jueves, 23 de diciembre de 2010

Extranjería


En verdad, no sabía qué andaba buscando.


(Entonces andabas por el buen camino.


Déjalo.)


Daba vueltas al concepto, lo manoseaba y observaba extendido sobre la palma de mi mano, le daba un giro de ciento ochenta grados o lo invertía; acariciándolo, trataba de hacerlo hablar, de sonsacarle, que me rumiara al oído, pero nada, algo en él se me resistía. Una intuición me decía que éste era un concepto muy importante, si es que lograba traspasarlo y contemplarlo de forma oblicua, pero no había manera, no alcanzaba a ir más allá del sentido de uso que comúnmente le atribuimos.


Entonces, quizá fue la “suerte”, el simple azar o alguna de las extravagantes conexiones trópicas a las que soy muy dado, me vino a la cabeza aquel viejo eslogan en que se ha convertido la frase de Rimbaud.


Pensaba en ello y busqué el texto; de pronto me percaté de una cosa, que no recordaba o que los sucesivos comentarios en torno a esta cita, a los que yo había recurrido en otras ocasiones, habían logrado ocultar, hacer pasar de largo: no se trata de un eslogan, tampoco es una exclamación poética y, menos aún, la exigencia banal en que se ha convertido. Entre los delirios de juventud y ese optimismo –del que ya no quedaría nada antes de cumplir la edad de 20 años- que se respira entre las palabras de lo que yo considero una poética, aunque lúcida, bastante infantil, si dejamos a un lado, claro está, algunas reflexiones estéticas de gran calado y que pertenecen a su epistolario, Arthur Rimbaud nos sorprende con una reflexión ajena al tono del discurso de Une Saison en Enfer; se trata, prácticamente, de una prescripción o un principio metodológico, casi un imperativo, muy formal, por cierto, por medio del cual regir la experiencia –o eso me lo parece ahora-. Tras el consabido histrionismo poético con el que describe en esta obra -que no deja de ser una suerte de autobiografía- la condición moderna, la ruptura con la experiencia, con la tradición, con lo clásico, Rimbaud, con una voz mucho menos histriónica, diría que incluso desconcertante, dado el contexto, como una reflexión en voz alta que se le “escapa” entre líneas al tipo que “representa” el rol del personaje irreflexivo, nos asalta con una frase que, paradójicamente, suele ser apropiada y citada de forma bien histriónica –lo que dice mucho de la razón por la que se la amputa.



Adiós

¡Ya el otoño! Pero por qué tener nostalgia de un sol eterno, si estamos comprometidos en el descubrimiento de la claridad divina, -lejos de la gente que muere mientras pasan las estaciones.
El otoño. Nuestra barca alzada entre brumas inmóviles toma rumbo hacia el puerto de la miseria, la ciudad enorme en el cielo tiznado de fuego y de barro. ¡Ah! ¡Los harapos putrefactos, el pan mojado por la lluvia, la ebriedad, los mil amores que me han crucificado! ¡No terminará nunca este vampiro que reina sobre millones de almas y de cuerpos muertos y que serán juzgados! Me sueño con la piel roída por el barro y la peste, llenos de gusanos los cabellos y las axilas y lleno de gusanos todavía más gruesos el corazón, tendido entre desconocidos sin edad, sin sentimientos... Podría haber muerto.
... ¡Ominosa evocación! Execro la miseria.
¡Y temo al invierno porque es la estación de la comodidad!
-Algunas veces veo en el cielo playas infinitas, cubiertas de naciones blancas gozosas. Una gran embarcación, por encima de mí, agita sus pendones multicolores con las brisas de la mañana. He creado todas las fiestas, todos los triunfos, todos los dramas. Ensayé inventar nuevas flores, nuevos astros, nuevas carnes, nuevas lenguas. Creí adquirir poderes sobrenaturales. ¡Y bien! ¡Debo enterrar mis imaginaciones y mis recuerdos! ¡Una bella gloria de artista y narrador desechada!
¡Yo! ¡Yo que he sido llamado mago o ángel, dispensado de toda moral, soy devuelto al suelo, para buscar un deber, y para abarcar la realidad rugosa! ¡Aldeano!
¿Estoy equivocado? ¿La caridad será hermana de la muerte, para mí?
Finalmente, pediré perdón por haberme nutrido de mentira. Y adelante.
¡Pero ni una mano amiga! ¿Y dónde podría obtenerla?
Sí, la hora nueva es al menos muy severa.
Por lo tanto puedo decir que la victoria está conseguida: los chirridos de dientes, los soplidos del fuego, los suspiros apestados están mitigándose. Todos los recuerdos inmundos desfallecen. Mis nostalgias recientes se diluyen, los celos por los mendicantes, los bandoleros, los amigos de la muerte, los postergados de toda índole- ¡Condenados, si yo me vengase!
Se requiere ser absolutamente moderno.


Arthur Rimbaud, Una temporada en el infierno. (Las negritas son mías.)



La cita, así completa (“Se requiere…”), indica cierta urgencia que, a su vez, llama o señala un contexto crítico, aunque también cierta mesura en la apreciación. Rimbaud supo ver de una forma muy clara, aunque desaforada, el problema de la modernidad; lo que diferencia su discurso con otros discursos que nos abochornan hoy en día, es el descaro y la arrogancia, esta forma de regodearse en la condición moderna, frente a la preclara consciencia del punto de partida: “un oasis de horror en un desierto de hastío” (Baudelaire, Ch., El viaje).


Porque la condición moderna, más allá de la ruptura, señala el vacío elemental ante el que se enfrenta el sujeto moderno; lo cual explica la melancolía con que a veces es vivida por todos aquellos que no son Rimbaud o carecen de fuerzas, las que a él le faltaron, para parapetarse tras una juventud eterna, o una vida basada en la exaltación de ciertas actitudes juveniles llevadas al paroxismo.


Ser moderno consiste en esto: tomar consciencia de nuestra condición de extranjeros en la propia casa.


(¿Y esa casa es el uno mismo?


Calla.)


La aspiración metafísica con que se ha pergeñado el concepto de “novedad”, el compromiso, la constante claudicación, a que nos somete el ritmo mercantil de la moda (fiel reflejo del sistema que “ampara” nuestras vidas), apenas tienen que ver con la apreciación de Rimbaud.

La apreciación del joven poeta francés no puede, de ningún modo, ser dispuesta como una exigencia de aceptación sin crítica, sin rebeldía, de los nuevos tiempos, de la onticidad variable, según la cual postrarnos ante cualquier objeto que vista la aureola de novedad. Su “ser moderno” implica un acto de valentía, un requerimiento también, de quien no puede más que aceptar su condición de extranjería, puesto que nuestra contemporaneidad se funda en la defunción de una naturaleza otrora espiritualizada y de un espíritu recientemente naturalizado –sin demasiada suerte, por cierto-, en la ausencia de imperativos o en la pérdida de cualquier fundamento.

A esto se refería Kundera en La Inmortalidad: “ser absolutamente moderno [significa] ser aliado de nuestros sepultureros”.

La modernidad supone cierta complicidad con esta pérdida; una forma de contribución para su sepultura, en cuyo ritual, una parte de nosotros, el uno mismo, la identidad, también queda clausurada.

Pero ser contemporáneo implica, por otra parte, aceptar nuestra condición, ya irrenunciable, de extranjería. Extranjeros en esta Humanidad que nos ha sido dada y ante la que no hay alternativa posible, ante la que no podríamos renunciar. Extranjeros en nosotros mismos, en nuestra propia cultura, donde se nos muestra constantemente la otredad.

Es la Historia lo que nos ha despeñado a este desarraigo y, a su vez, la que nos ha de brindar la oportunidad de construir nuestro mundo y lenguas criollas; para lo cual, lo que, ahora, se requiere es ser absolutamente post-ilustrados y resignarnos, sin victimismo, vayamos donde vayamos, a nuestra condición de extranjería en este amplio océano de singularidades. Porque la Ilustración ha sido ese “oasis de horror” con el que hemos tratado de evitar deambular por siempre en este “desierto de hastío” que es nuestra nada nueva condición de extranjería, por la que nos vemos obligados, constantemente, a legitimar en su tiempo cada uno de nuestros pasos, abriéndonos a espacios en los que siempre seremos forasteros, obligados a renovar nuestro pasaporte cada mañana, condenados a tomar tímidamente la palabra, como un susurro, temblorosas, entrecortadas, sin apenas esperanzas de que alguien llegue, alguna vez, a comprender una lengua sin rostro y sin timbre, que morirá con cada uno de nosotros sin que nadie, ninguno, alcance a traducir.

Desechamos lo antiguo, lo clásico, para, como bien sabía Rimbaud, abrazar lo ancestral.

Con el mito de la Torre de Babel erigimos un monumento a la incomprensión y la inconmensurabilidad; aquí no hay lazos, simplemente es nuestra condición compartida la que se resiente cada noche de sus heridas.

¡Digámoslo fuerte y en voz alta, cada día: Yo soy, ahora y aquí, extranjero!


domingo, 19 de diciembre de 2010

Otoños en Barcelona (II)


12:30


El sol me hacía pestañear o inclinar la cabeza, como si me postrara, hacia el suelo, y una brisa fría procedente del mar me recordaba la estación del año; en la acera de enfrente, grupos de marroquíes trapichean sin apenas disimulo con ordenadores, gafas de sol y teléfonos móviles de “segunda mano”; diez metros más allá, en la misma acera, en una de las entradas del recinto, una patrulla de Mossos d’Esquadra hace la vista gorda y anda a lo suyo.


