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sábado, 16 de junio de 2012

Ευρώπη (Europa)


Hace poco más de un mes asistía a una charla-encuentro organizada con motivo del aniversario del 15 de mayo en Barcelona e impartida por el economista Arcadi Oliveres. Oliveres se ha convertido en una especie de estrella mediática para los asamblearios, lo adoran y adulan como a una estrella del rock, pese a que casi siempre repita, palabra por palabra, el mismo “texto” y lo amenice con los mismos chistes. Algo que al público (o a sus grupis) parece no molestar, ya que todo eso no quita que tenga razón, que sus análisis de la situación financiera que estamos atravesando sean del todo acertados y que sus amplios conocimientos en este campo hagan de él un interlocutor imprescindible aquí en Cataluña.

Quiero recordar aquella tarde porque, esta vez, Oliveres, con la artesanía de quien está acostumbrado a enfrentarse a un público entregado y sabe medir los tiempos y pulsar el ánimo de su auditorio, introdujo de forma un tanto tendenciosa al final de la charla, en el turno abierto de preguntas con el que se daba paso a un debate, una cuestión novedosa a las numerosas charlas y encuentros en los que a lo largo de este año se ha prodigado.

Os ubico un poco, el encuentro tenía lugar en las escalinatas de acceso a la “majestuosa” sede central del BBVA que hay en Plaza Cataluña. Era domingo 13, la noche anterior varios miembros del movimiento 15M habían acampado y hecho suya, como hace un año, la céntrica plaza (una ocupación pactada con el Ayuntamiento, que dio de plazo hasta el día 15 para despejar la plaza). El día amaneció soleado e hizo que las convocatorias, a decenas, que se habían organizado fueran secundadas por cientos de vecinos, simpatizantes, detractores, gente que pasaba por ahí, vendedores ambulantes… La charla de Oliveres, centrada en cuestiones económicas, había sido programada en el único lugar de la plaza donde, a esa hora, las cinco de la tarde, protegía la sombra de los casi 35º que teníamos de media por aquellos días en Barcelona; era un lugar simbólico (la sede central en Barcelona de uno de los mayores bancos del país), con un ponente de renombre, aunque intuyo que esa sombra de la que os hablo tuvo mucho que ver para que casi un millar de personas decidieran asistir a esa hora a una charla sobre macroeconomía en un día de resaca como aquél (eso y la Ley de Atracción de la Muchedumbre).

Llegados al final de la charla, después de que un universitario apasionado, que previamente había hecho de maestro de ceremonias, diera paso al turno abierto de preguntas, Oliveres tomó otra vez el micrófono como solamente él sabe hacer y pidió orientar el debate siguiente en torno al futuro del euro. Quienes hayan participado en algún evento masivo de estas características organizado desde del 15M pueden hacerse una idea de lo que sucedió: tras unos inagotables segundos en los que todos agachamos la cabeza o decidimos que debíamos fijar nuestra vista en algún punto lejano en la plaza al que, hasta el momento, no le habíamos prestado la suficiente atención, y llegados al momento en el que unos y otros nos miramos con caras de circunstancia, comenzaron las intervenciones. El primero en hablar fue un tipo de mediana edad y estética okupa que, tambaleándose con una cerveza en la mano, agarró el micrófono para decir con voz ronca “yo… soy marxista” (reproduzco con puntos suspensivos el espacio de tiempo dejado entre el sujeto y el predicado de la frase tal y como llegó a mis oídos), dicho lo cual devolvió el micrófono al joven universitario que sonrojado buscaba una esquina donde esconderse o alguien dispuesto a tomar el micrófono con la intención de continuar con la línea de debate abierta por Oliveres. Hubo suerte, una chica que conozco, estudiante de economía, completamente azorada ante un público tan variopinto y numeroso, dijo… pues eso: que era estudiante de económicas y que no tenía claro cuál debía ser el futuro del euro o si, de alguna forma, el euro había traído algo bueno.

Terminada su intervención todos volvimos a mirarnos a las caras, más de uno hubiera querido decir algo, pero también intuíamos, al menos yo, que los derroteros a que Oliveres había reconducido el debate estaban más que cercados y que, en caso de intervención, el debate dejaría de ser un debate y se transformaría en una disputa ante un interlocutor contra el que no teníamos nada que hacer y sí mucho que perder. Dicho y hecho, Oliveres, con cierto desdén, que no sé si muchos pudieron apreciar, volvió a tomar la palabra y de forma escueta, con un catalán imposible, dijo algo así como que jamás tendríamos que haber aceptado una moneda única dentro de una unión de países con economías y regímenes fiscales diferentes, que esto era lo que nos estaba llevando a la ruina y que la UE lo mejor que podía hacer era disolverse.

Volvía a casa con unos compañeros de la asamblea de barrio y daba vueltas a las últimas palabras de Oliveres. Todos, a estas alturas, o al menos muchos de nosotros, hemos llegado a la conclusión de que la unión económica ha de ser disuelta sin demora para que cada país pueda afrontar algún tipo de futuro digno según su propia coyuntura, puesto que no existe ninguna intención de cooperación por parte de determinados estados de la Unión, temerosamente sumisos a otros intereses. Pero me negaba, quizá porque yo sí, al menos, albergo ese sentimiento de pertenencia o identidad, a admitir la disolución de Europa, sea lo que quiera que sea ser europeo.

Durante estas semanas no he dejado de pensar en ello y, releyendo un artículo firmado por Francisco Jarauta en 2010 (“El futuro de Europa”*), me he animado a mí mismo a escribir esta entrada, quizá como forma autocomplaciente de convencerme a mí mismo de que sí existe algo así como un espíritu europeo que, de forma estratégica, aún tiene mucho que decir ante los nuevos acontecimientos, quizá porque es mi propia identidad la que está en juego.

La realidad es que Grecia, nuestra idealizada cuna, a la que hoy dejamos desasistida y a su suerte, mientras unos miran para otro lado y otros nos lamemos displicentes, pero incapaces de dar un golpe en la mesa, las heridas, no sólo construyó esta Europa geográfica que hoy en día conocemos, sino que dio a la Historia un modelo de pensamiento y un sistema de formas arcaico sobre el cual, mejor o peor, con mayor o menor suerte, con todas sus taras, ha sido construida la identidad que puso a Europa como garante o epicentro de la cultura occidental.

Durante siglos así fue, la Historia tuvo un único centro de protagonismo y fue escrita a la medida y voluntad de una cultura que se laureó a sí misma como modelo central y único garante de universalidad. Fue el Proyecto Ilustrado traído por la Modernidad el que dio lugar a una primera experiencia de Globalización e impuso un único sistema de formas universalizado, oteando en el horizonte, ante la variabilidad cultural a que se enfrentaban los colonizadores; constituyéndose a sí misma, en palabras de Francisco Jarauta, en “centro del saber, del nombrar y del interpretar, [como unidad] de poder y dominio”. Así es como fue sucediéndose cualquier experiencia colonial: imponiendo un único modelo que haría de Occidente la cultura dominante de un mapamundi que, conforme pasaba el tiempo, parecía estrecharse. Pero este modelo entra en crisis tras la I Gran Guerra y, aunque durante el periodo de entreguerras, muchos fueron quienes trataron de re-instaurar la hegemonía europea re-pensando nuestra identidad, tras el segundo intento de matarnos entre todos, finalizada la II Gran Guerra, cunde el pesimismo entre todos aquellos intelectuales o artistas que trataron, quizá en vano, de evitar que el viejo navío zozobrara y de recomponer lo que Valéry llamó l’esprit de l’Europe.

La vieja Europa, enfrentada a sus propios traumas, que como viejos fantasmas se apropiaban de la mansión, dividida en bloques, endeudada con los vencedores, un excéntrico campo abonado al resentimiento, incapaz de cerrar sus propias heridas que, como los cascotes precipitados de sus más afamados símbolos, hacían mella en sus calles mientras se anunciaba una epidemia de hambre y miseria que duraría dos décadas, sufre una grave crisis de identidad que afecta a todos los campos del conocimiento y que tuvo una profunda repercusión en el marco político y geoestratégico mundial.

Éste fue el nuevo horizonte neoliberal que ha terminado por imponerse y ante el que los esfuerzos de Europa por mantener cierto espíritu heredado de la Revolución francesa y del Proyecto Ilustrado, dando lugar a lo que hasta hace un par de años llamábamos el “estado del bienestar” y esas clases medias, que, por momentos, hicieron enorgullecer a la Socialdemocracia europea, hoy en día ha entrado una vez más, y parece que por siempre, en crisis.

