martes, 6 de noviembre de 2012

Raíces



―Bueno, mire, amigo, no puedo dejarle que se reconcoma a solas. Como ya le he dicho, yo soy una vieja simple y una metomentodo, pero puede tener confianza conmigo. Si no tiene ganas de hablarme, lo entiendo. Pero si yo fuera usted, no me estaría aquí solo, hoy sobre todo. Ese buen amigo suyo, el señor Eusebio, me ha contado una porción de cosas que no sabía. Espero que no le importe. Yo soy una cotorra, pero sé callar los secretos de los amigos.
―Si ya sé que es usted una buena amiga. Es fácil hablar con usted… ¿Sabe que me llevo a la muchachita joven conmigo a Londres? La novia de mi hijo muerto.
―Me lo ha dicho el señor Eusebio, y creo que es estupendo para los dos. Nunca he entendido por qué se quedan aquí los jóvenes si pueden marcharse. Cuando yo era muchacha, miles y miles se marchaban a ultramar y se hacían una vida allí. Hoy se quedan aquí y la mayoría de ellos se convierten en unos amargados. Así que me alegro de que la muchacha tenga el coraje de marcharse, ahora que tiene la ocasión, antes de que el mundo se le caiga encima.
―¡Pero, señora Felisa! Usted misma no puede querer que todos los jóvenes se marchen de aquí.
―No sé, no sé. Tal vez los mejores, si consiguen salir adelante y no desesperan, es mejor que se queden. Lo que a mí no me gusta es la gente pudriéndose de asco. No importa dónde esté uno, con tal de que se encuentre a gusto por dentro; y esto es lo que es más difícil en este pobre país que Dios ha dejado de su mano.
―Entonces, ¿usted no cree que es malo para la gente que se marchen del sitio en que nacieron y se han criado? ¿No cree que es una deserción y que a cualquier parte que vayan, no sirven para nada?

            Arturo Barea, La raíz rota (1951), Salto de Página, 2009, pp. 389-390.




Ya sé que me prodigo poco y que cada nueva entrada, junto a este notorio acceso de melancolía que padezco, suena a despedida, pero, en principio, no tengo tomada la decisión de cerrar el blog; por ahora prefiero mantenerlo y escribir para él cuando realmente me apetezca, sin obligación, solamente cuando tenga algo que decir.

Bien pensado, tampoco hoy tengo mucho que decir (bien pensado, nunca he tenido mucho que decir). Pero este fin de semana he estado a vueltas con una idea que me ronda la cabeza desde hace unos años a razón de una novela que me he tenido apartado de todo lo demás.

Ya os podéis imaginar cómo suceden estas cosas: el tiempo desapacible: el viento arrastrando objetos calle arriba, el frío y la humedad con que nos ha despedido el verano…, aliado con un progresivo (esperemos que no sea crónico) ensimismamiento y la ausencia, en definitiva, de razones vitales para pensar que formas parte de todo lo que te rodea, propiciaron esta forma de huída, sin mucho sentido, que suelo adoptar cuando me encierro en la cueva armado con una cantidad poco saludable de tabaco y un libro que, sin haber leído, ya sabes que entrará enseguida a formar parte de tu propia experiencia. Esta otra vida, tan sólo, hecha con palabras. 

Y así ha sido.

(¿Ésta es la única razón por la que quieres hablar de esta novela?)

La lectura de sus últimas páginas se retrasaba y postergaba, con esa euforia pausada que quienes tienen sus cuerpos hechos a la literatura reconocen en el acto, con este vacío que va dejando la historia que se acaba y cuyo fin anuncian los acontecimientos, tan reales, o más, incluso, como las cosas que suceden al otro lado, absurdas y desordenadas.

No, no sólo se trataba del retorno de un tipo de conciencia, la del lector, a otra, la común; no era tampoco el temor por un final anunciado, el del libro y el del fin de semana, con la obligatoriedad de volver, hoy, a mirar de frente, de nuevo, el espectáculo que nos rodea .

Ya he dicho (me repito) que el signo es un reto, un desafío hacia el sentido, que se nos ofrece, o aparece ante nosotros, y ante el que no podemos hacer oídos sordos. Y sentidos hay tantos como personas y momentos.

La novela era La raíz rota (The broken root, 1951) de Arturo Barea. Sí, ¿verdad?, llama la atención que la primera edición de una novela escrita, o al menos pensada, en castellano sea inglesa. Más curioso es aún que la primera edición española sea de 2009, por supuesto póstuma, ya que Barea murió en el 57, exiliado. Existe una edición castellana previa de 1955 editada en Buenos Aires, pero ésta es la primera edición realizada en España cotejando ambas primeras ediciones y cuidando el habla característica del Madrid de la época que, sin duda, Barea supo emular con maestría a la hora de representar a sus personajes; lo cual es un lugar común en la literatura de la época (aunque sin llegar al paroxismo de La Colmena). El resultado es excelente, salvo por la docena larga de erratas tipográficas (el ejemplar que tengo es de su primera impresión y desconozco si ha habido otras reimpresiones que los hayan subsanado) y por la duda que me queda de si, en el original, la voz del narrador omnisciente mantenía también la impronta de ese deje madrileño, algo que se puede apreciar en algún párrafo de la novela y que, en algún momento, desconcierta un poco e interrumpe la lectura. Quienes podáis pagarla, os la recomiendo (si no, siempre podréis rebuscar por las bibliotecas o perpetrar su hurto en unos grandes almacenes).

Hace unos años que leí la trilogía por la que Barea se ha convertido en un escritor medianamente conocido. Y hace años que andaba detrás de una edición en castellano de esta novela de la que os hablo y que, supuestamente, cerraba lo que, en realidad, era la tetralogía de La forja de un rebelde.

Cayó en mis manos hace un par de semanas y la tenía reservada para un fin de semana como el pasado.

Mi primera sorpresa fue el prólogo de Nigel Townson (editor de varias de sus obras en castellano), advirtiendo del error que supone incluir esta novela dentro de la trilogía de La forja de un rebelde. Escuchados sus argumentos, y leída la novela, tengo que darle la razón: La forja de un rebelde es una trilogía cerrada en sí misma, puesto que la historia que cuenta es una historia autobiográfica, mientras que La raíz rota, aunque pretende y aspira a ser autobiográfica, conforma una autobiografía imposible, ya que Barea jamás pudo vivir los acontecimientos de los que nos quería hablar y que tan sólo pudo imaginar por medio de la literatura. La raíz rota podría haber sido, así, la cuarta parte del experimento de una autobiografía novelada, tal y como sí lo fueron sus predecesoras, en la que se nos habría de relatar sus años de exilio y su regreso a España, el reencuentro con sus raíces… pero Barea nunca pudo escribir esta cuarta parte de La forja de un rebelde porque nunca pudo regresar a casa, porque el país del que había tenido que huir jamás volvería a aceptarlo (ni él hubiera podido aceptar en lo que se había convertido). Le faltaba esta materia experiencial imprescindible para su trabajo autobiográfico, así que tuvo que contentarse con imaginar otra escritura y otra novela: una novela en la nos narra cómo creía él que hubiera sido su regreso a casa. Y ese regreso es imaginado como parte de un saber acumulado en las historias y experiencias de sus otras tres novelas, exponiendo su visión de la vida, su conciencia de nuestra condición… y una justificación –y en este sentido sí que es autobiográfica, porque cualquier autobiografía conforma un intento de justificación de la conciencia que la escribe- del exilio autoimpuesto*.

Con lo que no estoy del todo de acuerdo es con el análisis de Townson; me resulta demasiado simplista, demasiado obvio, y los desafíos, sobre todo si son poéticos, han de mirar siempre hacia lo alto. Porque La raíz rota no es tan sólo una novela sobre el desarraigo o sobre la decadencia de una Europa abocada al fascismo o a la miseria tras varios episodios bélicos que habían degradado en varios sentidos a buena parte de su población. Más allá de cierto ideario político que se hace evidente en la novela y del que podemos prescindir (es abierta y declaradamente socialdemócrata), más allá del desarraigo como un sentimiento de pérdida irrecuperable, según he interpretado yo, Barea expone toda una cosmovisión del mundo y de las relaciones humanas mostrando una exaltación del desarraigo mismo. Iría aún más lejos: parece que Barea está exponiendo a lo largo de todas estas páginas, quizá embebido por cierta flema inglesa, por ese common sense del que siempre hacen gala y que marca la personalidad de sus alter ego, generando, en algún caso, para quien sabe leer, alguna situación hilarante, toda una teoría de la identidad por medio de una teoría particular del desarraigo.

