domingo, 22 de mayo de 2011

Estado de Excepción


“La doxa habla, yo la oigo pero no estoy dentro de su espacio. Hombre de la paradoja, como todo escritor, estoy detrás de la puerta: quisiera pasar, me gustaría mucho ver lo que se dice, participar yo también en la escena comunitaria; estoy continuamente oyendo aquello de lo que se me excluye; estoy en estado de estupefacción, marcado, cercenado de la popularidad del lenguaje.” (Barthes, R.: Roland Barthes)



Caminar por Plaça Catalunya estos días despierta sensaciones encontradas; cierta sensación de caos se apodera de quien atraviesa este poblado improvisado en que se ha convertido un espacio que suele estar ocupado por turistas, palomas y gente que va con prisa. La plaza se ha transformado en un ágora, en el sentido clásico de la palabra: lo que quiere decir que no es más que un caos de voces desordenadas en el orden aparente que la intendencia, tras cinco días de estancia, ha obligado a imponer.


Digo que son sensaciones encontradas porque, supongo, soy un tipo ordenado y a mí el desorden me pone nervioso (lo que en nada quiere decir que no lo tolere, aún más si se trata de un espacio público), pero aún así lo deseaba. Lo que me desasosiega en el fondo es el discurso muerto, y ciertas actitudes que lo acompañan, todavía presentes, no en todos los casos –por ello escribo esta entrada-, con el que me encontraba en mis paseos estos días por Plaça Catalunya. Y es que, estos días, he sentido, a ratos –creía que lo tenía ya del todo controlado-, lo que debía sentir Platón cuando paseaba por el ágora de Atenas y tramaba el discurso con el que persuadiría a toda una civilización de que el orden del mundo y las cosas es uno y de que sólo unos cuantos privilegiados tienen el don de acceder a esa verdad (o lo que sentía Barthes, salvando las distancias con el tarado del griego, cuando escribía esas palabras).


Mi desasosiego era doble: por un lado estaba la doxa, una vez más, la angustia que me produce, fastidiándome la fiesta, y por otro el malestar posterior cuando tomo conciencia de ese desasosiego y lo desmenuzo.


Pero lo cierto es que de la enfermedad de Paltón yo ya me curé hace ya algún tiempo, creo que el suficiente, como para no temer sentir aún cierta pesadumbre cuando escucho cierta retahíla de tautologías, silogismos, axiomas incontrovertibles, eslóganes manidos… (todo un aparato retórico sometido a los caprichos de una subjetividad cualquiera), y además todos ellos a la vez, juntos, entrelazándose, confundiéndose…


En efecto, un espacio común es inevitablemente común, y esto no es más que doxa, nos guste o no. Aunque, por otra parte, si tapas tus oídos –en algunos casos puedes tenerlos abiertos- y te dejas llevar por las imágenes, el ágora puede resultar un espacio realmente atractivo.


Pensaba en el pensamiento de Arendt, he querido tenerlo muy presente estos días; sabía que no debía dejarla a ella a un lado, estos días no. Y tratando de no escuchar, tratando simplemente de ver, de observar los movimientos, las caras, las maneras de interactuar… estos días, pude ver, por fin, el auténtico rostro de la doxa. Cuando Hanna Arendt pensaba el concepto de lo político como un entramado de relaciones horizontales, como un espacio común de voces heterogéneas dadas a la batalla ganada por la persuasión, aunque tenía evidentemente -todos los de la “logia” tenemos siempre muy presente esa sensación de hastío- en mente el aborrecimiento por ciertos discursos, en su orden, lógica y enunciación, ella estaba trazando una estructura formal carente de contenido, en la que, evidentemente, la doxa en el sentido platónico era inevitable, dadas las cualidades naturales del lenguaje, donde éste se nos presenta como un espacio de encuentro para lo inconmensurable.


