jueves, 24 de diciembre de 2009

El último Neandertal


El problema fundamental del darwinismo ha sido concebir la idea de la evolución en general y de nuestra especie en particular como una historia unívoca, progresiva, de perfeccionamiento de los organismos. La evidencia de que las especies actuales tienen su origen en otras especies anteriores en el tiempo, algunas de ellas ya extintas, es una premisa del darwinismo, pero no constituye en absoluto el darwinismo. Ante el muestrario óseo actual, frente a los datos recogidos por paleoantropólogos a lo largo del planeta, el darwinismo pide a gritos ser repensado y es preciso, ya mismo, un nuevo paradigma capaz de dar explicación a la nueva interpretación de los hechos y que ceje en su empeño u obsesión por “adaptarlos” al viejo gradualismo y a la selección natural como motor exclusivo de esa evolución.


Éste fue el error que nos llevó a pensar, cuando nos encontramos, nuevamente, ante el Homo neanderthalensis, que nos hallábamos ante una especie “anterior” a ese linaje que conduce al nuestro; un estadio precedente, desde un punto de vista evolutivo, que no había alcanzado la forma definitiva, el grado de perfección hacia el que nuestra especie, de forma teleológica, estaba predestinada.


Más tarde rectificamos: Neandertal no constituía, como especie, un estadio anterior al nuestro, Neandertal fue una especie que se hizo fuerte de forma paralela a la nuestra, con la que llegamos, incluso, a coincidir en el espacio y el tiempo; Neandertal, bien fuera desde un punto de vista fisológico, era el resultado de una adaptación adecuada y efectiva a su entorno y, desde un punto de vista cognitivo, especulan quienes lo estudian cada día, no tenía nada, a simple vista, que envidiar al Homo sapiens; simplemente era diferente.


Esta historia desmiente el carácter lineal y progresivo con que nos la representamos y nos muestra un árbol ramificado, de intentos, fracasos e injusticias, por qué no, de las variaciones a las que nuestra estirpe se vio sometida. Al final, sólo quedamos nosotros, ellos se extinguieron; ya no están, los habíamos olvidado.


Nunca es tarde para rendir homenaje a los héroes de la historia.


Nunca es tarde para recordar a quienes formaron parte de nuestra historia.


En determinado momento de la historia nuestros caminos se bifurcaron: nosotros permanecimos en la sabana africana... bueno, nosotros no, aquéllos que fuimos nosotros y también fueron Neandertal; un antepasado común a ambas especies. Ellos, sin embargo, colonizaron todo el continente europeo, su aspecto cambió, también sus formas de representación e interrelación sufrieron modificaciones complejas. De forma paralela, en el hemisferio Sur, nosotros sufrimos otras variaciones.


Dos especies, ante la misma oportunidad, nacieron.


La suerte estaba echada.


Pero en esta historia, que no deja de ser trágica, hay un enigma: el fin de su estirpe coincide, en el tiempo y en el espacio, con el re-encuentro entre ambas especies. Cientos de años de separación y de intercambio genético independiente, probablemente, hicieron que ambas especies no pudieran mezclarse, intercambiar genes, reconocerse como iguales.


Nunca conoceremos esta historia: la de dos seres que fueron uno y ya apenas lograban reconocerse mutuamente.


Un hecho siniestro: ellos se expandieron por todo el continente durante un estadio interglacial, aprovechando unas temperaturas menos gélidas que las del último pico glacial. Durante miles de años, sus genes, su morfología, su cultura, fue “pulida” por un clima adverso, “seleccionadas” sus variantes y “premiados” aquellos intentos que mejor resultados obtenían frente al estado de cosas que los rodeaba; durante cientos de años exploraron el continente, descubrieron sus ciclos estacionales, su fauna y vegetación... aprendieron a desplazarse, como en un baile a dos, de forma rítmica, según los compases de este baile. Ellos, de alguna manera, estaban mejor preparados que ninguna otra especie para sobrevivir a las condiciones adversas que el nuevo pico glacial habría de proponer. Eran hijos de la intemperie, la obstinación y las ansias por sobrevivir; habían llegado donde pocos lo habían hecho, reinaban en todo el continente. Su mirada era la del guerrero. Nosotros, tristemente, agasajados por un clima templado, esculpidos de forma distinta, ganamos la batalla.


Son muchas las hipótesis que tratan de dar cuenta de este hecho trágico. Algunos apuntan a lo más evidente: exterminio. Nuestra superioridad cognitiva (oda al antropocentrismo) se hizo valer y acabamos con quienes nos disputaban el nicho ecológico; a ello ayudaron nuestras conocidas y ya probadas artes disuasorias con quienes no nos identificamos o no pertenecen a nuestro clan y la consabida selección natural, que hizo de las suyas y “premió” a la especie mejor adaptada. Esta hipótesis, que no se sostiene por muchas razones, pierde fuerza; una de ellas es que, si fuera así, deberíamos encontrar, en un estrato de tiempo que represente unos diez mil años, lo que bien conocemos y llamamos “fosas comunes”. No es así. Tampoco la superioridad cognitiva puede ser esgrimida como argumento, puesto que está contenida en la tesis de la selección natural como motor evolutivo sobre la cual se apoya, pescadilla que se muerde la cola, para mantenerla como hipótesis. Hay quienes especulan con un desgaste genético: Neandertal dejó de existir a causa de la endogamia. El descenso progresivo de la temperatura hizo que los “contactos” o el encuentro entre clanes fuera en detrimento; lo cual perjudicaría su deriva genética y menoscabaría, hasta anularlos, sus índices de natalidad.


Es curioso cómo ambos, sobre las premisas darwinistas, se hacen eco de un antropocentrismo y una determinada visión de la historia. Hay una tercera opción, algo inocente: Neandertal no murió; nosotros lo salvamos, lo acogimos y mezclamos nuestros genes. Esta hipótesis, más darwinista que ninguna, no se sostiene de ninguna manera; por no decir que los biogenetistas que han codificado completo el genoma Neandertal excluyen toda posibilidad de hibridación o de híbridos fértiles.


Nunca sabremos por qué una especie mejor preparada que nosotros para sobrevivir en aquellas condiciones y con un universo cognitivo, si no igual, al menos equivalente, no logró pasar, con nosotros, a la historia. De ser así, la historia, tal y como la conocemos, hubiera sido completamente diferente. Las únicas explicaciones posibles sólo tienen lugar en el espacio de la ficción, en el de las hipótesis, en el de la poesía, en definitiva.


Aquí va la mía: ambos nos encontramos, tarde o temprano nos reconocimos (quienes marchamos, quienes los vieron marchar, otra vez frente a frente –por qué no presuponer un mundo simbólico/mítico rudimentario capaz de relatar esta distancia-), en algunos casos hubo enfrentamientos, en otros, reconocimiento y, progresivamente, comunicación, como fuera. Así continúan siendo las relaciones hoy en día.


