viernes, 28 de agosto de 2009

Vestidos para la ocasión


El impulso ético, la llamada a la acción reflexiva, concentra el momento en el que tomamos la decisión de vestir, sabernos vistos y vernos engalanados de un gesto que nos resulta bello, sublime, justo...


A decir verdad, es una apuesta arriesgada, un salto al vacío, puesto que el gesto, preñado por un sujeto, cualquiera, de significado, no tiene por qué significar nada para un Otro.


Donde uno escucha la Gran Sinfonía, Otro no halla más que silencio.


La relación entre Ética y Estética, para muchos, a estas alturas, es evidente; pero esa evidencia, todo hay que decirlo, rara vez logra calmar la frustración que todo esto nos depara.


* * *


Hay quienes opinan que un buen jugador jamás deja el tapete y abandona la mesa habiendo perdido hasta la última de sus fichas. Pero sólo los grandes jugadores son capaces de apostar toda su fortuna a una mano y confiar plenamente en su suerte; sólo un gran jugador abandona la mesa con los bolsillos vacíos y el gesto sereno de quien siempre tuvo claro que, aquí, se viene a jugar y que sólo el juego resulta siempre victorioso; los demás, jugadores, simplemente nos plegamos a él.


miércoles, 19 de agosto de 2009

Fin de fiesta (II)


Hace unos días escribía en este blog que los estados nos habían arrebatado en veinte años todas las conquistas sociales alcanzadas en los últimos tres siglos. Quizá me equivoqué, a decir verdad, es el sistema de mercado el que nos va a arrebatar en los próximos diez años (si no lo ha hecho ya), con la connivencia de los estados, todas las conquistas sociales alcanzadas en los últimos tres siglos.


El fin de fiesta en Wall Street ha creado un escenario propicio para el todo vale con tal de salvar el sistema económico sobre el que se asienta, más allá de nuestra economía, nuestro sistema social, el mundo en el que hemos de vivir las próximas décadas y el que habrán de heredar quienes nos reemplacen a corto y largo plazo.


Basta con salir a la calle para comprobar que, pese a la ayuda estatal, pagada con los impuestos de la ciudadanía, bancos y cajas de ahorros hacen sus cuentas, continúan en sus trece: no conceden créditos. Las ayudas estatales, los planes de “salvación” no tienen por objetivo primero reactivar la economía, sino sanear las cuentas privadas de quienes, a nuestras expensas, han hipotecado el futuro de nuestra generación. Las grandes multinacionales, muchas de ellas, pese a la crisis, continúan teniendo amplios márgenes de beneficios anuales de puertas adentro y tienen tasas de crecimiento cercanas a las expectativas de hace año y medio. Aun así, no escapa a la percepción de muchos que éstas están aprovechando la coyuntura para estructurar sus empresas y despedir trabajadores, sabiendo que, en el momento en el que nos encontramos, ningún gobierno les ha de pedir cuentas.


Todo vale.


La mayor preocupación del candidato de la oposición al gobierno de España ha sido y es, desde que fue anunciado el fin de fiesta, el número creciente de autónomos que se dan de baja en Hacienda y la Seguridad Social cada semana. No es casual, al líder de la oposición, como al gobierno, esas personas, no les importan como individuos, sino como estadística, como número, como tasa que indica que un sistema concreto, una forma de trabajo definida y diseñada para “servir” a un sistema económico concreto hace aguas. Este modelo, impulsado por ellos en el gobierno y mantenido por el actual gobierno, este modelo que, salvo “catástrofe”, es el modelo del futuro, representa como ninguno el fin de una época, el fin de un proyecto con tres siglos de historia. Las grandes y medianas empresas, para hacer reales sus expectativas o planes de beneficios han llevado a cabo reducciones de gastos periódicas con las que, de alguna forma, venían exprimiendo la naranja para sacarle hasta las últimas gotas de zumo; una vez hecho, lo que toca, lo inevitable, es triturar su piel para obtener unos mililitros más de caldo.