Desde el inicio de la Unión, tras toda la retórica ilustrada y post-revolucionaria con que disfrazaron la forma en que Europa, tratado tras tratado, claudicaba y perdía su hegemonía ante el Nuevo Orden mundial, el viejo continente siempre ha centrado todos los debates en torno a cuestiones domésticas (económicas, políticas y sociales), muchas veces demorando hasta el exceso su ampliación territorial y la inclusión de muchas de aquellas naciones que por historia y tradición participaban de ese sentimiento de identidad, y casi siempre dejando a un lado la reflexión del papel que debía asumir dentro del Nuevo Régimen, acrecentando, aun más si cabe, esta pérdida de hegemonía en un marco geopolítico globalizado.

“Pocas épocas como la nuestra se han visto sometidas a procesos de transformación tan profundos y acelerados que afectan por igual a sus estructuras económicas, políticas, sociales y culturales […] un nuevo orden mundial que ha transformado cualitativamente el sistema de poder heredado de la Segunda Guerra Mundial.”

Así describe Francisco Jarauta el contexto previo a la crisis sistémica que hoy nos afecta y que ha sido su detonante. Este Nuevo Orden mundial al que se enfrentaba Europa no hace mucho, digamos, hace cinco años, había dado lugar a una seria y preocupante transformación de lo político, principalmente a la transformación del “espacio” político clásico. Los estados-nación se habían visto superados (hoy es más que evidente) por instancias de poder supraestatales, y las decisiones políticas, aquellas conflictos de interés que sólo podían ser dirimidos en un espacio político (con todo lo que esto conlleva), estaban siendo sustituidas (y supeditadas) por la nueva lógica de intereses creados en torno a agentes económicos y financieros. Se trataba, como vemos, como estamos viendo hoy, de un Mundo gestionado por un sistema de intereses ajeno por completo a cualquier horizonte histórico o al bien común.

¿Por qué sufre así Europa? ¿Por qué el espíritu europeo se ve impotente e incapaz de dar un golpe en la mesa y se deja llevar por un juego de intereses que nos conducen a la barbarie?; dejando a un lado el hecho de que, una vez más, sean los de siempre los que, parece, nos van a abocar a una nueva guerra, como si a los europeos nos encantara, de forma cíclica, matarnos los unos a los otros, como una cita inexcusable con la historia, como un campeonato continental de un deporte que, de vez en cuando, todos también practicamos en nuestras casas, como hacen las culturas mediterráneas en la noche de san Juan, obligadas a arrojar a la hoguera, a las llamas, las cargas de todo el año, como forma de purificación para recomenzar una nueva vida.

La razón de todo esto se halla en una paradoja de la que los europeos no hemos sido del todo conscientes, resultado de habernos engañado a nosotros mismos. Superada la II Gran Guerra, Europa entera queda en deuda con EE UU y durante años vive periodos de escasez y miseria. Su prosperidad económica ha sido reciente; no olvidemos que hasta hace tres décadas, Alemania no había sido reunificada y que su actual apogeo económico comienza cuando termina de pagar sus deudas, como país vencido, a los vencedores. Durante la construcción de la Unión, debido al lugar estratégico que ocupaba como frontera de los dos bloques, le fueron concedidos unos privilegios que hicieron valer cada vez que un nuevo tratado era rubricado… Los factores por los que Europa fue configurada como lo fue durante la segunda mitad del siglo xx son múltiples y muy complejos, de modo que podemos ahorrarnos el reparto de poder dentro de la misma Unión. Lo importante, lo que quisiera destacar, fue el resultado: de todas estas concesiones, la consecuencia fue, en palabras de Jacques Le Goff, una unión con un “fuerte poder económico” y un “débil poder político” en un marco global donde los poderes financieros supranacionales, regido por su propia lógica de intereses, han secuestrado la potestad decisoria que anteriormente tan solo era facultativa de los estados-nación mediante imperfectos e insuficientes, pero más dignos, sistemas de representación. Esta paradoja es ahora a la que se enfrentan todos los estados-nación del planeta.

Son muchos quienes abogan (Francisco Jarauta cita varias alternativas y autores) por un cosmopolitismo de orientación kantiana capaz de reinstaurar lo político, amparado en nuevos espacios jurídicos e institucionales, dentro de este des-concierto post o supranacional. Y quizá, entre todo lo que se está escuchando últimamente, sea la salida más digna, puesto que la otra alternativa es la barbarie, el horror de dejarnos guiar hacia el abismo sin más orientación que unos intereses particulares carentes de toda legitimidad para enfocar el futuro de toda una especie.

Escribo esto a pocos días de la posibilidad de que Grecia decida abandonar la Unión (pese a las presiones y el intento de influir, con el miedo, por parte de la Troika, en los próximos resultados electorales que se celebrarán dentro de dos días) o de que la inviten a marcharse, de que sean los bárbaros quienes se apoderen de Europa en nombre de la civilización y la legalidad, en nombre de Europa.

Desconozco cuál será o deba ser el futuro de Europa, y mi ansiedad jamás ha mirado a la capacidad de influencia que ésta pueda llegar a tener en ese futuro desde un punto de vista geopolítico. Lo cierto es que pintan bastos. Lo cierto es que, tras Grecia, todas las culturas del Mediterráneo, las mismas que dieron un día nombre y cara al continente, pueden verse dejadas a su suerte, excluidas de su propia identidad, expulsadas de su propia casa. Lo cierto es que, tras todas las reclamaciones, de orientación ilustrada, que exigen la constitución de Nuevo Orden legal internacional capaz de restaurar lo político en un nuevo espacio supranacional, la ciudadanía está exigiendo como alternativa todo lo contrario: capacidad directa de decisión sobre aquellos asuntos que les incumben; capacidad de autogestionar los recursos y una radical descentralización del espacio político.

El debate que Oliveres propuso (¿Europa o no Europa?), creo, trataba de ocultar el auténtico debate: ¿qué Europa?

En todo esto pensaba hace unos días de vuelta a casa tras la charla de Arcadi Oliveres. Pensaba en que Europa se merecía a sí misma, en que valía la pena y en que Europa como proyecto debía ir mucho más allá de una unión económica, de un club exclusivo de amigos ricos al que solamente pueden pertenecer aquellos que han pagado puntualmente sus deudas. Pensaba que el Proyecto Ilustrado ha dado a su fin por agotamiento, por falta de ideas (además de otras razones más oscuras de las que muchas otras veces os he hablado). Pensaba que la auténtica paradoja no era la de un poder político supeditado a un poder económico; pensaba que la paradoja consistía en que quienes tienen la capacidad y el poder de decisión, quienes detentan el discurso y, por tanto, marcan la frontera de lo común cuando éste se hace sentido, abogan por un cosmopolitismo que restituya lo político más allá de cualquier frontera, cuando la población, todo lo contrario, encabeza de forma legítima la exigencia de encarnar y protagonizar el espacio político prescindiendo de cualquier instancia nacional o supranacional.

Pensaba, en definitiva, en que el mundo, hasta ayer, era muy aburrido y que, de improviso, nuestra generación se ha convertido en espectador e invitado de excepción de esta novela caprichosa y sin fin que es la Historia. Pensaba en una solución, a sabiendas de que los problemas, los acertijos, nunca tienen solución, simplemente se crean o se enuncian. Pensaba en que el futuro se dirimiría en los próximos meses, que probablemente no estaba escrito y que, pese al despotismo y fe ciega con que gobiernos e instancias nos estaban abocando a la miseria, al mismo tiempo tampoco existía la intención de llevarnos al precipicio, al cruce de caminos que suele arrastrar al mamífero a dejarse cazar o luchar hasta la muerte. Pensaba que Plaza Cataluña, una vez más, era una burbuja, y que todos aquellos que pasaban la tarde sentados en las abarrotadas terrazas de Rambla Cataluña ni tan siquiera podían entrever las tribulaciones con que me dejaba llevar y retomaba el camino a casa con cierta apatía. Pensaba, memos mal, que había hecho bien en callarme; que mi timidez ante las masas, en esta ocasión, había sido buena consejera. Pensaba en mi mañana y no veía nada, e incluso pensaba que era demasiado joven para eso y que era una pena. Pensaba también en lo cansado que me encuentro, cuando todo esto no ha hecho más que empezar.


Pensaba en que últimamente todos nos las vemos con sentimientos encontrados.







Barcelona, 15 de junio de 2012




* El artículo de Paco fue publicado por Le Monde diplomatique en diciembre de 2010, nº 182. Desconozco si puede encontrarse en Internet, pero yo tengo un PDF y se lo puedo adjuntar por mail a quien desee leerlo.

miércoles, 10 de agosto de 2011

Acuse de recibo


(En respuesta al comentario publicado en la anterior entrada.)


Estoy de acuerdo con muchas de las observaciones tratadas en el artículo que me recomienda [http://manueldelgadoruiz.blogspot.com/2011/08/fundamentalismo-democratico-del-15m-y.html], no con todas, y, aunque no es mi especialidad, conozco algunos detalles teóricos e históricos surgidos en el contexto de las guerras de religión que apunta su autor (en el caso concreto de Savonarola, lo estuve estudiando para mi Montaigne).