Julien se demora unos minutos.


Lío un pitillo, entro y doy una vuelta por los puestos de los Encants. Es fiesta, el día acompaña, la temperatura es agradable, la ciudad está muy bella… apenas se puede dar dos pasos sin que te den un codazo. Vuelvo a salir, me acerco a la boca de metro, donde había quedado con Julien. Ahora hace frío, aquí no da el sol. Tiembla la acera, llega un tren, un viento cálido y asfixiante sube por las escaleras y me estampa una de las hojas, enorme, que vuelven al suelo.


Nada. Miro a ambos lados y me siento en la acera; supongo que ya no viene, pienso en volver a casa, pero sólo lo pienso, continúo sentado; por inercia comienzo a liar otro cigarrillo. A medias suena el teléfono, hago malabarismos pero logro contestar. Es Julien, ha tenido problemas, que nos vemos en el Raval, que me vaya a comer con él a su nueva casa, que tiene buenas noticias.


14:40


Ando aturdido por la calle Hospital, he cruzado andando con un café y cuatro cigarrillos dos barrios hasta llegar al Raval, creí que sería buena idea.


Nos vemos a unos metros y, ambos, con la mirada, señalamos un punto invisible en el espacio más adelante en el que convergemos para comenzar a charlar y andar juntos sin apenas protocolo.


Me explica sus días y sus noches últimas de camino, subiendo por el Paral·lel. Al final parece que algunas cosas se van solucionando, al menos las importantes; lo veo contento.


Charlamos durante toda la tarde de esto y de aquello, me habla de su nuevo barrio, de algunos proyectos… yo le cuento lo mío; andamos otro rato y nos despedimos en Plaza Cataluña, hasta el sábado.


***


19:45


Deambulo a ciegas por la ciudad, sin dirección fija, temblando de frío. En Barcelona no hay misterio: arrojas una piedra al suelo, con inclinación, y sale rodando, cuesta abajo, dirección al mar. Y allí es donde me lleva la inercia, pues camino deprisa, para desarraigarme del frío, sin apenas sentir el peso de mi cuerpo, con la aureola arrastras de quien presagia un nuevo naufragio y la melodía de una vieja película en la cabeza que, sin querer, tarareo, por segundos, en voz alta.


(¿La melodía que tarareas a todas horas últimamente?


Esa.)


De pronto no quiero ver el mar: es una gran masa oscura que ruge, el viento helado te corta la piel y sabes que nada más pisar la arena vas a querer estar muy lejos, ya en casa, mirando a ratos el libro que hay sobre la mesa, que no puedes leer.


Ando lo más deprisa que puedo; aunque no lo has decidido sabes que vas a “casa”, ni si quiera tratas de engañarte, no das ni un sólo rodeo, en algo más de quince minutos has llegado. Cierro con urgencia, como si me siguieran, la puerta y enciendo la luz del zaguán, subo los cinco pisos de escaleras y entro, apenas jadeo. No hay nadie.


Poco rato después escucho entrar a C., viene del trabajo, no trae hambre y se deja caer sobre el sofá en actitud derrotada. Encendemos un pitillo y fumamos en silencio, sin mirar a ningún sitio. De repente me habla del Perú, del clima de Lima, de las taras de su país, de las noches en que se soñaba en Europa y de amigos que también viven lejos de Perú, en otros países, donde siempre serán extranjeros, algunos con más suerte que otros. Lo hace como si hablara solo, pero buscando mi comprensión; sin dirigirse a mí, pero hablando conmigo.


Me viene a la cabeza una idea, pero no la expreso en voz alta: la extranjería no es –tan sólo- una circunstancia, puede llegar también a ser una condición.


(... ¿y también lo dices por ti, no?)


***


21:47


Llego tarde; es sábado y a las nueve y media había quedado con Julien en su casa para beber algo. He pasado todo el día hibernado en el cuarto de C., con un libro entre las manos, tratando de leer sin lograr concentrarme, de un lado para otro, pasando palabras sin mirarlas, como una oración que recitara de forma mecánica sin prestarle ninguna atención mientras pienso en otra cosa; y otras cosas me venían a la cabeza, y el libro parecía solamente una excusa con la que entretener este cuerpo a merced de mi mente…


Ahora corro en dirección al Mercat de Sant Antoni atento por localizar un badulaque en el que comprar un par de botellas de vino barato. Cuando llego a casa de Julien me recibe con música de fondo y una copa en la mano. Te demorastes y… Lo excuso con un gesto, nos ponemos cómodos, bebemos, yo poco…, él lo suficiente como para que dos horas más tarde, cuando llega una amiga, a la que no conocía, tenga la mirada ebria, el caminar felino y la sonrisa pícara de quien se sabe en cierta manera culpable antes de serlo.


Nos encaminamos por el Paral·lel en dirección al Apolo, Julien comenta que un grupo de edificios le recuerdan a la imagen que guarda de un barrio de Madrid, no recuerdo si Tres Cantos; los observo, anodinos, rectangulares, parduscos, y una desazón no prevista hace desparramar mi espíritu por la acera. Entonces comprendo que esta larga avenida, flanqueada por grandes letreros de neón, empapelada con amplios carteles que anuncian musicales inspirados en películas cinematográficas de éxito, o nostálgicos espectáculos de varietés con los que algunos empresarios barceloneses quieren evocar aquel tiempo en que la cuidad trataba de emular a París; esta pasarela de sonrisas efímeras, que inevitablemente morirán con los primeros rayos de sol o las últimas monedas olvidadas en los bolsillos, donde una nueva amistad espera en cada esquina siempre y cuando conozcas el salto y seña… Todo este espectáculo, en definitiva, no es más que una fina cortina que apenas si puede ocultar el drama tremendo que se vive a pie de calle.


Frente a la barra, Julien conversa con unos desconocidos, de vez en cuando se me acerca o me lanza una sonrisa de complicidad; sabe que, sin excepción, en cuando lo sepa instalado, volveré a casa sin despedirme. Rompo la regla, me acerco a él y a su amiga, los abrazo y salgo a la calle.


Me fumo en pitillo en cuanto me siento en el vagón de metro. A mi lado una mujer de edad avanzada mira absorta la inmensidad oscura a través de las ventanillas, una pareja se besa al fondo y tres chicos jóvenes, un poco más atrás, comparten una botella entre risas y balbuceos. Cuando vuelvo a salir a la calle una ráfaga de viento gélido me corta la respiración, rodeo la plaza de Tetuán y me encamino a paso ligero.


Todo está en silencio, C. duerme en su cama, yo me echo en el sofá, pero el silencio no me deja dormir; las imágenes de la noche desfilan frenéticas en mi mente, un zumbido agudo atraviesa mis sienes de parte a parte. Sabes que tampoco esta noche alcanzarás el sueño.


***


11:17


Sorbo café aguado y caliente mientras fumo un pitillo absorto mirando por el ventanal de la habitación de C. Pienso en que ya habrá llegado a París a la vez que regreso al escritorio y comienzo con la revisión, sílaba por sílaba, de las últimas compaginadas que me han llegado. Aparto el post-it que hay adherido al primer folio impreso en el que releo “Aplicar normas ortotipográficas previas a la nueva ortografía de la RAE” (adjunta alguna excepción). Doy un suspiro y comienzo.


De pronto aparece C., pensaba que era su compañero de piso, pero no, es él, apenas puede hablar, su cara lo dice todo, la maleta está tirada junto a la entrada. Me explica la situación y se arroja en la cama. No le han dejado salir del país.


Después de comer, a mediodía, hablamos. Tiene todos los papeles en regla y todos los documentos oficiales necesarios en la mano. Telefoneamos a ambas compañías aéreas y, en una de ellas, el telefonista que nos atiende confirma que se trata de política de la empresa, que al parecer pueden hacerlo, poner sus propias reglas, que no importa lo que diga la Administración.


Un par de horas más tarde estamos en extranjería y vuelven a confirmarnos que C. tiene todos los papeles en regla, que no hay razón para que la compañía aérea no le haya dejado embarcar. Cuando llegamos a casa C. se encierra en su cuarto y no vuelvo a verlo hasta el día siguiente.


***


Las veinticuatro horas posteriores el ambiente se enrarece, C. anda irritable, cubierto por una manta y fumando constantemente, deambula por toda la casa sin levantar la vista del suelo; la mayor parte del tiempo duerme. Recibe llamadas, “huevón, agarra un tren o a un autobús y vete a París”; está confirmado, en la frontera terrestre no habrá problemas para cruzar, en extranjería nos lo aseguraron. Ayer por la noche irrumpió en el salón y me dijo que se marchaba, que no podía aguantar, que sueña con visitar esa ciudad toda su vida, que ya tiene los billetes y que hoy partía.


Nos separamos en la plaza de Tetuán, él camino de la Estació de França y yo en dirección a Gracia. Nos damos un abrazo y nos despedimos: Parece que se acaba el otoño. Sí. Quizá volvamos a vernos este invierno. Ojalá. (Sonreímos.) Todo puede ser; de todas formas volveremos a vernos. Claro, no te preocupes, por descontado. Mucha suerte. Lo mismo digo pero... tú la necesitas más. (Vuelvo a sonreír.) Tienes razón. Pásalo bien por aquí estos días. No te preocupes, mientras no haya caído aún la última de las hojas no acaba la estación. El loco Rai. Puto peruano. Cuídate. Eso.





viernes, 10 de diciembre de 2010

Poética


Escuchaba este martes de Vargas Llosa una frase al inicio de la lectura de su discurso para el Nobel de Literatura (Elogio de la lectura y la ficción) que hacía presagiar que este año el discurso en cuestión podría llegar a ser algo más que la retahíla, a la que ya deberíamos acostumbrarnos, de buenos modales con la que solemos envolver el armazón de viejos conceptos y la autocomplacencia con la que acostumbramos a exaltar, una vez más, nuestro ego occidental.