Un autónomo –y todos seremos autónomos en un futuro- es un tipo que trabaja a cuenta propia, lo que quiere decir que es un mercenario que se ofrece al mejor postor, sin horarios, derechos o principios con los que regirse, al que recurren las empresas que externalizan gran parte de las actividades que hasta hace diez años venían realizando de manera interna. De este modo, las empresas se cuidan bien de no regalar nada y cubrir los mínimos gastos. Si antes tan sólo necesitaban a una persona para desempeñar una determinada tarea mensual que puede ser realizada en veinte días, ¿por qué han de costear todo un mes de trabajo?, ¿por qué han de hacer frente a los pagos de las tasas de la Seguridad Social de ese individuo si pueden ahorrárselas de esta manera?, ¿por qué han de cubrir veinte días anuales de vacaciones pagadas?... Desde un punto de vista empresarial y gubernamental es la panacea: los gobiernos pueden exhibir como un triunfo bajas tasas de paro, pese a que, la inmensa mayoría de autónomos no son trabajadores cien por cien activos y muchos de ellos no cotizan a la Seguridad Social; las empresas pueden disponer de trabajadores a tiempo completo, en sus propias oficinas, y despedirlos y volver a llamarlos siempre que quieran sin dar una explicación y sin mayores preocupaciones.


Todo vale porque ha dejado de considerarse al individuo o al trabajador con un bien para convertirse en una pieza intercambiable a la que se recurre siempre que haga falta sin las exigencias que el modelo alternativo proponía. Mientras que anteriormente existía una dicotomía entre empresario y trabajador, con el nuevo sistema todos somos empresarios, la dicotomía se rompe y el juego de lucha por los privilegios carece de sentido –o parece que carece de sentido-.


Efectivamente, el capitalismo, el sistema de mercado, amante conspicuo de los estados modernos, es el único sistema que, a mi entender, ha habido en la historia capaz de, en un momento de crisis, un periodo de debilidad, conseguir que la ciudadanía culpe de ello bien a la falta de intervención estatal –donde comenzó todo, y siempre en el caso de los más críticos-, bien a la mala gestión; mientras muchos miran hacia otro lado, son los menos quienes ponen bajo sospecha el sistema mismo.


El sistema de mercado está orientado en estos momentos a la puesta en suspenso de todos los derechos sociales y civiles planteados como irrenunciables hasta hace veinte años. No hace mucho se dio un caso que puede ejemplificar este fenómeno: durante estos últimos años hemos visto cómo en Francia se prohibía el uso de determinada vestimenta de origen “religioso” en las escuelas aduciendo la laicidad del estado francés; las protestas, alentadas por la situación social de una parte de la población francesa, de origen inmigrante, no se hicieron esperar. Al mismo tiempo, en España, vivimos una serie de manifestaciones en contra de la ley que prohibía el consumo de bebidas alcohólicas en la vía pública. Un diario sensacionalista francés titulaba su portada con un frase que podía traducirse como “Francia se manifiesta por la prohibición del uso del velo mientras España se manifiesta por el botellón”. Lo cierto es que mientras nuestros vecinos demandaban al estado una mayor protección social de determinadas clases marginadas –porque ese era en el fondo el problema, el clima era prebélico y la cuestión sobre el velo una coartada o la pequeña ascua que prendió la mecha-, en España salíamos a la calle reivindicando ciertos derechos o libertades civiles. Ésta es, de fondo, la realidad en la que nos movemos: resulta ridículo que la ciudadanía reivindique la protección estatal a unos estados que hace mucho dejaron de representar la soberanía de la ciudadanía y sólo trabajan para sí mismos y sostener el sistema que, a su vez, los sostiene a ellos. Resulta ridículo porque, desde sus comienzos, el estado ha ridiculizado a los individuos, los ha anulado y ni tan siquiera a día de hoy trabaja a favor de grupos sociales que tratan de representar voluntades individuales. Los estados mantienen un sistema concreto y sancionan a los individuos que no se pliegan al sistema mediante la crecida de leyes que anulan, de alguna manera, los derechos civiles. Sus únicas intervenciones van dirigidas a la anulación de la individualidad, más allá de esto renuncian a toda potestad. El resultado no es otro que sociedades asépticas, espacios sin humo, vidas de estadística, felicidad de anuncio de refresco...