¿Qué sucedió entonces?


Aquí viene la tesis contraria a la hibridación, que tampoco se pliega a la del exterminio. Quienes no quieren caer en ese antropocentrismo y, en voz baja, comienzan a poner en duda la exclusividad de la selección natural como motor de la evolución, hablan de determinadas cualidades emocionales en el Homo sapiens, separadas de cualquier ámbito cognitivo, con las que pudieron crear un sistema de formas sociales más complejo que el de la especie neandertal y mediante el cual lograron sobrevivir.


No lo creo, atribuir una cualidad, aunque no sea cognitiva, a una especie para explicar su “victoria” evolutiva no deja de ser una actitud antropocéntrica, basada en axiomas biológicos que, continuamente, se están poniendo en duda cada día a la luz de los nuevos descubrimientos, que, a su vez, interfieren, modifican, la interpretación de los hechos tal y como hasta ahora narraban nuestros libros de biología. Por no decir que no podemos probar de ninguna manera un mayor desarrollo emocional entre especies, puesto que eso no se puede medir y no es de recibo; va más allá de la especulación científica y roza el terreno bíblico. Recurrir al surgimiento del Arte para ello tampoco lo es. Este asunto debe ser estudiado mucho más concienzudamente, dar con nuevas evidencias y datar correctamente sus manifestaciones, para excluir manifestaciones similares en la especie Neandertal (aunque quizá las tengamos frente a nuestras narices y no las reconozcamos por cuestiones de inconmensurabilidad entre especies...).


Nos vimos, nos encontramos (hasta aquí todos de acuerdo), en algún caso nos matamos mutuamente y en otros intercambiamos información, modos y técnicas de supervivencia (hay pruebas que no excluyen todo esto). Quizá, para Neandertal, ese periplo, aquella aventura evolutiva que supuso su colonización del continente europeo -quizá tengan razón en eso-, pudo suponer su acta de defunción genética. Pero, ¿algún antropólogo se ha preguntado alguna vez por qué tuvo que ser así, por qué los dejamos morir? Aducimos que nosotros, si no cognitivamente, esgrimimos frente al tribunal evolutivo una cualidad que nos diferenciaba: nuestra humanidad; la solidaridad con los de nuestra especie; sin embargo, no la tuvimos, si es que fue eso, con Neandertal en los casos en que se dio el “encuentro”.


Los dejamos morir; ésta es mi hipótesis. Suponían una carga para nosotros, no entraban en nuestros planes... Tras el encuentro, tras la euforia primera por re-conocer a quienes vimos marchar, tras intercambiar nuestras historias, describir nuestras afecciones, representar nuestros rituales frente a frente, nombrar en voz alta a nuestros espíritus y compartir nuestro saber, sencillamente, llegado el momento, la hora del juicio evolutivo, les dimos la espalda y continuamos nuestro camino.


Tuvimos que olvidarlos, para soportarnos a nosotros mismo, puesto que nuestra humanidad, aquello que nos hace creer tan especiales, pudo estar fundada en una barbarie que hemos repetido una e innumerables veces a lo largo de nuestra historia: a la hora de la verdad, es raro encontrar un sapiens que no piense sólo en sí mismo, a la hora de la verdad, sapiens, es tercamente ambicioso y sólo actúa según sus aspiraciones. Ésta es, en todo caso, aquella cualidad con la que vencimos en el tribunal evolutivo.


Nuestra historia está atravesada por este hecho fundador, de neandertales está repleta nuestra historia. Sobre hechos similares puede estar fundada nuestra propensión a la culpabilidad y al olvido; otro más de nuestros siniestros bailes.


Siempre sentiré profunda simpatía por los de su(nuestra) especie. Siempre sentiré, de algún modo, que yo también soy uno de ellos. Siempre sentiré compasión y cariño por los que me tropiezo (los hay).


Quizá Benjamin tenía razón y, de alguna manera, nuestra humanidad nunca logrará realizarse mientras continúe atormentándonos el recuerdo de centenares de neandertales a los que dimos la espalda, dejamos morir para continuar nuestro camino y a los que, por mucho que nos empeñemos, no podremos olvidar.


Su recuerdo poblará de voces sin rostro nuestros sueños, nuestro mañana.


[Feliz Navidad]


jueves, 17 de diciembre de 2009

Variaciones en una misma melodía


En el mundo clásico la Historia no constituía una disciplina, tal y como actualmente la concebimos, a causa de la representación que del tiempo habían fundado aquellas civilizaciones.


Nuestra noción del Tiempo está necesariamente vinculada, pues, a un concepto sin parangón en el mundo clásico, la idea de “progreso”; responsable directa de nuestra propensión a concebir históricamente nuestros avatares.


Para la humanidad pre-historiadora, el presente era el resultado trágico, una degradación devenida a partir de un punto de partida idealizado, un momento de plenitud que constituía, por ello mismo, un horizonte hacía el que la acción debía estar dirigida. El Tiempo no era más que la abstracción de un ciclo eterno, la secuencia que describía el devenir y retorno, a partir de una inflexión, al lugar de partida.


Fue el judaísmo, por medio de su variante cristiana, la religión que impuso una noción aberrante, con la que aquella concepción del tiempo como una secuencia de ciclos, retorno y variación, fue olvidada, sustituida; encubierta. El presente dejó de estar fundado, orientado, visto e interpretado a partir de un momento pasado, para enfocarse hacia un futuro prometido (bien fuera el Reino de Dios, la venida de un Mesías, la realización del Espíritu, la sociedad justa...). El tiempo dejó de ser considerado como una serie de acontecimientos que se repiten y comenzó a pensarse como horizonte histórico en el que habría de materializarse dicha promesa, en un futuro, distinto, no idéntico, con el pasado. Occidente no es más que una civilización de historiadores empecinados en interpretar, hallar el sentido oculto de la historia, para marcar el camino correcto hacia esa promesa; a ello se vincula nuestra noción de “progreso” y nuestra concepción del tiempo como una sucesión lineal de hechos relacionados de manera causal.