Lo tanteó, lo tuvo casi entre sus dedos, pero se le escapó –o no quiso llegar a ello- y devino, en seguida, en la confesión que todos esperábamos de emociones desatadas, recuerdos rescatados y agradecimientos debidos de una persona que lleva más de una década, merecida o inmerecidamente, tras el galardón.


Apenas comienza su discurso, el escritor peruano afirma lo siguiente: “La lectura convertía el sueño en vida y la vida en sueño” (clara alusión a Calderón y a toda una tradición estética que ha puesto todo su empeño, recientemente, en disolver la fronteras creadas por nuestra cultura entre realidad y ficción). Pero, o Vargas Llosa no ha leído con detenimiento a Calderón (y el ambiente de escepticismo que rodea su producción teatral; plaga que se extendía por toda Europa por aquella época), o no ha querido entrar en disquisiciones teóricas que pudieran hacer demasiado engorroso, delicado o “ambiguo” su discurso para el Nobel de Literatura 2010 (“ambigüedad”, por lo que se refiere a ciertas actitudes políticas, a la que tuvo que renunciar para que, de una vez por todas, Perú tuviera entre sus filas a todo un flamante premio Nobel de Literatura –embajador que quizá no le venga nada mal).


El caso es que, tras esta afirmación, que me hizo saltar de la silla y casi emocionarme, tras su desarrollo, quedé, por decirlo de algún modo, decepcionado; porque la argumentación de Vargas Llosa es demasiado manida a estas alturas y hace aguas por todos sitios, se me hace, incluso, forzada, dado el escenario, cuando, una revisión de la misma, puede vivificar la estrategia de quienes piensan que la ficción, la poética, guarda en su seno la legitimidad que han de esgrimir aquellos convencidos de que nuestra realidad, tal y como nos es dada hoy en día, es susceptible de ser modificada y de que otro mundo, efectivamente, es posible.


Vargas Llosa describe en su discurso –que, no olvidemos, lleva por título Elogio de la lectura y la ficción- la Literatura como una herramienta o como un ardid para “humanizar la vida”; para ello, se basa en que la literatura da lugar a “una vida paralela donde refugiarnos de la adversidad”. En otras palabras: la literatura –algo que salta a la vista- muestra la capacidad de la condición humana para “inventar”, “fabular” y generar estados distintos de cosas a partir de lo ya existente o dado. Partiendo de esta base, argumenta el que hasta antes de ayer era eterno aspirante a Nobel, que esta capacidad humana para fantasear y su contraste con lo real, que conduce inevitablemente al desencanto, es aquello que legitima y regula nuestra aspiración a transformar la realidad, a humanizarla…


“Por el contrario, gracias a la literatura, a las conciencias que formó, a los deseos y anhelos que inspiró, al desencanto de lo real con que volvemos del viaje a una bella fantasía, la civilización es ahora menos cruel que cuando los contadores de cuentos comenzaron a humanizar la vida con sus fábulas.”


Éste es el concepto de Literatura que hemos heredado de Platón y filtrado por el Romanticismo, y continúa siendo deudor de la distinción categorial entre realidad y ficción; puesto que la poética es presentada como un artificio con el que enfrentarse o contrastar la realidad, como una condición necesaria, aunque no quizá suficiente, para su transformación. Y es en base a ello por lo que concluye su discurso (o la primera parte de él, porque lo que a continuación contiene poco tiene que ver, en realidad, con la promesa de su título) de esta manera: “Defendemos nuestro derecho a soñar y a hacer nuestros sueños realidad”.


Sobra decir que Vargas Llosa debió preparar su discurso (o debía de haberlo hecho y no fiarse de su memoria) rescatando algunas lecturas; principalmente los diálogos del “Libro X” de la República de Platón, en los que Sócrates argumenta la razón por la cual la poesía trágica, la mímesis fantastiké, como la llama, debía ser prohibida en su república ideal. Éste es un asunto sobre el que se ha escrito ampliamente y que, dado el punto en que se encuentra la estética contemporánea, es un lugar común. En este diálogo, a simple vista, Platón quiere expulsar de la polis a los poetas trágicos por varias razones, entre las cuales, las más evidentes son de tipo moral (la exaltación con que eran representadas y vivenciadas las representaciones trágicas por el pueblo griego podían poner en peligro el tipo de república que quería fundar) y de tipo epistemológico, que ya no es tan evidente y rara vez se comprende plenamente aquello que tanto temía Platón por lo que respecta a la mímesis fantastiké y a su recepción.


Evidentemente, por lo que se desprende de su discurso, la lectura del nuevo premio Nobel resulta un tanto superficial y, por ello mismo, su reflexión, sin llegar a ser banal, logró decepcionarme (algo de lo que soy yo el único culpable, porque salta a la vista lo que en el fondo son todo este tipo de premios). Vargas Llosa, en clara referencia a Platón, argumenta más adelante que el hecho de que los poetas hayan sido siempre temidos y censurados por los tiranos se debe a que su actividad constituye un acto de libertad rotundo, que es percibido por sus lectores, quienes, una vez más, siguiendo su argumento, cotejan esa libertad con su falta en el mundo real y la toman como aspiración…


Ya veis, como digo, lo tantea, se acerca; pero en ese instante se le escapa de las manos.


Es coherente que a un moralista y a un déspota como era Platón (siempre me alegro de que ningún filósofo haya reinado en ninguna república) le alarmara sobremanera la exaltación sensorial o pasional que se desataba entre la población que acudía en masa a “experimentar” las representaciones trágicas, que los ciudadanos llegaran a “comprender” o justificar ciertas acciones llevadas a cabo por los héroes trágicos para “sortear” la ley o un destino que, en su final, terminaría por imponerse y que, todo esto, fuera provocado por un arte representativo, imitativo, retórico, orquestado para tal fin. Pero lo que realmente temía Platón era algo que en verdad se nos mostraba al tiempo que lograba velarse en la poética. Lo que en verdad temía el filósofo griego, no era, como entiende Vargas Llosa, la libertad latente con la que un poeta es capaz de crear un mundo ficticio en contraposición con una realidad no excesivamente abierta a ámbitos de libertad, lo que temía es que la división entre realidad y ficción, cuya ontología servía de fundamento a una teoría del conocimiento, en la cual estaba basada toda su filosofía, pudiera resquebrajarse. Toda la arquitectura platónica, todo el fundamento de nuestra cultura puesto en evidencia en la actividad poética: los poetas trágicos hacían evidente el artificio en que se desenvuelve nuestras vidas, la retórica con que se compone nuestra realidad, la contingencia que está en la base de aquello que se nos presenta como necesario y, aún más, la capacidad poética para su devenir.


De modo que permítanme corregir, ya que éste, parece, que es mi oficio, al nuevo premio Nobel de literatura: no es que la ficción transforme necesariamente los sueños en realidad y la realidad en sueño, sino que el acto de soñar la vida, hace evidente, muestra de forma velada, que la vida, como todos sabemos gracias a Calderón –u otras experiencias que no vienen al caso-, es sueño. Y si así es, no requiere contraste, puesto que carecemos de un criterio para tal acción, con ninguna realidad que se nos presente como tal; puesto que lo soñado es contingente, flexible, sometido a su tiempo y está persuadido por una “realidad” dada que, en la misma medida, también lo es.


No soñamos para transformar la vida -la vida no puede otra cosa que ser soñada-; es soñando como nos percatamos de que la vida, tal y como nos es dada, es también un artificio, un producto manufacturado en la historia, debido al tiempo, y que, como tal, lo que tenemos frente a nosotros es un horizonte abierto de posibilidades, y la literatura nuestro campo de batalla, nuestro espacio de entrenamiento, nuestro laboratorio de ensayo: nuestra propuesta estética.


martes, 30 de noviembre de 2010

Otoños en Barcelona


La estructura abovedada de hierro que techa las vías de la Estació de França fue la primera imagen que tuve de Barcelona; un otoño, similar a éste, frío y seco, soleado. Por las cristaleras de la bóveda entraba una luz apagada y tibia, como una caricia involuntaria, que apenas dejaba presumir el hermoso espectáculo que es el otoño mediterráneo.


Todavía continuaba grabada en mi retina mi imagen y la incertidumbre reflejadas en las ventanillas del Talgo.


El golpe de frío, el trasiego característico de cualquier estación y mi decisión por cumplir con diligencia el plan que previamente había trazado para ese día, impidieron que me detuviera a contemplar la imagen petrificada en aquella estación de un vestigio de otro siglo, de la era industrial que, pese a su demora, cambió la fisionomía de esta ciudad e hizo de ella un lugar a veces extravagante, en muchos casos bello y, en otros, a día de hoy, decadente.


Frente a mí tenía el barrio de la Ribera, pero, entonces, no lo sabía. Pasé de lado por la Ciutadella, subiendo por el Paseig de Picasso y Paseig Lluís Companys hasta llegar al Arc del Triomf… Barcelona se me ofrecía como una gran ciudad diseñada a escuadra y cartabón, con anchas avenidas que cruzaban de parte a parte la ciudad y delimitaban los barrios, en los que más tarde viviría (en casi todos) y que a fuerza de golpes, días, pasos y lluvias fui conociendo como si siempre hubieran formado parte de mi vida, como si de alguna manera imprecisa todo hubiera sucedido siempre ahí.