Trataré de explicarme, no sea que Townson llegue a este blog, lea esta entrada y ordene ejecutarme. Como digo, Barea tuvo que “imaginar” cómo hubiera sido ese regreso (Barea dejó una familia en España a la que no volvió a ver nunca y rehizo su vida en Inglaterra) y, en su forma de imaginarlo, como ya he dicho antes también, existe una forma de justificación del hecho de que nunca intentara ese viaje con que fantasea en esta novela. El personaje de Barea se siente un extranjero en su propia casa, pero es que quienes habitan su propia casa son también extranjeros para él. Acusa lo que la literatura y los críticos cursis llaman “la mirada de Ulises”. Pero, muy al contrario de lo que pueda parecer, su personaje, pese a la desazón y el desarraigo, no toma la situación de forma trágica, sino que la acepta como algo inevitable, que se sigue de los acontecimientos y, por tanto, esperado. Las raíces están rotas, pero esa ruptura también es una liberación; gracias a esa ruptura, puede el personaje de Barea seguir el rumbo de una vida, quizá distinta a la que hubiera soñado, pero suya al fin y, por todo ello, querida. No reconoce a su mujer como una amante, no reconoce a sus hijos como algo suyo; no, no reconoce la bestialidad y la miseria de las gentes que quedaron en casa… Y así advierte cómo, la condición humana, cuando se rige según unas leyes heredadas, que han sido naturalizadas, se ve anulada en su intento de realización de una identidad propia. Considera Barea, de esta forma, que todo individuo atraviesa necesariamente un proceso de desarraigo para ser eso mismo, un individuo consciente y responsable de sus actos. Quienes quedaron en casa, mantuvieron sus raíces bien hundidas en la tierra en que nacieron y por ello mismo, puesto que se debían a la necesidad, no podían ser responsables de su brutalidad, de su des-humanización. Su alter ego es el único (salvo excepciones) que sabe cómo reaccionar ante el horror sin paliativos en que se habían convertido las vidas de quienes quedaron, y por esto es el único que puede y sabe no dejarse llevar por la necesidad; su desarraigo está justificado y se realiza aún más cuando, su alter ego, reconoce a una hija en la extraña y a un extraño en sus hijos.

Barea, sin llegar a completar su experimento autobiográfico, expone, a modo de conclusión, en La raíz rota una teoría compleja de la identidad y de la condición humanas en las que Historia siempre ha de imponerse a la Naturaleza y los pactos de amistad quedan, inevitablemente, por encima de cualquier imperativo natural o ley heredada.

La novela es conmovedora y, conforme se desarrolla la trama, transmite ese desgarro figurado que supone ver quebradas tus raíces. No solamente habla de la lejanía o el exilio, puesto que es una historia del regreso, de un regreso imposible. Es la Historia de una generación que se levantó en armas por su futuro, de una generación que tuvo que matar y morir para, más tarde, huir o vivir entre las sombras, rodeados de cadáveres. Es, una vez más, la historia de otra generación a la que también le robaron su oportunidad.



* Años después de terminada la guerra, el gobierno militar decretó una amnistía para todos aquellos exiliados que no tuvieran antecedentes por delito de sangre a la que Barea “podría” haberse acogido.

miércoles, 10 de octubre de 2012

Horror vacui


Hace unos días que quiero hablar(os) sobre el contrato social, pero es que últimamente no tengo fuerzas ni para sacarme de paseo, menos aún para perorar, pese a lo sencillo que resulta hacer uso de un par de paráfrasis para rellenar el fondo de este cuadro en blanco.

Quizá por eso me arriesgo, una vez más y antes que nada, a hablar de esta otra cosa; sin saber muy bien qué es esto que quiere ser otra cosa.


(Si lo supieras no necesitarías escribir(lo).)


(No le escuchéis.) El caso es que, dado que la atmósfera de la cueva según momentos se me hace irrespirable, como es evidente, a pasear sí que salgo y sufro y disfruto a partes iguales, como cualquiera, los pormenores de la estación. El clima está esquizofrénico pero las temperaturas, todavía, oscilan en tierra de nadie; la lluvia es educada y se anuncia, unos minutos antes de que se desplome sobre nuestros cuerpos, con desafiantes nubarrones que se divisan desde cualquier punto de la ciudad, encaramados a la cima del Tibidabo con fanfarronería. Los plataneros comienzan a tamizar las ramblas y la Diagonal con los tonos propios de esta época del año, los colores del ocaso, y la luz, que a primera y última hora es ingrata, a mediodía es tibia y a veces te recuerda, dolorosamente, que un día fuiste humano.

Y así ando y transcurren los días y las noches, sobrevolado por densos nubarrones a paso lento, con los pies en la tierra, sin elevarme demasiado, ya que padezco acrofobia y los ataques son recurrentes.

Quién no ha sentido alguna vez esta angustiosa dilatación de la boca del estómago frente al vacío, segundos antes de que la vista se nuble y un profundo desapego nos invite a la desorientada búsqueda de algo o alguien en quien apoyarnos para hallar un lugar firme en el que reponernos de una experiencia que es en sí misma un límite a la experiencia.

Nuestra sensibilidad, al menos la mía, se ve sobrepasada en estos casos, acostumbrada a esta tierra que quisiera firme bajo sus pies. La sensación de que el espacio desdibuja sus límites y se ensancha hacia el infinito, la representación que nos hacemos de nuestro cuerpo (des)ubicado en ese vacío y la imposibilidad de trazar un eje espacial en el que inscribir nuestro estar-ahí, desencadenan una respuesta fisiológica similar al ataque común de vértigo, sólo que, en este caso, no es necesariamente alguna deficiencia determinada por nuestro oído interno aquello que lo provoca, sino la representación del vacío mediante la altura.

De niño no era acrofóbico, recuerdo mi cuerpo realizando acrobacias encaramado a la barandilla de la terraza de un duodécimo piso mientras los autocares desfilaban ordenados en hilera como pequeñas hormigas por una amplia avenida de la ciudad en que nací.

La última vez fui incapaz de asomarme siquiera a esa barandilla. Esta imposible visión del vacío producía en mí una angustia tal que me hacía perder el control de mi cuerpo y desearme muy lejos, abrazado a la tierra.

Padezco, diagnosticado por mí mismo, un terror completamente irracional al viento (no llego a ser anemofóbico) y acrofobia, como os digo. Éstas son las dos primeras en mi lista de taras.

Se trata de “afecciones” con las que uno, acostumbrado a una vida que siempre está en otra parte, aprende a vivir; basta con quedarse en casa un día de viento fuerte, no visitar en exceso el Alt Empordà para evitar la tramontana, eludir el circo, no alquilar más allá de un quinto piso y ahorrarse el importe que supone visitar monumentos altos. Con los aviones, reconozco, sí hay problema y sólo me arriesgo con trayectos cortos y debidamente sedado; si algún día cruzo el charco lo haré remando.

El caso es que últimamente, como digo, la instauración y consolidación del Nuevo Régimen me ha dejado en un lamentable estado de apatía, solamente interrumpida por alguna rutinaria crisis de altura a que el vacío ordinario de nuestros días me ha habituado. Hay quienes, ante la exigencia (o “recomendación”, que es la palabra con que los miembros de la Troika imponen una medida) de sentirse culpable por algo que no sabemos muy bien cómo hemos hecho, pero, al parecer, hemos hecho, agachan la cabeza para recoger el estropicio, como un niño al que se le da una reprimenda y acepta el castigo sin comprender muy bien qué mal ha cometido. Yo, sin embargo, de un tiempo a esta parte, vivo con cierta indolencia todo el triste espectáculo que se desarrolla ante mí, pese a las nauseas de primera hora que en un comienzo me llevaron a pensar que me hallaba encinta.

En un principio pensamos que esto podría ser divertido: el discurso del nosotros y el ellos volvía a hacer de las suyas, las tropas bárbaras visitaban con pompa y eficacia administrativa los países afectados, dejando a su paso coches en llamas a modo de barricada en avenidas con buen ángulo para retransmitir los disturbios en directo…; las neuras de la población europea comenzaban nuevamente a brotar de profundas y sólidas raíces, y las deudas históricas e internas de cada país, por momentos, parecían hacernos pensar que dentro de cinco o diez años la población europea habría decrecido en número y su pirámide demográfica se habrá invertido nuevamente después de algún que otro ensayo de guerra civil y un tercer acto solemne del todos contra todos.

En serio, vivo con apatía todo lo que está sucediendo porque, aunque ya hacía años que era así, hoy más que nunca he perdido cualquier esperanza en la condición humana.