Con todo, antes de entrar al trapo, quisiera hacer una observación, una vez más. La Atenas anterior al siglo V a. C. –también la del siglo V a. C.- era una sociedad política y democrática en un sentido muy diferente al que nosotros aplicamos a dichos conceptos. En este periodo, del que nuestras sociedades occidentales se dicen herederas, no existía, en cierto modo, la política como praxis (o al menos no como la entendemos ahora), sino más bien lo político como acontecimiento, estrechamente ligado, a su vez, a un espacio público. De modo que tanto lo político como lo público eran conceptos de semántica indistinguible; aunque hay que destacar que la frontera entre lo público y lo privado no se corresponde con nuestras fronteras contemporáneas. En este contexto pre-platónico, ese espacio público era espacio de la doxa, en el que se intercambiaban pareceres y opiniones (estereotipos), cuya victoria en dicho contexto agonal venía legitimada por la persuasión (retórica) y no por una mayor adecuación de una de las partes con la Idea (lo que sería el sentido platónico de la Verdad) o con las cosas (en un sentido positivo). Cuando Platón denuesta la doxa y la contrapone al concepto clásico de episteme, no sólo está imponiendo un nuevo “método” de pensamiento o constituyendo una nueva episteme (en este caso, mi uso del concepto es moderno), sino que está consolidando una ontología con la que ha de legitimar este método (presupone aquello que quería demostrar, para fundamentarlo, en la demostración; no hace más que esconder una cosa para luego convencerme de que la ha encontrado).


La doxa tenía muchas cualidades: como la dialéctica agonal se dirimía según la fuerza persuasiva/retórica de uno de los contrincantes (o de las opiniones enfrentadas), dicho proceso ponía en evidencia el carácter contingente y retórico de todo lo que es –algo que a un idealista como Platón le sacaba de quicio, escenificando, una vez más, el conflicto abierto en torno al Ser que había enfrentado el poema de Parménides con las observaciones de Heráclito)-, lo que venía a ser un escándalo ontológico o, en palabras de uno de los personajes de la cinta de José Luis Cuerda, Amanece que no es poco, un sindios. Y es precisamente en base a esta otra ontología (relativista) por lo que la doxa era espacio para acuerdos “temporales”, ya que expresiones como “ciencia política” o “filosofía política”, según ésta, se nos presentarían como un oxímoron.


Como bien es sabido, el pensamiento positivo, en base al concepto de “verdad” occidental, ha de ser “adecuado” con las cosas y capaz de llegar a principios universales: atemporales: válidos en todo tiempo y espacio. Es Platón, con su ontología y su epistemología –transmitidas en occidente por la religión cristiana-, quien sienta la bases para que la política occidental asuma esta praxis, se convierta en institución y haya dado constantemente lugar a sistemas de pensamiento cerrados en sí mismos cuya estructura vertical constituía (y constituye) sociedades de tipo totalitario. Curiosamente, esta exaltación del filósofo (aquél capaz de vislumbrar la Verdad, el Ser) como Rey Político (la estructura vertical es evidente) confirma, entonces, la anulación de lo político, que, en su sentido clásico pre-platónico, hacía referencia precisamente a lo contrario: al acontecer de lo variable, del devenir en el ser. En otras palabras: cuando acontece lo político, el filósofo debe callar, a menos que asuma y compadezca como ciudadano, sin aureolas, consciente de que es la Nada, no el Ser, aquello que nos cobija.


Nunca me ha interesado la filosofía política, yo era de quienes entraron en la logia porque pretendía buscar la Verdad (suena enternecedor, ¿verdad?) y dar respuesta a la pregunta fundamental de nuestra especie: ¿Qué es Ser? (que no te engañe el texto de la República, el objeto de la filosofía es éste; “salvar la polis” es una cuestión secundaria, pragmática, de este anhelo inicial. Quizá porque la polis no hay quien la salve, si no nos salvamos primero a nosotros de nosotros mismos, quizá porque la pregunta en torno al Ser nos ha enmudecido, la Filosofía murió el día que Nietzsche encabezó con su fábula uno de sus ensayos más breves: Sobre verdad y mentira en sentido extramoral). De modo que hay que conocerme un poquito para saber que siempre que yo tomo la palabra lo hago como humilde escritor (o escribiente, o poeta, en un sentido heideggeriano o benjaminiano), y que las raras veces que me presento como filósofo, algo que no puedo dejar de ser (lo reconozco), estás ante un presocrático, post-ilustrado, post-moderno… Llámame como quieras.


Dicho todo esto, sin lo cual es imposible comprenderme jamás, quisiera hacer otra observación. Mis queridos amigos los teóricos (¡oh, Julien, acostúmbrate, los filósofos nunca se han llevado bien con los “teóricos de”!) no sé hasta qué punto son conscientes de que el movimiento asambleario que ha surgido (no se sabe por cuánto tiempo) en nuestro país carece de unidad formal o teórica y que los distintos grupos que lo conforman, en muchos casos, sí la tienen, pero no representan al conjunto. En concreto, en este artículo se está criticando principalmente a DRY (también es cierto que critica esta renovada moda New Age, que tanto detesto, como sabes; aunque ésta, dentro del movimiento, tiene un carácter más bien individual, no grupal), pero las taras de un discurso no pueden extenderse por principio a todo un movimiento tan heterogéneo que ni los propios asamblearios se atreven a definir. De hecho, me parece muy interesante que la identidad del movimiento se funde en la cuestión por su identidad. Aunque tampoco hay que retrotraerse a los hugonotes para criticar a DRY. Si lo piensas bien, DRY tiene muchos nexos en común con otro fenómeno mucho más reciente en Europa y que en el caso de España se manifestó en la ideología falangista: ambos son movimientos surgidos en el contexto de una crisis económica, política y social; ambos propugnan una superación de la lucha de clases que, en el caso de DRY –al igual que la Falange, con sus diferencias, claro está,-, parece, propone una especie de democracia directa dentro de una sociedad sin clases de tipo aristocrático (puesto que, como he podido confirmar, muchos de ellos consideran que deben ser técnicos, especialistas en distintas materias, los encargados de administrar las diferentes parcelas del Estado…).


En fin, me repito: carecemos de perspectiva para interpretar lo que está sucediendo y más aún para preveer futuros acontecimientos. Lo único seguro es que ahí fuera, en las plazas, en las calles, se está haciendo historia y se están sucediendo acontecimientos políticos que, a día de hoy, se resisten a ser pensados. Tenemos varias opciones: darnos coscorrones contra la pared; empecinarnos en adecuar la novedad a lo ya conocido a costa de violentar, transfigurando, la realidad para asimilarla a nuestro querer, a nuestra mítica, a nuestros anhelos románticos sobre cómo habrían de sucederse las cosas y a nuestra verdad; o bien, bajar a la plaza y participar, dejar nuestra huella y estampar nuestra firma en este mural que estamos coloreando y que sentará las bases para que nuevas generaciones hagan suya la potestad de que cada generación tenga el derecho inalienable de construir para sí el mundo en el que quiere vivir.


Así pues, trataré, honesta y humildemente de contestar a tus preguntas.


En primer lugar no estoy diciendo que no haya clases sociales, ni todo lo contrario; que nuestra sociedades están repletas de contrastes, y que tras la opulencia nos las vemos, casi siempre, con la miseria que ésta comporta, es algo evidente. Estoy diciendo que el motor de la historia no es la lucha de clases (y lo siento, sobre todo por Hegel), que la historia no tiene sentido (el sentido lo ponemos nosotros), que no es cíclica, ni tampoco lineal. Que la Historia, como la vida, sencillamente se despliega y sólo puede ser pensada a posteriori. Es la exigencia de sentido la que hace del acontecimiento presente una urgencia del pensamiento, y, a su vez, la que ilumina, preñando de sentido, un pasado que se nos escapa, que en sí mismo es hermético (algo de todo esto hay en Benjamin).


En segundo lugar, ningún discurso es neutro, como sabes, aunque sí existen discursos que ponen en evidencia, desnudando, los discursos. Éste no es uno de ellos (tampoco el anterior), pero la “ideología”, por llamarlo de alguna manera, que se intuye detrás suyo sí es contra-discursiva. El principal problema (y su mayor virtud) de la epistemología contemporánea es su paradoja: cómo poner en evidencia el lenguaje si no es mediante el lenguaje; cómo señalar la imbricación entre lenguaje y pensamiento si el discurso metalingüístico (el de un pensamiento que se piensa) que pretende mostrar los procesos de representación no deja de ser en sí mismo un discurso más, una representación como otra cualquiera.


En este sentido, la experiencia contemporánea es necesariamente paradójica y dramática; en este sentido, el malestar en nuestra cultura sobrepasa lo social.