Es sorprendente la capacidad que tiene la condición humana de hacerse a cualquier circunstancia; de cómo las circunstancias son capaces de doblegar hasta el ímpetu más entusiasta y dormir al volcán.


(… si es que acaso duerme y no se hace el dormido.)


El otoño en Barcelona es un espectáculo de colores urbanos (y también de palabras a media voz): como una selva de estilos arquitectónicos, donde te salen al paso desconcertantes colosos modernistas, elegantes fachadas neoclásicas o pequeñas plazas empedradas que, como un claro en el bosque de callejuelas de trazado medieval, aparecen y desaparecen, apenas se dejan atrapar, Barcelona se desparrama hacia el mar empujada por la sierra y se extiende por su costa para ensanchar sus límites y recibir con los brazos abiertos una luz que se refleja en las vidrieras y mosaicos de azulejos de los palacios y villas, en el rocío que copa las hileras de plataneros que pintan las avenidas de la ciudad de ocres y en la línea de mar que la refracta hacia las ramblas, por donde serpentea, hasta alcanzar los barrios más altos, para hacer cima en el monte del Tibidabo.


Después de aquél hubo otros otoños, otras estaciones, pocos viajes y decenas de rostros e imágenes, voces que no dejan de hablar y que ahora me acompañan, sueños que quedaron en mis camas, camas que quedaron vacías y vacíos que jamás encontrarán un lecho, ciudades que nunca conoceré, pese haberlas visto y andado innumerables veces por las páginas de algunos libros que ya no sé dónde andan ni qué manos los recorrerán… Mientras tanto sucedía, Barcelona, siempre estuvo ahí, cuando la vida me daba la espalda y yo, furioso, xarnego e irreverente le devolvía una sonrisa irónica… fue mi amante más leal. Junto a la ciudad en la que nací, ésta siempre será mi otra casa.


Como las ciudades invisibles de Calvino, Barcelona siempre tuvo un reverso utópico, real, en tanto que fue por nosotros pensado, que se desplegaba muy de vez en cuando en algún gesto inesperado, palabras no improvisadas y encuentros intempestivos, que se desacompasaban con la misma rapidez y urgencia con que llegaban (como si temieran que alguien pudiera descubrirlos).


Pasaba la vida, se nos consumía, y la ciudad, como un organismo que se resiste a las embestidas de algún microorganismo parasitario, siempre resultaba fortalecida y amanecía sin previo aviso de febrero soleada, cristalina y plena de vida, rebosante de nuevas oportunidades y ansiosa por acogernos en su regazo.


Es entonces cuando podíais verme caminar sacando la lengua a los niños y detenerme en el primer banco que encontrara orientado al sol, con el diario gratuito bajo el brazo y el pitillo impaciente en la oreja.


Hubo un tiempo en que cada tarde conversaba con una niña pelirroja y descarada, de unos diez años, que, cuando dejaba de sonreír o insultar, permitía entrever cierta melancolía en la mirada, esa melancolía que tanto me llama la atención en los niños (son/fueron tus ojos), y ante la que se resistía, para salir corriendo enrabietada dejándome con la palabra en la boca, mientras yo la observaba alejarse haciendo eses con su cartera de piel, ya envejecida, aquella que llevaban los niños en la postguerra, colgada a la espalda.


(-Estarás aquí cuando haga frío. Yo quiero encontrarte en el banco en todas las estaciones.

-Claro, no te preocupes, yo siempre estaré aquí esperándote en tu camino de casa a la escuela.)


Barcelona y yo, éste y Barcelona, la Ciudad de los Prodigios –pese a que yo solamente pude presenciar uno, que, por cierto, queda para mí y lo llevaré siempre conmigo-, estamos repletos de estampas como ésta, y, por esta razón, todas estas palabras no son más que una plegaría.


(Y lo son, ¿acaso lo dudas?)




[Herzlichen Glückwunsch. Ich vermisse dich.]




jueves, 25 de noviembre de 2010

Escarabajo pelotero


Este tipo de coleóptero coprófago es una especie por lo general nocturna, de apenas dos centímetros y de un color negro profundo, que posee un par de alas plegadas sobre el tórax gracias a la cuales, aunque no en todos los casos de variantes especiativas, podemos observarlos emprender el vuelo en los meses cálidos al atardecer o cuando ya es noche cerrada.


El escarabajo pelotero amasa, formando una bola, y acumula los excrementos de ciertos mamíferos superiores, principalmente herbívoros, y los transporta allá donde va, rodando, hasta su refugio, bajo tierra, sin importar la orografía del terreno, el esfuerzo inmenso que son capaces de realizar o que su carga les doble o triplique en tamaño o quintuplique en peso; de ello se alimentan y en ello introducen sus huevos las hembras para que, más tarde, lo hagan las larvas hasta su maduración.


Aunque no lo parezca, no en todos los casos, es una especie de insecto fundamental en la agricultura, ya que su instinto por recolectar, hacer acopio, transportar y deglutir las heces, la materia en descomposición, lo sobrante…, los hace imprescindibles a la hora de limpiar el terreno de esta materia que, ciegamente, rastrean, llevan consigo y acumulan.


Siempre me ha resultado llamativa la obstinación del escarabajo pelotero: tenga hambre o no, se encuentre en su terreno o completamente desorientado tras haber sido “secuestrado” de su hábitat común, el escarabajo pelotero acumula sin reflexión ninguna ese equipaje del que no se desprende y por el que es capaz de luchar y, en algún caso, dar la vida. Como un imperativo biológico, una llamada genética o una orden de su especie que lo trasciende y copa toda su filogénesis, el escarabajo pelotero no puede dejar de acumular y transportar consigo la materia hallada.


Y es que no hay manera, todas las especies estamos encadenadas a nuestra propia genealogía y rendimos tributo en todo momento, y nos debemos como a un pacto más allá del tiempo, a nuestro destino; ante el que, tarde o temprano, hemos de rendir cuentas, puesto que todo ciclo exige por sí mismo ser completado.


Todo cae por su propio peso y los horizontes confluyen siempre en el mismo cruce de caminos en el que Edipo, una y otra vez, eternamente, da muerte a su progenitor y cumple con el parricidio anunciado e insoslayable; para descubrirlo sólo basta con haber visto alguna vez una parte de tu vida arrumbada junto al contenedor de la basura (y saber que no será la última).


Por mucho que tratemos de encumbrar nuestra voluntad, también nosotros estamos ordenados según conductas ante las que, rara vez, podemos rendir cuentas; sencillamente nos sustraemos a ellas, de forma inconsciente, como el escarabajo pelotero. Nuestra casas y nuestras vidas están plagadas de objetos inútiles, materia de desecho, que acumulamos según un sentimentalismo con el que tratamos de ocultar la incertidumbre, la necesidad u otros imperativos biológicos que confirman nuestro bagaje evolutivo e inciden, de alguna forma, en el camino de regreso, en este punto de inflexión por medio del cual dejamos a un lado el instinto para desplegar esta Humanidad a la que no podemos hacer otra cosa que aspirar, como horizonte regulativo, en su finalidad sin fin; macabro viaje sin destino, travesía frecuentada que jamás podrá ser cartografiada por una geometría sobre un plano en el que presumimos una oblicuidad de la que, no hay remedio, pendemos como títeres depositados después de cada función.


Los rituales se repiten con la misma pasión que otras veces y según una coreografía sobre cuya autoría nadie es capaz de pronunciarse: el ritual de repartir lo que puede ser de utilidad entre conocidos, el de discernir entre lo imprescindible, lo necesario o lo más valioso, el de levantar la vista hacia el balcón al cruzar la calle, el de echar a faltar aquello que siempre parecía estar de más, el de tomar la decisión de qué dirección tomar sólo cuando la ciudad oculta el sol a nuestras espaldas; el ritual por el que un escarabajo pelotero sufre la metamorfosis que lo transforma en gastrópodo de concha espiral.


El auténtico equipaje es el que no ocupa espacio y arrastramos allí donde vamos, cada vez más pesado y denso, como preciadas medallas de vida a las que jamás el Banco Central Europeo podrá poner precio y con las que, exigimos, nadie puede arrogarse el derecho de mercadear.


Volveré a acumular; al fin y al cabo no soy muy distinto de un escarabajo pelotero.



viernes, 19 de noviembre de 2010

En ausencia de origen. Por qué somos traductores


Si hay algo que se nos sustrae, nos falta o se nos oculta ante cualquier cosa, es su origen; curiosamente, ésta es una idea que apenas nos cuestionamos o llevamos a cuestión, a rendir cuentas y comparecer frente a este tribunal rara vez presuntuoso que es la crítica de la cultura.


Andar a la búsqueda del origen de cualquier cosa excede casi toda simple pretensión notarial o administrativa; esto ya lo sabía Nietzsche: quienes buscan el aspecto originario, el fundamento de cualquier fenómeno, revelan un sentimiento íntimo, un ansia que sólo puede ser apaciguada siempre y cuando el sujeto pueda hallar en este aparente desorden el orden que previamente había ocultado, la esencia que dé certificado de naturaleza y constate la presencia atribuida, la belleza del círculo o la seguridad que supone conducir por un circuito cerrado del que ya se conoce cada uno de sus baches o curvas; sus falsas salidas, desniveles, puertas traseras, cambios de sentido o callejones mudos.