… y ahora que la tormenta se precipita colérica sobre nosotros, cada loco sale a cielo abierto a tocar su trompeta para competir con su furia.


Cada vez que me asomo y miro el vacío siento la irrefrenable e irracional atracción de precipitarme en esta inmensidad que, por imposible, se nos ofrece de manera irresistible.

Quizá por esto es nuestro sentido común el que pergeña nuestra fobias; ésa ha sido siempre su función: cercenar, para no dar rienda suelta a nuestros instintos.


(Per cert, oi que jo sí que sóc una nació?)

domingo, 26 de agosto de 2012

Tachado-(restauración)





La noticia, cuando apenas era todavía noticia, pude leerla online en la madrugada del lunes al martes de esta semana. Escasamente unas líneas, una simple anécdota en la sección de sucesos o noticias curiosas sin demasiada importancia, un breve de relleno firmado por la agencia de noticias Efe, delegación de Aragón.

Yo entonces me aventuré a darle cierta importancia y guardé la página web porque ya en ese momento comenzaba a elucubrar esta entrada. Esa noche, y el resto de la semana, la pasé revisando, para su posterior edición, un arcano y somnoliento manual de maquinaria para ingenieros, gracias a lo cual podré alimentarme los próximos quince o veinte días. La mañana siguiente, para mi sorpresa, el asunto había cobrado relevancia y todos los diarios nacionales, esta vez en sus páginas de Cultura, se hacían eco del hecho. Un día más tarde, mientras continuaba apartado del resto del mundo como un buen eremita castrado, la noticia saltaba nuestras fronteras, era recogida por la BBC, gran parte de los diarios europeos, alguno norteamericano y, al parecer, causaba furor y sorna en las redes sociales.

Para quienes no sepan a qué me refiero o, todavía (lo dudo), no hayan escuchado nada sobre el asunto, os lo resumo: una vecina del pequeño (y, hasta hace una semana, desconocido) pueblo aragonés de Borja había tratado de “restaurar”, por su cuenta y riesgo, el pequeño fresco que adornaba una de las paredes del Santuario de la Misericordia. Cecilia Giménez, que es el nombre de nuestra artista, una septuagenaria de misa diaria, domingos y fiestas de guardar, cabello ralo y cobrizo, vestido largo con lunares negros, collar de bisutería, enormes anteojos de pasta marrón, con esos cristales que parecen parabrisas y que los distinguen de ese otro tipo de gafas que frecuentan distintos ambientes también artísticos, vive en un sinvivir desde entonces, aquejada por leves ataques de ansiedad y desvanecimientos, causados por el revuelo que ha despertado.

Este acontecimiento tiene tal densidad de sentido que se hace complejo analizarlo en su totalidad. Trataré someramente de puntualizar algunas cuestiones.

En primer lugar, el afamado Ecce Homo no es más que un fresco, sin apenas reconocimiento artístico alguno y menos de cien años de antigüedad, pintado por Elías García Martínez, un tipo y su obra al que, hasta esta semana, a menos que se haya estudiado Bellas Artes en Zaragoza, donde, imagino, existirá alguna calle, edificio público o plaza que lleve su nombre, sólo conocían en su casa (y siempre que fuera con la cara destapada). Existen cientos o millares de murales similares repartidos por todas las iglesias o santuarios de la Península, Francia o Italia, tanto o más bellos. Sin ir más lejos, en mi ciudad de origen, hay frescos de este tipo sobre los que se apoyan los yonquis para inyectarse su medicina diariamente y datan del siglo xviii.

En segundo lugar: la artista. Cecilia Giménez es mujer de buenas costumbres, nunca ha dado que hablar en el pueblo, no se le conocen enemigos y colabora activamente en cuantas actividades públicas sean puestas en marcha por el interés general. Su única “debilidad”, por llamarla de alguna manera, ha sido, desde su más tierna infancia, esta temprana inclinación por las artes, en general, y la pintura, en particular, que su padre, hoy difunto, nunca logró enderezar. Pero en el pueblo terminaron por aceptar ese pequeño “vicio” sin importancia, ya que Cecilia sólo hacía uso de sus conocimientos alquímicos con aceites y pigmentos para inmortalizar arrebatadores jarrones florales al óleo, bodegones y bucólicas escenas pueblerinas en los llanos, donde las hijas del alcalde, vestidas con el traje regional, posaban frente a unas cabras para honor y gloria de su familia y todos sus vecinos. Incluso, cada año, nuestra incomprendida artista, donaba gran parte de su obra para un rastro o mercadillo benéfico que se celebraba en la comarca.

Pero a la pobre, e injustamente tratada, Cecilia, había un asunto que le encogía el corazón, y no era más que el Hecce Homo: esa gran obra del arte sacro firmada por el maestro Elías García Martínez y que, quizá, siendo niña, pudo contemplar en todo su esplendor, cuando aún todos sus colores y matices brillaban a la luz de las velas del santuario y el rostro descarnado de nuestro Señor, con la mirada orientada al cielo, imploraba clemencia para sus verdugos. ¿Acaso podía ella permitir que esta genialidad continuara descorchándose por la humedad? ¿Acaso el abandono gubernamental, comprensible en épocas de vacas flacas, podía pasar de largo ante la pérdida de una de las grandes obras del patrimonio pictórico español? No, no podía, y por esta razón se acercó una mañana con sus aceites y pinturas para restaurar el fresco y devolverlo a su esplendor original y al lugar de honor que nadie debió arrebatarle nunca. Con el inconveniente, claro está, de que a media restauración, debido a un asunto de vital importancia, tuvo que ausentarse del pueblo unos días y postergar su trabajo. A su regreso, como todos ya sabemos, su intervención había sido descubierta y no pudo terminar la restauración del fresco, que hoy permanece tal y como es por todos nosotros conocido.

Leí la noticia el primer día porque venía acompañada de una pequeña fotografía que mostraba el antes y el después de la intervención. Me llamó poderosamente la atención porque, en un primer momento, pensé que se trataba de un Cristo de Munch, y no tenía noticias de que el artista noruego hubiera pintado jamás un Hecce Homo. Me detuve en ello porque, pese a no tratarse de una obra desconocida de Munch, era precioso: ¡un Hecce Homo expresionista! Más tarde, cuando leía el breve que daba cuenta de lo sucedido, muy al contrario que mucha otra gente, pese a lo divertido de la historia, supe que me encontraba ante uno de los mayores acontecimientos artísticos del siglo xx desde que Picasso pintara Les demoiselles d'Avignon o que Duchamp tuviera la inteligencia y la cara dura de colocar una taza de váter como obra de arte en una exposición.


*

Quienes ya me conocéis, sabréis del contencioso que, de forma particular, mantengo con la práctica artística actual, con sus instituciones y con esta concepción metafísica del arte que cualquiera que hable del “valor artístico de una obra” está evidenciando. Detesto la práctica artística de nuestros días, entre otras cosas, porque pocas actividades tradicionales como el Arte han sabio dejarse asimilar por el espíritu neoliberal como lo ha hecho Arte contemporáneo, que no es más que una lonja, un mercado de intercambio, donde los gestos cobran valor monetario y donde la “cosas” devienen glamorosa mercancía sólo porque algún iluminado las señala desde el atril.

(Ahora es cuando todos comenzaréis a odiarme.)

Sí, me río interiormente de quienes se/me hacen preguntas como qué es el Arte. También lo hago cuando alguien pregunta qué es el Bien o la Verdad, pero, en estos casos, si el que lo pregunta va en serio, me echo a temblar, porque soy consciente de que me encuentro frente a otro tipo de iluminado aún más peligroso.

Soy epistemólogo, ya no tengo solución.

No pretendo anunciar con esta entrada algo que en más de una ocasión me habéis escuchado, quizá dicho de otra forma o por medio de otros asuntos. No vengo a revelaros que cualquier aspiración de sentido frente a la obra de arte (cualquier aspiración de sentido frente a cualquier cosa en general) no es más que una esperanza metafísica, una presunción de esa metafísica de la presencia contra la que tanto trabajó Derrida. Que el Arte, en Occidente haya alcanzado una funcionalidad, que vivamos en una cultura que santifica determinados signos u objetos significativos para que, posteriormente, sean reverenciados, y que esta actitud, en nuestros días tenga su correspondencia mercantil, es algo que se sigue necesariamente de todo este cúmulo de errores de los que yo, pobre diablo, no os voy a rescatar.

