jueves, 17 de febrero de 2011

Des-idealiza(n)do


“En sí misma, toda idea es neutra o debería serlo; pero el hombre la anima, proyecta en ella sus llamas y sus demencias; impura, transformada en creencia, se inserta en el tiempo, adopta figura de suceso: el paso de la lógica a la epilepsia se ha consumado... Así nacen las ideologías, las doctrinas y las farsas sangrientas.”*


Me asisto, estos días, leyendo a Cioran, pese a que mi médico me lo tiene más que contraindicado. Su prosa es contundente y certera, en ocasiones brillante y exageradamente hermética cuando aparenta esa claridad propia de quienes tienen todavía alguna aspiración pedagógica. Su lectura es como recostarse un domingo primaveral junto a un árbol centenario en medio de un prado con un libro de metafísica mal traducido entre las manos: podría suceder que nos embargue la mendaz sensación de haber comprendido algo (o, lo que es peor, de estar ante la “presencia” o contemplación del algo).


Leo y releo sus argumentos contra el idealismo, identifico sus miedos, los que rigen su pluma, cuando desglosa las formas en que éste, estos, son la auténtica amenaza. Pues -y esto lo dice la historia, no basta más que girarse y mirar atrás- el fanatismo con que, quien exalta una idea, es capaz de “trabajar” por su resolución, la pasión desaforada y vehemente con que lucha por su defensa, impide que éste sea capaz de mirar en todas direcciones o a los cadáveres sobre los que ha pasar y sopesar los medios que siempre son coyunturales a tal fin. Y es que el idealismo es la actitud de quien se impone e impone la idea como horizonte absoluto, arrebatándosela al tiempo que la engendra, clarifica y matiza para nuestra atención; donde la idea deja de ser un instrumento válido, a la mano, y nos pone a cada uno a su servicio. Un desplazamiento que tergiversa nuestra representación de las cosas, las cuales pierden su carácter mediato en su inmediatez y se proyectan en dicho horizonte en el interior de rígidas estructuras que delimitan y limitan nuestra capacidad de representación, de hacer mundos.


Pasamos de una visión caleidoscópica, del desplegar de la luz, a una visión figurativa que se inserta en el canon, en la rigidez del mármol. Así es como nace la ortodoxia.


“Los verdaderos criminales son los que establecen una ortodoxia sobre el plano religioso o político, los que distinguen entre el fiel y el cismático.”*


Y es que la ortodoxia es la ciénaga donde descansa y se sacia el moralista para legitimar un reemplazamiento, una sustitución, la de la voz cercenada, cuando se erige en fiel representante, para hablar en nombre de…, resguardado de la intemperie en esta ratonera sombría, construida para todos y levantada por unos cuantos, en la que, una vez instalado, la única forma de disidencia es como una muerte en vida; y así fundamos este hogar en el que nadie se siente como en casa, salvo sus guardianes, que están a sueldo.


“Me basta escuchar a alguien hablar sinceramente de ideal, de porvenir, de filosofía, escucharle decir ‘nosotros’, con una inflexión de seguridad, invocar a los ‘otros’ y sentirse su intérprete, para que le considere mi enemigo. Veo en él un tirano fallido, casi un verdugo, tan odioso como los tiranos y verdugos de gran clase.”*


Sospecho de quienes se dicen dispuestos a morir por una idea, puesto que en su renuncia advierto aspiración de eternidad y todos sabemos que ésta no entiende de asuntos perecederos, diminutos e infrecuentes. Para ellos la Vida no es el límite a todo lo absoluto ni el fin más preciado, de incorruptible valor, sino la trampa que tejen como la araña atrapada en su propia red y que exige a las de su especie que se sumen al macabro balanceo. Así, desgañitados, insobornables y obcecados, la suya es una mirada que no quiere ver, que sólo mira lo que ha de proyectar, en una simulación cortesana y sin fin donde lo insignificante y rudimentario, la cosa devuelta al tiempo, lo precario, desamparado, tiembla, pues no tiene cabida y se horroriza a cada momento ante su rúbrica, frente a esa voz que nos yunta.