Toda esta historia se enreda, tiene sus vicisitudes, pero no quiero dormir a nadie. El resultado de ella es que, pese a la evidencia de que no sólo los fenómenos naturales tienen sus ciclos, nos resulta difícil pensar nuestras vidas de forma cíclica. Esa idea siniestra de repetirnos, constantemente, a nosotros mismos, de vivir, una y otra vez, el mismo momento, nos resulta aterradora, precisamente, porque la facticidad de lo que se nos presenta nos resulta contraintuitiva, cocha frontalmente con nuestra representación de lo que somos (conciencias independientes y completamente dueñas de sus actos). Pero el hecho es que nos repetimos día tras día a nosotros mimos, con variaciones que, más o menos, están en nuestra mano. Hay quienes se repiten sin más. Nuestras vidas están orquestadas de forma cíclica, anudadas según rituales, fundamentalmente, ligados a cambios estacionales. Repartimos amor y fraternidad con el solsticio de invierno y volvemos a enfrentarnos con los mimos rostros, a sentir los mimos olores, a comer los mismos platos... realizamos una y otra vez los mismos rituales, vinculados, del mismo modo, al equinoccio de primavera o al solsticio de verano. Un día de nuestras vidas podría condensar un año o una vida en sí misma; esto lo supo ver de forma soberbia Virginia Wolf.


Ésta es la lectura que de Nietzsche hizo uno de los tipos más lúcidos que han pasado a la historia del pensamiento del siglo XX. Me refiero a Bataille, que llevó a cabo una lectura antropológica de la oposición que hizo valer el filólogo alemán para confeccionar su tesis sobre la tragedia griega y que sería la base fundamental de toda su filosofía posterior. En El origen de la Tragedia griega, Nietzsche ofrece una visión del mundo griego, para la época en que fue escrito (si no recuerdo mal, lo años setenta del siglo XIX), descabellada: aquella Grecia esplendorosa de Pericles que comenzamos a representarnos en los siglos XV y XVI, con su canon de belleza, sus antiguas escuelas de filosofía y la blancura de sus esculturas y arquitectura... era una tergiversación de lo que fue el mundo clásico. Nietzsche ofrece una visión radicalmente distinta: la Grecia de los rituales dionisiacos, la de los autores trágicos, la de los filósofos oscuros, la que decoraba con colores vivos sus edificios y obras de arte. Su tesis central, a grandes rasgos, consistía en que Grecia no podía ser identificada con el espíritu apolíneo, basado en el orden y la forma, pero tampoco, exclusivamente, con el espíritu dionisiaco, que pretendía la ruptura con el estado de cosas apolíneo. En este sentido, la apertura sensorial con que el griego acudía a ver representar y vivir la catarsis de la obra trágica no era contradictoria con el canon de belleza que nos había llegado ni con el orden geométrico que sus obras de arte nos trasmitían. Ambos espíritus constituían la doble cara de un pueblo y la Tragedia cristalizaba esa tensión; un equilibrio perdido de una humanidad por la que Nietzsche siempre sentirá cierta nostalgia.


Este análisis fue extrapolado por Bataille para elaborar lo que sería una visión antropológica de nuestra especie, una serie de rasgos estructurales que, con variables, establecían una función que se repetía en cualquier manifestación cultural de nuestra especie. La oposición, en este caso, está fijada con los conceptos de “derroche” y “ahorro” y la idea es una interpretación de la idea nietzscheana de la que parte: en cualquier sociedad existe un ciclo de ahorro y posterior derroche, ya sea de bienes, de pulsiones... De esta forma, la función que los periodos festivos cumplen dentro del sistema cultural no es más que la de derroche de unos vienes acaparados, descarga de determinadas pulsiones que han sido contenidas, ahorradas, según el ciclo mesura-exceso, orden-desconcierto, ahorro-derroche: Apolo-Dionisos. Por esta razón, aquello que caracteriza a todos los periodos de fiesta, fueran cuales fueran, es la ruptura con el orden de cosas previo, la suspensión de los límites.


Tras unos meses recogiendo la cosecha y proveyéndonos para el invierno, antes, nos debemos un exceso... hasta la próxima primavera, claro.



[Disculpar por la perorata.]



*****


El peso más grande


¿Qué ocurriría si, un día o una noche, un demonio se deslizara furtivamente en la más solitaria de tus soledades y te dijese: Esta vida, como tú ahora la vives y la has vivido, deberás vivirla aún otra vez e innumerables veces, y no habrá en ella nunca nada nuevo, sino que cada dolor y cada placer, y cada pensamiento y cada suspiro, y cada cosa indeciblemente pequeña y grande de tu vida deberá retornar a ti, y todas en la misma secuencia y sucesión -y así también esta araña y esta luz de luna entre las ramas y así también este instante y yo mismo-. ¡La eterna clepsidra de la existencia se invierte siempre de nuevo y tú con ella, granito del polvo!? ¿No te arrojarías al suelo, rechinando los dientes y maldiciendo al demonio que te ha hablado de esta forma? ¿O quizás has vivido una vez un instante infinito, en que tu respuesta habría sido la siguiente: Tú eres un dios y jamás oí nada más divino? Si ese pensamiento se apoderase de ti, te haría experimentar, tal como eres ahora, una transformación y tal vez te trituraría; ¡la pregunta sobre cualquier cosa: “¿Quieres esto otra vez e innumerables veces más? pesaría sobre tu obrar como el peso más grande! O también, ¿cuánto deberías amarte a ti mismo y a la vida para no desear ya otra cosa que ésta última, eterna sanción, este sello? (Friedrich Nietzsche, La Gaya Ciencia, 341).


Al contrario que la algarabía de filosofías orientales que se nos ofertan de saldo, el tono sacerdotal, condescendiente y carente de tensión sanguínea de la moda New Age o los eclécticos e inefables manuales de autoayuda, Nietzsche, Friedrich Nietzsche, el más desenfadado de los trágicos, el más plañidero de todos los optimistas y el más temperamental de los hombres mansos, marca el camino de una renovada actitud vital que nada sabe de doctrinas de mercadillo o sonrisa por estandarte, ni menos aún de vidas sin pasado o de pasados enclaustrados en vitrina, con calzador.


El Tiempo, su tiempo y nuestro tiempo, ha de ser el fantasma que aliente nuestra conciencia de lo que ha-sido y ahora-es, como imagen mental, producto de nuestra memoria. Sin origen ni brújula, el viaje trueca en camino.


El enigma está servido.


Su contingencia, su precariedad formal o maleabilidad como condición de ser-imagen-de-lo-que-ha-sido-y-ya-no-es, sólo puede ser tratada de superar en su afirmación y en el deseo de ser esto-presente y no otra-cosa. Cualquier valor de ser, adquiere su eternidad en la autoafirmación de quienes quieren esto otra vez e innumerables veces; en esto consiste el vitalismo.


Todo lo demás es una neurosis. (¿Me estoy repitiendo?)


¿Quiere esto decir que la Historia, la memoria, nunca podrá ser maestra de la vida, que, por muchos esfuerzos que empeñemos, nunca, de modo alguno, podremos dejar de repetirnos a nosotros mismos?