Con el Arte sucede lo mismo que con las otras dos ideas fundamentales (o fundacionales) de nuestro sistema de formas. Cualquier cultura, no hay remedio, elabora una idea del Bien, de la Verdad o de la Belleza, y en el caso de Occidente, son teleológicas, tienen un fin (meta) que las regula y, por ello mismo, existe un mesianismo en torno a sus prácticas, los agentes y objetos resultantes de las mismas, por el cual parece que queda justificada esta vehemencia con que algunos esnobs gesticulan frente a un cuadro, performance, composición conceptual... Por no hablar de que hasta el más radical y transgresor de los gafa-pastas que cada noche sufren borrachos su inextricable mundo emocional apoyados en la barra de algún pub de moda en Gràcia o el Born, continúa empecinado en otorgar consistencia ontológica a estas ideas.

No es de extrañar, entonces, más allá de estas preguntas ontológicas que tanto me hacen reír o temblar, que tanto me irritan, que se le siga rindiendo pleitesía al Arte como institución. Y no es de extrañar, tampoco, que frente a lo sucedido hayan surgido dos reacciones distintas en su forma, pero similares en sus presupuestos: quienes ríen ante el Hecce Homo de Cecilia, lo hacen en base a un concepto mimético e idealista del Arte; quienes se dan coscorrones contra la pared porque no se les ocurrió hacerlo a ellos y no pueden creerse que una vieja mujer de pueblo haya podido protagonizar uno de los mayores acontecimientos de vanguardia de este nuevo siglo, no son muy diferentes. Ambos presuponen que tras la obra, que tras la práctica artística, se halla una verdad oculta, existe una esencia que trasciende lo común. Actitud que no se diferencia en nada de la experiencia religiosa.

Pero no quiero, con esta entrada, elaborar una nueva teoría, comprensible y coherente, postmoderna del Arte. De hecho, no creo que el concepto de arte requiera de una teoría. De hecho, sencillamente, deberíamos tachar nuestro concepto de “arte” y continuar con nuestra agitadas vidas como si nada. Ahí fuera, la gente se muere de hambre y hay quien se atrevería a calificarlo de performance.

Lo que sí quisiera, es trazar un paralelismo, para hacer comprensible el hecho y el valor de un acontecimiento artístico que, todavía, no ha cesado.

No cabe duda de que el Arte, o lo que nosotros llamamos hoy arte, surgió, en su origen, ligado a la experiencia religiosa, a lo trascendente: cuando emerge la conciencia primitiva o, en palabras de Hegel, el Espíritu. Éste es un matiz muy importante para comprender su deriva a lo largo de sus transformaciones históricas. Pero no es de esto de lo que quiero hablar. Quiero hablar de la experiencia, de las condiciones por las cuales existe esa experiencia y de por qué, el hecho protagonizado por Cecilia, está vinculado a la práctica artística desde su origen y hace de él todo un acontecimiento artístico.

No sé si alguna vez he escrito aquí que la Historia de la Filosofía es la historia de la construcción y de la destrucción de un mito. Quienes se dediquen a la docencia, si comienzan su primera lección con esta frase se habrán metido a su audiencia en el bolsillo. Algo similar ocurre con la Historia del Arte (algo similar ocurre con cualquier historia). Pero yo no quiero hablaros de la Historia del Arte, quiero hablar de cuando el Arte no era una institución, de cuando el Arte carecía de concepto, de cuando el Arte prescindía de la idea de “autoría” e, incluso, de cuando Arte no requería, para acontecer, de ningún objeto, más o menos duradero.

El Arte es sinónimo de “poesía” en el sentido en el que yo utilizo el término poesía, también el concepto de escritura.

Imaginemos esta escena: somos un atolondrado individuo cualquiera de la especie Homo erectus, somos básicamente carroñeros, fabricamos utensilios y, gracias a una emergente capacidad de abstracción, establecemos relaciones sociales básicas, que nos ayudan a transmitir conocimientos y emprender tareas comunes, como coordinarnos para cazar y repartir la carne de ciertos animales. Matamos, comemos, nos apareamos y reproducimos, a veces protegemos a los de nuestra especie… y cuando no hay peligros y tenemos el estómago lleno, holgazaneamos dentro de lo posible. De igual manera que, para esta forma rudimentaria de comunicación, se requiere una forma rudimentaria de consciencia, puesto que, sin una teoría interna de la mente a partir de la cual establecer inferencias por analogía, sería imposible dicha rudimentaria comunicación, esta tendencia a dar una “intención” y “sentido” a la conducta de otro de nuestra especie nos lleva a hacerlo con cualquier cosa, sea un bisonte, un león, un árbol, una brizna de trigo… o incluso cuatro trazos pigmentados sobre la piel o el taparrabos.

Sí, así de inocentes éramos y seguimos siendo.

Porque esto es lo que hace evidente el Arte y esto es lo que trata de señalar el arte de vanguardia. Antes he citado a Picasso y a Duchamp, y no ha sido casualidad. Tradicionalmente se nos cuenta que Picasso compuso y pintó Les demoiselles d'Avignon en contra de Le bonheur de vivre de Matisse. Al parecer es cierto, cuando Picasso contempló el cuadro de Matisse, se encerró en su estudio y no salió de él hasta que no fue capaz de trazar los primeros bocetos de Les demoiselles... Ambos estaban luchando por destronar, por señalar, por poner en evidencia un mito: cierta concepción naturalista, mimética del Arte, en base a la reciente autoconsciencia de la inconmensurabilidad entre el signo (lingüístico, artístico…) y el significado. Les demoiselles…vienen a corroborar la ausencia de una gramática universal a todos los lenguajes artísticos y la imperiosa tendencia epistémica a presuponer que todo ahí es signo de; o, en otras palabras: que todo lo que hay guarda una intencionalidad y que el artista revela con su actividad esa intencionalidad, siempre y cuando instrumentalice de forma adecuada, con pericia, un lenguaje por todos compartido. El cuadro de Matisse ya era en sí un atrevimiento, cuando Picasso presentó Les demoiselles…hubo quienes comenzaron a preguntar algo muy común hoy en día en cualquier exposición, museo de Arte contemporáneo…: ¿Qué diablos significa esto?

En realidad no significaba nada. Eso lo sabía muy bien Picasso. Por esta razón, contestó: ahora mismo nada, pero dentro de un tiempo, todo el mundo lo comprenderá.

Con su gesto, porque de eso se trataba, de un gesto, estaba destronando un mito, poniendo en evidencia la contingencia y artificialidad de los lenguajes. El hecho de que el cubismo se convirtiera en un movimiento y en un lenguaje en sí mismo, le ha dado la razón a Picasso. Y algo parecido hizo Duchamp: mostrar cómo la experiencia artística quedaba vinculada a una institución, que era la que legitimaba o no lo que habría de ser considerado dentro de su categoría.

Ahora volvamos a nuestro querido Homo erectus. Es todavía joven e inexperimentado, ayuda a los mayores del clan o la tribu a tareas menores de caza, contribuye a preparar los utensilios y armas, y, aunque quizá haya otros miembros de la tribu que están por debajo de él en el escalafón a la hora de repartir la carne, él suele acceder a la pieza cuando ya ha sido prácticamente descuartizada y consumida, accediendo a las partes del animal menos sabrosas o nutritivas. De pronto observa a uno de los jefes del clan jugando con el cráneo del animal mientras imita el sonido que emite cuando está vivo. Todos temen, por momentos, que el animal esté vivo. Todos temen al animal. Pero el animal no está ahí, es el “sentido” de la idea del animal lo que provoca ese temor.

Indiferentemente de que uno de los jefes del clan haya utilizado el colmillo de su presa como colgante con un sentido u otro, lo cierto, es que todo aquél que lo contempla, le otorga un sentido, el que sea. Se trata, como vemos, de una condición epistémica, y lo importante de ella es que funciona como una semilla, como una huella: a partir de entonces, el joven querrá imitar al jefe, querrá “ganarse” el trofeo y tener su propio colgante. Qué importa el sentido que tuviera la primera vez, si es que tuvo alguno: cada repetición fomenta el sentido. El signo es un reto, como alguna vez he dicho; nos mira y nos insta al sentido.

El Arte, cuando no era Arte, antes de Platón, era vanguardista en todos los sentidos: autodiegético y deconstructivo con el significar. El Arte, tras las vanguardias, como institución, carece de sentido, y como práctica, debería quedar relegada, como lo estuvo antes de Platón, al anonimato y discurrir ordinariamente ante nuestras vidas (para hacerlas más gratas, en algunos casos, y como homenaje a toda esta grandiosa puesta en escena que es la Humanidad).

Cecilia no pretendía que su nombre y su imagen dieran la vuelta al mundo. No requería para sí ningún reconocimiento.