En tercer lugar, ¿puritano? En ningún sentido (el del artículo; menos aún en el habitual, ya lo sabes), pero una estructura horizontal y asamblearia que vuelva a instituir lo político en nuestra sociedades es una necesidad de nuestro tiempo, no un reclamo, al menos por mi parte, estético u ontológico de lo que ha de ser la democracia (interpretarlo así, es no haber comprendido nada de la primera parte de esta entrada que comienza a adquirir tintes barrocos a estas alturas). Un idealista es alguien convencido de la posibilidad de adquirir, y de la legitimidad y “verdad” de, ciertos principios cuya consistencia ontológica los hace irrefutables; y se convierte en un moralista cuando, además, exige que éstos sean los que han de regir la experiencia (lo que es habitual). En este sentido, un moralista es un idealista consecuente.


Yo seré muchas cosas, pero no soy un moralista. Precisamente, aquello que más me irrita del idealismo propio de nuestros sistemas de pensamiento es su moralismo. Y es, precisamente, esa in-moralidad de la que parto la que me arrastra, en este caso, a una exaltación del individuo contemporáneo (lo que no deja de ser una variante privada del vitalismo existencialista), del sujeto occidental, que es esencialmente burgués, en un sentido no marxista. Incluso el pensamiento contra-individualista moderno y contemporáneo es un pensamiento burgués; todas las formas de nuestra cultura contemporánea, junto con sus instituciones, son formas de la cultura burguesa (también el arte). La misma lectura silenciosa que acompaña a las ansias desinteresadas de conocimiento, el disfrute intelectual o estético que experimenta el sujeto cuya mirada ha sido formada para el “consumo” de la obra artística… ¡No hay estampas más burguesas e individualistas que éstas!


Considero que la experiencia epistémica de la individualidad es, a día de hoy, irrenunciable, por muy histórica que sea. El sujeto occidental no puede, epistemológicamente, a día de hoy, desubjetivarse en la tribu; ha podido, y todo ello en base a su subjetividad constantemente mirada mediante introspección, fragmentarse, disolver la subjetividad; pero este acto, esta experiencia fundamentalmente dramática para él, ha aumentado aún más su comprensión de la individualidad, de la temporalidad, del carácter irrepetible del acontecimiento del Yo.


Yo soy un tipo solitario, lo sabes, pero que aborrezca las masas no quiere decir que aborrezca a la gente ( a mí, como a aquél: me encantan las personas –algunas más que otras, es cierto-, pero de una en una). Estimo que cualquier individualidad es fundamentalmente mucho más valiosa y digna, en términos ontológicos y estéticos, que el mejor de todos los sistemas pensados; de igual modo que una mirada o una puesta de sol frente a cualquier tipo de mímesis representacional. Adoro las cosas y desprecio los conceptos, puesto que, aunque sin ellos no hay quien se haga entender, yo sólo aspiro a ganar la comprensión, del mundo, de mí mismo y de los otros (sobretodo a quienes quiero), y rubrico la cita de Arendt: yo no tengo por qué amar a priori a la humanidad, amo a mis amigos. Mi humanismo, como lo llama (ya he dicho arriba que si de poner conceptos sobre la mesa se trata, prefiero el del vitalismo existencialista), no tiene nada que ver con la moral o la ética, sino con la estética (de profunda admiración, cuando no embelesamiento –rara vez, es cierto-, al encontrarme con otras mónadas como ésta que dice “yo”); o mejor dicho, de quien es coherente con la identidad irrefutable entre ética y estética.


Vuelvo a repetirlo, y termino, por fin: cualquier tratamiento positivo de la sociedad nos conduce a la barbarie, el concepto político occidental se fundamenta en el oxímoron de que lo político puede ser pensado y proyectado según criterios o principios universales, cuando lo político es el espacio del devenir en las relaciones humanas, y los grandes sistemas de pensamiento político han sido construidos de forma dialéctica unos contra otros y guardan su lógica y verdad dentro del sistema de pensamiento que los pergeña en función de una concepción ontológica del mundo que hoy ya es insostenible por cualquier disciplina crítica del conocimiento. Lo interesante del movimiento surgido en España no es el “contenido” político o teórico de sus propuestas (y puedo asegurar que es gente muy lúcida, esté o no de acuerdo con ellos, la que está llevando a cabo esas propuestas), sino la “forma”, la manera de hacer, la renovada actitud política dentro del espacio público. ¡Es el cómo, no el qué!


Ya sé que esto a más de uno le parecerá un sindios, que no podemos dejar el destino de la polis en manos de la masa (gritarán los aspirantes a salvar la polis alzando el cetro que los distingue como Reyes Filósofos), pero es que nadie dijo que la vida ha de ser fácil, tampoco que hubiera de tener algún parecido con nuestras expectativas. Con todo, prefiero la doxa al despotismo, y no hablo de verdad, sencillamente me parece más sana. Yo no participo en las asambleas, sólo me siento a escuchar y apoyo con mi presencia las acciones con las que estoy de acuerdo y a las que puedo asistir, pero alguien, desde una esfera no política, ha de romper una lanza por ellos. Qué nos hace pensar que ellos no pueden darnos una lección, que no podemos aprender nada ellos… Será el tiempo el que dé respuestas a algunas cuestiones. Yo no hablo por mi razón o por sus razones, yo no quiero vencer en este nuevo episodio de vuestra guerra de palabras, yo sólo hablo por los gestos encontrados; por esos cuerpos famélicos que miran furiosos, desilusionados, desorientados; por esta desesperanza que tanto ellos como yo compartimos en el mañana…


Quien no sea capaz de comprender esto sí que es inmoral.


sábado, 6 de agosto de 2011

Estado de excepción (III)


Lo político, y esto lo dice alguien que es irremediablemente más filo que poli, no puede seguir estando dominado por espíritus contemplativos; lo político es necesariamente espacio de la acción. Ésta es la razón por la que una parte de politólogos o “teóricos” andan de los nerviosos cada vez que les toca componer su encabalgamiento habitual de paráfrasis con el que hacen pensar que tras su discurso hay una idea y no solamente nada: ejercicio que pone de manifiesto cuál hondo ha calado el idealismo en nuestra cultura.


Quienes echan en falta el sistema, quienes tiemblan cuando descubren que ahí fuera, en el espacio de lo real, los principios lógicos de sus mundos de hadas no rigen, sólo tienen dos salidas: claudicar o menospreciar.


Viven en mundos paralelos, cuya rigidez les impide ver más allá y descubrir el devenir de lo variable, la temporalidad fuera de Tiempo, el triunfo memorable de lo ahí frente al ser.


Ahí fuera no hay Verdad, razón por la que la dialéctica no tiene cabida e intercambiamos su exigencia agonal con nuestro baile de palabras, como un juego a veces dulce y otras amargo, puesto que la vida precede al entendimiento, con el que construimos mundos paralelos sujetos a la lógica con la que cosemos nuestras categorías, y sólo se deja comprender cuando quien lo intenta acepta el reto de haber realizado esta tarea previa consigo mismo. Sólo entonces adviertes el pacto amargo contraído con el Sentido. Sólo entonces te está dado poner contra las cueras sus límites y, en algún momento, acaso unos segundos, cruzar la frontera.


Y sólo así, es cierto, reconocemos la legitimidad y el poder de crear, que, por nuestra condición, no es propio. Así, en minúscula, que se siente el galerista, no avisen, por favor a ningún “teórico” del arte, o se lo llevarán a su mundo, lo arrastrarán a su terreno; lo expropiarán para sí. Dejémoslo ahí, cada uno tiene el derecho de vivir en el mundo en que quiere vivir, hay incluso quienes viven en mundos donde sólo existen ellos, pero nosotros queremos uno con mayor densidad demográfica –por aquello de evitar la endogamia, ya sabéis…-, y la contingencia de todo lo que nos rodea, es la piedra de toque con que exigimos y legitimamos el derecho a erigir uno hecho a nuestra medida con los materiales de deshecho que nosotros estimemos oportunos. Analizar el resultado de este collage bajo “modernas” categorías o lógicas de antiguos sistemas de pensamiento es inútil, tanto como tratar de comprender con nuestros análisis representacionales una pintura rupestre, o como si fuéramos capaces de retroceder en el tiempo con un Velazquez bajo el brazo hasta su tiempo e interrumpir al “artista” mientras sopla pigmentos sobre la piedra del interior de una cueva profunda y llamar su atención sobre el sentido del Velazquez.