(Como quiera que sea; siempre de inequívoca dirección –porque la pregunta por el origen o por el sentido no es más que un reclamo de lo inequívoco.)


Todo esto sucede en nuestra vida cotidiana, a cada momento, y no siempre es del todo evidente, como tampoco lo es cuando repercute de alguna forma en aquellos ámbitos de la experiencia ligados estrictamente al conocimiento.


Las palabras no son más que ruido, no dicen nada; son antorchas flotantes en un lago cavernoso y oscuro que iluminan sin dirección y cuyo origen de sentido sólo puede ser atribuido a las mareas, los vientos o el azar; simplemente son el atrezzo con el que ocultamos la carencia de sentido, con el que tratamos de acompañar el sonido de los objetos improvisando melodías a partir de estrofas y estribillos que ya hemos escuchado con anterioridad en otra parte, a la que presumimos cierto aire de familia con esta otra parte.


Todo esto no lo tuvo tan claro –o no del todo- Benjamin cuando reflexionaba sobre la tarea del traductor (título de uno de sus ensayos más reconocidos), quien, supongo, diferiría conmigo en la idea que acabo de exponer, pese a que interpreto (traduzco), sí logró dar con la respuesta a la pregunta que guiaba aquella reflexión en torno a la traducción: ¿Por qué traducir? ¿Dónde reside la legitimidad de este salto al vacío?


Si desmenuzamos las dos ideas principales, si las distanciamos, quizá podamos arrojar luz en torno al trabajo del traductor y quizá también podamos comprender por qué razón nuestro tiempo, esta época, se impone la tarea del traductor y deja a un lado cualquier pretensión de originalidad.


Benjamin, no quiero aburrir, estuvo más influenciado por algunos presupuestos de la fenomenología de lo que a simple vista parece y constatan sus comentaristas (sus traductores). Esto se hace evidente cuando señala que, frente al texto, ante un “original”, se nos ofrecen dos tipos de contenido: un contenido “esencial”, “[…] intangible, secreto, ‘poético’”, en oposición, con un contenido “no esencial”. Una buena traducción ha de ser exacta en lo que respecta al contenido no esencial, aquél que está dado simplemente al servicio del lector, al tiempo que ha de hacer justicia (y aquí no hablamos de adecuación) con aquel contenido esencial que se halla, de forma fantasmal, en su original.


Nos las vemos, una vez más, con cierto equipaje idealista: bajo la presunción de una ontología: que más allá de la inconmensurabilidad que un traductor pueda hallar entre dos lenguas, existe una lengua pura, íntima, común a todas la lengua, a cuyo sentido, tanto el original como la copia, se ha de hacer justicia. El buen traductor es aquel capaz de trasladar con exactitud el contenido no esencial de un original (mero intercambio sintagmático, semántico, lingüístico) mientras se percata del otro sentido, el poético, y construye caminos de sentido en la lengua transvasada que concurran en dicho sentido.


De modo que, Benjamin, comprende la tarea del traductor como un doble movimiento coordinado: el de la iteración, de un gesto, de una orden, de un pronunciamiento, y el de la actualización, de un sentido, el que la palabras ocultan cuando tratan de decir. En este movimiento reside el carácter “creativo”, compositivo o autorial de la tarea del traductor, ya que, más allá de esa mercantilización del signo, un buen traductor ha de componer el sentido poético, la verdad esencial que se halla oculta, disfrazada por toda la estructura no esencial de los lenguajes modernos (en los que ha devenido la lengua originaria).


Si dejamos a un lado este presupuesto a todas luces idealista, si prescindimos de la idea de que en el mundo o la vida reside una verdad esencial que algunos autores han sabido aprehender de alguna forma poética (soy consciente de que vertebrar ambos conceptos es una contradicción flagrante, pero es que quizá la única manera de mostrar la contradicción de tales pretensiones sea expresando dicha contradicción en términos lingüísticos, conceptuales, que la hagan evidente), si somos lo suficientemente honestos para advertir que tras la inconmensurabilidad lingüística que campea entre todos los sistemas de signos y en el uso mismo de un mismo sistema, si presentimos que, tras ella, nos las vemos con la ausencia de un origen, quizá podamos ver qué es aquello que legitima la tarea del traductor y por qué razón, todos, estamos abocados a ella.


Leamos éste otro texto de Benjamin:



[…] Se ha descrito muchas veces lo déjà vu. No sé si el término está bien escogido. ¿No habría que hablar mejor de sucesos que nos afectan como el eco, cuya resonancia, que lo provoca, parece haber surgido, en algún momento de la sombra de la vida pasada? Resulta, además, que el choque con el que un instante entra en nuestra conciencia como algo ya vivido, nos asalta en forma de sonido. Es una palabra, un susurro, una llamada que tiene el poder de atraernos desprevenidos a la fría tumba del pasado, cuya bóveda parece devolver el presente tan sólo como un eco. Es curioso que no se haya tratado todavía de descubrir la contrafigura de esta abstracción, es decir del choque con el que una palabra nos deja confusos, como una prenda olvidada en nuestra habitación. De la misma manera que ésta nos impulsa a sacar conclusiones a la desconocida, hay palabras o pausas que nos hacen sacar conclusiones respecto a la persona invisible: me refiero al futuro que se dejó olvidado en nuestra casa. (Walter Benjamin: Infancia en Berlín hacia 1900, Buenos Aires, Alfaguara, 1990, p. 45.)



Aquí, el ensayista alemán, especula con la existencia de una contrafigura del concepto de déjà vu para dar representación a un tipo de experiencia que está en la base de todo su pensamiento: mientras que el déjà vu hace honores al esquematismo kantiano, por el cual una experiencia pasada arroja luz sobre una presente (se trata de un salto temporal mediante el cual dos momentos distanciados adquieren plena identidad, o el segundo es subsumido por el primero); la contrafigura que echa en falta Benjamin en este caso opera de forma inversa: es precisamente ese presente, una vez interrumpida la comunicación (una vez constatada la inconmensurabilidad que se yergue entre ambos momentos), el que preña de sentido el acontecimiento pasado (lo subsume) y, precisamente, es esa voluntad de sentido la que levanta el puente o reanuda la comunicación interrumpida, imposible, la que lo legitima.


Si extrapolamos su reflexión en torno a esta contrafigura o experiencia (que, ya digo, es recurrente a lo largo de toda su literatura) y la insertamos dentro de la cuestión por la traducción, podemos observar que Benjamin sí tiene esta contrafigura que necesita, que sí existe un concepto que aglutine la operación inversa, y la experiencia ella ligada, al déjà vu. Esta maniobra no es otra que la tarea del traductor, pues la contrafigura del déjà vu no es otra que la traducción.


Ni existe ninguna lengua pura, ni ninguna verdad esencial a la vida o al mundo; debemos aprender a vivir en un mundo sin origen ni presencias (o al menos tolerarlo). Y ese aire de familia, esta apariencia de adecuación que se experimenta cuando nos las vemos con una traducción o en torno a la cual “jura” el traductor que su trabajo no es más que una simple “copia”, un material subsidiario, del original, no es, de ninguna forma, el resultado de la posibilidad, ante un origen o lengua común, de conmensurabilidad lingüística, sino vital. La condición de posibilidad del lenguaje, de lo que llamamos “comunicación”, es precisamente la falta de origen, de sentido: la inconmensurabilidad que atraviesa toda forma de subjetividad; no así el mundo, que siempre está ahí, inanimado, frente a nosotros. Ésta es la razón por la que es posible interpretar, hallar un sentido (cualquiera): la indeterminación del lenguaje es lo que posibilita que la vida se pliegue a sus exigencias, y es así como acontece lo óntico.


La obra traducida se nos presenta, de esta forma, en toda su singularidad, en su ser-original, ya libre de origen, sin necesidad de invertir los papeles, como hacía, jactanciosamente Derrida, para des-montar la idea platónica del origen, y la oposición metafísica entre original y copia, queda, una vez más –y espero que por siempre- superada.


Una traducción, retomando el hilo, no da forma a una simple evocación (la obra traducida no evoca, sino que sustituye, reemplaza, al “original” –concepto que debemos tener siempre la sensibilidad de entrecomillar-), más bien indica o muestra los restos o el resultado de una transacción, donde lo aquí presente equivale a un momento pasado a costa de que éste “pierda” un sentido que nos es negado –y que no olvidemos, presuponemos- para acoger nuevo sentido, se pliegue a la variación y exija su oportunidad de ser otra vez presente.


No perdamos de vista que, para que esto suceda, para que una réplica o un acontecimiento presente sea capaz de arrojar luz sobre su original o antepasado, se lo apropie y lo subsuma para volver a lanzarlo a un canal de sentido, es necesaria la indeterminación del signo, su carácter hermético y la imposibilidad de toda hermenéutica que pretenda, bajo ciertas presunciones, anteponerse de forma positiva a cualquier otra forma de interpretación.


Sea como sea, una buena traducción, expurgada y fuera de toda sospecha ya la reflexión que hace Benjamin, requiere que, entre ésta y su “original” exista una relación no dialéctica en la que dos momentos distantes en su acontecer óntico se brinden apoyo mutuo para compartir una misma existencia –lo que para la metafísica clásica y toda la tradición idealista es poco menos que una herejía (bueno, miento, en realidad la teología cristiana describe un esquema parecido para explicar la trinidad).


(Quiero indicar que la “interactuación” no implica “adecuación”.)


La tarea del traductor es, en definitiva, un arte de alumbrar, rescatar a la vida, y guiarnos hacia la urgencia de sentido que todo presente reclama, ahora actualizado, ya distante en su onticidad, por medio de la cualidad más bella y primaria del lenguaje (de nosotros mismos): la poética.