Estamos tan acostumbrados a dejar las cuestiones que atañen a lo político en manos de quienes profesionalmente se dedican a ello, que apenas habíamos notado que esta costumbre sellaba, como ninguna otra, el acta de defunción de lo político en nuestras sociedades. Sin darnos cuenta de que lo político es aquello que nos atañe a todos, que repercute en todos y que, lo más importante, tiene lugar cuando todos y cada uno de los ciudadanos de una sociedad irrumpen con su palabra en el ágora para sembrar aún más el caos en ese mar de voces tratando, buscando el modo, de encontrarse, de darse paso, acercar sus cadencias, y poner todo su empeño por entonar juntas una melodía polifónica en la que ninguno de los instrumentos tenga, de ningún modo, privilegios sobre otro.


Lo sucedido estos días, su espontaneidad, ha dado como resultado una restitución parcial e inesperada de lo político en nuestros espacios públicos, donde lo común, la doxa, ha vuelto a cobrar protagonismo. Y aunque a mí la doxa me produce desasosiego, y la he visto por todas partes, no es más que el sentido común el que está ganando su lugar, el que jamás debería haber perdido.


Tratemos de no perder la perspectiva (como veis, este post es una excepción en algunos sentidos).


Las reacciones a las protestas que se estaban desarrollando dentro de nuestras fronteras justifican, y daban alas, aún más a las protestas mismas, que la base ideológica, si es que la hubiera, de este movimiento emergente. Las reacciones de partidos políticos e instituciones, la reacción internacional, la reacción social también, dicen mucho más sobre el cariz de las protestas que las protestas mismas.


No sólo han servido para entretener al viandante y acallar voces, las de quienes no esperaban que fuera precisamente en este país donde surgiera un movimiento como éste, sino para hacer evidente la razón, el sentido, que hacía preciso un levantamiento por parte de la ciudadanía, cansada de vivir en un constante estado de excepción; porque la nuestra, la cultura occidental, sus sociedades, viven, desde hace años, en un estado de excepción perpetuo.


Observamos dos tipos de reacciones, ambas humanas, demasiado, claro está, como todo lo humano, aunque una de ellas política –algo a lo que no estamos acostumbrados, puesto que, como digo, este estado de excepción en el que vivimos constituye la anulación de lo político- y la otra, esencialmente aristocrática, ya que tiene como fundamento mantener el estado de excepción que posibilita el asentamiento de la élite que nos gobierna y de las instituciones que contribuyen al mantenimiento de un sistema estructural que tarde o temprano terminará, no por anular ya lo político, que es evidente, sino esta humanidad de la que cada vez nos sentimos menos orgullosos.


(Quizá estos días lo que se haya restituido ha sido nuestro orgullo.)


Por una parte tenemos la reacción, en su sentido de resistencia, de quienes temen, por supuesto, que sus privilegios puedan verse comprometidos. Aquí nos las vemos con quienes menosprecian o amenazan; menosprecian lo que no pueden comprender desde su atril o amenazan, desde la comprensión, bajo el discurso del miedo, para erguirse como un mal menor frente a quienes menosprecian. Ambos polos de la reacción muestran el temor a un cambio de rumbo que ellos no podrán tutelar, acostumbrados, como están, a tal tutela.


Por otra parte se da una reacción política, la de quienes simpatizan (o empatizan) con estas protestas, no por su peso ideológico, que, no seamos inocentes, aunque heterogéneo, existe, sino por el gesto, por la carga persuasiva en las miradas de quienes ya no tienen nada que perder y pueden tenerlo todo por ganar. Esto es, como digo, un acontecimiento político, que ha sido extirpado de la escena pública en un estado de excepción donde lo político no tiene cabida.


Las nuestras son democracias delegativas, no representativas, donde la clase que se hace llamar “política” antepone el sistema y su buen funcionamiento a la ciudadanía que lo sostiene y permanece amordazada. Cuando la política y quienes la ejercen como forma de ganarse la vida se profesionaliza y parapeta tras determinadas instituciones o intereses “comunes”, paradójicamente, nos las vemos con la anulación de lo político.


