martes, 29 de septiembre de 2009

Sobre encuentros y des-encuentros; lo que media entre ambos son palabras


Uno de los padres fundadores de la mayor enfermedad que ha padecido nuestra raza desde que abandonó la sabana y se adentró, quién sabe con qué propósitos, por las rutas de los glaciales, la Filosofía, lidió, en varios de sus diálogos, precisamente, con el vehículo propicio a través del cual, esta forma de pensamiento obtuvo carta de libertad. Con contradicciones de este tipo se ha erigido a sí misma nuestra civilización.


Platón traza una dicotomía, establece una oposición, dadas sus propensiones maniqueas, en torno a una contradicción interna a su propia condición dentro de una cultura que agoniza. Pero esto no es lo que tratamos ahora. Lo importante, lo relevante en el caso, es la lectura de Derrida: con este discurso, basado en una contradicción interna, ajena a nuestros tiempos, nuestro amigo el griego funda o naturaliza una intuición sobre el lenguaje y el pensamiento que ha de servir de base a una epistemología concreta: aquella en la que la verdad adquiere ontología, cobra legitimidad como proyecto y se consolida en una vía hacia su adquisición. Siguiendo el hilo intrincado de este “cavernícola” arrepentido, el lenguaje y su deriva escrita, gráfica, nada tiene que ver con el pensamiento, con su lógica interna, ya divinizada tras la escisión. Pero lo cierto es que aquél que con nostalgia oral “escribe” sus diálogos bajo el cobijo de la poética que tanto y tan sesgadamente denostó, con dichos discursos trataba de ofrecer un “modelo” de pensamiento, basado en la categorización, diferenciación, conceptuación que habría de edificar una “lógica” discursiva y consolidar una nueva condición epistémica que, ya en su tiempo, pese a sus pretensiones de oralidad, decadente en su contradicción, comenzaba a ser irrenunciable.


Es en Fedro –ya hemos oído hablar de ello- donde Platón comienza su campaña de desprestigio –como vemos, no hay nada nuevo en el horizonte cercano- contra los logógrafos y relata la historia de Theuth y Thamus para determinar que la palabra escrita, «se ha inventado como un fármaco de la memoria y de la sabiduría». El término phàrmakon hacía referencia a una oposición de sentido: era, a su vez, “veneno” y “remedio”. Disculpen la perorata, pero, ya digo, esta episteme es ya irrenunciable. Y con él, recuso poético donde los haya (¡ups!), trataba el “filósofo” de representar aquello que, según doctrina, constituía la escritura: un “remedio” para el olvido (pues la palabra escrita era acicate para la “mala memoria”) y un “veneno”, en este caso, para la verdad o el sentido “justo”, que quedaba oculta (con este asunto comienzan las orgías hedeggerianas sobre el Ser): «El que piensa que al dejar un arte por escrito [...] deja algo claro y firme por el hecho de estar en letras, rebosa ingenuidad [...] pero, si se les pregunta algo, responden con el más altivo de los silencios [La palabra escrita] necesita siempre la ayuda del padre, ya que ella sola no es capaz de defenderse ni de ayudarse a sí misma». Como vemos, según su interpretación del lenguaje, éste no es más que una herramienta, un utensilio, para “diferir” el sentido justo de quien ostenta la verdad sobre las cosas y cuya ausencia remite a la pérdida, al olvido, de esa verdad, no de las palabras. Con esta brecha, difícil, lo juro, de cerrar, el logos, camino de claridad, se independiza del lenguaje. Pero lo cierto, lo innegable, es que nuestro amigo “escribe” una serie de discursos que sirven de “modelo” para una forma de pensamiento con la que toda una tradición fue “educada”; lo cierto es que, allí donde “sólo quienes cultivaran la aritmética” –ejercicio gráfico-sintagmático donde los haya; deporte mental que tonifica un modelo lógico- podían acceder a su saber; lo cierto es que la práctica filosófica no es más que la intervención dentro de una red de escritos, comentarios a comentarios que, como todos sabemos, se pierden en el tiempo, constituyen toda nuestra cultura y han consolidado cada una de nuestra epistemes.


