jueves, 1 de enero de 2015

Héroes (III)



La del Nen de la Rutlla es una plaza semicircular, ajardinada, tras la cual se yerguen anchas escalinatas que dan acceso a un parque construido en terraza a las faldas del Turò de la Rovira.

Toma su nombre de una anodina escultura de los años sesenta: es un niño de bronce, que mira de soslayo hacia la avenida Mare de Déu de Motserrat, mientras lleva consigo un aro rodante que impulsa ayudado con un palo. Un juego propio de la postguerra al que, de buen seguro, muchos de los niños que se criaron en estas barriadas de Barcelona, jugaron por esas calles inclinadas que aún guardan cierto aire de pista forestal tras el olor de las acacias y un urbanismo improvisado y chabolista.

Tiene su propia leyenda, pero aunque apenas resulta verosímil (cuando conoces la secuencia de casualidades conjugadas para que esta escultura terminara con un manto de flores a sus pies en esta esquina perdida de la ciudad), sin embargo ha arraigado en el barrio y son muchos los vecinos del Guinardó que cuentan, sin mucho convencimiento, todo hay que decirlo, que, a principios de siglo, uno de esos niños haraposos que fueron sus abuelos o padres fue atropellado por un carro mientras jugaba a la rueda en ese mismo lugar.

Sobre cómo llegué a conocer este rincón de Barcelona y a la heroína de esta historia, podría hablar sin descanso y nada de lo que dijera resultaría novedoso. El caso es que, hará unos meses, durante una de mis erráticas incursiones por las angulosas calles que se extienden más allá de la barriada de la Salut, y una vez que logré orientarme por el ensortijado laberinto urbanístico del Carmel, mis pies se detuvieron, llevados por un leve temblor, junto a uno de los árboles que dan sombra a los caminos que, como una cascada emocionante, desembocan en la Plaça del Nen de la Rutlla.

Creo recordar que era un día laborable y que, por esta razón, la estampa que se desarrollaba ante mis ojos, despertó mi atención. La niña tendría entre cinco o seis años; andaba distraída, unos metros separada de que la que, di por hecho, era su madre. Ésta se detuvo en lo alto de las escaleras que rodean un estanque que hay en la parte alta del parque y a partir del cual se canaliza el agua que desemboca en la Font del conte. La niña: pequeña, flaca, morena, de ojos grandes y tremendamente despiertos… distraía sus esfuerzos en introducir la mano bruscamente en el estanque para salpicarse a sí misma. La madre, con paciencia y mirada de complicidad, la dejaba hacer.

Durante unos segundos, embebí mi atención en la brisa con olor a salitre que parecía haber arrastrado a una gaviota distraída hasta la parte alta de la ciudad, la cual sobrevolaba el parque como tratando de desentrañar la naturaleza muerta de su apostada geometría. Cuando quise darme cuenta, ambas, chapoteaban entre risas en el interior del estanque lazándose agua la una a la otra, hasta que, unos minutos después, reemprendían su camino por la sinuosa subida del Carrer Garriga i Roca. Mientras me decidía a emprender yo el mío de vuelta a casa con la vista fija en la imagen de ellas dos de espaldas, la niña giró la cabeza y fijó sus ojos en los míos cuando, de la mano, era llevada por su madre calle arriba hasta que doblaron la esquina y desaparecieron del campo de visión.

Han sido muchas las horas que, en los meses siguientes, he pasado en la plaza y senderos de este parque del Ginardó. Meses durante los cuales hemos ido trazando una extraña amistad, más permitida por su madre, con la que alguna vez he intercambiado alguna palabra, que por su padre, a quien no parece hacer ninguna gracia que su hija converse animadamente a menudo con ese extraño señor del parque que dice ser poeta.