Ahora imaginemos, un Homo neanerthalensis o sapiens, da igual. No hace muchos días que lograron cruzar un macizo montañoso y han arribado a un valle de clima templado. Junto a unas cuevas adivinan vestigios de asentamientos anteriores, probablemente de individuos de su misma especie o de una u otra, respectivamente. De pronto, en las paredes de una de las cuevas, observan unos trazos y de igual manera que los espíritus de la Naturaleza les “hablan” con indicios, es el espíritu del Hombre (de un individuo o su clan) el que ahora les está contando algo (del mismo modo que los vestigios del asentamiento les contaban otras cosas). Nuestro amigo se acerca y recorre con la yema del dedo los trazos, “pinta”, mentalmente, sobre la huella del otro, que más tarde reproducirá, imitará, a partir del sentido por él creado, con la intención de “restaurar” su sentido.


Quién sabe cuál fue el sentido primero.


Quién sabe qué nos hace presuponer que hubo un sentido.


Todo esto, lo único de los que nos habla es de nuestra ansias de sentido, no de ningún sentido en concreto. Cecilia, con su gesto, nos ha “recordado” que los mitos, de vez en cuando, hay que volver a destruirlos, porque hasta sus propias ruinas devienen una y otra vez mito, porque cualquier sentido se fundamenta en el olvido y la huella.

martes, 7 de agosto de 2012

Fragilidad


Hay cualidades que se les arrebatan a las cosas.

(Tú también eres una cosa.)

Se las fuerza con nuestra herramienta más eficaz, la mirada; como si doblegando al más débil fuéramos capaces de enmendar nuestra impotencia.

Hay quienes reconocen oscuras razones en nuestras artes bibliotecarias con el mundo y las cosas; aunque, sencillamente, somos incapaces de vivir en este mundo de pliegos faltos de numeración y legajos sin catalogar.

De esta manera procede el bibliotecario: enumera cada disciplina, asigna un valor al nombre, etiqueta todos los volúmenes y sacude los suspiros que, como polvo, quedan atrapados entre sus páginas con el desconcierto y temor a que este vínculo nonato entre el nombre y el número resista a las, en el fondo, infecundas artes de su magia ilustrada.

Así ha sido desde aquel instante olvidado en que cruzamos el umbral sin retorno, forzando los límites del mundo, para tallar con cinceles sobre piedra las palabras o imágenes con que el sonido de cada cosa, cuando el mundo aún “parecía” tener voz, configuraba la forma de lo que siempre fue informe.


… y los nombres trocaron palabras, y las palabras se adjudicaron los nombres.


Y después de todo ello… vino el silencio; un silencio ensordecedor, dispuesto de palabras y voces que no callan, y mienten, como solamente las palabras se atreven a mentir, con esa mendacidad con que la sal cristaliza formando caprichosas figuras cuando desciende la marea de una playa ignota.


¿Fue entonces cuando olvidamos su origen?

Sí, fue entonces.


*

Hay cualidades, también, que las cosas nos ocultan.

… porque las cosas, cuando (nos) hablan, cuando concedemos la palabra al mundo que nos rodea, también mienten.

(Pero mienten para sí, a su manera, para mostrarse a sí mismas.)

De forma que esta reserva, que ese rubor, es su mayor revelación.

Así dan cuentan, sin querer darnos cuenta, de todo aquello que las hace únicas, para mostrar la extremada delicadeza de su singularidad.

Todo aquello que no puede ser reducido, más que a sí mismo, todo cuanto se resiste a la palabra, es el ámbito de lo innombrado.

Y este ahí que se esfuerza por llamar nuestra atención, que se nos ofrece de forma desinteresada, esta entrega amatoria, constituye la Vida, alumbrarla en mayúsculas.


*

Sólo basta anular la mirada para comenzar a ver.


(¡Si fuera tan sencillo…!)


De pronto, todas aquellas cualidades esenciales de las cosas se tornan secundarias, e incluso el diamante desvela su fragilidad.

La fragilidad no es una cualidad de las cosas, la fragilidad es una condición imprescindible para la Vida, puesto que sin ella, no (nos) harían falta palabras o nombres, puesto que sin ella, no habría nada que expresar… no habría cosas.

La expresión -cualquier enunciado-, por básica que sea, guarda el temor de todo lo que hay ante su fragilidad, a la vez que nos muestra, velado, el único prodigio de estar vivo: esa constancia en el decir, esta obstinada manera de ocultar(nos), esa implacable forma de estar-a-la-vista, de permanecer ahí, con que se despliega lo que trasciende al ser, el modo último de lo primigenio.

El carnaval comienza con la palabra, con la que la máscara entabla un relato convincente mediante un diálogo consigo misma, y aunque todos sabemos que, tras ello, se oculta lo perecedero, los más frágil, depositamos toda nuestra atención en su armazón, olvidando que el mayor milagro es ese mismo acontecer.

Y es así como tomamos consciencia del prodigio de estar vivos: cuando la fragilidad de todo lo que nos rodea, de improviso, se hace latente.


*

El ente es el cuerpo, y este cuerpo no soy yo. Yo es la palabra con que configuramos la unidad y expresamos el deseo de permanencia del ente que es el cuerpo.

Del mismo modo que envolvemos cuidadosamente con papel de periódico los utensilios delicados para la mudanza antes de introducirlos a cada uno en su caja correspondiente, el yo protege y disimula esa fragilidad mucho antes de asignarse a sí mismo el lugar “que le corresponde”.

Y esta correspondencia se hace necesaria siempre y cuando supere cualquier prueba de fuego frente a la palabra.

Mientras el nombre da cuerpo al ente que descubre su fragilidad, es la palabra, con su dialéctica de locos, la que pretende ocultar el inicio, o aquello que da lugar a cualquier sonido, con este batiburrillo que llamamos logos.

Y nos consolamos con la afirmación de que en el principio fue el verbo, como tristes advenedizos compitiendo por un nuevo título nobiliario, para olvidar que nosotros y todo lo que nos rodea tiene su razón en la fragilidad, que es esta fragilidad el origen del Ser y que la combinación de unos átomos de hidrógeno, oxígeno y carbono, con esa proporcionalidad tan carismática, no es más que un milagro poético, una forma de decir que todo cuanto se sostiene a nuestro alrededor, es contingente y reversible, en todo caso irrepetible, necesariamente fugaz.

Está en todas partes, siempre (en-todo-)ahí; rara vez nos apercibimos de ella.

Pocas ocasiones nos la recuerdan y nos hacen declamar, con esa carencia arrítmica de quien ha vuelto a contemplar por unos segundos eso que siempre está a la vista y en contadas ocasiones se deja mirar, una palabra, fonéticamente hablando, preciosa, cuyo significado tizna de valor y sentido este ejercicio bizantino que supone abrir los ojos cada mañana.


*

A veces nuestros cuerpos se rompen, y la es la enfermedad lo que nos despierta a este insondable. A veces es una imagen lejana, en un país que desconocemos, del que sólo hemos oído hablar por guías y relatos de viaje, del que sólo tenemos constancia por fotografías de algún conocido frente a un monumento, la que nos recuerda eso que nos hace a todos compañeros de armas y nos ayuda a comprender la suerte que nos acompaña cada día; la única verdad de nuestra condición.

A veces tiemblan frente al espejo, ante a la marca de la enfermedad. Otras se dirigen seguros, con un pitillo en la boca y la altanería de quien sabe que la suerte está echada, hacia el improvisado cadalso (siempre un muro en ruinas a las afueras de un ciudad en llamas). En otras ocasiones, homines sumus, entre gritos o sollozos, se dejan arrastrar de cualquier manera, horrorizados ante su propia y redescubierta fragilidad, incapaces frente a un final de cuya certeza nos han hablado y ahora es algo más que una certeza. A veces ofrecen resistencia, otras muestran orgullo y miran de frente a sus verdugos. A veces quisiéramos apartar la mirada. A veces tomamos consciencia de que esas escenas pueden reproducirse en nuestra propia casa.

La Vida sólo busca su oportunidad, y el auténtico prodigio, el verdadero milagro, como ya dije una vez, parafraseando el título del film de Emir Kusturica, es que no sucumba a su propia fragilidad.

sábado, 16 de junio de 2012

Ευρώπη (Europa)


Hace poco más de un mes asistía a una charla-encuentro organizada con motivo del aniversario del 15 de mayo en Barcelona e impartida por el economista Arcadi Oliveres. Oliveres se ha convertido en una especie de estrella mediática para los asamblearios, lo adoran y adulan como a una estrella del rock, pese a que casi siempre repita, palabra por palabra, el mismo “texto” y lo amenice con los mismos chistes. Algo que al público (o a sus grupis) parece no molestar, ya que todo eso no quita que tenga razón, que sus análisis de la situación financiera que estamos atravesando sean del todo acertados y que sus amplios conocimientos en este campo hagan de él un interlocutor imprescindible aquí en Cataluña.