Lo político, y la repetiré hasta la saciedad, no consiste en la realización de una idea o en el desarrollo de un programa de propuestas, que puede o no llevarse a cabo una vez finalizado el periodo delegativo (el circo democrático al que todos estamos convocados mañana domingo). Lo político es un acontecimiento, un suceso como el que se da cada vez que alguien escucha, observa y simpatiza con cualquiera de las personas, de los ciudadanos que legítimamente están ejerciendo su derecho de resistencia, su derecho político a defender sus intereses como individuos frente a un aparato que los reduce a un porcentaje, menosprecia, coarta, chantajea con el miedo y hace uso de sus fuerzas como individuos para anularlos.


Eso es un acontecimiento político, lo otro, lo que se espera de nosotros este domingo, los que esperan sacar provecho a partir de los resultados del domingo, no es más que una subasta pública de nuestra dignidad, de todo lo que somos como individuos, de nuestras ilusiones y esperanzas, y ellos funcionarios, soldados de ese sistema.


Quienes menosprecian este movimiento alegando que carece de ideología y aparato jerárquico, muestran y hacen evidente la muerte de lo político en nuestras sociedades actuales. Quienes temen una fuerza social que se niega a circunscribirse bajo ninguna bandera, quienes palidecen ante la posibilidad de un acontecimiento político donde la idea o el color se difuminan para dejar paso a un espacio de acción y comprensión, muestran su verdadero rostro y corroboran con su discurso cómo lo político ha sido extirpado del ámbito de la política: una institución que, ante un acontecimiento político como estamos viviendo, sólo puede temblar y recurrir al algoritmo fácil para prever su repercusión en las urnas. Ésa es su única preocupación: que todo esto pueda deslegitimar de alguna forma el estado de excepción al que debemos volver este lunes tras la llamada a filas convocada para este domingo.


Porque no os equivoquéis, el “desorden” de estos días es lo común y el orden que ha quebrantado es el auténtico estado de excepción.


Hegel era un idealista, estaba en un error; la Ilustración no es más que un mito: estas acciones no son resultado de una oportuna autoconciencia de ningún tipo. Son el hambre y el hastío los que impulsan este movimiento de desobediencia civil y será el hambre y el hastío nuevamente los que ganen nuevos adeptos para la causa y, con suerte, abarroten todas las plazas. Ellos lo han querido así.


Por esta razón, y sin que sirva de precedente, escribo esta entrada y animo, a los cuatro gatos que se dejan caer por aquí, a no acudir a las urnas este domingo ni ningún otro mientras el estado de excepción en el que hemos vivido y vivimos continúe siendo la norma.


(Porque a quienes no podemos conciliar el sueño sólo nos queda una opción: y es que aquí no duerma nadie.)


Tampoco soy tan inocente: muchos de quienes encabezan estas protestas, en breve espacio de tiempo, olvidarán todo esto, tendrán un sillón en el que adormecerse y un futuro político o en las instituciones; pocos recordarán que un día participaron de lo político, si no es para colocarse alguna medalla. Probablemente, también soy muy consciente, todo esto no vaya a más, y no por falta de unidad, ideología concreta o programa político, sino porque no existe, todavía, una masa hambrienta y descontenta lo suficientemente amplia como para que su abstención pueda repercutir en la urnas, puesto que su heterogeneidad implica que jamás podrá ser representada bajo ningunas siglas.


Cada vez estoy más convencido de que sólo una deslegitimación de todos los parlamentos europeos por abstención en las urnas puede, a su vez, legitimar que sea la ciudadanía quien tome las riendas de su futuro, visto que nuestras instituciones nos conducen, inevitablemente, a una barbarie anunciada sobradas veces. Pero eso, parece, que esta vez tampoco va a ocurrir y nuestras vidas continuarán, como hasta ayer, sobreviviendo, como bien sea, dentro del margen de acción que nos queda. Con todo, aun así, la próxima vez, el próximo fin de fiesta, el día en que todo esto se haga insostenible, alguien podrá tomar el testigo de esta generación, la nuestra, ya perdida; mientras tanto, “la tradición de los oprimidos” continúa enseñándonos “que la regla es el estado de excepción”.




Barcelona, 21 de mayo de 2011