Bonita pregunta, pero aquí, este demonio que en la más solitaria de mis soledades me conmina a vivir mi vida aún otra vez e innumerables veces no me pregunta sobre mi futuro, sino sobre mi pasado, o lo que podría ser mi pasado; sobre la genealogía de lo que ahora-es. Ya he hablado de todo esto: sólo la voluntad, ante la contingencia de lo afirmado, puede preñar de valor la decisión que carece de criterios para sí misma; sólo una vida o un acontecimiento que pueda regirse bajo este principio merece la pena vivirla o realizarlo una e innumerables veces.


Non, rien de rien

Non, je ne regrette rien.


(... ¡ojo! Ninguna interpretación de una partitura es igual a sí misma.)


viernes, 11 de diciembre de 2009

Spleen


Este término francés fue popularizado por Charles Baudelaire en su poemario, tras encabezar con él una serie de poemas, cuyo rasgo común era cierto estado de melancolía similar a la nausea sartreana o a la clásica angustia vital que enarboló como estandarte el existencialismo. Siempre hay alguien que encuentra un nombre para lo que es inconmensurable y no puede ser dicho. [ ] Su característica principal, aquello que lo distingue de cualquier otro estado de melancolía común o saudade es, precisamente, la falta de objeto, el elemento detonante que lo ha preceder en un esquema de relación causal. Se trata de un complejo estado de conciencia inmerso en un cruce de caminos entre la tristeza, la apatía, el miedo y la absoluta y desconcertante sobriedad; una claridad insoportable; cierta conciencia de vacío acompañada de una elaborada reflexión en torno a la experiencia misma y vinculada, a su vez, a esa experiencia interior que es nuestra vida emocional y que, de ninguna manera, podrá alcanzar la expresión.


[En ese sentido, todos, estamos solos.]


Me hallaba en un estado similar al descrito, o subsumido, para que alguien me comprenda, bajo el concepto, y frente a la pantalla del ordenador; buscaba un “excusa”, porque tomar la palabra consiste en ello, para comenzar a escribir, pero no había manera.


[Ser es la excusa que nos damos para existir.]


Hay días en que no hay manera, entre galeradas, artículos sobre mantenimiento industrial o contactología; folletos publicitarios y banners; solapas de libros que no he leído –o a penas he ojeado por encima- o revisión de sus fichas... Después de esto, sucede, al final del día, que ya no te quedan palabras o que éstas pierden su vida, su poder de seducción, su capacidad para impresionar o llamar tu atención; se nos muestran como objetos de un mundo que no nos pertenece, en el que el lenguaje no es más que un desván impensable en el que nos es imposible ordenar los trastos.


[El centro de gravedad del Universo es el punto de partida para su cartografía; extraviado, astros y constelaciones zozobran sin gravedad.]


En ese momento, sólo quedan las imágenes, los gestos -los de verdad-, las miradas... sólo eso, parece, nos devuelve a la vida; nos recuerda que estamos vivos. No se trata de ninguna experiencia espiritual en la que nuestra mente se distancia del cuerpo; más bien es nuestro cuerpo lo que se piensa a sí mismo y nos contemplamos, a nosotros, como cosas en sí mismas. Probablemente, ese malestar se deba a la falta de hábito de algo que no es nuevo, en el fondo.


[Comenzamos a ser algo en el preciso instante en que dejamos de estar frente a nosotros.]


Eso hacía, recordar, mirando estas viejas fotografías, las que siempre guardo envueltas en un plástico transparente y tan viejo como el papel de las imágenes, como las imágenes mismas... Soy yo, no me parezco en nada, pero soy yo; sólo un par de muecas, muy mías, me delatan. No hay duda: fui yo. Miraba esa imagen y sabía que no sería capaz, hoy, de escribir nada. Volvía a mirarla y alguna sinapsis incontrolada, clandestina, traía a mi mente un poema –no acostumbro a consumir versos- de alguien por quien proceso una gran simpatía.




***


Pues eso, cuando nada hay

que decir,

lo pertinente será callar...

dejar espacio al poeta.


**

El niño yuntero

Carne de yugo, ha nacido
más humillado que bello,
con el cuello perseguido
por el yugo para el cuello.

Nace, como la herramienta,
a los golpes destinado,
de una tierra descontenta
y un insatisfecho arado.

Entre estiércol puro y vivo
de vacas, trae a la vida
un alma color de olivo
vieja ya y encallecida.

Empieza a vivir, y empieza
a morir de punta a punta
levantando la corteza
de su madre con la yunta.

Empieza a sentir, y siente
la vida como una guerra
y a dar fatigosamente
en los huesos de la tierra.

Contar sus años no sabe,
y ya sabe que el sudor
es una corona grave
de sal para el labrador.

Trabaja, y mientras trabaja
masculinamente serio,
se unge de lluvia y se alhaja
de carne de cementerio.

A fuerza de golpes, fuerte,
y a fuerza de sol, bruñido,
con una ambición de muerte
despedaza un pan reñido.

Cada nuevo día es
más raíz, menos criatura,
que escucha bajo sus pies
la voz de la sepultura.

Y como raíz se hunde
en la tierra lentamente
para que la tierra inunde
de paz y panes su frente.

Me duele este niño hambriento
como una grandiosa espina,
y su vivir ceniciento
resuelve mi alma de encina.

Lo veo arar los rastrojos,
y devorar un mendrugo,
y declarar con los ojos
que por qué es carne de yugo.

Me da su arado en el pecho,
y su vida en la garganta,
y sufro viendo el barbecho
tan grande bajo su planta.

¿Quién salvará a este chiquillo
menor que un grano de avena?
¿De dónde saldrá el martillo
verdugo de esta cadena?

Que salga del corazón
de los hombres jornaleros,
que antes de ser hombres son
y han sido niños yunteros.


[Miguel Hernández, Viento del pueblo (1936-1937)]


viernes, 4 de diciembre de 2009

En silencio


Hoy daba vueltas en torno a este concepto; mejor dicho, en torno a la fuerza significativa del silencio. Recorría este camino tantas veces frecuentado, giraba en falso, me extraviaba o entraba en callejones sin salida: una manera como cualquier otra de salir a pasear.


Resulta complicado recorrer un tren con el mismo tren que has de recorrer.


Vuelta a empezar.


En todo este galimatías hay una cuestión que siempre me resulta, de alguna manera, “significativa”, de la que siempre parto, precisamente porque marca un hiato, un silencio, y suele ser omitida o pasada por alto: por lo general, nuestra concepción natural, intuitiva, sobre la significación, la comunicación y el lenguaje nada tiene que ver con su funcionamiento real. Tratando, estéril, de tantear una teoría o dar con una explicación, me decía a mí mismo que no debía extrañarme de esa manera, ya que el lenguaje es la base de todo lo demás, de todo aquello que concierne a nuestra condición; una condición, como siempre digo, manufacturada, cuya enhiesta estructura es tan alta y compleja como débiles sus cimientos y vigas.