Quienes tratan de escuchar la realidad y dejan su manipulación para quienes duermen plácidamente cada noche, tienen noticia de la incomensurabilidad que se yergue al despertar cada mañana ante la palabra ajena, la quimera de la comunicación, la imposibilidad de la traducción... sin regodearse en ello; todo lo contrario, con profunda tristeza. No escapa a sus ojos la función que todo elemento gráfico, ya fuera simbólico, en un principio, o sintagmático, más adelante, desempeña desde un punto de visto epistemológico. Nuestra natural propensión a representar la “lengua” como un todo unitario, tiene su reflejo en el idealismo conceptual que más tarde consolidaría nuestra condición epistémica occidental y su institución más venerada: la Filosofía. Pero a decir verdad, sólo hace falta darse una vuelta por campos de Castilla, Aragón, Cataluña... (esto, en nuestro caso cercano) dicha unidad no existe, las variantes, dentro de una misma lengua, fonética, semánticas y de sentido, alcanzan irremediablemente la individualidad, se diluyen con la voz. Quienes saben ver este fenómeno, adquieren conciencia del milagro que nuestra vida diaria representa en ese sentido; lo alarmante no es que nos matemos unos a otros, lo verdaderamente fascinante, maravilloso, es que no lo hagamos cada día (de ello quizá debamos dar gracias a un lenguaje que no es tal, sobre el que, en un principio, todo lenguaje posterior, se edifica, y que hunde sus raíces en lo más tierno, orgánico, de cada uno de los miembros de nuestra especie; pero, claro, allí donde el lenguaje apenas llega, lo adecuado, como todos sabemos, es callar –y también saber escuchar; pues son los cuerpos quienes, en ese momento, se encuentran-).


El lenguaje nunca ha sido, y jamás podrá serlo, mera representación gráfica del pensamiento, todo lo contrario, es la escritura lo que fue modelo, institución, fundadora de pensamiento, de lenguaje (los primero amagos de escritura no eran más que prototipos de escritura cuneiforme para representar cantidades con un objetivo comercial; allí donde, evidentemente, más interesaba alcanzar un acuerdo). Hasta ese momento, el gesto, la guturalidad, la “interpretación”, los juegos de miradas, las caricias dadas o rechazadas... (nada que no nos sea aún ajeno) fueron verdadero lenguaje. Con la escritura nació el lenguaje, la lengua y, con éste, el pensamiento y la conciencia, tal y como nosotros los hemos naturalizado; también el olvido, para poder soportarnos a nosotros mismos.


Hay quienes se horrorizan cuando un individuo descuartiza a su compañera, la introduce en una maleta, recorre en el transporte público una distancia considerable, la abandona en el zaguán de su casa y al día siguiente no recuerda nada. Yo lo creo (conozco casos similares, aunque no tan bizarros) y no puedo escandalizarme (en todo caso, como digo, me entristece; pero esto no deja de ser otra palabra...), como muy lúcidamente apuntaba Nietzsche, el último filósofo que, como un maldito, tuvo que entrar en esta morada para prenderle fuego, sólo en el olvido queda fundada toda conciencia, nuestra capacidad parlante: la ilusión del sentido; es, posiblemente, el mecanismo espistemolígico más arcaico y animal a partir del cual es posible vivir en el lenguaje. No “olvidemos” que toda identidad se funda en un juego de olvido-remedo.


El olvido, eso y sólo eso, es la humanidad.


Ya sabemos cuál ha de ser el phàrmakon con el que construir un nuevo mundo, el antídoto contra una humanidad en mayúsculas que rinda pleitesía a esa otra humanidad y logre hacer añicos las divinas esculturas: polvo para una nueva argamasa. Quienes viven despiertos, des-conocen y escuchan, recuerdan y enfrentan olvido, en ningún modo son libres; sencillamente adquieren la humanidad despojada, presienten lo que, en ningún modo, podemos dejar de ser.


Todo lo demás es una neurosis (¡Diablos, no hay manera, nominees sum!).

lunes, 14 de septiembre de 2009

Sóc una nació!


Resulta triste y en algún grado, indeterminado, terrorífico, a día de hoy, observar manifestaciones o exaltaciones patrióticas, no exentas de histeria, similares a las que pudimos observar no hace mucho en el continente europeo; más aún cuando, tras lo sucedido quedó planteada cierta voluntad de renunciar a nuestra propensión maniquea para dar paso a la pluralidad y a la diversidad que nos corresponde, como especie biológica y como sujetos sin aura trascendental. No comprender esto constituye una involución, en el pensamiento y en la historia.


El caso del Estado español, en el marco europeo, es buena prueba de ello y quizá pueda sentar cátedra dentro de unos años. Las distintas identidades o sensibilidades, amparadas en determinadas tradiciones culturales y lingüísticas son caldo de cultivo para una nueva forma de intolerancia y exclusión, comienzan a inocular el germen para una sociedad enferma (neurótica) cuyo conflicto social en los años venideros está de sobra anunciado.


Vallamos por pasos y relatemos esta realidad para dar con esta cualidad enfermiza y denigrante, in-moral, del espíritu nacional como forma de identidad.