Plantear la relación entre original y copia en términos de adecuación es una tautología conceptual clamorosa; puesto que a dicha oposición le es inherente la necesidad o el requerimiento de adecuación. Menospreciar una traducción como copia o mero producto de un objeto del que causalmente queda en dependencia (puesto que su existencia se juega en él), es no haber comprendido que el pensamiento (la cognición) no es más que una constelación de caminos con dirección única y que el lenguaje es como un bello corcel ansioso por recorrer todo el amplio horizonte o como el adolescente que no conoce la vida e impaciente ansía beberla toda de un trago.



Trago que suele resultar invariablemente mortal, por cierto.


sábado, 13 de noviembre de 2010

Siente a un pobre a su mesa


Según mis amigos de la RAE (quienes, por cierto, estrenan nueva ortografía –y me temo que, como suele ocurrir, nadie ha quedado contento; ni los de fuera, ni (todos) los de dentro), un esperpento hace referencia al hecho “grotesco o desatinado”; su etimología es incierta, y no creo que venga mucho al caso, ya que su uso, desde principios del siglo xx está condicionado por la lectura que de este término hizo Valle-Inclán, quien bautizó con él este género crítico y literario inaugurado con Luces de Bohemia (1920).


Valle-Inclán tomó prestada esta voz popular, que hacía referencia a lo espantoso, a lo feo o grotesco (ligada al juicio estético, como vemos), para designar un nuevo tipo de obra teatral con la que pretendía, mediante una “deformación grotesca de la realidad”, como ya hizo Goya con la serie de Los Caprichos, poner en marcha una crítica de esa sociedad de la que era reflejo (deformado).


La transposición, la ironía, el sarcasmo…, los desplazamientos, en definitiva, como forma de crítica han sido un lugar común, bien frecuentado, a lo largo de la historia por las mentes más lúcidas; me vienen ahora a la cabeza Luciano de Samosata, Erasmo de Rotterdam, Miguel de Cervantes, Francisco de Quevedo… (existen varios estudios críticos que tratan todos estos casos en particular y alguno, incluso, los enlaza –alguno de ellos- trazando una visión diacrónica de este asunto). También Valle, que expone por medio de su personaje, Max Estrella, la idea de base de esta estética:



max: Los ultraístas son unos farsantes. El esperpentismo lo ha inventado Goya. Los héroes clásicos han ido a pasearse en el callejón del Gato.

don latino: ¡Estás completamente curda!

max: Los héroes clásicos reflejados en los espejos cóncavos dan el Esperpento. El sentido trágico de la vida española sólo puede darse con una estética sistemáticamente deformada.

don latino: ¡Miau! ¡Te estás contagiando!

max: España es una deformación grotesca de la civilización europea.

don latino: ¡Pudiera! Yo me inhibo.

max: Las imágenes más bellas en un espejo cóncavo son absurdas.

don latino: Conforme. Pero a mí me divierte mirarme en los espejos de la calle del Gato.

max: Y a mí. La deformación deja de serlo cuando está sujeta a una matemática perfecta. Mi estética actual es transformar con matemática de espejo cóncavo las normas clásicas.

don latino: ¿Y dónde está el espejo?

max: En el fondo del vaso.

don latino: ¡Eres genial! ¡Me quito el cráneo!

max: Latino, deformemos la expresión en el mismo espejo que nos deforma las caras y toda la vida miserable de España.*



Si alguno se está preguntando a qué viene todo esto, es porque no sabe o todavía no ha leído (o no es lo suficientemente intuitivo) que esta madrugada ha muerto Luis García-Berlanga, uno de los grandes directores de cine europeo del siglo xx, autor de cintas con las que he crecido y que han enriquecido de manera extraordinaria mi universo estético y mi forma de mirar, mostrándome la risa, la estrategia de reírse de uno mismo, de la condición humana, como forma de comprensión; como fármaco y dardo bien afilado contra esta cultura decadente que es la nuestra; como manera de fortalecerse ante el adversario y su superioridad en número; como forma de huída siempre adelante (siempre, ¿verdad?).


Me vienen tantas a la cabeza: Esa pareja feliz (1952), Bienvenido Mr. Marshall (1953), Los jueves, milagro (1957), Plácido (1961), El verdugo (1963), la serie de La escopeta nacional (77-82) o La vaquilla (1985).


Y es que Berlanga, parece, toma el testigo y hace suyas las palabras de Max Estrella y de Valle: España como deformación de Europa, como lugar donde se concentran todas aquellas contradicciones y fantasmas de la cultura occidental-europea, donde los castillos siempre son de arena y donde bajo los adoquines, no hay manera, nos tropezamos con calzadas aún más antiguas y más costosas aun de levantar. Y así lo quiso mostrar un tipo lo suficientemente lúcido como para jugar, junto con su amigo, y guionista de gran parte de su obra, Rafael Azcona, con la censura franquista durante lustros y salir bien parado. Su ironía era tan fina y su lenguaje tan rico que, leía hace un tiempo, los censores, cuando se las tenían que ver con un guión suyo o de Azcona (o de ambos), se tiraban de los pelos porque, según cuentan, Berlanga podía filmar una cinta en la que tanto el guión como los diálogos parecían, a simple vista, completamente asépticos, pero en un plano de apenas unos segundos de la Gran Vía madrileña, se les escapaba la imagen de un obispo saliendo del burdel a la hora de la siesta.


Berlanga fue un libertario, así solía definirse en las entrevistas, y un vitalista, así es como se nos ha mostrado en su cine. Ha sido el primer director español, y creo que el único, que se ha atrevido a retratar nuestra guerra civil en tono de comedia; uno de los pocos que supo plantarle cara al nuevo imperio estadounidense, pasando por encima del franquismo como un niño travieso al que nadie entiende y al que, por eso mismo, dejaban hacer, y presentar su cinta al Festival de Cannes (leí en una ocasión que, de no ser por la crítica que se hacía en ella al gobierno de EE UU, Bienvenido Mr. Marshall hubiera podido ganar ese año el premio a la Mejor Película y otros tantos más, incluso podría haber optado a los Oscar); un visionario crítico con las formas emergentes de "caridad" occidental, su hipocresía… Sus personajes, auténticos antihéroes, hermosos a manos llenas, son tipos anónimos, inocentes, inmersos en tramas que los superan y que, inevitablemente, terminarán con sus sueños. Sus interminables planos secuencia, repletos de personajes, de voces, en los que nadie calla, representando esa algarabía que es la existencia: cientos de voces al tiempo en una coreografía donde nadie es escuchado, pasarán a la historia del cine, junto a nombres como los de Chaplin, Fellini, De Sica, Visconti, Godard, Truffaut, Welles…


Poniendo el neorrealismo al servicio del esperpento, nos mostraba un camino mejor: el amor por la vida y la comprensión de nuestra condición como forma de profundizar en este grotesco sinsentido de todo lo absurdo que nos rodea.


Todos somos Plácido.


(Ésta era su verdad.)


Mientras tanto, ya saben, estas próximas navidades, no duden en sentar a un pobre a su mesa (y qué mejor si es austrohúngaro).



*
Ramón María del Valle-Inclán, Luces de Bohemia, xii.

sábado, 6 de noviembre de 2010

ἀταραξία


Me encanta su sonido. Ataraxia. Una palabra de origen griego –como supongo que podéis imaginar-, ταραξία (atapaξia), compuesta (en su sentido más constructivo) por el prefijo (a), “sin”, y el concepto-raíz ταραχή (taraji), “turbación”, y que es traducida al castellano como “serenidad”. La ataraxia es utilizada para designar la “tranquilidad” o la “ausencia de turbaciones” en el individuo; aunque lo más común –yo también lo hago- es que sea utilizada para describir la indiferencia o la falta de pasión con que alguien realiza cualquier cosa.


Los clásicos, aquellos niños con barba, tenían en este concepto la más alta meta a la que podía estar orientada la vida de un hombre, puesto que identificaban la felicidad (el único objetivo realmente digno de serlo) con este estado, en apariencia, flemático. Digo “en apariencia” porque si observamos bien cómo fue entendido este concepto por las tres grandes escuelas de pensamiento clásico, podemos advertir una diferencia de base en torno a su concepción que puede, a su vez, arrojar un poco de luz para la comprensión o matización del escepticismo contemporáneo.


Si ponemos un poco de atención a su tratamiento, tanto para estoicos como epicúreos, la ataraxia, la felicidad última, consistía en algún tipo de relación que el sujeto, el individuo, debía mantener con sus pasiones; por ello se revelaba como una virtud, puesto que consistía en un mandato de tipo moral. Por ambas partes, era la adecuación del sujeto volitivo con el logos universal aquello que legitimaba la exclusión de determinadas pasiones a favor de otras; por parte de los estoicos aquellas más ligadas al cuerpo y por la de los epicúreos aquellas pasiones corporales que no podían ser armonizadas con las espirituales.


Sin embargo, para los escépticos (fundamentalmente el pirronismo), la ataraxia nada tenía que ver con la voluntad de doblegar a las pasiones racionalmente de tal forma que, al no estar el individuo sometido a ellas, podía regir su vida según voluntad propia para alcanzar así la felicidad, la ataraxia.


Lo que me gusta del pirronismo es su sutileza (vale, y que no se lo puede contrargumentar y saca de quicio a todo el mundo –eso me pone, como ya sabéis).