“Si vogliamo che tutto rimanga com´è, bisogna che tutto cambi.”


Ésta es nuestra realidad: dado el sistema en el que nos vemos inscritos, en el que no somos nada, todo vale y estamos dejados a nuestra suerte, tan sólo nos quedan dos alternativas: cambiar a los gobiernos para que todo continúe de la misma manera o propiciar un cambio que ponga fin al fin de fiesta. La pregunta es oportuna: ¿existe una ciudadanía dispuesta a hipotecar un futuro ya hipotecado, bien cierto –porque, de ésta, el capitalismo sólo puede salir aún más reforzado-, por un futuro incierto?, ¿existe una ciudadanía dispuesta a despertar de este sueño, de las promesas que lo sostuvieron, que es el sistema de mercado?


La respuesta a estas preguntas la encontramos en los campos de fútbol de toda Europa y en las playas de su litoral.


Mientras sigamos viviendo de las “cortezas a las que llamamos panes” nunca dejaremos de ser “niños pobres que juegan a ser felices”.


martes, 11 de agosto de 2009

Faire les quatre cents coups


En ocasiones sucede que una melodía, de alguna forma extraña, poco razonable, logra hacerse contigo; te acompaña durante el día en tus quehaceres, mientras trabajas, haces la comida o das cuenta de ella, a la hora de ir a la cama y durante toda la noche... Muchas veces suele ser una melodía comercial que suena a todas horas en la radio o una melodía que acabas de descubrir en su belleza y no quieres olvidar. Proceso automático que escapa a nuestra voluntad.


Hace unas semanas, quizá meses, no sabría decir, viene constantemente a mi mente una melodía sencilla, melancólica, que tarareo la mayor parte del día, en voz alta o para mí solo, mientras desempeño mis labores. Si soy sincero, en este caso, no sentía animadversión hacia esta melodía ni pude aborrecerla; lo irritante, por llamarlo de alguna manera, era el hecho siniestro o desconcertante de que no era capaz de recordar dónde había escuchado con anterioridad estas notas. No se trataba de una canción actual que sonara en la radio, tampoco lograba identificarla de entre el archivo musical que guardo, según mis preferencias, en el disco duro de mi ordenador. No había manera; llegué incluso a pensar que esta melodía, de forma súbita, intempestiva, había tomado forma en mí y yo era su artífice. Sólo podía relacionar sus notas con aquellas melodías que acompañaban las imágenes de las películas italianas de los años cuarenta y cincuenta; también tenía un aire a las melodías que suenan en las viejas cajas de música cuando las abres o en aquellos viejos juguetes de latón de nuestros padres o abuelos en los que, tras darles cuerda, un autómata diminuto daba vueltas en un circuito cerrado al son de sencillas canciones; un sonido que me recuerda al de los organillos callejeros que ya tampoco existen.


La madrugada del sábado daba por terminada mi revisión de un PDF que hoy lunes debía estar en imprenta y que el ayer domingo la diseñadora tenía que dejar cerrado definitivamente tras introducir los cambios que, uno, jugándose el tipo, había propuesto (Hace tiempo que algunos tenemos muy claro que los estados nos han arrebatado en veinte años todas las conquistas sociales alcanzadas en los últimos tres siglos). Tuve esa melodía en la cabeza todo el día y con ella -no podía dormir- me fui a la calle, tarareándola, en un principio, mentalmente, más tarde, omito las inclemencias de algunos acontecimientos, de viva voz. A pocos minutos para el amanecer, como por un impulso, me vi arrastrado hacia la playa subido en una de las confortables e infalibles bicicletas municipales. Llegué a la Barceloneta cansado cuando los primeros focos de luz iluminaban por completo el horizonte marino, tranquilo, como una balsa, aquella mañana. Anduve por la playa unos minutos, con esta melodía en la cabeza, cada vez más lenta, llegando a su ocaso, instantes de notas agónicas y vibrantes. Por fin, en ese momento, supe dónde había escuchado estas notas tristes. Sonreí y emprendí la carrera hacia la orilla, me dejé mojar por una ola, di unas patadas al agua y quise darme la vuelta, buscando el objetivo de la cámara, a la que interpelar, con la ilusión, del momento, claro está, de que al girarme habría alguien a quien dirigir mi pregunta y quedaría inmortalizado en un primer plano.