Un castillo de naipes, dentro de una vitrina, en medio de un huracán. Ésta es nuestra condición.


Hoy estoy espeso, echemos mano al libro...


¿Qué es entonces la verdad? Una hueste en movimiento de metáforas, metonimias, antropomorfismos, en resumidas cuentas, una suma de relaciones humanas que han sido realzadas, extrapoladas y adornadas poética y retóricamente y que, después de un prolongado uso, un pueblo considera firmes, canónicas y vinculantes; las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son; metáforas que se han vuelto gastadas y sin fuerza sensible, monedas que han perdido su troquelado y no son ahora ya consideradas como monedas, sino como metal. (F. Nietzsche, Sobre verdad y mentira en sentido extramoral.)


De igual modo que se nos hace imposible poder desentrañar los mecanismos del sueño mientras dormimos, todo lo que concierne a nuestra vida en común está entrelazado, conformado y dirigido por el lenguaje, es lenguaje; en palabras de Heidegger, “nuestra morada”. A simple vista bastaría con salir al exterior, posicionarse en un lugar cuya perspectiva nos ofrezca una panorámica de la casa y... Voilà, ya tenemos las respuesta que cientos de tipos aburridos y con mucho tiempo libre llevan buscando desde hace ya más de dos mil seiscientos años: hemos contemplado el ser, podemos dar respuesta a la pregunta fundamental con la que, una vez resuelta, tendremos el secreto del Bien y del Mal, la fórmula imposible de la felicidad y toda nuestra vida humana cobrará sentido en cuestión de segundos mecidos en esta epifanía. ¿Qué es ser? (¡ups!) Sólo que hay un problema; fuera, ahí fuera, apenas podemos soportar unos instantes, y no sólo por el desarraigo y la soledad que su vacío, la intemperie, amigablemente nos proporciona, sino, porque ahí fuera, todo está oscuro; sólo dentro de nuestra morada podemos mantener las ascuas vivas que iluminan esta estancia, entrar en calor: delimitar los contornos, distinguir las figuras, concretar los detalles de lo que se nos ofrece... fuera de ella, nuestra percepción, la reflexión, todo nuestro instrumental de aprehensión sencillamente no es, queda clausurado; razón por la cual, dicha experiencia ni tan siquiera conforma una experiencia, puesto que, para comunicarla, requerimos del lenguaje y nos alejamos, años luz, de ella. Si tuviera que expresarla, de alguna manera, su grafía sería ésta: des-estar/des-apercibirnos.


No hay manera, apenas nos queda encogernos de hombros y permanecer en silencio.


En torno al silencio, aparte de la paja mental que me acabo de hacer en público, observo una paradoja: sucede que aquello que quisiéramos decir, esto que más ansiamos poder expresar, no puede ser dicho, momento en que el silencio nos induce al desasosiego; por contra, en algunos casos, precisamente en aquellos en que preferimos permanecer callados, por las razones que sea, eso que tratamos de ocultar es dicho por el silencio. En el primer caso, el silencio es signo de una carencia o de una imposibilidad, en el segundo, el silencio es signo lingüístico, gesto cargado de significación, de lo que nuestras palabras, en el caso de ser dichas, sólo tratarían de enmascarar y, por ello mismo, callamos; lo cual revela sin tapujos la naturaleza del signo lingüístico y el juego de contrapesos que se ponen en marcha cada día, cuando salimos del sueño para vivir somnolientos, entre tanteos y juegos de poder: juegos de palabras.


Hay silencios muy elocuentes.


Pensaba en todo esto desde un principio, confieso, con una imagen cinematográfica en mente y recordaba la relación de los dos personajes que la protagonizan, marcada por el silencio. El film se titula El tercer hombre, está dirigido por Carol Reed, con guión de Graham Greene, y la escena en cuestión está interpretada por Joseph Cotten y Alida Valli; él representa a un escritor americano al que no se le ocurre otra cosa que acudir a una ciudad europea, Viena, tras la segunda gran guerra, en busca de trabajo; ella encarna a la antigua amante de un amigo de él, precisamente el mismo que lo animó a presentarse en Viena con la promesa de un trabajo. Él no es más que un escritor de novelas baratas –así es como él mismo se describe- que, cuando llega a la ciudad, se encuentra con que su amigo ha muerto... El hecho es que, en determinado momento, él comienza a sospechar que su amigo ha podido ser asesinado y, presto, como los personajes de sus novelas, a descubrir al asesino, entabla amistad con la que fue su amante. Como dos y dos son cuatro, las protagonistas de aquellas películas solían ser muy bellas y los hombres cuando estamos solos en una ciudad, borrachos, desesperados y enfurecidos somos capaces de todo, hasta de enamorarnos, sucede lo previsible. En este contexto que, espero, para quienes han tenido la paciencia de leer hasta este punto, no os haya aburrido demasiado, transcurre la escena: nuestro don Juan, al que le ha picoteado un dedo un loro y ha engarzado con la borrachera del día anterior una nueva borrachera con todo el dinero que le quedaba, acude al apartamento de ella para despedirse... en cierto momento él se insinúa a la chica, bueno, miento, directamente le revela que está enamorado de ella –lo sabe- y ésta permanece en silencio. La frase es de él: Hay silencios muy elocuentes.


Esta escena nos traslada, a través del silencio, a la última escena del film. Los protagonistas se encuentran en el segundo entierro que presencian en una semana del mismo hombre; esta vez el hombre sí es el amante de ella y, esta vez, a ambos, los separa un abismo en el mismo encuadre. Frente a frente, no hay manera de romper esa distancia. En la siguiente secuencia, en una avenida arbolada que se pierde allí, donde el punto de fuga, él decide bajar de un automóvil para esperarla a ella, que se acerca andando, lentamente, pero con paso decidido, hacia la cámara; él está en primer plano, si no recuerdo mal –describo de memoria-, a la izquierda del encuadre, apoyado en un automóvil. Cuando ella alcanza su altura, gira a la derecha, tomando una curva imaginaria, y sale del plano.





Hay silencios que acogen una mayor densidad semántica que cualquier desfile de palabras.


(Por cierto, el primer silencio se debe a que ella no había olvidado todavía a su amigo; el segundo a que él, llegados a cierto momento, y por razones ajenas a ambos, lo había matado...)


jueves, 26 de noviembre de 2009

Ciudades imposibles


Tonteaba con uno de los pocos libros que suelen decorar mi mesilla u ocupar los bajos de la cama allá donde voy –yo no compro libros, pesan mucho, ocupan espacio y el espacio es muy caro y, por lo general, nunca sé dónde estaré el mes que viene- y al que tengo especial cariño, por lo que hay escrito en su primera página, la de cortesía, la que sale de imprenta en blanco...