Quiero recordar aquella tarde porque, esta vez, Oliveres, con la artesanía de quien está acostumbrado a enfrentarse a un público entregado y sabe medir los tiempos y pulsar el ánimo de su auditorio, introdujo de forma un tanto tendenciosa al final de la charla, en el turno abierto de preguntas con el que se daba paso a un debate, una cuestión novedosa a las numerosas charlas y encuentros en los que a lo largo de este año se ha prodigado.

Os ubico un poco, el encuentro tenía lugar en las escalinatas de acceso a la “majestuosa” sede central del BBVA que hay en Plaza Cataluña. Era domingo 13, la noche anterior varios miembros del movimiento 15M habían acampado y hecho suya, como hace un año, la céntrica plaza (una ocupación pactada con el Ayuntamiento, que dio de plazo hasta el día 15 para despejar la plaza). El día amaneció soleado e hizo que las convocatorias, a decenas, que se habían organizado fueran secundadas por cientos de vecinos, simpatizantes, detractores, gente que pasaba por ahí, vendedores ambulantes… La charla de Oliveres, centrada en cuestiones económicas, había sido programada en el único lugar de la plaza donde, a esa hora, las cinco de la tarde, protegía la sombra de los casi 35º que teníamos de media por aquellos días en Barcelona; era un lugar simbólico (la sede central en Barcelona de uno de los mayores bancos del país), con un ponente de renombre, aunque intuyo que esa sombra de la que os hablo tuvo mucho que ver para que casi un millar de personas decidieran asistir a esa hora a una charla sobre macroeconomía en un día de resaca como aquél (eso y la Ley de Atracción de la Muchedumbre).

Llegados al final de la charla, después de que un universitario apasionado, que previamente había hecho de maestro de ceremonias, diera paso al turno abierto de preguntas, Oliveres tomó otra vez el micrófono como solamente él sabe hacer y pidió orientar el debate siguiente en torno al futuro del euro. Quienes hayan participado en algún evento masivo de estas características organizado desde del 15M pueden hacerse una idea de lo que sucedió: tras unos inagotables segundos en los que todos agachamos la cabeza o decidimos que debíamos fijar nuestra vista en algún punto lejano en la plaza al que, hasta el momento, no le habíamos prestado la suficiente atención, y llegados al momento en el que unos y otros nos miramos con caras de circunstancia, comenzaron las intervenciones. El primero en hablar fue un tipo de mediana edad y estética okupa que, tambaleándose con una cerveza en la mano, agarró el micrófono para decir con voz ronca “yo… soy marxista” (reproduzco con puntos suspensivos el espacio de tiempo dejado entre el sujeto y el predicado de la frase tal y como llegó a mis oídos), dicho lo cual devolvió el micrófono al joven universitario que sonrojado buscaba una esquina donde esconderse o alguien dispuesto a tomar el micrófono con la intención de continuar con la línea de debate abierta por Oliveres. Hubo suerte, una chica que conozco, estudiante de economía, completamente azorada ante un público tan variopinto y numeroso, dijo… pues eso: que era estudiante de económicas y que no tenía claro cuál debía ser el futuro del euro o si, de alguna forma, el euro había traído algo bueno.

Terminada su intervención todos volvimos a mirarnos a las caras, más de uno hubiera querido decir algo, pero también intuíamos, al menos yo, que los derroteros a que Oliveres había reconducido el debate estaban más que cercados y que, en caso de intervención, el debate dejaría de ser un debate y se transformaría en una disputa ante un interlocutor contra el que no teníamos nada que hacer y sí mucho que perder. Dicho y hecho, Oliveres, con cierto desdén, que no sé si muchos pudieron apreciar, volvió a tomar la palabra y de forma escueta, con un catalán imposible, dijo algo así como que jamás tendríamos que haber aceptado una moneda única dentro de una unión de países con economías y regímenes fiscales diferentes, que esto era lo que nos estaba llevando a la ruina y que la UE lo mejor que podía hacer era disolverse.

Volvía a casa con unos compañeros de la asamblea de barrio y daba vueltas a las últimas palabras de Oliveres. Todos, a estas alturas, o al menos muchos de nosotros, hemos llegado a la conclusión de que la unión económica ha de ser disuelta sin demora para que cada país pueda afrontar algún tipo de futuro digno según su propia coyuntura, puesto que no existe ninguna intención de cooperación por parte de determinados estados de la Unión, temerosamente sumisos a otros intereses. Pero me negaba, quizá porque yo sí, al menos, albergo ese sentimiento de pertenencia o identidad, a admitir la disolución de Europa, sea lo que quiera que sea ser europeo.

Durante estas semanas no he dejado de pensar en ello y, releyendo un artículo firmado por Francisco Jarauta en 2010 (“El futuro de Europa”*), me he animado a mí mismo a escribir esta entrada, quizá como forma autocomplaciente de convencerme a mí mismo de que sí existe algo así como un espíritu europeo que, de forma estratégica, aún tiene mucho que decir ante los nuevos acontecimientos, quizá porque es mi propia identidad la que está en juego.

La realidad es que Grecia, nuestra idealizada cuna, a la que hoy dejamos desasistida y a su suerte, mientras unos miran para otro lado y otros nos lamemos displicentes, pero incapaces de dar un golpe en la mesa, las heridas, no sólo construyó esta Europa geográfica que hoy en día conocemos, sino que dio a la Historia un modelo de pensamiento y un sistema de formas arcaico sobre el cual, mejor o peor, con mayor o menor suerte, con todas sus taras, ha sido construida la identidad que puso a Europa como garante o epicentro de la cultura occidental.

Durante siglos así fue, la Historia tuvo un único centro de protagonismo y fue escrita a la medida y voluntad de una cultura que se laureó a sí misma como modelo central y único garante de universalidad. Fue el Proyecto Ilustrado traído por la Modernidad el que dio lugar a una primera experiencia de Globalización e impuso un único sistema de formas universalizado, oteando en el horizonte, ante la variabilidad cultural a que se enfrentaban los colonizadores; constituyéndose a sí misma, en palabras de Francisco Jarauta, en “centro del saber, del nombrar y del interpretar, [como unidad] de poder y dominio”. Así es como fue sucediéndose cualquier experiencia colonial: imponiendo un único modelo que haría de Occidente la cultura dominante de un mapamundi que, conforme pasaba el tiempo, parecía estrecharse. Pero este modelo entra en crisis tras la I Gran Guerra y, aunque durante el periodo de entreguerras, muchos fueron quienes trataron de re-instaurar la hegemonía europea re-pensando nuestra identidad, tras el segundo intento de matarnos entre todos, finalizada la II Gran Guerra, cunde el pesimismo entre todos aquellos intelectuales o artistas que trataron, quizá en vano, de evitar que el viejo navío zozobrara y de recomponer lo que Valéry llamó l’esprit de l’Europe.

La vieja Europa, enfrentada a sus propios traumas, que como viejos fantasmas se apropiaban de la mansión, dividida en bloques, endeudada con los vencedores, un excéntrico campo abonado al resentimiento, incapaz de cerrar sus propias heridas que, como los cascotes precipitados de sus más afamados símbolos, hacían mella en sus calles mientras se anunciaba una epidemia de hambre y miseria que duraría dos décadas, sufre una grave crisis de identidad que afecta a todos los campos del conocimiento y que tuvo una profunda repercusión en el marco político y geoestratégico mundial.

Éste fue el nuevo horizonte neoliberal que ha terminado por imponerse y ante el que los esfuerzos de Europa por mantener cierto espíritu heredado de la Revolución francesa y del Proyecto Ilustrado, dando lugar a lo que hasta hace un par de años llamábamos el “estado del bienestar” y esas clases medias, que, por momentos, hicieron enorgullecer a la Socialdemocracia europea, hoy en día ha entrado una vez más, y parece que por siempre, en crisis.

Desde el inicio de la Unión, tras toda la retórica ilustrada y post-revolucionaria con que disfrazaron la forma en que Europa, tratado tras tratado, claudicaba y perdía su hegemonía ante el Nuevo Orden mundial, el viejo continente siempre ha centrado todos los debates en torno a cuestiones domésticas (económicas, políticas y sociales), muchas veces demorando hasta el exceso su ampliación territorial y la inclusión de muchas de aquellas naciones que por historia y tradición participaban de ese sentimiento de identidad, y casi siempre dejando a un lado la reflexión del papel que debía asumir dentro del Nuevo Régimen, acrecentando, aun más si cabe, esta pérdida de hegemonía en un marco geopolítico globalizado.