A nadie le pasa por alto que, a día de hoy, la aplicación de una política lingüística –algo que escapa a la naturalidad de lo que es una lengua viva, cuya cualidad orgánica la hace someterse a variaciones en el uso e intercambio que sus hablantes, los ciudadanos de a pie, los más inocentes, hacen de ella- carece, en todas sus aplicaciones, de las intenciones o argumentos esgrimidos para llevarla a cabo. Un estado, y me refiero a Cataluña, que se declara en su estatuto –que es su ley fundamental- bilingüe, en modo alguno, puede menospreciar, marginar o excluir una de sus lenguas. Un estado que afirma su bilingüismo no puede menoscabar el derecho de sus ciudadanos a utilizar una de esas lenguas. Un estado que “privilegia” el uso de una de esas lenguas sobre la otra es un estado enfermo; puesto que, si esa realidad es bilingüe, carece de sentido la normativa que excluye a los no catalano parlantes, también llamados ahora “castellanos”, como denominación lingüística, no geográfica, eufemismo público de xarnegos –en privado continúan llamándonos así-, de sus instituciones.


Pero adentrémonos aún más en esa realidad, auscultemos qué hay tras esa política lingüística, escrutemos el tumor de esta sociedad. No hace falta ser Foucault, en modo alguno requerimos de una amplia investigación bibliográfica, no es requerido el título de sociólogo. Tecleemos en Google el nombre de cualquier empresa catalana o afincada en Cataluña o salgamos sencillamente a la calle y busquemos el nombre de sus trabajadores, de su staff. ¿Sí, límpiense bien el cristal de sus anteojos, no es una broma? Pueden probar con diez empresas, con veinte... con todas. Sus directivos se apellidan Castell, Pols, Subirats... y sus administrativos, personal de limpieza, encargados de cartería... sí, Gutiérrez, Heredia, Hernández... –cualquier excepción confirma aún más la regla-.


¿Acaso quiere decir esto que la política lingüística de la Generalitat, presidida por un xarnego hipócrita y vendido por treinta denarios de plata, no es más que una excusa para privilegiar a los hijos de la burguesía catalana?


(Hay cosas que no se pueden decir, y no me refiero al ámbito de la metafísica wittgensteiniana –a quien, por cierto, esta política lingüística le haría vomitar-.)


Las razones son sesgadas y el maniqueísmo está servido: nos acusan de opresores, de no amoldarnos ni respetar su afrancesamiento de panfleto de clínica dental y, en los últimos tiempos -¿a alguien le suena esta canción?- de “robarles” puestos de trabajo. Pero lo cierto es que, en estos últimos treinta años, quien ha chantajeado con su llave parlamentaria, con su saco de votos cautivos, al Estado español ha sido la Generalitat de Cataluña –de igual modo que la Lehendakaritza, aunque, todo hay que decirlo, éstos, lo que ponen sobre la mesa son muertos- y todo por una cuantas monedas, por una serie de juegos de competencias, cuyas políticas internas estaban destinadas a la puesta en marcha –y su consecuente despilfarro económico- de puestos de trabajo para catalano parlantes –pobres hijos de Sarria y Pedralves-; provocando políticas desiguales entre comunidades, incoherencias flagrantes e inoculando un odio visceral entre su población –mucho menor hace treinta años- hacia los “inmigrantes” (entre los que encontramos “personas” nacidas en su territorio). Mientras las filologías clásicas han desaparecido de los currículos universitarios, una lengua que apenas habla más de un millón de habitantes es estudiada por un amplio número de personas. Evidentemente, hay que asegurarles puestos de trabajo a los aplicados niños para que paguen sus pisos de diseño y sus estancias en París, Roma y Marrakech -porque si no sufren mucho en verano los calores del estío-; de eso, se encarga adecuadamente la policía lingüística, presta a denunciar a aquellos empresarios que no se someten o carecen de medios para aplicar la normativa. Todos ellos futuros funcionarios empleados en oficinas de “normalización” lingüística. Ése es el tumor que comienza a enquistar la sociedad catalana: la diferenciación como base para fundamentar su identidad, la atribución de una serie de cualidades a quienes se "resisten" -o no se pliegan- a su estilo, a quienes no comparten una de sus lenguas –porque no olvidemos que, a día de hoy, los catalanes son bilingües en un marco legal, ideal, pero no en su realidad (basta darse un paseo por Cornella, Hospitalet, el Clot...- o a quienes no han nacido con su denominación de origen o habitan más arriba de la Diagonal.


No está lejos, quizá, el día en que estos pobres oprimidos, aupados en volandas por sus brazo político, levanten alambradas en determinados barrios o municipios periféricos para erradicar, de una vez por todas sus miedos a que sea un xarnego quien mancille el nombre de sus hijas. Tiempo al tiempo.


Cuatro imbéciles con banderas preconstitucionales y camisas azules son fascistas; doscientos con la señera, histéricos, enseñoreando su odio, sus estómagos saciados y sus barretinas de terciopelo son baluartes de la libertad mientras declaman, a voz en grito, som una nació. La misma melodía interpretada con distintos instrumentos.


A mí, que me registren, jo sí que sóc una nació.