Las ciudades invisibles de Italo Calvino (Ediciones Siruela, Madrid, 2006) es de esos libros ligeros a simple vista, simpáticos, bien escritos, que puedes llevar a todas partes y leer en cualquier momento. Está compuesto por textos que apenas si ocupan una página y que conforman, a su vez, preciosas imágenes de ciudades oníricas, utópicas o contrautópicas; lo difícil es discernir cuál es cuál.


Ése es el juego al que nos desafía Calvino.


Desde su constitución como concepto, la utopía sólo ha tenido lugar allí donde el eje espacio-temporal se extienden hacia la elipse: en la ficción. De hecho, hace ya algunos siglos que la literatura es el único bastión de la humanidad, el único espacio de libertad -cuidado con esta palabra- que nos queda; puesto que sólo con ella es posible dar orden y concierto, sacar a la luz y dar rienda suelta a nuestros deseos, ilusiones, pesadillas y frustraciones... a nuestra humanidad, al fin y al cabo.


Más allá, sólo podemos agarrarnos a esta asepsia hospitalaria que nos rodea.


Pensaba en todo esto y en otras cosas más, digo, tonteando con el libro, haciéndole la corte, por supuesto, proyectando, como no, el rostro del deseo... ya sabéis: perfilar con la mirada, definir con el recuerdo y ver con la imaginación. En eso estaba... releyendo y releyéndome, cuando, advierto que, y sin que sirva de precedente, “parecía” que esta aporía en la que me hallaba estaba, embriaguez isomórfica, referida en el libro; un libro, como digo, que, a simple vista, no parecía contener un mensaje unitario, una tesis definida, desde luego, menos aún sistemática.


De hecho, siempre he pensado que para expresar la imposibilidad de todo lo anterior -de hallar una tesis fundamental sobre la que construir un sistema de pensamiento capaz de abarcar la totalidad de la vida humana y, a su vez, dar respuesta a los problemas que se nos plantean-, lo último que debe hacerse es redactar un texto con esas mismas características que trate de “decir” lo que no se muestra con el gesto. Dicha idea, por ello mismo, sólo puede expresarse como gesto, bien sea de forma asistemática, bien sea a la manera expresionista.


Calvino lo adereza, en este caso, con sal y pimienta.


Cuál es la aporía que nos plantean estas ciudades invisibles.


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Las ciudades y la memoria. 2


Al hombre que cabalga largamente por tierras agrestes le asalta el deseo de una ciudad. Finalmente llega a Isidora, ciudad donde los palacios tienen escaleras de caracol incrustadas de caracolas marinas, donde se fabrican con todas las reglas del arte catalejos y violines, donde cuando el forastero está indeciso entre dos mujeres siempre encuentra una tercera, donde las peleas de gallos degeneran en riñas sangrientas entre los que apuestan. En todas estas cosas pensaba el hombre cuando deseaba una ciudad. Isidora es, pues, la ciudad de sus sueños; con una diferencia. La ciudad soñada lo contenía joven; a Isidora llega a edad avanzada. En la plaza hay un murete desde donde los viejos miran pasar a la juventud: el hombre está sentado en fila con ellos. Los deseos ya son recuerdos. (p.23.)


Aquí se entrecruzan ambas ideas: lo deseado y lo temido; pero también nos advierte de cómo algunas incoherencias de la memoria dan alas al deseo, en la superficie, mientras barruntan amenazas aterradoras, en los bajos fondos (siempre); nos habla sobre aquello que se-sabe y que, a su vez, no-es-sabido, y de cómo ambas cosas pueden llegar a constituir un mismo fenómeno. Lo temido, en este caso, no es la imposibilidad del deseo en sí, sino el desajuste entre lo deseado y el sujeto volitivo; cuando el producto del deseo forma ya parte de la memoria, es sólo Memoria. En ese momento, todo está perdido.


Isidora, la ciudad soñada, es la ciudad de sus deseos de juventud; una vez alcanzada, sólo arribando a ella, logra comprender el hombre que mientras soñaba, lo único que de verdad anhelaba era aquello que se perdería inevitablemente: la juventud. En tal caso, el feliz encuentro no es más que un darse cuenta de que Isidora era un deseo imposible: el de una juventud eterna; porque la ciudad soñada lo contenía joven y a Isidora llega en edad avanzada. ¿O es la memoria quien cree que aquella ciudad lo contenía joven?


Es estúpido desear lo que ya se tiene; el recuerdo sigue intacto, de igual forma que el deseo, quien ha cambiado es el sujeto del deseo, que olvidó que Isidora fue su deseo.


Cuidado con lo que deseas... siempre podría hacerse realidad.


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Las ciudades y la memoria. 4


Más allá de seis ríos y tres cadenas de montañas surge Zora, ciudad que quien la ha visto una vez no puede olvidarla más. Pero no porque deje, como otras ciudades memorables, una imagen fuera de lo común en el recuerdo. Zora tiene la propiedad de permanecer en la memoria punto por punto, en la sucesión de sus calles, y de las casas a lo largo de las calles, y de las puertas y ventanas de las casas, aunque no haya en ellas hermosuras o rarezas particulares. Su secreto es la forma en que la vista se desliza por figuras que se suceden como en una partitura musical donde no se puede cambiar o desplazar ninguna nota. El hombre que sabe de memoria cómo es Zora, en la noche, cuando no puede dormir, imagina que camina por sus calles y recuerda el orden en que se suceden el reloj de cobre, el toldo a rayas del peluquero, la fuente de los nueve caños, la torre de cristal del astrónomo, el puesto del vendedor de sandías, la estatua del ermitaño y el león, el baño turco, el café de la esquina, el atajo que va al puerto. Esta ciudad que no se borra de la mente es como un armazón o una retícula en cuyas casillas cada uno puede disponer las cosas que quiere recordar: nombres de varones ilustres, virtudes, números, clasificaciones vegetales y minerales, fechas de batallas, constelaciones, partes del discurso. Entre cada noción y cada punto del itinerario podrá establecer un nexo de afinidad o de contraste que sirva de llamada instantánea a la memoria. De modo que los hombres más sabios del mundo son aquellos que conocen Zora de memoria.


Pero inútilmente emprendí viaje para visitar la ciudad: obligada a permanecer inmóvil e igual a sí misma para ser recordada mejor, Zora languideció, se deshizo y desapareció. La Tierra la ha olvidado. (pp. 30, 31.)