“Pocas épocas como la nuestra se han visto sometidas a procesos de transformación tan profundos y acelerados que afectan por igual a sus estructuras económicas, políticas, sociales y culturales […] un nuevo orden mundial que ha transformado cualitativamente el sistema de poder heredado de la Segunda Guerra Mundial.”

Así describe Francisco Jarauta el contexto previo a la crisis sistémica que hoy nos afecta y que ha sido su detonante. Este Nuevo Orden mundial al que se enfrentaba Europa no hace mucho, digamos, hace cinco años, había dado lugar a una seria y preocupante transformación de lo político, principalmente a la transformación del “espacio” político clásico. Los estados-nación se habían visto superados (hoy es más que evidente) por instancias de poder supraestatales, y las decisiones políticas, aquellas conflictos de interés que sólo podían ser dirimidos en un espacio político (con todo lo que esto conlleva), estaban siendo sustituidas (y supeditadas) por la nueva lógica de intereses creados en torno a agentes económicos y financieros. Se trataba, como vemos, como estamos viendo hoy, de un Mundo gestionado por un sistema de intereses ajeno por completo a cualquier horizonte histórico o al bien común.

¿Por qué sufre así Europa? ¿Por qué el espíritu europeo se ve impotente e incapaz de dar un golpe en la mesa y se deja llevar por un juego de intereses que nos conducen a la barbarie?; dejando a un lado el hecho de que, una vez más, sean los de siempre los que, parece, nos van a abocar a una nueva guerra, como si a los europeos nos encantara, de forma cíclica, matarnos los unos a los otros, como una cita inexcusable con la historia, como un campeonato continental de un deporte que, de vez en cuando, todos también practicamos en nuestras casas, como hacen las culturas mediterráneas en la noche de san Juan, obligadas a arrojar a la hoguera, a las llamas, las cargas de todo el año, como forma de purificación para recomenzar una nueva vida.

La razón de todo esto se halla en una paradoja de la que los europeos no hemos sido del todo conscientes, resultado de habernos engañado a nosotros mismos. Superada la II Gran Guerra, Europa entera queda en deuda con EE UU y durante años vive periodos de escasez y miseria. Su prosperidad económica ha sido reciente; no olvidemos que hasta hace tres décadas, Alemania no había sido reunificada y que su actual apogeo económico comienza cuando termina de pagar sus deudas, como país vencido, a los vencedores. Durante la construcción de la Unión, debido al lugar estratégico que ocupaba como frontera de los dos bloques, le fueron concedidos unos privilegios que hicieron valer cada vez que un nuevo tratado era rubricado… Los factores por los que Europa fue configurada como lo fue durante la segunda mitad del siglo xx son múltiples y muy complejos, de modo que podemos ahorrarnos el reparto de poder dentro de la misma Unión. Lo importante, lo que quisiera destacar, fue el resultado: de todas estas concesiones, la consecuencia fue, en palabras de Jacques Le Goff, una unión con un “fuerte poder económico” y un “débil poder político” en un marco global donde los poderes financieros supranacionales, regido por su propia lógica de intereses, han secuestrado la potestad decisoria que anteriormente tan solo era facultativa de los estados-nación mediante imperfectos e insuficientes, pero más dignos, sistemas de representación. Esta paradoja es ahora a la que se enfrentan todos los estados-nación del planeta.

Son muchos quienes abogan (Francisco Jarauta cita varias alternativas y autores) por un cosmopolitismo de orientación kantiana capaz de reinstaurar lo político, amparado en nuevos espacios jurídicos e institucionales, dentro de este des-concierto post o supranacional. Y quizá, entre todo lo que se está escuchando últimamente, sea la salida más digna, puesto que la otra alternativa es la barbarie, el horror de dejarnos guiar hacia el abismo sin más orientación que unos intereses particulares carentes de toda legitimidad para enfocar el futuro de toda una especie.

Escribo esto a pocos días de la posibilidad de que Grecia decida abandonar la Unión (pese a las presiones y el intento de influir, con el miedo, por parte de la Troika, en los próximos resultados electorales que se celebrarán dentro de dos días) o de que la inviten a marcharse, de que sean los bárbaros quienes se apoderen de Europa en nombre de la civilización y la legalidad, en nombre de Europa.

Desconozco cuál será o deba ser el futuro de Europa, y mi ansiedad jamás ha mirado a la capacidad de influencia que ésta pueda llegar a tener en ese futuro desde un punto de vista geopolítico. Lo cierto es que pintan bastos. Lo cierto es que, tras Grecia, todas las culturas del Mediterráneo, las mismas que dieron un día nombre y cara al continente, pueden verse dejadas a su suerte, excluidas de su propia identidad, expulsadas de su propia casa. Lo cierto es que, tras todas las reclamaciones, de orientación ilustrada, que exigen la constitución de Nuevo Orden legal internacional capaz de restaurar lo político en un nuevo espacio supranacional, la ciudadanía está exigiendo como alternativa todo lo contrario: capacidad directa de decisión sobre aquellos asuntos que les incumben; capacidad de autogestionar los recursos y una radical descentralización del espacio político.

El debate que Oliveres propuso (¿Europa o no Europa?), creo, trataba de ocultar el auténtico debate: ¿qué Europa?

En todo esto pensaba hace unos días de vuelta a casa tras la charla de Arcadi Oliveres. Pensaba en que Europa se merecía a sí misma, en que valía la pena y en que Europa como proyecto debía ir mucho más allá de una unión económica, de un club exclusivo de amigos ricos al que solamente pueden pertenecer aquellos que han pagado puntualmente sus deudas. Pensaba que el Proyecto Ilustrado ha dado a su fin por agotamiento, por falta de ideas (además de otras razones más oscuras de las que muchas otras veces os he hablado). Pensaba que la auténtica paradoja no era la de un poder político supeditado a un poder económico; pensaba que la paradoja consistía en que quienes tienen la capacidad y el poder de decisión, quienes detentan el discurso y, por tanto, marcan la frontera de lo común cuando éste se hace sentido, abogan por un cosmopolitismo que restituya lo político más allá de cualquier frontera, cuando la población, todo lo contrario, encabeza de forma legítima la exigencia de encarnar y protagonizar el espacio político prescindiendo de cualquier instancia nacional o supranacional.

Pensaba, en definitiva, en que el mundo, hasta ayer, era muy aburrido y que, de improviso, nuestra generación se ha convertido en espectador e invitado de excepción de esta novela caprichosa y sin fin que es la Historia. Pensaba en una solución, a sabiendas de que los problemas, los acertijos, nunca tienen solución, simplemente se crean o se enuncian. Pensaba en que el futuro se dirimiría en los próximos meses, que probablemente no estaba escrito y que, pese al despotismo y fe ciega con que gobiernos e instancias nos estaban abocando a la miseria, al mismo tiempo tampoco existía la intención de llevarnos al precipicio, al cruce de caminos que suele arrastrar al mamífero a dejarse cazar o luchar hasta la muerte. Pensaba que Plaza Cataluña, una vez más, era una burbuja, y que todos aquellos que pasaban la tarde sentados en las abarrotadas terrazas de Rambla Cataluña ni tan siquiera podían entrever las tribulaciones con que me dejaba llevar y retomaba el camino a casa con cierta apatía. Pensaba, memos mal, que había hecho bien en callarme; que mi timidez ante las masas, en esta ocasión, había sido buena consejera. Pensaba en mi mañana y no veía nada, e incluso pensaba que era demasiado joven para eso y que era una pena. Pensaba también en lo cansado que me encuentro, cuando todo esto no ha hecho más que empezar.


Pensaba en que últimamente todos nos las vemos con sentimientos encontrados.







Barcelona, 15 de junio de 2012




* El artículo de Paco fue publicado por Le Monde diplomatique en diciembre de 2010, nº 182. Desconozco si puede encontrarse en Internet, pero yo tengo un PDF y se lo puedo adjuntar por mail a quien desee leerlo.

viernes, 8 de junio de 2012

Estampas: fundido en Vapor, Hierro y Vidrio




El Parc de la Ciutadella es de los pocos lugares de Barcelona por los que, parece, no pasa el tiempo. Dejando a un lado a los grupos de erasmus borrachos que sestean en sus jardines o a los vecinos que lo frecuentan a menudo –yo mismo, en otra época, viví a dos manzanas de allí y acudía a menudo–, aún guarda para sí cierta nostalgia decimonónica, con sus jardines delimitados por amplios bulevares y arboledas, glorietas, lagos y cascadas, y esa imagen de recinto ferial con que, observando las fotografías de la época, fue inaugurado.