Se trataba de la banda sonora de una de las películas más tiernas que conozco, una de mis preferidas (quienes me conocen íntimamente se hacen una idea); un film extremadamente bello: Les quatre cents coups, de François Truffaut, que, junto a À bout de souffle de Godard, puede decirse que conforman el manifiesto fundacional de la nouvelle vage; un movimiento heterogéneo, difícil de delimitar a no ser que se lo identifique con la distancia o el desmarque consciente del cine o producción cinematográfica imperante tras el fin de la segunda guerra mundial en el mundo occidental, encorsetado en viejas estructuras narrativas, para emanciparse definitivamente de las artes clásicas y demandar un lugar propio en esta categoría.


La historia de Antoine Doiniel es, como en otros casos, también la historia del héroe moderno. Un niño que, más allá del maltrato, en palabras de propio Tuffaut, jamás recibió trato ninguno: consecuencia del desarraigo en un hogar que nunca fue tal (no cabe hablar de un hogar desestructurado) es rechazado por su propia madre, para quien Antoine no es más que una carga, y olvidado por su compañero, un hombre permisivo que jamás quiso ocupar el rol de un padre y se contentaba con ganarse su aceptación. La historia de Antoine, resumiendo, pues no pretendo hacer una crítica cinematográfica y podemos encontrar multitud de monográficos o estudios críticos sobre esta cinta, es la historia de una huida, constante, a través de diversas instituciones “educativas” o correctoras. La cámara, siguiendo las prescripciones de la nouvelle vage, no es más que una visión infiltrada que, mediante planos dinámicos, el travelling o enfoques cotidianos, muchas veces cámara en mano, per-sigue las aventuras de Antoine por el escenario parisino. Simplemente pretende ser un testigo de sus correrías, porque Antoine, además de faire les quatre cents coups, siempre huye a la carrera, en todas direcciones, pues también es objeto del sentido literal de esta expresión francesa: escapa de casa a la escuela, escapa de la escuela a la calle o al cine, escapa en sus lecturas de Balzac, escapa de un hurto, es apresado, vuelve a escapar... hacia el mar en un final abierto, donde éste bien puede ser un mundo de posibilidades o un límite absoluto para su huida.


Una de las máximas del cine clásico, algo que nunca, en caso alguno, debe hacer un “actor” cuando entra en plano es mirar a la cámara y menos aún mirar con descaro. En cierta manera, esta convención pretende, sin conseguirlo, salvar las pretensiones de objetividad/realidad con que el cine clásico, sustentado en estructuras narrativas y planos fílmicos que las naturalizan, se presenta como realidad. Los personajes de la nouvelle vage se atreven a mirar, sin ningún rubor, a la cámara, para interpelar o retar al espectador y con ello, ponen en suspenso los elementos con que quedan naturalizados los escenarios y vivencias que tratan de representar o testimoniar. Personajes en el límite de lo permitido, inadaptados, excluidos, que nos miran a los ojos como si en determinado momento advirtieran que los hemos estado “siguiendo” y en vez de tratar de defenderse o justificar sus actos, sencillamente, “resisten” altivos, sin miramientos, sin parpadear un solo segundo, nuestra indiscreción; como si advirtieran que nuestra mirada es necesaria, condición de posibilidad de su existencia, requerida para el artificio de la ficción o como si intuyeran el carácter testimonial de sus existencia como personaje.


