carne en descomposición; como se aferra ese joven a su primer trabajo haciendo caso omiso a esa porción de su pierna, que ya no está.

El miedo nos impide alcanzar nuestra mayoría de edad y postergamos la visión dolorosa del paisaje desolador que nos rodea; todo lo que era evidente, todo lo que fue innegociable, todo aquello que nos proporcionaba seguridad, ya no es evidente, ya no es innegociable, ya no proporciona seguridad. Aún así, gran parte de la población todavía se aferra al cuerpo mutilado, a la agenda programada, a la vida tal y como era antes de la devastación. Algunos son conscientes de la tragedia, no pueden permanecer ciegos ante los acontecimientos. También tienen miedo, quizá aún más, porque saben que el mar nunca nos devolverá aquello que se llevó por delante, que este cuerpo se descompondrá en pocos días y que nadie espera en la oficina a que lleguemos tras la debacle. Algunos nos preguntamos cómo recomenzar a partir de estas ruinas si gran parte de la población acusa un cuadro grave de Trastorno por Estrés Postraumático. Algunos continuamos inquiriendo hasta cuándo postergaremos las labores de desescombro, hasta cuándo podemos permitir que la población deambule como ensimismada y desorientada entre las ruinas, aferrada a un mundo que no podrán recobrar; asidos a la costumbre, recurriendo a estrategias que fueron válidas un día pero que hoy no son más que la expresión de un deseo hecho de palabras que se muestran espurias cuando tratan, por derecho, con su violencia, de doblegar lo indomable.


¿Aprenderemos, algún día, a vivir en un mundo carente de evidencias, un mundo en el que el derecho a la ley habrá de fundarse en la inconveniencia de olvidar el olvido?

Ésta es una tarea compleja, ésta es una tarea postergada, ésta es nuestra tarea más difícil; nuestra tarea primera, nuestra tarea final.

Ésta es nuestra tarea.

domingo, 18 de marzo de 2012

Forzar el límite


El poeta tiene la cualidad de dar constancia con su actividad del ansia de expresión de aquello que nuestro lenguaje es incapaz de aprehender.


Aquello que quiere ser dicho queda irremediablemente afuera del mundo lingüístico, no es propio de esto que el lenguaje hace con(de) nosotros, forzando que nosotros seamos nosotros y no esto.


El mundo del lenguaje queda así engarzado y a su vez compartimentado en el mundo de las cosas, y yo o nosotros estamos en el rugido o en esto de manera que de alguna forma estoy/estamos condenados a entenderme(nos).


Lo habitual es una conducta natural, entendiendo por natural un temperamento instintivo puesto de frente al mundo del lenguaje, donde confluye lo natural del ente que es uno mismo.


Pero el poeta va más allá, unos pasos más allá, porque con su artificio, con su oficio de prestidigitador, mediante técnicas con las que de alguna manera ha sido adiestrado, es capaz de forzar los límites del sentido, los límites del lenguaje.


Su gesto puede ser bello o suscitar cualquier otro sentimiento, sin valoraciones, aunque también haya quienes no despierten nada (como yo hoy), pero no cabe duda del carácter exhibicionista de sus prácticas: todos tomamos consciencia de que aquello que nos rodea es el resultado de innumerables batallas previas, colectivas e individuales, contra el sentido, de nuestra revuelta contra el lenguaje.


Pero la batalla, no hay vuelta atrás, siempre, sea como sea, la ha de ganar el sentido, y el fruto del trabajo del poeta es esta cicatriz con que se presenta ante su público, no sin cierta premura exhibicionista, como lección de humildad.




(¿Y por esta razón sueles conjeturar que las aspiraciones de la ciencia son pura bravuconería?


Calla, que nos pueden oír.)