Una de las cualidades de los asamblearios, a mi entender, reside en que, en muchos casos, han dejado atrás toda aquella retórica neomarxista en torno al concepto de “revolución” (o la propia lucha de clases –no hay clases, sólo individuos-: el sujeto de la historia es nuestra propia especie), saltando este paso de manera descarada –algo imposible dentro de un sistema de pensamiento- y dando paso a la autogestión modélica de una estructura alternativa, horizontal, construida sobre la marcha y según la orografía del terreno. Este movimiento sin nombre, porque es un movimiento ciudadano, es revolucionario no porque pretenda derrocar al sistema para dar lugar a un nuevo sistema “contemplado” de forma previa y positiva; las acciones que se están llevando a cabo tratan de poner en evidencia al sistema desplegando una estructura paralela cuyo orden orgánico con todas sus contradicciones trae de cabeza a todos aquellos que no están dispuestos a aceptar la contingencia del mundo que los cobija y creen necesario.


La revolución, en su caso, está consumada y ganada, podéis comprobarlo en los barrios; quizá falte que llegue a extenderse, que cada vez un mayor número de la ciudadanía vaya dejando poco a poco el mundo que hasta ahora creían inexorable para formar parte de un nuevo mundo, en el que al menos tendrá la oportunidad que nos han robado de enfrentarnos a nuestro destino. En ello deben centrarse ahora todos los esfuerzos: en naturalizar esta revolución social y extenderla progresivamente, y de forma paralela al orden establecido, con descaro, en más ámbitos públicos, hasta llegado el momento en que esa gran estructura paralela sea lo suficientemente tangible como para pueda ser pensada según nuevos parámetros.


Si de plantar cara se trata, si pretendemos poner a alguien en evidencia, si queremos hacer daño sin herir, creemos nuestro propio estado de excepción, más dulce, más humano, en todo caso. Olvidemos las ideas y dejemos de consultar el guión, la función, la más importante, ahora se escenifica sin ensayos previos en este espacio ganado al que todos estamos convocados.




Barcelona, 16 de julio de 2011


domingo, 3 de julio de 2011

Violencias


Hay en la bibliografía un controvertido experimento dirigido y llevado a cabo por el catedrático de Psicología Social de la Universidad de Standford, Philip Zimbardo, que, pese a todo lo que se haya dicho y escrito sobre él –existe un película y mucha literatura en torno a este caso- arroja cierta luz y viene a corroborar algunas evidencias en torno a la condición humana que, si se es un buen observador –querer ver, pese a que no te guste lo que ves-, saltan a la vista. Zimbardo se definió a sí mismo cuando diseñó este proyecto, pero también es cierto que cualquier historia sobre el conocimiento, sus formas y vicisitudes, en distintas ciencias, no puede ser precisamente una historia de humanidad y buenos modos. En realidad, este investigador lo que hizo fue reproducir a pequeña escala una serie de condiciones que se han dado a lo largo de nuestra historia repetidas veces y se continúan dando, con todas sus consecuencias, por supuesto.


Zimbardo escogió, de forma aleatoria, de entre un grupo representativo, de clase media, cuya única exigencia común era que fueran universitarios, a veinticuatro sujetos que habían superado de forma satisfactoria una serie de pruebas psicológicas. Posteriormente, también de forma aleatoria, el grupo fue dividido entre “prisioneros” y “guardias”. Su intención era averiguar si las conductas o roles forman parte del individuo o si, por el contrario, es el ambiente el que determina ciertas conductas; en otras palabras, ¿es el individuo violento o son las circunstancias las que determinan ciertas conductas?


El experimento se realizó en el mismo departamento de la Universidad de Standford, en el sótano del edificio, que Zimbardo había trasformado para emular una prisión, con sus celdas, pabellones… El tipo se lo tomó muy en serio, había cuidado hasta el último detalle, uniformes, puesta en escena…; los “prisioneros” fueron arrestados en sus domicilios y llevados a la “prisión”, en la que, desde el primer momento, fueron tratados como tales.


El primer día transcurrió sin ningún incidente reseñable, todo hacía pensar que el experimento había sido una pérdida de tiempo y que no sacarían nada en claro con él. Y quizá fue el aburrimiento lo que provocó que, paulatinamente, los “guardias” comenzaran a comportarse de una forma cruel con los “prisioneros”, dando lugar a que el segundo día, éstos, organizaran una rebelión en toda regla que fue repelida y sofocada de forma violenta en poco tiempo. Llegados a este punto, que es cuando Zimbardo debería haber dado por concluido su experimento y haber reinado el sentido común, los acontecimientos se precipitaron: quienes participaban, tanto unos como otros, se afianzaron aún más en su papel.


No voy a entrar en detalles, hasta la Wikipedia tiene un apartado dedicado al caso, pero el hecho fue que, tanto “guardias” como “prisioneros”, asumieron sus roles como si su destino no hubiera podido ser otro y el ambiente patibulario llegó a adquirir tintes dramáticos. Los “guardias” comenzaron a cometer vejaciones y humillaciones en torno a la figura de los “prisioneros” y éstos, a su vez, a asumir conductas de resistencia –llegaron incluso a preparar un plan para escapar de la “prisión”- para, más tarde, mostrar signos de trastorno emocional, episodios depresivos, ligados a la desesperación y la rabia, por lo que, cinco días más tarde del inicio del experimento, Zimbardo se vio obligado a “liberar” a dos de ellos, aquejados por crisis de ansiedad, prácticamente al borde del colapso, mientras uno de ellos se declaró en huelga de hambre. El sexto día de experimento el esperpento era tal que, presionado por una de sus colaboradoras, estudiante de postgrado, Zimbardo tuvo que darlo por suspendido.


Dejando a un lado las implicaciones éticas que estudios de este tipo pudieran tener, y dando por hecho que toda ciencia es violenta por necesidad, sobre todo cuando, además, su objeto de estudios somos nosotros, el experimento llevado a cabo en Standford arrojó luz en torno a muchas de nuestras intuiciones, pero no pudo, por supuesto, ofrecer una respuesta satisfactoria y contundente que llevara a algún tipo de principio capaz de ofrecer predicciones sobre nuestra conducta. Es más, este experimento trató de volverse a realizar y no pudo ser replicado (como experimento, digo; basta con acudir a cualquier prisión convencional para comprobar que se replica cada día).


Si había o no una predisposición de tipo genético hacia determinadas conductas, este experimento no podía ofrecer una respuesta; pero lo que sí parecía haber confirmado era que, fuera como fuera, nuestras conductas están estrechamente ligadas al contexto en que se enmarcan y guardan un vínculo fuerte con el lugar que ocupa el sujeto dentro de ese contexto; identidad que se transforma en desindividuación cuando, como en este caso, estamos hablando de grupos y no de sujetos concretos, ya que las actitudes y conductas se extienden entre todos quienes lo forman, asumiendo una identidad grupal.


Quienes todavía ponen sobre la mesa la vieja querella entre naturaleza e historia para comprender la condición humana, es que no comprenden nada, y quienes, además ni tan siquiera la cuestionan y toman parte por una de ellas para hablar de la “naturaleza violenta” de un individuo o grupo de individuos es que además están ciegos.


La violencia no es legítima ni ilegítima; la violencia tiene sus contextos. Reaccionar de forma agresiva ante un asedio reiterado y constante sobre quien lo padece forma parte del guión en que se enmarca; si golpeas y humillas constantemente a un animal, lo normal es que te tema hasta que llegue el momento en que reaccione de forma agresiva. Algo que muy bien sabe el Conseller d’Interior de la Generalitat de Catalunya, y éstas han sido las razones que ha aducido para justificar las agresiones y contenciones violentas llevadas a cabo por sus pretorianos: de un movimiento como el surgido en el mes de mayo en España sólo se puede esperar que quienes lo integran “reaccionen” de forma violenta. Este individuo cometió un lapsus linguae cuando tildó la “naturaleza violenta” de los asamblearios, ya que las estrategias de acción de los Mossos d’Escuadra están pensadas como si fueran a reaccionar de tal modo y no como si fueran, por naturaleza, violentos. Porque son conscientes: si las reacciones en la calle están justificadas, si los sujetos que las integran, en muchos casos, están desesperados, si es la indignación lo que mueve a la resistencia y si esta resistencia es una forma de reacción ante formas menos evidentes de violencia desatada contra la ciudadanía europea; si, además, los rechazamos a golpes, es estúpido suponer que su reacción no sea violenta. De modo que desatan la violencia explícita previendo una reacción violenta ante la violencia tácita; lo cual anticipa la reacción violenta de quienes, en principio, tratan de ofrecer una resistencia pacífica. Porque lo que estamos viviendo es un despliegue encubierto de acciones violentas dirigidas contra la ciudadanía, una llamada al orden y la obediencia, propia de quien ve cómo se le suben a las barbas y quiere dejar bien claro quién manda aquí: los golpes de estado que se están llevando subrepticiamente a cabo en Europa llaman a la rebelión de su ciudadanía; los paulatinos recortes de nuestros derechos que se están aprobando a nuestras espaldas en los parlamentos son violencia; el marco de condiciones sociales y laborales cada día se estrecha más, y esto también es violencia; la usurpación de nuestra soberanía es violencia.