“El fanático es incorruptible: si mata por una idea, puede igualmente hacerse matar por ella; en los dos casos, tirano o mártir, es un monstruo. No hay seres más peligrosos que los que han sufrido por una creencia: los grandes perseguidores se reclutan entre los mártires a los que no se ha cortado la cabeza. Lejos de disminuir el apetito de poder, el sufrimiento lo exaspera; por eso el espíritu se siente más a gusto en la sociedad de un fanfarrón que en la de un mártir; y nada le repugna tanto como ese espectáculo donde se muere por una idea... Harto de lo sublime y de carnicerías, sueña con un aburrimiento provinciano a escala universal, con una Historia cuyo estancamiento sería tal que la duda se dibujaría como un acontecimiento y la esperanza como una calamidad.”*


Me detengo, tomo aire y busco entre mis apuntes, en un viejo ensayo mío, en busca de la cita. Nunca he estado del todo de acuerdo con ella. Es de Adorno, pertenece a una reflexión sobre el Ensayo como género y dice así:


“Por eso la más íntima ley formal sobre el ensayo es la herejía. Por violencia contra la ortodoxia del pensamiento se hace visible en la cosa aquello que la ortodoxia quiere mantener oculto, aquello cuya ocultación es el fin objetivo y secreto de la ortodoxia.”**


El ensayismo (o la Crítica) carece de leyes formales, la herejía no es su principio, todo lo contrario, es una consecuencia de la ataraxia escéptica, y esta disidencia, este descreimiento, no se ha de imponer como tarea sino como actitud frente a los acontecimientos, frente a la envergadura de la razón que atenta, cada día, contra todo lo razonable.



¡Qué pobre es nuestra época!



***


(Aquí os dejo un par de citas de alguien sobre quien no se cierne la sospecha a todas horas, a quien nadie se atreve a tildar de inmoral y cuya mesura escéptica le ha granjeado la simpatía de modernos y catedráticos de Ética.)



“[…] el Totalitarismo busca no la dominación despótica sobre los hombres, sino un sistema en el que los hombres sean superfluos.***



“Según Eichmann, un ‘idealista’ no era simplemente un hombre que creyera en una idea, o alguien que no aceptara el soborno, o no se alzara con los fondos públicos, aun cuando estas cualidades debían forzosamente concurrir en los ‘idealistas’. Para Eichmann, el ‘idealista’ era el hombre que vivía para su idea -en consecuencia, un hombre de negocios no podía ser un ‘idealista’- y que estaba pronto a sacrificar cualquier cosa en aras de su idea, es decir, un hombre dispuesto a sacrificarlo todo, y a sacrificar a todos, por su idea. Cuando, en el curso del interrogatorio policial, dijo que habría enviado a la muerte a su propio padre, caso de que se lo hubieran ordenado, no pretendía solamente resaltar hasta qué punto estaba obligado a obedecer las órdenes que se le daban, y hasta qué punto las cumplía a gusto, sino que también quiso indicar el gran ‘idealista’ que él era. Igual que el resto de los humanos, el perfecto idealista tenía también sus sentimientos personales y experimentaba sus propias emociones, pero, a diferencia de aquellos, jamás permitía que obstaculizaran su actuación, en el caso de que contradijeran la ‘idea’. El más grande idealista que Eichmann tuvo ocasión de tratar entre los judíos fue el doctor Rudolf Kastner, con quien sostuvo negociaciones en el caso de las deportaciones de los judíos de Hungría, y con quien acordó que él -Eichmann permitiría la ‘ilegal’ partida de unos cuantos miles de judíos a Palestina (los trenes en que se fueron iban protegidos por policías alemanes) a cambio de que hubiera ‘paz y orden’ en los campos de concentración desde los cuales cientos de miles de judíos fueron enviados a Auschwitz. Los pocos miles de judíos que salvaron sus vidas gracias a este acuerdo, todos ellos personas destacadas y miembros de las organizaciones sionistas juveniles, eran, según palabras de Eichmann, ‘el mejor material biológico’. A juicio de Eichmann, el doctor Kastner había sacrificado a sus hermanos de raza en aras a su ‘idea’, tal como debía ser. El juez Benjamín Halevi, uno de los tres que formaban el tribunal que juzgó a Eichmann, fue quien juzgó a Kastner en Israel, cuando este último fue acusado de colaborar con Eichmann y con otros altos funcionarios nazis; en opinión de Halevi, Kastner había vendido su alma al diablo. Ahora que el propio diablo se sentaba en el banquillo, resultaba ser nada menos que un ‘idealista’, y aun cuando sea difícil creerlo, es muy posible que aquel que vendió su alma fuera también un ‘idealista’.”****



* Émile Cioran : “Genealogía del fanatismo” en Breviario de podredumbre (trad. Fernando Savater).

** T. W. Adorno: “El ensayo como forma” en Notas de literatura (trad. Manuel Sacristán).

*** H. Arendt: Los orígenes del totalitarismo (trad. Guillermo Solana).

****H. Arendt: Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal (trad. Carlos Ribalta).


sábado, 12 de febrero de 2011

La resaca tras la fiesta


Festejaban, eufóricos, a sabiendas, y por ello mismo, de que toda la comunidad internacional, esta noche, no perdía de vista, ni un minuto, lo que estaba allí sucediendo, con gritos de libertad, la marcha al exilio de quien había ocupado el poder durante treinta años, mientras mostraban a las cámaras de nuestras televisiones el signo de la paz; enarbolaban banderas y compartían bandejas de comida con quienes pasaban a su lado, deteniendo a los pocos coches que habían logrado arribar a la plaza Tahrir, el escenario de esta revolución; se abrazaban a los periodistas que desde que comenzaron las revueltas nos han narrado los acontecimientos que podían conducir a un cambio o a una tragedia anunciada, una vez más.