-Sempre estàs aquí, no has d'anar a la feina? Ets el vigilant del parc?
-Algo parecido, soy poeta y puedo hacerlo en cualquier sitio, pero donde más me gusta trabajar es aquí en el parque.
-¿Pueta? Y què fan els puetas.
-Mnnn. Los poetas dicen mentiras, para poner en evidencia la verdad y que nadie se apropie de ella.
-Però la meva mare diu que no s’ha de mentir…

Valentina es una de esas personas que de vez en cuando aparecen y vuelven a reconciliarte con la vida. Tiene unos ojos negros enormes, un tanto rasgados, y es de estatura menuda. Sus brazos y piernas son fuertes y no hay nada que le guste más en el mundo que hacer preguntas y colgarse de los árboles, además de imaginar que se adentra en un mundo mágico cuando juega en el parque que hay cerca de casa. De mayor, dice, con ese tono grave que sólo los niños pueden esgrimir en nuestros días, quiere ser ninja y escalar montañas. A veces también quiere ser princesa, pero eso lo dice sólo a media voz, cuando la madre no la escucha, porque, asegura, ella es ripublicana i no li fan gràcia les princeses.

-I em faràs una cançó de pueta per mi?

Pensaba en cómo rectificar y corregirme, para puntualizar que cuando dije “poeta” quise decir “escritor”, que ambas cosas son lo mismo, aunque se utilicen para designar actividades diferentes, pese a que ni yo mismo tengo claro qué diferencia existe entre escribir en horizontal o en vertical.

-Los poetas no escriben canciones, escriben poemas, y los poemas no se cantan, se recitan.
-Però la meva mare té un disc en el que uns senyors canten cançons de puetas...
-Sí, es cierto, los poemas también pueden ser cantados.
-I em faràs un per mi?
-M’agradaria molt, petita, pero tengo un problema, molt geu, ya no escribo, tampoco poemas.
-També t'has quedat sense feina? El meu pare també s'ha quedat sense feina, abans feia dibuixos a l'ordinador, de cases i ponts... És divertit perquè tenim molt temps per jugar junts, però des que no té feina està molt trist.
-No, los poetas no tienen trabajo, la vida es su único jefe.
-M’agraden molt les coses que dius.
-Merci, petita. La verdad es que ya no escribo poemas porque he perdido mi pluma de poeta. Y sin pluma no se puede ser poeta. ¿Has visto alguna vez un poeta sin pluma?

Hay risas contagiosas, que surgen de un gesto, de una mueca espontánea y de algunas miradas claras, como la que esgrimía Valentina cuando afirmaba, con todo el peso del sentido común, que ella nunca había conocido un pueta como yo y que no sabía que tenir una puma era tan important per ser pueta.

Hacía semanas que no me dejaba caer por la Plaça del Nen de la Rutlla, el frío de estos días no lo aconseja, y nuestros encuentros y conversaciones se habían ido espaciando hasta quedar relegados a un saludo a lo lejos cuando mis andanzas me llevaban, casualmente, por esta zona de la ciudad. El domingo pasado hizo un día espléndido y decidí caminar hasta uno de los bancos orientados al sol que hay en este parque. Apenas llevaba unos minutos cuando, a lo lejos, vi aparecer su figura menuda corriendo hacia mí.

-Bon nadal, pueta!
-¡Feliz navidad, Valentina!
-Tinc una regal per tu, és la puma! La meva mare m'ha ajudat a fer-la. Ara podràs escriure molts puemes. I pot ser un per mi?

En su mano portaba una pluma larga de ave, pintada de colores, a la que había atado un pequeño lazo negro en el extremo, perquè el teu culò preferit és el negre.

De vuelta a casa, algo que se había encogido en mi interior en los últimos meses, volvía a ensancharse. Con la mano en el bolsillo, de vez en cuando, tanteaba o rozaba con los dedos el nervio rígido o las barbas plumosas, algo tiesas por la pintura de Valentina. Un sentimiento, que apenas recordaba, casi desbarata mi compostura, que, conforme, me acercaba a casa, estuvo, más de una vez, a punto de irse al traste y desbordar una cascada de emociones a la que no hubiera sabido poner freno.

De vuelta a casa, quizá, ya fraguaba, de alguna forma, la promesa de este poema para Valentina (y para su madre), con la clara conciencia de saber que quienes te escuchan no te ven y que quienes te ven jamás te miran.