Cierto es que tanto sus pabellones como el paseo de entrada al recinto, que encabeza un ecléctico Arc del Triomf de ladrillo rojizo, terroso, remachado con cerámicas y piedra labrada, todo el complejo, en definitiva, de la Exposición Universal de 1888 que se levanta en este sector de la ciudad lindante con lo que fue un barrio de pescadores, hoy convertido en pasarela de moda y espacio de juegos y frivolidades para los hijos de la burguesía europea, y la imponente Estació de França, conforma un enclave irreal. Muy al contrario que la sobriedad grisácea de los arcos del triunfo que coronan las grandes avenidas que confluyen en la Corte madrileña, o los entornos del Parque del Retiro y el Palacio Real, cuyo carácter monumental respondía a la necesidad de una época de orgullo imperial que se vanagloriaba objetivamente de sí misma, ajena al mismo tiempo a su propia decadencia anunciada, la construcción de estos espacios en la Ciudad Condal responde al empeño y desquite de una burguesía que trataba de ganar con este tesón un “estatuto” que anulara o encubriera su origen comercial y plebeyo, esa riqueza ganada con el esfuerzo y el sudor que supone adular a quienes te desprecian, congraciarse y arrodillarse para recoger cada moneda y volcar esa frustración en quienes tienes a sueldo, remedando, transfiriendo las maneras observadas, y que desde entonces ha rivalizado con esa otra riqueza usurpada a la fuerza, con las armas o matrimonios de conveniencia, que se enseñoreaba como dominio o derecho de sangre.

Por esta razón se evapora como ensoñación e irrealidad, casi como una cortina tenue de humo: porque sus jardines y bulevares son de miniatura, y porque sus piedras talladas en serie, salidas de cercanas canteras que nunca sobrepasaron los lindes de la provincia, contienden con toda su amalgama con aquellos estilos arquitectónicos observados en sus viajes de negocios y placer a las grandes capitales europeas a las que siempre quisieron emular, escenificando ese carácter de decorado cinematográfico o de cartón-piedra que hoy podemos contemplar, horrorizados, en parques de atracciones o complejos de ocio cuya función consiste en encapsular la experiencia del viajero, eliminando todo aquello que hace del viaje una experiencia.

El gesto es el mismo, y sólo las circunstancias, el aura que el tiempo ha sellado en estas piedras, y la suerte o la pericia de algún artesano anónimo, ingeniero civil o arquitecto relativamente desconocido hacen que estos lugares se yergan de forma más orgullosa y bella, incluso, que aquellos con los que, en su día, quisieron acomplejadamente competir.

La clave de esta belleza se halla en el tiempo recobrado, que nos traslada erigiendo puentes más allá de lo cronológico, entre acontecimientos, lugares y momentos lejanos, distantes entre sí; condensando, en un sola mirada, en un instante eterno encallado en la plenitud de la experiencia, todos los tiempos, todas las épocas, como monumentos erguidos por la Historia y la Memoria. Los complejos de ocio, los mundo de cartón-piedra de nuestra mísera época, anulan el tiempo y el viaje, restringen la experiencia, derogando cualquier exigencia o ímpetu de transformación. Simplemente, nuestros sentidos quedan a merced de una mera transacción económica, de una experiencia consistente en gastar el tiempo, en ocuparlo de cualquier modo conforme a escenarios que no pueden más que responder a nuestras expectativas, que las determinan como cercos para una geografía incógnita. De forma precaria, nuestra experiencia queda empobrecida, administrada y pautada según las normas del mercado y la decencia, restando cualquier resquicio a la Vida por abrirse paso y atravesar nuestra mirada para desfigurar cualquier mirar posterior.

Me detengo frente al L’Hivernacle, uno de las edificaciones modernistas más románticas –en un sentido fuerte, no vulgar– de Barcelona. La obra es del arquitecto Josep Amargós i Samaranch, quien, siguiendo la moda industrial de la época, al estilo del Crystal Palace levantado en Hyde Park para la primera Exposición Universal (Londres, 1851), y contemporánea a la Torre Eiffel (en un principio iba a ser construida en Barcelona en lugar del Arc del Triomf), edificada para la exposición que se celebraría en París un año más tarde, utilizó en su construcción como materiales principales el hierro y el vidrio. Estos mismos materiales de vanguardia serían más tarde los elegidos para la construcción de la bóveda de la Estació de França, a pocos metros de la Ciutadella, unos años más tarde, entrado el nuevo siglo, corroborando el carácter industrial con que Barcelona quiso abrir sus puertas de pleno a la modernidad y al "desarrollo" de los nuevos tiempos.

Crystal Palace (Londres, 1851). Ilustración
El pabellón está compuesto por tres naves, dos laterales completamente cerradas, y una tercera central, de mayor altura y abierta en su parte delantera y trasera. Fue proyectado para cumplir la función de invernadero que acogería la exposición botánica con plantas de origen tropical, cultivadas o traídas expresamente para la exposición y que, a causa de la condiciones climáticas de la Ciudad Condal, no hubieran resistido a la intemperie del recinto ferial.



El paso de los años, el abandono gubernamental y su consecuente deterioro no le han restado belleza; a mi parecer, todo lo contrario, se la han otorgado, proyectando en torno a él un aire romántico. El estado herrumbroso en que se hallaba hasta que el Ayuntamiento decidió invertir una pequeña cantidad para restaurarlo con motivo de su centenario, aunque de manera insuficiente, puesto que se niega a gastar por el momento un solo céntimo para su mantenimiento, hicieron que durante un tiempo, cuando se decidió no renovar la licencia de cafetería que hubo anteriormente, fuera un lugar frecuentado para correrías nocturnas e, incluso, en algunas guías turísticas para viajeros con escasos recursos fuera anunciado como albergue gratuito. A día de hoy, L’Hivernacle, la verja que da paso a su interior, se encuentra cerrada por un candado oxidado, muchas de la vidrieras presentan grietas o están rotas y las plantas que sobreviven en su interior comienzan a disputarse espacio unas a otras, alcanzado sus techos, sobresaliendo por las cristaleras como delgados y retorcidos brazos que luchan por respirar y recuperar su lugar, el lugar que esas cuatro paredes, parece, les arrebataron en un día, diría que lejano.




Detenerse unos minutos bajo la sombra de alguno de los árboles que hay en su entorno o sentado en la pequeña escalinata que da acceso a su interior es un viaje en sí mismo; un viaje a la época industrial, a su tiempo, que rememora aquella fe ciega en el desarrollo y la ciencia, para observar en la distancia, como a través de un espejo, a los que fuimos (nosotros) y ahora son otros, aquellos que en las bellísimas fotografías de época mostraban esa sonrisa bobalicona ante la velocidad vaporosa de los nuevos tiempos, ante la gran fiesta del Hombre; es también un viaje al periodo romántico, como quien deambula melancólico por el escenario de algún cuadro de Friederich, sabedor de nuestra impotencia, quizá, en este caso, no solamente frente a la fuerza de la naturaleza sino frente al destino; un viaje por la historia de esta ciudad, por la historia que hizo de ésta una pequeña gran ciudad, por la historia de otras ciudades que le sirvieron de modelo; un viaje íntimo, también, por mi historia reciente, recordando otro que fui, en otra época, quizá la más feliz de mi vida.

Caspar David Friedrich
También los espacios son capaces de concentrar, en su inmensa densidad de sentido, un tiempo pleno, un tiempo que atraviesa otros tiempos, que nos transporta a otros espacios y que nutre nuestra mirada para embellecer lo que siempre quiso ser bello sin advertir que así lo fue.


Los trenes que arriban a la Estació de França ya no emiten vapores que ascienden, hasta diluirse, en la atmósfera; el plástico ha sustituido al hierro y las ventanas de doble cristal nos aíslan del exterior en vez de dejar traspasar la luz que antes entibiaba las alcobas. Las miradas ya no ven, sólo se dejan llevar. A veces te preguntas, cuando paseas o te dejas caer por los jardines de la Ciutadella, si aún queda alguien que, al atravesar este parque, sufra similar transformación. Quieres pensar que sí, que cualquiera de ellos no haya venido simplemente a pasar la tarde; quieres pensar que alguien, ya sabes, alguna vez ha vuelto a pasar su dedo para arrastrar el polvo de ese vidrio y volver a asomarse al pasado. Por qué no.