Nuestros amigos en Grecia, la resistencia real que se está manifestando en sus calles ante lo que es un golpe de estado, puesto que su parlamento ha de aprobar una serie de medidas y leyes que no emanan del mismo, a lo que se suma que ha de hacerlo escoltado por un ejército para proteger a los “representantes” de a quienes dicen “representar”, tienen toda la legitimidad para reaccionar y ofrecer resistencia ante lo que no es más que una toma violenta y mercantil de sus futuros y sus vidas durante varias décadas. En el caso de España pintan bastos, por supuesto, aunque la sangre, todavía no ha llegado al río, quizá porque, en nuestro sótano, los “guardias”, por ahora, mantienen las formas, dentro de lo que cabe, y nosotros continuaremos siendo “prisioneros” modélicos mientras no interioricemos del todo el rol que nos ha tocado en suerte.


El movimiento surgido en España tiene la cualidad de ser pacífico porque nuestras circunstancias económicas no son las griegas, y porque quienes lo integran creen profundamente en la posibilidad democrática de que nuestra soberanía nos sea restituida, algo que en Grecia, es evidente, no va a suceder. Pero equivocamos los términos: no existen, ni pueden existir actitudes violentas cuando la ciudadanía ejerce su legítima oposición a la violencia desencadena de unos pocos contra todos. El poder que presumimos en los estados u otras instancias supranacionales emana de su ciudadanía, en palabras de Hannah Arendt, el poder es la “capacidad humana para actuar concertadamente. El poder nunca es propiedad de un individuo, pertenece a un grupo y sigue existiendo mientras que el grupo se mantenga unido. Cuando alguien está en el poder, en realidad tiene el poder de cierto número de personas para actuar en su nombre. Cuando el grupo desaparece, desaparece su poder”. Así pues, hablar de la “naturaleza violenta” de un grupo, no sólo es una estupidez, sino una inversión de términos que trata de ocultar una realidad esencial: sólo una masa ciudadana pede generar el poder que legitima al estado, quien, a su vez, puede desatar la violencia si ve amenazado el poder que trata de usurpar.


Cualquier exceso cometido por un estado contra su pueblo es una usurpación del poder delegado, pues la “violencia aparece donde el poder está en peligro”. De la masa, de la ciudadanía sólo pueden surgir estructuras y relaciones de poder –que a su vez puede ser transferido-, pero la violencia, como concepto político, es exclusiva de unos pocos contra otros muchos a quienes se pretende incautar el poder de-legado.


Violento es quien recurre a un poder que no le pertenece, porque el poder no pertenece a los individuos, sino a un grupo de individuos, para perpetuar un estado de cosas, para mantenerse en el poder. Miles de ciudadanos asumiendo actitudes de resistencia sólo pueden poner de manifiesto el poder que, del número, emana; en ningún caso la violencia. La violencia, digámoslo claro, es la usurpación agresiva del poder cuando quien lo detenta deja de representar a quienes se lo han cedido transitoriamente. De modo que nos os dejéis engañar, las imágenes que nos llegan desde Grecia sólo representan la violencia desde una de sus partes; desde la otra, la de la ciudadanía, lo que observamos es el despliegue de poder originario, la fuerza, de un grupo amplio y representativo que exige sin miedo, con razón, lo que es suyo. Digámoslo claro, la violencia comienza allí donde se anula a la ciudadanía.


sábado, 25 de junio de 2011

El futuro ya no es lo que era


Europa siempre fue una encrucijada, por sus tierras, cuando todavía las fronteras no eran más que accidentes geográficos, han pasado, se han alimentado y le han servido como abono, millones de vidas, numerosas culturas, cientos de lenguas… Europa es un constante cruce de caminos volcado hacia el Mediterráneo frente al que, en más de una ocasión, nuestra especie, se ha jugado el destino.


Hoy, una vez más, Europa tiene la vez y, ante su disyuntiva, es su propia ciudadanía quien mantiene la respiración.


Una oleada de dignidad campea nuevamente por Europa, sin que la conjura de la otra Europa sepa interpretar y menosprecie a cada paso las razones por las que, exigimos, no ha lugar a dicha disyuntiva.


O somos Europa, y volvemos a mirar al Mediterráneo, o será el Atlántico, con sus mareas inestables, con sus aguas poco mansas, el que anegará de una vez por todas el sueño de Europa.


Con el futuro Pacto del Euro que los estados miembros se atreven a firmar sin haber sido sometido a referéndum, se cierra un ciclo de tratados y acuerdos que ponen fin al proyecto del sueño europeo, al proyecto cosmopolita vinculado al espíritu de la Revolución Francesa, y podemos entrever ahora el rostro de Mefistófenes quienes un día firmamos nuestra adhesión a la Unión sin saber que lo rubricado era un pacto con el diablo.


Los estados han visto anulada su soberanía a lo largo de estos años ante exigencias externas al espíritu que nos unió, mientras su ciudadanía permanecía en silencio, mirando hacia otro lado o haciendo el cálculo del incremento del precio de su vivienda en los años de bonanza… en los años venideros.


Nos han mentido y nos hemos mentido: el precio del progreso, de este progreso, es un creciente menoscabo de nuestra dignidad, de nuestra capacidad de acción y de nuestro desarrollo como individuos.


Con este último Fin de fiesta que nos tenían preparado, este empobrecimiento de la experiencia sensible y vital de nuestra ciudadanía comienza a asumir el sesgo melodramático, cuando no miserable, propio de las contrautopías noveladas durante la primera mitad del siglo pasado, con una diferencia, claro está. Aquellas novelas que nos mostraban mundos aparentemente felices, donde el individuo se veía enfrentado o coartado ante superestructuras tremendamente eficientes y erguidas en nombre del progreso o cualquier otro ideal, bien fuera social, tecnológico o espiritual, eran hijas de la sospecha en su forma más primordialmente repensada: ¿Ten cuidado con tus deseos, o podrían hacerse realidad?, parecía, que nos susurraban al oído.


Nos las veíamos con sociedades donde los individuos eran anulados por el sistema, ejemplificando una forma de reescritura macabra del pacto social, donde la comunidad o el Bien institucionalizado, donde la idea, se anteponía, de cualquier forma, a los individuos que la hacían posible. A cambio de ello, en contraprestación a su entrega, dichas sociedades, eran mundos felices en los que el dolor o la necesidad habían sido abolidos, por medio de un determinado orden social o desarrollo tecnológico.


A nosotros, en cambio, ni tan siquiera nos dan la posibilidad de participar en dicho intercambio: nuestro futuro, el que nos espera, no será el de un mundo feliz; pues el dolor, la miseria y la necesidad son el alimento de la Bestia que hemos creado, el de la Bestia que ha de firmar el acta de defunción de toda una generación y de su entrega, sin reservas ni distopías; también el sometimiento de las venideras, de nuestros hijos, a quienes no podremos mirar a la cara mañana.


Muchos de nosotros queremos un mañana con la cabeza erguida, que sepa ser ecuánime con el presente que lo posibilita, delicado con el fundamental valor de todo lo perecedero; un mañana sin esta presencia constante del mañana, cuando se cierne sobre nosotros como una amenaza. Otro mañana. Quizá, por todo ello, el domingo pasado leía en una pancarta que “El futuro ya no es lo que era”; quizá es que algunos hemos tomado consciencia de que todo lo que está en juego estos días es algo más que el futuro.



No, el futuro ya no es lo que era.


No, ni lo será. El futuro es nuestro, a menos que, esta vez, otra generación vuelva a dejarlo escapar.


martes, 31 de mayo de 2011

Estado de Excepción (II)


Sobrepasar, durante estos últimos días, el perímetro de Plaça Catalunya era como volver a atravesar el espejo y darte de bruces con la realidad. Más allá de la plaza, el orden habitual de las cosas parecía inalterable y, así, la plaza se erigía a lo lejos, cuando llegabas, o a tus espaldas, cuando la abandonabas, como un poblado irreal en pleno desierto de asfalto.


Ese patio de voces que habían sido apartadas y que ahora reclamaban, con un descaro que las hacía irreprimiblemente atractivas, salpicado de escenas domésticas en un entorno urbano redecorado y vestido de consignas que llamaban al sentido común, constituía una atalaya quebradiza desde la que mirar al mundo travistiéndolo, para modificarlo, y sólo si franqueabas sus límites te imbuía esa extraña sensación de que atrás quedaba un espacio ficticio y por ello mismo frágil, que contrastaba de forma violenta con las escenas y personajes que acostumbran a deambular por Passeig de Gràcia, Rambla de Catalunya o el Carrer de Pelai.


