domingo, 24 de febrero de 2019

Chi mai


Hace semanas que escucho y tarareo Chi mai. La escucho cada noche en un bucle de dos horas que hay en Youtube, hasta que me duermo, y la tarareo al amanecer, camino de la oficina, con las manos en los bolsillos y la cara escondida entre las solapas del abrigo. Hay veces que su melodía me perturba en cualquier momento del día y todo sucede más despacio y el mundo –unos segundos de nada– adquiere vida, otra vida, digo: vida propia; nada que ver con ese mecanicismo con que a mi alrededor se desarrollan los acontecimientos.

Nadie como Morricone ha sabido insuflar de un temperamento épico a la melancolía con un resultado tan afortunado. Sus composiciones son autenticas preciosidades: una exaltación, cadenciosa, de la decadencia. Chi mai fue compuesta para una película francesa de los ochenta; una película de espías sin más recorrido que la aspiración de la industria cinematográfica francesa por rivalizar con el cine del género venido del mundo anglosajón y que contó con Jean-Paul Belmondo como actor principal.

De niño adoraba a Belmondo, incluso creo que mis primeras caladas a un cigarrillo fueron postreros y exagerados intentos por emular su figura –una mezcla de sinvergüenza y tipo duro– ataviada con aquella americana ancha y sombrero que llevaba puestos en Al final de la escapada. Belmondo representaba papeles machirulos de tipos que fuman donde no se puede, contestan lo que no se debe, tienen buena puntería y siempre, siempre, conquistan a la chica guapa. Además, tenía unos labios enormes, como una vagina, chaval, una enorme vagina bajo la nariz… Si no te gustaba Belmondo eras un julay, y punto. Recuerdo (puedo olerlo, remedar cada imagen, gesto, movimiento, sonido…) la impresión que causó en mí la escena final de Le professionnel: ahí estaba Belmondo, con su cazadora de cuero y esa cara cansada y triste de quien ha visto demasiado en esta vida y ya sólo quiere volver a casa y descansar; pero nosotros, espectadores pre-adolescentes, sabíamos que no había escapatoria posible, porque de fondo comenzaba a sonar Chi mai, y que tarde o temprano ese francotirador del tejado dispararía contra Belmondo; y así era: Belmondo cayendo, mientras las balas atravesaban su espalda y agujereaban su cazadora de cuero; y un plano en picado desde el helicóptero que se aleja con la imagen fija de Belmondo en el suelo, muerto, mientras agoniza la estupenda melodía de Morricone. Salíamos del cine dispuestos a salvar a todas las chicas del barrio de cualquier trincha que se cruzara por su camino; corríamos hasta las galerías de la Gran Vía para mirar cazadoras de cuero, como las de Belmondo, en los escaparates; robábamos cigarrillos que prendíamos con entusiasmo en los Recreativos o en las salas de billar y, sobretodo, queríamos ser tipos nobles, tipos que no se rendían ante la adversidad, que no se doblegarían ni mirarían hacia otro lado frente a la injusticia… y si para ello había que morir acribillado delante de la chica guapa, pues se hacía, aunque las balas destrozaran la cazadora de cuero –macho, qué pena, con lo chachi que era–, que los tipos duros no se quejan por esas cosas y, como en el cine la gente no se muere de verdad, a Belmondo le daban luego una cazadora nuevecita, mucho mejor que esa incluso: ¡una de aviador!

Quizá por todas estas cosas Chi mai me transporta a aquella brutal ternura de la infancia –que sí, que es un reino perdido–, aquel tiempo en el que creímos que la vida era un libro en blanco, que todo estaba por hacer, que éramos dueños de nuestro destino. Nos emborrachábamos de mitología en los cines de barrio viendo-formándonos con películas que hoy obtendrían el calificativo de pornografía, sublimados por una cultura decadente que no supo reescribirse a sí misma y que puso todas sus esperanzas en una generación cuyo destino no era otro que el sacrificio. De todos esos mitos, pocas cosas han resistido el paso del tiempo: mi gusto por vestir abrigos oscuros como el que llevaba siempre de niño; el hábito de fumar cuando se me antoja; el placer de pasear sin rumbo por la ciudad o conversar con desconocidos; la obstinada manera con que cumplo mis promesas y –por eso mismo– lo mucho que me cuesta prometer… y la melancolía de Chi mai como resorte melódico con el que restaurar el tiempo perdido de un momento impreciso de mi vida.