Para los pirrónicos, la ataraxia es un estado especialmente sensible, en un sentido muy complejo, y a la flema con que ante cualquier extraño el escéptico vive la vida sin pasión alguna, subyace un torrente sensorial en torno a esa falta de pasión que la hace especialmente pasional.


El pirrónico es pasionalmente desapasionado.


¿Cómo es esto posible –se andarán preguntando los dos de los cuatro gatos que me leen y que esta vez han llegado hasta aquí?


Como bien supo advertir Michel de Montaigne (uno de los primeros modernos y de los pocos que supieron comprender qué era la modernidad –es el mismo punto en el que nos encontramos hoy en día, aunque más viejos), el pirronismo no era una filosofía, no consistía en una armazón de argumentos o un conjunto cerrado de saberes a partir de los cuales poder regir la experiencia. El pirronismo consistía en una actitud que, inevitablemente, si se era capaz de mantener (y aquí se juegan muchas pasiones), desembocaba en la ataraxia, que no es otra cosa que una falta de pasión en el mundo y en las cosas vivida con apasionamiento; y esta actitud consistía en la ποχή (epojé), “suspensión”, del juicio, de todos ellos, bien fuera tomando consciencia de la isostenia que media entre dos argumentos o tesis en oposición, o del carácter subjetivo, mediato, de nuestra percepción del mundo.


De esta guisa, el mundo, repentinamente, perdía ese aura de sentido que toda filosofía pretendía adjudicarle, se tornaba oscuro e incierto, un amasijo de cosas yertas caótico y relacional frente al que el sujeto queda enmudecido, puesto que el mundo desvestido de palabras no requiere ser dicho (podemos “encogernos de hombros”, como hacía Bernardo Soares, el más pirrónico de todos los heterónimos de Pessoa).


La “felicidad” que acompaña a este des-apasionamiento con respecto a las cosas formaba parte de un envés compensatorio: entregábamos el sentido, renunciábamos a él a cambio de una forma de liberación. Esta liberación consistía, en palabras de Montaigne, en el fin de la dialéctica: para desmontar los argumentos del contrario, el pirrónico se ve obligado a llevar a cabo una estrategia suicida (pero a la postre liberadora): desarmarse a sí mismo, desmantelar sus racionalidad, poner fin a su entidad para que, indirectamente, los argumentos del contrario, basados en el logos, cayeran por su propio peso.


Muerto el sentido la dialéctica queda deslegitimada, puesto que ha perdido su fundamento.


… y esta calma que sigue a la última batalla de esta guerra que, de otra forma, nunca hubiera tenido fin, en la que el logos ha quedado destronado y el mundo y la vida vuelven a erigirse en su acontecer sin más, sin pasión, es una forma de felicidad en la que se vive de manera muy pasional (puesto que es sentido a cada momento en su ausencia) la falta de pasión con que se percibe un mundo, ya carente de sentido y hermosamente absurdo.




(¿Veis cómo no hace falta adorar a ningún elefante de ocho brazos? El mundo es igual en todas partes y por mucho que nuestras fronteras se empecinen, nunca podrán poner veto a lo evidente:


que nada ha sido nunca evidente.)


sábado, 30 de octubre de 2010

El rayo que no cesa


No me gustan las efemérides, no soy de quienes piensan que la Memoria ha de tener un día en el calendario para recordar los hechos o las personas; ésa no es más que una memoria baldía, institucional, que más que rescatar a la vida ensalza el carácter pétreo de lo finado.


La memoria viva, como una sonrisa o mirada noble, viste con la aureola de la espontaneidad.


(Pero haz una excepción.


A eso vamos.)


Hoy se cumplen cien años del nacimiento del poeta oriolano Miguel Hernández –uno de los pocos escritores que han sabido acercarme a este género-. El poeta cabrero. El poeta del pueblo. El poeta levantino. Todo esto han dicho de él.


Miguel Hernández era hijo de un pequeño comerciante de ganado y pasó gran parte de su vida pastando rebaños de cabras entre la sierra de Orihuela, conmovido por el paisaje de la huerta del Segura y enamorado de esa luna de la que, más tarde, sería perito. Fue un idealista, es cierto, en muchos sentidos, y no tanto ese “poeta puro” del que hablaba Neruda; pero que no nos engañen las apariencias, no seamos nosotros idealistas, este poeta cabrero no pasó desapercibido durante su escolarización obligatoria, que tuvo que abandonar para ayudar a su familia en la cría de las cabras, y mientras pastaba por las sierras o caminaba por los márgenes de ese río que, por aquel entonces, sostenía un vergel a su paso, leía ferozmente a los autores del Siglo de Oro, a los místicos y, más tarde, a los grandes poetas contemporáneos suyos.


Así se forjó el poeta inolvidable, el luchador incansable, el obstinado idealista, autor de poemas memorables como la Elegía compuesta a la muerte de su amigo el falangista (qué poco maniqueo fue en este asunto y qué gran amigo) Ramón Sijé, las Nanas de la cebolla, El niño yuntero, Para la libertad… ¡Son tantos!


Su compromiso con la República al inicio de la guerra y, posteriormente, con la revolución paralela, hizo que se alistara en las filas republicanas desempeñando labores de comisario cultural, arengando a las tropas con poemas entusiastas que incitaban a la épica, muy distantes de aquel primer lirismo e inocencia que lo caracterizan.


No hay mayor y más destructora rabia que la de la inocencia pervertida.


Dada la guerra por perdida, Miguel Hernández trata de huir de España pasando a Portugal, pero es interceptado y comienza su periplo por varias cárceles españolas, en las que no dejará de escribir poemas (muchos de estos, los más bellos de su poemario). Su filiación pública y notoria con la causa republicana y la falta de un reconocimiento internacional hacia su figura, fueron la causa de que el nuevo régimen no se viera obligado a ponerlo en libertad a cambio de una declaración de arrepentimiento (cosa que, dudo mucho, hubiera llegado a hacer).


Murió el 28 de marzo de 1942, en una cárcel de Alicante, a los treinta y un años de edad, este Hombre, con mayúsculas, que nunca renunció a ser un niño.




*


Aquí os dejo dos poemas –que adoro- de su poemario El rayo que no cesa, escrito durante los dos años previos a la contienda española y publicado el mismo año en que dio comienzo.



***



II


¿No cesará este rayo que me habita
el corazón de exasperadas fieras
y de fraguas coléricas y herreras
donde el metal más fresco se marchita?

¿No cesará esta terca estalactita
de cultivar sus duras cabelleras
como espadas y rígidas hogueras
hacia mi corazón que muge y grita?

Este rayo ni cesa ni se agota:
de mí mismo tomó su procedencia
y ejercita en mí mismo sus furores.

Esta obstinada piedra de mí brota
y sobre mí dirige la insistencia
de sus lluviosos rayos destructores.



VI


Umbrío por la pena, casi bruno,
porque la pena tizna cuando estalla,
donde yo no me hallo no se halla
hombre más apenado que ninguno.

Sobre la pena duermo solo y uno,
pena es mi paz y pena mi batalla,
perro que ni me deja ni se calla,
siempre a su dueño fiel, pero importuno.

Cardos y penas llevo por corona,
cardos y penas siembran sus leopardos
y no me dejan bueno hueso alguno.

No podrá con la pena mi persona
rodeada de penas y cardos:
¡cuánto penar para morirse uno!




… pues eso.


domingo, 24 de octubre de 2010

La verdad más allá de nuestras fronteras


Releo una observación (una sentencia de las suyas) de Wittgenstein que, pese a guardar todavía cierta filiación con las ideas fundamentales con que, más tarde, se desarrollaría el positivismo del Círculo de Viena, incluye un matiz que lo distancia de aquella escuela emergente y lo inscribe en la problemática sobre la experiencia en torno a la cual trabajaría hasta su muerte.


“Los resultados de la filosofía son el descubrimiento de algún simple sinsentido y abolladuras que el entendimiento se ha buscado al embestir contra el límite del lenguaje. Ellas, las abolladuras, nos permiten reconocer el valor de dicho descubrimiento.” (Ludwig Wittgenstein: Investigaciones Filosóficas; § 119.)


Como sabréis, quienes me leéis (o intuís), la importancia que doy al lenguaje dentro de todo el campo experiencial de la condición humana sobrepasa, con mucho, la simple expresión fonética del resultado de nuestro procesos cognitivos internos (pensamientos). Ya me habéis leído hacer, más de una vez, observaciones tan extrañas o heterodoxas como que el pensamiento está ahí fuera o que nuestro lenguaje no cumple ninguna tarea subsidiaria al mismo, sino que es, en sí mismo, fundamental para la cognición; que pensamiento y lenguaje son la misma cosa.


Estas ideas no son mías, o lo son en el sentido de que puedo “verlas”, “sentirlas”, y, por ello mismo, “comprender” a quienes, de un modo u otro, han tratado de expresar este límite irrebasable en el pensar/decir. Y Wittgenstein ha sido uno de quienes con más lucidez, nada exenta de oscuridad, por supuesto, nos conminó a adentrarnos y observar este límite mismo del que hablo y a través del cual pretendo hacer un par de observaciones en torno a la experiencia como crítica a cierta moda (yo diría que agónica) de nuestros días.


El arquitecto y lógico austriaco tenía una forma algo excéntrica de exponer sus argumentos, ya difícil, incluso para quienes pertenecemos a la logia, de desentrañar, así que voy a tratar de hilar todo esto para que mis berridos posteriores tengan algo de sentido y no resulten gratuitos.