Algunas mañanas, con los primeros minutos de luz, se repetía la escena y, acompañado por cualquiera, conocido o desconocido, de quienes habían allí pernoctado, de vuelta al orden de las cosas, a las tareas rutinarias, a la llamada del deber, el sentimiento compartido de que Palça Catalunya era como un microcosmos aislado extremadamente débil y sensible a las acometidas que el día a día y la costumbre le propinaban.


Muchos habían dejado de acudir, tras la euforia de los primeros días, conforme la plaza iba perdiendo aquella espontaneidad y su radical y primeriza heterogeneidad; apenas ya si se veía alguna tarde a grupos de jubilados que, nostálgicos o irritados, relataban viejos errores del pasado mientras rostros imberbes de pupilas esplendorosas sonreían, ilusionados, a la espera de tomar la palabra, para explicar por qué esta vez habría de ser todo diferente; salvo los fines de semana, cada vez era menos frecuente cruzarte a niños pequeños sosteniendo pancartas que interrogaban sobre su futuro; habían cesado también, prácticamente, los debates intempestivos a media tarde en los que solían participar habituales, hombres de negocios que se asomaban a la plaza con la excusa de llevar a cabo alguna gestión e, incluso, la misma guardia urbana. Era a las ocho de la tarde, en los momentos previos a la asamblea diaria, cuando la plaza recobraba aquella espontaneidad y grupúsculos de ciudadanos acudían, como costumbre, a la cacerolada en la que también intervenían transeúntes ocasionales que solidarizaban con la causa. Con todo, no cesaba ese contraste en el que habitábamos quienes cada día pasábamos unas horas en la plaza o todo un día.


Tras la orden de “limpieza” firmada por el Conseller d’Interior de la Generalitat, los hechos se precipitaron. Uno de los acontecimientos más interesantes de la historia reciente de nuestro país –y sin duda el más esperanzador-, ha quedado enmudecido, durante unas horas, por un suceso aberrante que ha sido sencillamente silenciado y ante el cual la clase política ha cerrado filas. En materia de educación las bofetadas no son recomendables y la paliza es incontrovertiblemente punible. Lo vivido durante las primeras horas del día del viernes no fue el mero despertar de un sueño, sino un acontecimiento que hace precisa y urgente la necesidad de soñar. Ni las autoridades ni la clase política han sabido interpretar lo que está sucediendo, les es tan extraño que cada día que pasa se hace aún más evidente el temor que despiertan todos los elementos diferenciales que lo constituyen sobrepasando la lógica ordinaria de un sistema de formas superado y que comienza a tambalearse víctima de sí mismo, de sus excesos y de la incapacidad de no ir más allá de su inercia cuasi teleológica.


Si lo que pretendían era una respuesta violenta ante las más que provocaciones llevadas a cabo por sus pretorianos que legitimara un desalojo aún más violento y efectivo que diera fin a la ocupación de la plaza, no sólo erraron en su planteamiento, más allá, han dejado en claro que no son capaces de comprender aquello ante lo que se enfrentan. Este vez no hay lugar a la conspiración, esta vez no se las ven con sus adversarios habituales; nosotros no demandamos un puñado de escaños en el congreso, no queremos nuestra porción del pastel parlamentario a repartir, no nos sumamos al juego de la compraventa, no somos delincuentes habituales; nosotros no pertenecemos a ningún partido político, no tenemos representantes a sueldo, carecemos, bien lo sabéis, de una jerarquía o de una ideología concreta, homogénea y cerrada, estamos abiertos a cualquiera que quiera sumar su voz, denunciar aquello que le quita el sueño y le impide construir una vida digna como la que ellos mismos nos prometieron; nosotros nos negamos a pagar vuestras deudas en la cantina, a formar parte de este juego y a encarar la felicidad como un proyecto a cumplir según plazos que no abarcan una vida. Nosotros queremos ser el fin de la Historia y no mártires de una historia sin fin, que no cesa de repetirse a sí misma y que es incapaz de hacer justicia, cuando la reclaman, a los millones de víctimas que ha dejado tras su paso.


Sólo un sistema ciego y decadente es capaz de mirar hacia otro lado cuando uno de sus gobiernos manda silenciar a un par de centenares de sujetos indefensos y en pleno sueño a base de patadas y golpes. Sólo un cínico y un hipócrita es capaz de justificar un atentado como el cometido el viernes pasado bajo la premisa de la prevención o la higiene. Su llamada a la “limpieza” ha tenido el efecto contrario: cientos de ciudadanos se han sumado, nuevamente, a participar del desorden público de la plaza ensuciando sus rostros para limpiar sus manos frente a la amenaza inminente de un nuevo orden totalitario, reclamando un futuro digno y un proyecto de vida más humano que el presente, que el que se atisba en un horizonte cada vez más estrecho y que nosotros tenemos el derecho, el deber y la fuerza de ensanchar.


Después de lo sucedido el viernes pasado no he tenido tiempo ni ánimos para volver a la plaza, es cierto, pero me cuentan que esto es sólo el inicio de algo aún mayor, pues, como solía decir uno de sus habitantes más combativos, “vamos despacio porque queremos llegar lejos”. Después de lo sucedido el viernes, mis sensaciones se han invertido y cuando camino por cualquier calle, cuando viajo en metro o acudo al mercado a comprar algo de comida, tengo la sensación de que todo es mentira, de que todo lo que me rodea es ficticio y de que la única realidad, lo único auténtico que me rodea, es aquella plaza a la que aún no he vuelto, aquellas personas con las que he conversado, junto a las que he comido o dormido, y cuyos nombres, la inmensa mayoría, desconozco.


Sí, todo es mentira, o tan real como nosotros decidimos que así sea; ésa es la realidad, nuestra única realidad. Lo profundamente triste es que, siendo así, estamos empeñados y no somos capaces de evitar despertar cada mañana de una pesadilla.




Barcelona, 31 de mayo de 2011


domingo, 22 de mayo de 2011

Estado de Excepción


“La doxa habla, yo la oigo pero no estoy dentro de su espacio. Hombre de la paradoja, como todo escritor, estoy detrás de la puerta: quisiera pasar, me gustaría mucho ver lo que se dice, participar yo también en la escena comunitaria; estoy continuamente oyendo aquello de lo que se me excluye; estoy en estado de estupefacción, marcado, cercenado de la popularidad del lenguaje.” (Barthes, R.: Roland Barthes)



Caminar por Plaça Catalunya estos días despierta sensaciones encontradas; cierta sensación de caos se apodera de quien atraviesa este poblado improvisado en que se ha convertido un espacio que suele estar ocupado por turistas, palomas y gente que va con prisa. La plaza se ha transformado en un ágora, en el sentido clásico de la palabra: lo que quiere decir que no es más que un caos de voces desordenadas en el orden aparente que la intendencia, tras cinco días de estancia, ha obligado a imponer.


Digo que son sensaciones encontradas porque, supongo, soy un tipo ordenado y a mí el desorden me pone nervioso (lo que en nada quiere decir que no lo tolere, aún más si se trata de un espacio público), pero aún así lo deseaba. Lo que me desasosiega en el fondo es el discurso muerto, y ciertas actitudes que lo acompañan, todavía presentes, no en todos los casos –por ello escribo esta entrada-, con el que me encontraba en mis paseos estos días por Plaça Catalunya. Y es que, estos días, he sentido, a ratos –creía que lo tenía ya del todo controlado-, lo que debía sentir Platón cuando paseaba por el ágora de Atenas y tramaba el discurso con el que persuadiría a toda una civilización de que el orden del mundo y las cosas es uno y de que sólo unos cuantos privilegiados tienen el don de acceder a esa verdad (o lo que sentía Barthes, salvando las distancias con el tarado del griego, cuando escribía esas palabras).


Mi desasosiego era doble: por un lado estaba la doxa, una vez más, la angustia que me produce, fastidiándome la fiesta, y por otro el malestar posterior cuando tomo conciencia de ese desasosiego y lo desmenuzo.


Pero lo cierto es que de la enfermedad de Paltón yo ya me curé hace ya algún tiempo, creo que el suficiente, como para no temer sentir aún cierta pesadumbre cuando escucho cierta retahíla de tautologías, silogismos, axiomas incontrovertibles, eslóganes manidos… (todo un aparato retórico sometido a los caprichos de una subjetividad cualquiera), y además todos ellos a la vez, juntos, entrelazándose, confundiéndose…


En efecto, un espacio común es inevitablemente común, y esto no es más que doxa, nos guste o no. Aunque, por otra parte, si tapas tus oídos –en algunos casos puedes tenerlos abiertos- y te dejas llevar por las imágenes, el ágora puede resultar un espacio realmente atractivo.