En este caso nos enfrentamos con una densidad aún mayor (toda una tradición epistemológica sufre en zarpazo definitivo con esta sola imagen): nos hallamos ante un recuerdo, el de una ciudad, que, a su vez, sirve para recordar. Obligada a permanecer inmóvil e igual a sí misma para ser recordada mejor cumple una doble función maldita: es capaz de mantener en nuestra memoria todos y cada uno de los acontecimientos, nombres y artefactos que fuimos disponiendo en torno a ella..., pero, a su vez, este recuerdo que sirve para recordar, queda petrificado, esculpido en mármol puro, pulido y resguardado contra el viento... Tanto es sólo Recuerdo, que hemos olvidado que fuimos nosotros quienes erigimos este mausoleo; tanto es Recuerdo, que sólo existe realmente como objeto del recuerdo que se nos da, una vez más, en su desajuste con el objeto temporal.


El recuerdo no es más que la imagen de un cadáver al que hemos cubierto para ignorar su descomposición.


Con el recuerdo se anticipa el olvido.


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Aporía


(i) Nuestro deseo de las cosas no versa sobre las cosas mismas; pero las cosas mismas, sin deseo, apenas pueden ser percibidas, pues no logran calar hondo en nuestros sentidos.


(ii) Más allá del tiempo, las cosas logran permanecer, alcanzan la eternidad; pero, inevitablemente, por ello, no nos corresponden, se elevan, hasta parecerse sólo a sí mismas, hasta no reconocerlas ni mirándolas de frente.


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Para ciertas cosas nunca dejaré de ser kantiano.


Pensamientos sin contenido son vacíos; intuiciones sin concepto son ciegas.


miércoles, 18 de noviembre de 2009

Títeres y titiriteros


Quizá la necesidad de interpretar es inherente a nuestra condición y constituya un estadio previo a las formas de representación que más tarde darían lugar a nuestros conceptos o anhelos de “expresión” o “comunicación”. Ser conscientes de ello, implica, necesariamente, modificar nuestras ideas asociadas a los mismos para entender el habla o la escritura como formas sofisticadas de interpretación o representación; maneras de hacer mundo.


Probablemente, especulamos, todo comenzó una noche, aquella noche eterna que eran las noches de nuestros inicios, en torno a una hoguera, como miles de siglos más tarde continuará sucediendo y sucede hoy en los entornos rurales. La narración de una cacería no da lugar a un mero ejercicio de bravuconería patriarcal; para nosotros, una especie herbívora que se alimentaba de raíces, follaje y, a lo mucho, algún que otro insecto, la ingesta de carne, no estrechamente ligada a los peligros que constituía su obtención, necesariamente, tuvo que estar vinculada a un ritual de consumo que ya, en los tiempos en que emerge nuestra conciencia simbólica, habría derivado en un complejo ritual representacional. Este ritual, mediante el cual era narrada la caza del animal y del que ya he hablado alguna vez, “interpretamos”, tenía un doble trasfondo: religioso y didáctico. De alguna forma mágica lograba transmitirnos cualidades propias de ese animal –no pasemos por alto que en la liturgia cristina literalmente se “come” el cuerpo de un dios para, posteriormente, recibir, de esta forma su gracia, investirnos, de alguna manera precaria, de sus cualidades- y, a su vez, no sólo aleccionaba a los más jóvenes sobre las estrategias o técnicas emprendidas en la cacería que, tarde o temprano, tendrían que poner en práctica para cazar “en comunidad”, también aleccionaban sobre dichas cualidades y lograban sugestionar lo suficiente como para que, tras su consumo, dichas cualidades se apoderaran de quienes la ingerían; de igual modo que nos alientan y otorgan, el día de nuestra iniciación como cazadores, el valor requerido para demostrar que somos merecedores de su atribución.


De modo que, lo que en un principio constituía una narración rudimentaria, gutural y gestual de lo acontecido, pronto adquiere la reglamentación conductual y reiterativa que cualquier ritual, por el hecho de serlo, constituye; a la que se le uniría todo un elenco de elementos simbólicos con los que, a falta de un lenguaje complejo, simbolizar más fácilmente aquello de lo que se pretendía “hablar”. Las pieles y los restos óseos amplificaban la densidad semántica de la interpretación propiamente dicha, de su forma de moverse o representar al animal en cuestión; y el narrador, aquel que debía interpretar/ejecutar el ritual, para diferenciarse de su público, para destacarse e investirse, para representar lo que no era, hacerlo presente, llamarlo a comparecer, debía desdibujarse, quedar en blanco, despojarse de su condición material, dejar de ser un miembro más y convertirse en medio, en vía de expresión o puente entre esos dos mundos que comenzaban a emerger. En otras palabras: anularse, constituir un vacío capaz de acoger una presencia ya inmaterial.


Cubrir nuestro rostro con una máscara, su convención, implica el reconocimiento de lo que no-es y también la anulación o el vació constitutivo de quien, como el artista, construye un mundo ficticio, paralelo, y toma, en el olvido o en la aceptación, ese no-ser-más-que-sueño, ilusión, como un real; y este mundo, esta máscara, “dominarían” a su receptor, al actor, a esa nueva naturaleza de la especie personificada (no pasemos por alto que el término persona proviene del latín persōna, que, a su vez, deriva del griego prósōpon, que significa, literalmente, "máscara").


Pronto, cada individuo del clan o de la tribu tendría su propia máscara, éste es el origen de la humanidad; de igual modo que los diferentes términos con los que a día de hoy “expresamos” nuestros distintos estados anímicos, subjetivos, tuvieron, en su momento, cada uno su máscara determinada.


Nuestras máscaras han sufrido diversas modificaciones, desde las más básicas, sin ornamento alguno, hasta las más complejas, coloristas y ligadas a emociones o roles muy concretos; posteriormente, ya no hicieron falta, comenzamos a pintar el rostro del actor y, en nuestros días, pese a los ornamentos corporales, nosotros, actores, no somos más que máscara.


Por ello resulta escandaloso, injusto, nuestro actual uso del término títere o de la propensión a acusar al titiritero o marionetista de ser un manipulador, un ilusionista. El títere, expresión sofisticada de estos rituales de interpretación, no deja de constituir en sí mismo una máscara y como tal, debemos preguntarnos, quién maneja, realmente, a quién.


No seamos inocentes, el titiritero no es más que un “títere”, un receptor despojado de cualquier temporalidad, en manos de quien realmente mueve las cuerdas.


(... y preguntarás, ¿Quién mueve esas cuerdas?

Pregúntaselo a las palabras con las que piensas que preguntas;

no sea que formes parte y portes la máscara de ese coro que interpreta el preguntar.)


lunes, 16 de noviembre de 2009

(Paréntesis)


Hoy, ahí fuera, parece primavera; el cambio climático, ese vecino nuevo del que todo son rumores e inquieta a los propietarios de toda la vida, ha escrito sus primeros versos y, como buen trilero, se la ha jugado bien al otoño esta mañana. ¿Quién dijo que los tipos siniestros no conocen la belleza?