No me era posible congraciarme (o no con toda plenitud) con ellos ni compartir su esperanza; lo que sentía era ternura, hacia sus gestos (medidos, consecuentes ante los acontecimientos), y cierta desesperanza que trataba de ocultar a quienes me acompañaban mientras presenciábamos lo que a mí se me aparecía como otra más de las revoluciones fracasadas (si es que no hay revolución que no esté condenada al fracaso).


Todo comenzó hace dieciocho días, contagiados por los sucesos en Túnez y convocados por medio de las redes sociales en Internet, miles de egipcios salen a las calles para exigir la dimisión de Mubarak y un nuevo rumbo, un nuevo “régimen”, para Egipto. Las muertes y las protestas se suceden, la comunidad internacional lanza sus advertencias de rutina, el gobierno egipcio bloquea el acceso a las redes sociales, centenares de detenidos (algunos opositores al régimen son los primeros en caer), la bolsa de El Cairo se desploma, cesa sus operaciones… Mubarak decreta el toque de queda y emplaza a su ejército a las calles para reprimir, aún más si cabe, las protestas.


Entonces sucede algo, algo no previsto (y ya he repetido alguna que otra vez que la belleza es eso que acontece sin esperanza, de forma imprevista e intempestiva, pero que, aún así, se adecúa): el ejército toma posiciones pero no actúa, no reprime, duda, queda a la expectativa, juega sus cartas, y su pueblo lo vitorea.


Mubarak comienza a perder la partida; todavía ostenta la fuerza, pero sabe que el poder está en manos de los insubordinados y que si estos no vuelven a restituírselo, su mandato, incluso su propia vida, podría tener los días contados. De forma un tanto agónica, quiere lavar la cara de su gobierno y disuelve a su gabinete para tratar de calmar a la opinión internacional, a la masa exaltada, pero las revueltas no cesan, incluso se recrudecen, y los ánimos encrespados se extienden por todo el país; continúan los enfrentamientos, los muertos… La situación se le va de las manos, restringe el trabajo de la prensa, ya no valen los gestos de cara a la comunidad internacional, quiere que, de ahora en adelante, nada se sepa.


Mientras tanto, la oposición al régimen pacta con el ejército y éste toma posición. Mubarak promete elecciones, se descarta como candidato, pero rehúsa abandonar el poder: quiere tutelar el cambio, gobernar en la sombra. Sus partidarios se confunden con los manifestantes, incendian, más si cabe, las protestas; pretenden acelerar los acontecimientos, desplegar el caos, justificar medidas represivas violentas que legitimen el estado de sitio.


La oposición se organiza, son el centro de atención del mundo, pretenden revueltas pacíficas, pero la muerte no se detiene. Mubarak continúa enrocado en el poder y las protestas son labor de cada día en un pulso en el que nadie sabe quién resultará victorioso. Este jueves, Mubarak, en un discurso televisado, confirmaba que no abdicaría ni abandonará el país y la decepción se contagia, por momentos, entre la población. La situación es crítica, tanto que, apenas veinticuatro horas después, Mubarak abandona el país definitivamente, con una fortuna que se contabiliza en cuarenta mil millones de dólares hacia un retiro dorado.


Yo brindo por ellos, por quienes tienen fe y guardan esperanza; por quienes han festejado, y quizá continúen todo el fin de semana, el fin de su rutina, de un sometimiento prolongado. Brindo por esa juventud que nos cuenta mirando a la cámara con acento, en inglés, en castellano o en francés, que son libres y pacíficos, que se ha lanzado ebria de júbilo a las calles con comida y bebida para compartir sus esperanzas con sus vecinos, agitando banderas e ilusiones por las calles de El Cairo, con sus hijos colgados a la espalda, desconcertados… Brindo por esos ojos que se abren de par en par. Brindo por su inocencia y por esa ternura que han logrado despertar. Pero brindo con licor amargo, sobre todo, porque sé que mañana, con la resaca de la fiesta, todo volverá a su lugar, porque, una vez más, todo habrá de cambiar para que nada cambie: la bolsa de El Cairo abrirá nuevamente, los intereses económicos prevalecerán y un gobierno (tutelado) afín a esos intereses “modernizará” Egipto, que, por fin, será libre; libre para endeudarse y enriquecer a quienes han permanecido en su sillón expectantes, libres para entrar en la lógica del progreso, libres para tener 1,2 hijos de media, hipotecarse hasta su muerte, vivir hacinados y conjurar su vida al trabajo sometidos, esta vez, a un tirano sin rostro, sin nombre, al que no podrán echar de casa. Brindo por esas sonrisas de hoy, con muy poca esperanza, para que no sean el rostro de la desesperanza del mañana.