Pensaba en el pensamiento de Arendt, he querido tenerlo muy presente estos días; sabía que no debía dejarla a ella a un lado, estos días no. Y tratando de no escuchar, tratando simplemente de ver, de observar los movimientos, las caras, las maneras de interactuar… estos días, pude ver, por fin, el auténtico rostro de la doxa. Cuando Hanna Arendt pensaba el concepto de lo político como un entramado de relaciones horizontales, como un espacio común de voces heterogéneas dadas a la batalla ganada por la persuasión, aunque tenía evidentemente -todos los de la “logia” tenemos siempre muy presente esa sensación de hastío- en mente el aborrecimiento por ciertos discursos, en su orden, lógica y enunciación, ella estaba trazando una estructura formal carente de contenido, en la que, evidentemente, la doxa en el sentido platónico era inevitable, dadas las cualidades naturales del lenguaje, donde éste se nos presenta como un espacio de encuentro para lo inconmensurable.


Estamos tan acostumbrados a dejar las cuestiones que atañen a lo político en manos de quienes profesionalmente se dedican a ello, que apenas habíamos notado que esta costumbre sellaba, como ninguna otra, el acta de defunción de lo político en nuestras sociedades. Sin darnos cuenta de que lo político es aquello que nos atañe a todos, que repercute en todos y que, lo más importante, tiene lugar cuando todos y cada uno de los ciudadanos de una sociedad irrumpen con su palabra en el ágora para sembrar aún más el caos en ese mar de voces tratando, buscando el modo, de encontrarse, de darse paso, acercar sus cadencias, y poner todo su empeño por entonar juntas una melodía polifónica en la que ninguno de los instrumentos tenga, de ningún modo, privilegios sobre otro.


Lo sucedido estos días, su espontaneidad, ha dado como resultado una restitución parcial e inesperada de lo político en nuestros espacios públicos, donde lo común, la doxa, ha vuelto a cobrar protagonismo. Y aunque a mí la doxa me produce desasosiego, y la he visto por todas partes, no es más que el sentido común el que está ganando su lugar, el que jamás debería haber perdido.


Tratemos de no perder la perspectiva (como veis, este post es una excepción en algunos sentidos).


Las reacciones a las protestas que se estaban desarrollando dentro de nuestras fronteras justifican, y daban alas, aún más a las protestas mismas, que la base ideológica, si es que la hubiera, de este movimiento emergente. Las reacciones de partidos políticos e instituciones, la reacción internacional, la reacción social también, dicen mucho más sobre el cariz de las protestas que las protestas mismas.


No sólo han servido para entretener al viandante y acallar voces, las de quienes no esperaban que fuera precisamente en este país donde surgiera un movimiento como éste, sino para hacer evidente la razón, el sentido, que hacía preciso un levantamiento por parte de la ciudadanía, cansada de vivir en un constante estado de excepción; porque la nuestra, la cultura occidental, sus sociedades, viven, desde hace años, en un estado de excepción perpetuo.


Observamos dos tipos de reacciones, ambas humanas, demasiado, claro está, como todo lo humano, aunque una de ellas política –algo a lo que no estamos acostumbrados, puesto que, como digo, este estado de excepción en el que vivimos constituye la anulación de lo político- y la otra, esencialmente aristocrática, ya que tiene como fundamento mantener el estado de excepción que posibilita el asentamiento de la élite que nos gobierna y de las instituciones que contribuyen al mantenimiento de un sistema estructural que tarde o temprano terminará, no por anular ya lo político, que es evidente, sino esta humanidad de la que cada vez nos sentimos menos orgullosos.


(Quizá estos días lo que se haya restituido ha sido nuestro orgullo.)


Por una parte tenemos la reacción, en su sentido de resistencia, de quienes temen, por supuesto, que sus privilegios puedan verse comprometidos. Aquí nos las vemos con quienes menosprecian o amenazan; menosprecian lo que no pueden comprender desde su atril o amenazan, desde la comprensión, bajo el discurso del miedo, para erguirse como un mal menor frente a quienes menosprecian. Ambos polos de la reacción muestran el temor a un cambio de rumbo que ellos no podrán tutelar, acostumbrados, como están, a tal tutela.


Por otra parte se da una reacción política, la de quienes simpatizan (o empatizan) con estas protestas, no por su peso ideológico, que, no seamos inocentes, aunque heterogéneo, existe, sino por el gesto, por la carga persuasiva en las miradas de quienes ya no tienen nada que perder y pueden tenerlo todo por ganar. Esto es, como digo, un acontecimiento político, que ha sido extirpado de la escena pública en un estado de excepción donde lo político no tiene cabida.


Las nuestras son democracias delegativas, no representativas, donde la clase que se hace llamar “política” antepone el sistema y su buen funcionamiento a la ciudadanía que lo sostiene y permanece amordazada. Cuando la política y quienes la ejercen como forma de ganarse la vida se profesionaliza y parapeta tras determinadas instituciones o intereses “comunes”, paradójicamente, nos las vemos con la anulación de lo político.


Lo político, y la repetiré hasta la saciedad, no consiste en la realización de una idea o en el desarrollo de un programa de propuestas, que puede o no llevarse a cabo una vez finalizado el periodo delegativo (el circo democrático al que todos estamos convocados mañana domingo). Lo político es un acontecimiento, un suceso como el que se da cada vez que alguien escucha, observa y simpatiza con cualquiera de las personas, de los ciudadanos que legítimamente están ejerciendo su derecho de resistencia, su derecho político a defender sus intereses como individuos frente a un aparato que los reduce a un porcentaje, menosprecia, coarta, chantajea con el miedo y hace uso de sus fuerzas como individuos para anularlos.


Eso es un acontecimiento político, lo otro, lo que se espera de nosotros este domingo, los que esperan sacar provecho a partir de los resultados del domingo, no es más que una subasta pública de nuestra dignidad, de todo lo que somos como individuos, de nuestras ilusiones y esperanzas, y ellos funcionarios, soldados de ese sistema.


Quienes menosprecian este movimiento alegando que carece de ideología y aparato jerárquico, muestran y hacen evidente la muerte de lo político en nuestras sociedades actuales. Quienes temen una fuerza social que se niega a circunscribirse bajo ninguna bandera, quienes palidecen ante la posibilidad de un acontecimiento político donde la idea o el color se difuminan para dejar paso a un espacio de acción y comprensión, muestran su verdadero rostro y corroboran con su discurso cómo lo político ha sido extirpado del ámbito de la política: una institución que, ante un acontecimiento político como estamos viviendo, sólo puede temblar y recurrir al algoritmo fácil para prever su repercusión en las urnas. Ésa es su única preocupación: que todo esto pueda deslegitimar de alguna forma el estado de excepción al que debemos volver este lunes tras la llamada a filas convocada para este domingo.


Porque no os equivoquéis, el “desorden” de estos días es lo común y el orden que ha quebrantado es el auténtico estado de excepción.


Hegel era un idealista, estaba en un error; la Ilustración no es más que un mito: estas acciones no son resultado de una oportuna autoconciencia de ningún tipo. Son el hambre y el hastío los que impulsan este movimiento de desobediencia civil y será el hambre y el hastío nuevamente los que ganen nuevos adeptos para la causa y, con suerte, abarroten todas las plazas. Ellos lo han querido así.


Por esta razón, y sin que sirva de precedente, escribo esta entrada y animo, a los cuatro gatos que se dejan caer por aquí, a no acudir a las urnas este domingo ni ningún otro mientras el estado de excepción en el que hemos vivido y vivimos continúe siendo la norma.


(Porque a quienes no podemos conciliar el sueño sólo nos queda una opción: y es que aquí no duerma nadie.)


Tampoco soy tan inocente: muchos de quienes encabezan estas protestas, en breve espacio de tiempo, olvidarán todo esto, tendrán un sillón en el que adormecerse y un futuro político o en las instituciones; pocos recordarán que un día participaron de lo político, si no es para colocarse alguna medalla. Probablemente, también soy muy consciente, todo esto no vaya a más, y no por falta de unidad, ideología concreta o programa político, sino porque no existe, todavía, una masa hambrienta y descontenta lo suficientemente amplia como para que su abstención pueda repercutir en la urnas, puesto que su heterogeneidad implica que jamás podrá ser representada bajo ningunas siglas.


Cada vez estoy más convencido de que sólo una deslegitimación de todos los parlamentos europeos por abstención en las urnas puede, a su vez, legitimar que sea la ciudadanía quien tome las riendas de su futuro, visto que nuestras instituciones nos conducen, inevitablemente, a una barbarie anunciada sobradas veces. Pero eso, parece, que esta vez tampoco va a ocurrir y nuestras vidas continuarán, como hasta ayer, sobreviviendo, como bien sea, dentro del margen de acción que nos queda. Con todo, aun así, la próxima vez, el próximo fin de fiesta, el día en que todo esto se haga insostenible, alguien podrá tomar el testigo de esta generación, la nuestra, ya perdida; mientras tanto, “la tradición de los oprimidos” continúa enseñándonos “que la regla es el estado de excepción”.




Barcelona, 21 de mayo de 2011