Y ahí estaba yo, subido en la bici, con las galeradas bajo el brazo, un pitillo en la oreja y mi abrigo abrazándome por el cuello como una amante descarada.


Hoy, parece, que sonaba cierta música ahí fuera. De veras, no miento, la escuchaba.


Los abuelos, encorvados, no han tenido que disputarse el menguante hueco del banco soleado. Hoy el sol ha sido generoso. El desayuno de media mañana de los funcionarios profesionales demora las gestiones de todos los que últimamente pasan los lunes al sol; pero, hoy, graciosamente, como digo, el sol ha sido un dios benevolente y a base de muecas, carantoñas y chistes viejos, nos ha hecho sonreír a todos.


Sí, salir a verlo, hoy no hace falta abrigarse, en el mercado huele a pescado y encurtidos, los jóvenes impenitentes pasan las horas lectivas en los jardines ensayando su próxima revolución hormonal, aquellos rostros que ayer eran sombras detienen el paso a saludar con sus bufandas en mano e incluso mis clientes me reciben con sonrisas y brazos abiertos.


Hoy es un día histriónico, como el verso de Machado; hoy es siempre todavía.


Pero no os dejéis engañar, aquí dentro no deja de ser otoño, pese a que, hoy, ahí fuera, parezca primavera.


jueves, 12 de noviembre de 2009

Abtrünnigkeit


Transcribo a continuación la traducción de un texto inédito en castellano del ensayista austriaco Josef Werner. Nacido en 1878 y olvidado por la crítica y la historia, Werner, medievalista y doctor en teología, miembro, posteriormente, del partido anarquista alemán, fue hallado muerto en la madrugada del 3 de noviembre de 1929 en la ciudad de Berlín bajo un soportal y abrazado a la carpeta que contenía los legajos con los que más tarde fue compuesta su única obra, misteriosa y apenas comprendida, Die Passagen der Wüste. Tras una “crisis febril”, según sus propias palabras, causada por las lecturas de la obra del filólogo alemán Friedrich Nietzsche, se distanció, definitivamente, de la teología y la fe para alistarse, como activista radical, en su juventud, en ambientes anarquistas. Aquí se le pierde la pista, algunos comentaristas de su obra especulan con que se refugió en la bohemia berlinesa y malvivió desempañando diversos trabajos, como corrector en un diario local, marchante de falsas obras de arte o, sencillamente, mendigo. Los textos que componen Die Passagen der Wüste apenas pueden ser clasificados por ningún canon y pertenecen a esa tradición fronteriza con la que el Ensayo como género ha cobrado carta de naturaleza durante el siglo xx y logrado emanciparse del ámbito académico sin dejarse, por supuesto, fagocitar por los géneros de ficción, las memorias o la autobiografía. Se trata de textos cortos, oscuros, a medio camino entre, especulamos, episodios bibliográficos y reflexiones sobre la época, la historia y el devenir de nuestra especie. El presente pasaje, “Abtrünnigkeit”, está fechado una semana antes de su muerte; plagado de referencias imposibles de delimitar, apenas podemos afirmar que contenga vivencias del propio Werner ni, menos aún, trazar una hipótesis sobre los sujetos a los que está referido; si es que existe dicha referencia. Hay quienes proponen que, con él, este ensayista austriaco estaba esbozando, como si de un visionario se tratara, una crítica a las relaciones humanas, a la incomprensión, a la incomunicación y a los acontecimientos que se sucederían posteriormente en Alemania y que, de alguna manera, continúan sucediendo en nuestros días, en nuestras ciudades, en nuestras costas; en definitiva, en nuestras fronteras.



Disidencia


Se asemeja el frío, con matices, al hambre: cuando no viene de nuevo, no basta con una simple manta para calmarlo. No es posible desasirse de esta sensación; de alguna manera, oscura, forma parte de nosotros: somos frío y hambre.


Ambos, como manifestación o advertencia, señalan el rastro de una carencia fundamental o de una negación reiterada; ansias que, quizá, los narcóticos puedan calmar, pero, en ningún caso, lograrán sanar.


Tanto el frío como el hambre anuncian una parte de lo vivo que se desvanece, a falta de cuidado o atención; esa porción de nosotros que se extingue y que no podrá ser ya repuesta, como un mal condicionamiento del que sólo podemos ser conscientes y con el que tratamos de lidiar a cada instante; porque ningún ahora puede ser reemplazado por cualquier mañana y de vanas promesas sólo se nutren quienes no aman realmente la vida.


El llanto en la madrugada del niño no atendido es una carencia que retorna, como frustración inevitable, cada madrugada del hombre que será; sus yagas, como durezas, configurarán su escafandra.


Todo lo contrario, la fiebre es un síntoma inequívoco de la victoria de estar vivo, de la batalla que se libra en un interior al que podemos o no permanecer ajenos. La temperatura ascendente, el susurro escalofrío, las sienes retumbantes y el pajizo del mentón, roto y amoratado, por la frontera de las mejillas escarpadas del guerrero, anuncian la furia, la terca resistencia o la insolencia, una vez más, de quien se niega, disidente, a enfundar su espada, replegar las tropas y arrojar su estandarte colina abajo.


Ellos gobernarán esta torre de su homenaje, festejarán nuestra ausencia y danzarán ebrios sobre nuestro escudo de armas; malversarán este legado de conducta no correspondida, retozarán sobre nuestro lecho, allanarán nuestras alcobas, yacerán con nuestras amantes y éstas se postrarán a sus pies...


Dejadlos,

ellos no saben, apenas intuyen, confiados; nunca estuvieron en un campo de batalla y desconocen la mirada cómplice de quien, más que temer, ama la vida y, por ello mismo, mira de frente, ofrece su mano, sin testigos ni acta notarial, da su vida y regala palabras que sólo pueden ser dichas en silencio: nuestra lengua originaria.


Ellos desconocen que ni una ni dos contiendas hacen la guerra.


Héroe es quien se revuelve mientras le quede aliento y sabe que cualquier victoria tendrá su mañana, extensión del ayer que nunca cesa.


A quienes sobreviven con lo puesto, sólo les queda asirse a sus recuerdos, su equipaje más valioso, donde macera el germen de esta fiebre.


Ni esta noche ni nunca, ya, bastará con detener a los sospechosos habituales; faltan empalizadas para contener nuestra fronteras.


Esta fiebre se transmite por el aire, ya no es suficiente con mirar hacia otro lado; de frío y hambre se nutre nuestro carácter, nuestra arrogancia.



[Berlín, 26 de octubre de 1929]


(Josef Werner: “Abtrünnigkeit”, Die Passagen der Wüste [1950].)