En primer lugar, como digo, él parte de la conciencia epistémica de que todo nuestro conocimiento es fenoménico en el sentido de que toda nuestra captación del mundo, de la vida, de lo que somos, está determinada cognitivamente, y que, esa determinación, en vez de estar ubicada, como había hecho toda la tradición idealista alemana, en un interior trascendental (en otras palabras: una suerte de sujeto de laboratorio del que todos participamos, que todos somos, como concreciones particulares de esa subjetividad universal), hunde sus raíces en un sistema orgánico, histórico y social como es el lenguaje.


Es el lenguaje el que da-forma y determina nuestra cognición en su relación con los objetos del mundo.


Echando una ojeada más atrás en las Investigaciones Filosóficas concluye:


“Cuando pienso en el lenguaje, no rondan en mi cabeza ‘significados’ al lado de la expresión lingüística; sino que el lenguaje mismo es el vehículo del pensamiento.” (Ludwig Wittgenstein: Investigaciones Filosóficas; § 329.)


Si se “percibe”, se “ve”, esta identidad entre lenguaje y pensamiento, comprendemos, de una vez, por qué afirmaba en el aforismo que he presentado al principio que gran parte de los problemas filosóficos que han preocupado a nuestra especie desde el mismo día en que tuvo tiempo libre para devanarse la cabeza con estas cuestiones no son más que simples malentendidos causados por nuestra natural inclinación a rebasar lo límites del lenguaje (que son los límites del mundo). La tarea de la Filosofía, tal y como la entendía Wittgenstein en su época, no era otra que la de des-hacer estos malentendidos mediante un análisis del lenguaje en su imbricación con la cognición; proyecto que, de alguna manera, estaba siendo iniciado por los miembros del Círculo de Viena cuando se impusieron el programa de diseñar un lenguaje lógicamente perfecto con el que poder referir el estado de cosas del mundo sin caer en estos malentendidos, sin rebasar los límites justos del lenguaje e incurrir en desvaríos metafísicos tan habituales entre quienes sostienen una vivencia religiosa de la vida o entre quienes se suman al saco sin fondo de los orientalismos, ya que, como quienes conocen la filosofía anterior de Wittgenstein antes de reorientarse con la Investigaciones Filosóficas sabrán, “los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo” (Tractatus; § 5.6).


Wittegenstein, como digo, ha sido uno de los tipos más lúcidos de los últimos tiempos y se distanció de esta escuela en cuanto pudo advertir que dicho lenguaje lógico no era posible y pudo comprender que es precisamente esa tendencia a rebasar los límites, esta indeterminación poiética de nuestros lenguajes naturales, lo que hace posible que nosotros, individuos, podamos participar de un mundo de la vida y disfrutar de cierto margen de maniobra creativo. Eso sí, siempre teniendo en cuenta cuáles eran esos límites; razón por la cual él siempre prescribía que, pese a la distancia, su primera obra, el Tractatus Logico-Philosophicus, no debía dejarse de lado, puesto que el séptimo enunciado continuaba teniendo vigencia dentro de su filosofía: “Sobre lo que no podemos hablar debemos guardar silencio” (“Wovon man nicht sprechen kann, darüber muß man schweigen”. Tractatus Logico-Philosophicus, § 7).


Los alemanes, cuya obsesión clasificatoria ha quedado constatada y corroborada en su historia reciente, tienen, claro, palabras para todo y distinguen entre Erfahrung y Erlebnis para designar dos acepciones (entre las muchas otras que podría tener) que también acoge el concepto castellano de “experiencia”.


(Como me he propuesto tratar de dejar de ser el chico malo de la blogosfera, admitiremos que la razón de ello no es que los alemanes, o su lengua, tengan palabras para todo, ni tampoco que hayan "construido" esas dos palabras distintas para marcar esta distancia de sentido gracias a su gran tradición en el estudio en torno al problema de la experiencia. Yo, como soy wittgensteiniano, apuesto a que la razón por la que la experiencia como problema haya sido un asunto central en la Filosofía alemana moderna se debe más bien a la existencia de esta palabras y no al revés… ¿Los límites del lenguaje son los límites de mi mundo, no?)


El caso es que podríamos decir que la Erfahrung puede ser traducida como “experiencia”, en su acepción ordinaria, de un acontecimiento fáctico, ligada a los sentidos, y la Erlebnis como “vivencia”, traducción que en castellano no ha tenido nunca muy buena prensa por el simple hecho de guardar cierta cercanía semántica con nuestra larga, obsesiva y desquiciante tradición místico-religiosa (aunque es la mejor traducción posible, porque señala el ámbito subjetivo en el que se desarrolla, porque implica la transformación del sujeto que la “vive” y porque continúa guardando todas los matices que el concepto de ordinario de experiencia contiene).


La tradición filosófica, como la mística, está repleta de devaneos dialécticos por desentrañar aquellos problemas a que nos conduce la Erlebnis (el sentido del Ser, la Unidad de todas las cosas del Mundo, Dios…), y la tarea de la Filosofía, hoy, repito, en base a ello, consiste en des-hacer-nos de estos desvaríos propios de la experiencia cuando ésta trata de sobrepasar sus propios límites, que son los límites del mundo, los límites del entendimiento o del lenguaje.


Ésta es la razón por la que a un tipo tan sensible como yo le irrita sobre manera toda esta mistificación (evidentemente colonialista; porque nuestra fascinación por lo exótico guarda estrecha relación con nuestra tradición imperialista) y gusto por lo que yo llamo los orientalismos: un refrito de filosofías y religiones orientales; puesto que para empeñarse en ver gigantes donde no hay más que viejos molinos de viento, para eso, me quedo con mis gigantes, no tengo por qué recurrir a los del vecino (a menos que me fascine su exotismo, a menos que represente, una vez más, ese paternalismo imperialista de quien llega frente a la tribu salvaje y lo primero que hace es pintarse, ponerse un tapa rabos y adornar su cuerpo con objetos similares –como si ellos no supieran y vieran a la legua que ese zángano descontextualizado e intempestivo es un extranjero).


Pintarme la piel para hacer el indio, eso, dejé de hacerlo hace algunos años –cuando advertí que aquel palo de escoba no era un caballo y que subido a él no engañaba a nadie, sólo a mí mismo.


Todos estos sucedáneos new age juran ante su caja de inciensos y mirras, o frente a su gran elefante dorado y vestido como un pájaro, participar de una Erlebnis al repetir mantras, practicar la meditación, dejarse diagnosticar y recetar según prácticas chamánicas, alimentarse imitando gastronomías de países donde la Coca-Cola es, hoy día, la máxima expresión de refinamiento y modernidad… todo ello para alcanzar, por medio de estas Erlebnis, una verdad más allá de nuestras fronteras, siempre revestida por ese discurso pseudo-filosófico (no es más que poesía, y de la mala) que tanto esperan de mí quienes descubren tener a nada más y nada menos que un filósofo frente a sus narices.


Se equivocan.


De entre todas sus verdades de mercadillo de jueves por la mañana, la que más me irrita es la creencia y la experiencia ligada a ella (propagada habitualmente por los cada vez más prolíficos y santorales manuales de autoayuda) de quienes afirman que sonriendo y manteniendo una actitud positiva, esta “energía positiva” (¡ups!) te será revertida (piensa como agua y serás agua, déjate abrazar por el viento y volarás como un pájaro que fluye, como el agua, cuando eres agua… bla, bla, bla, bla, bla). De origen oriental, esta creencia parte de la base psicológica de que cuando tienes una actitud negativa ante un acontecimiento, dicha actitud influye en tu capacidad de “actuación” para provocarlo o desencadenarlo; lo cual es cierto: una actitud negativa, en el sentido de “yo no creo que pueda…”, puede provocar que ni siquiera lo intentes, o no con todo el empeño, pero de ahí a afirmar que si quieres algo y te mentalizas, ese algo, se materializará media un abismo. En otras palabras, esta creencia parte de una concepción mágica, característica de las sociedades primitivas y común entre los niños, de que los acontecimientos pueden ser persuadidos según una normas, un conjuro o un ritual (como cuando las tribus autóctonas de Norteamérica bailaban determinada danza para persuadir al dios de la lluvia, o como cuando el alcalde de la ciudad en que nací se viste el traje negro y saca en romería a nuestra patrona en abril –un mes de las lluvias, tradicionalmente- para que no haya sequía esa primavera).


Pero es que yo soy un puñetero descreído y tengo siempre, muy presente, dónde quedan mis límites, los de mi entendimiento y los del mundo. Yo, a mi manera, también tengo mis Erlebnis, experiencias en torno a esos límites del lenguaje y de mí mismo como frontera de ese mundo, del lenguaje, que me han ayudado a comprender la creación (subjetiva) de estas mismas experiencias; razón por la cual ya no necesito ser atado a ningún mástil para hacer oídos sordos a cualquier canto de sirena.


Su canto siempre llega a mis oídos, pero se descompone en cuanto escucho su gramática adecuadamente como un barco de papel arrojado para remontar el río.


No hay ninguna verdad más allá de nuestras fronteras (sólo el vacío, o la nada; experiencias que tratan de sobrepasar los límites mismos de la experiencia).


Quizá tenía toda la razón el bueno de Benjamin y la pobreza de nuestra experiencia moderna ha dado lugar a ese agonismo con el que hoy en día, quienes han dejado de lado la tradición místico-religiosa de su propia cultura, acuden como domingueros en caravana a las tiendas para turistas occidentales y comprar sus nuevas y exóticas Erlebnis: estampas místicas, conceptos religiosos y rituales imposibles con los que llenar una existencia insoportablemente vacía.