Brindo, en definitiva, por la vida que, antes de la resaca, muy de vez en cuando, se nos va de las manos.


miércoles, 9 de febrero de 2011

Cuestión de suerte


La episteme griega (la clásica), como es sabido, carecía de la representación moderna del individuo, el sujeto, como unidad y centro de una experiencia; ésta es la razón por la que la idea de destino es uno de los ejes principales que nos ayudan a comprender y tratar de tantear, pese a que se nos hace imposible interiorizarlo: vernos de esa manera, el hecho, siniestro para el hombre moderno, de carecer de la experiencia subjetiva de individualidad que nos arrastró a la percepción, más bien intuición, de que el yo formaba un sustrato independiente del cuerpo. La responsabilidad de los actos es un principio judeocristiano, más tarde cristalizado en el derecho romano, y nuestro concepto de libertad, que se opone al concepto clásico de destino, está forjado en oposición a la representación mecánica de la naturaleza con que la ciencia moderna revolucionó nuestras artes persuasivas.


(En cuanto se toca una pieza saltan todos los resortes.)


Sobrevivía en su cultura, como vestigio de una religiosidad ancestral, la creencia en los daimons, divinidades de origen primitivo, a quienes atribuían la capacidad de intervenir en su “destino”, en sus acciones, en sus pasiones… de “entrar”, en definitiva, en sus cuerpos; por lo que en su condición subjetiva la responsabilidad de ciertas acciones o acontecimientos no podía serles atribuida. Uno de ellos era Agatodemon (Agathodaimon): demonio benefactor que acompañaba al individuo y que se manifestaba, cuando él lo creía conveniente (o cuando el héroe lograba persuadirlo para ello), en la “suerte” de su destino. Ésta es la razón por la que existía un culto a los dioses, puesto que estar a bien con ellos podía inclinar la balanza a su favor o en su contra.


Que la fortuna te sea propicia era una fórmula con la que, literalmente, se invocaba la intervención de un agente externo; puesto que el destino del sujeto quedaba fijado en un horizonte inquebrantable y cualquiera de las acciones que pudiera emprender para sortearlo no eran más que caminos que conducían, con más o menos dilación, a ese final anunciado al héroe. Este tipo de formulaciones mostraban un paradigma espistémico en el que el pensamiento mágico-religioso había alcanzado su más alta cota de sofisticación.


Pero lo cierto es que la suerte o la falta de ella no son acontecimientos del mundo, y ya sea desde un punto de vista mágico-religioso, romántico incluso, o instrumental, este mundo, esta vida, carece de daimons o leyes susceptibles de ser persuadidas.


Nuestro concepto de destino, ahora, no es el del camino trazado de antemano, sino el de la lógica de hechos históricos que desembocan en un determinado estado de cosas en el que el azar y la voluntad libran batalla en un amanecer sin fin, que se inaugura cada mañana en la que el guerrero, cansado tras su aciaga noche velando armas, irrumpe en el día con la desconcertante esperanza de que éste será su día, el día (nuestro día). Sonríe, con ironía, las promesas de Agatodemon; sacude sus ropas y trata de ocultar las arrugas del tiempo que las aja; sabe que la vida es un milagro y que la humanidad apenas es frecuente; reconoce la decadencia de lo que un día fue bello, tras esas puertas sólo se esconde la avaricia; la incertidumbre es su mejor amiga y las palabras carecen de poder y de fuerza, como una oración sin dios que la escuche, sin nadie ya a quien distraer.


Nada he de serle propicio, nada ni nadie le acompaña; es su tenacidad la que lo arrastra a las calles, la que atraviesa la historia (su historia); su tenacidad y su fuerza, la de quien no tiene nada que perder y todo por ganar. Jamás se conjura a la fortuna; si acaso en algún momento, sin apenas esperanza, reclama justicia, pero enseguida todo clarea y se mofa de sí mismo cuando recuerda que esta diosa tampoco jamás existió. La suya es una existencia de promesas incumplidas, de palabras sin peso, de huellas borradas y labores nunca recompensadas.


Los costes de este empresa son cada vez más elevados y ya no hay día que se repita a sí mismo, una y otra vez, que todo cuanto le rodea y se tiene en pie es un milagro.