Antoine huye del correccional, logra zafarse de sus perseguidores y corre, corre en dirección a la playa, en busca del mar, hasta alcanzarlo. La última secuencia de Les quatre cents coups es un largo plano en movimiento que queda fijo, de fondo, encuadrado, Antoine, es mojado por una ola en la orilla, propina unas patadas al agua y, mientras se gira y dirige su mirada al objetivo de la cámara, con un travelling impactante, desconcertante, inusual, ésta se detiene en un primer plano de nuestro héroe que nos mira con descaro, nos interpela y nos lanza una pregunta: ¿Y ahora qué, ya he llegado hasta aquí, qué es lo que me espera? Vemos a un chico desconcertado, inmerso en un mundo que lo sobrepasa y que, poco a poco, comienza a conocer; que atraviesa distintas instituciones correctoras o de castigo y constantemente en huida. Cuando al fin logra su propósito, cuando después de correr un espacio indeterminado alcanza su meta, en ese preciso instante, nos involucra con su interrogante: por fin he logrado escapar, soy libre, ahora qué.


Resultan desconcertantes las formas primarias de expresión. Una melodía inconsciente es capaz de referir con mayor profundidad que todo este instrumento conceptual y analítico expuesto, una experiencia que puede condensarse en una imagen y cuatro notas... En ese instante, tras esa mirada fugaz e imaginaria, tras esa interpretación que hice a una cámara que sólo yo podía ver, supe lo que siempre he sabido: que yo, igual que Antoine, llevo huyendo toda la vida y que hace mucho que vengo preguntándome “ahora qué”; sólo que yo no tengo un objetivo que me sigue ni unos espectadores a los que interpelar y despertar del letargo cinematográfico, ahuyentarlos de la ficción que naturaliza aquello que busca re-presentar de determinada manera. De pronto, por fin, sentí sueño y comencé a bostezar, mi casa, en el barrio de Gracia, quedaba lejos, tenía un buen trecho, pero sabía, al menos, que esa mañana, después de estos meses, podría dormir sin ningún sobresalto.

martes, 4 de agosto de 2009

Fin de fiesta


“Yo no sé si nuca nos haremos mayores. Muchas cosas en nuestra experiencia nos convencen de que el acontecimiento histórico de la Aufklärung no nos ha hecho mayores; y de que no lo somos todavía. Sin embargo, me parece que se le puede atribuir un sentido a esta interrogación crítica sobre el presente y sobre nosotros mismos que Kant ha formulado al reflexionar sobre la Aufklärung. Más aún, me parece que ahí se da una manera de filosofar que no ha carecido de importancia y de eficacia durante los dos últimos siglos. La ontología crítica de nosotros mismos no hay que considerarla, ciertamente, como una teoría, una doctrina; hay que concebirla como una actitud, un ethos, una vida filosófica en la que la crítica de lo que somos es a la vez análisis histórico de los límites que nos son impuestos y prueba de su posible trasgresión.
[…] No sé si hoy en día es necesario decir que el trabajo crítico implica todavía la fe en las Luces; necesita siempre, creo yo, un trabajo sobre nosotros mismos, es decir, una labor paciente que dé forma a la impaciencia de la libertad.” (Michel Foucualt, “¿Qué es la ilustración?” en Sobre la Ilustración, Tecnos, Madrid, 2004, pp. 96-97)



Hace tres o cuatro años escribí un ensayo sobre la Modernidad articulado en torno a este texto de Michel Foucault. La primera vez que leí estas palabras pensé que me encontraba ante el menos foucaultiano de todos los textos de Foucault, con toda la problemática que un fenómeno como este podría mostrar... más tarde me encariñé con el texto, descubrí toda la ternura que esconden unas palabras vertidas al auspicio del final de una vida, palabras cansadas, tras años de “resistencia”, meses de enfermedad, y descubrí, quizá, así quiero pensarlo, al Foucault más lúcido.

La reflexión de este sociólogo francés sobre la Aufklärung, de manera directa, quiere señalar al texto clásico de Kant, en el que, como todos sabemos, el filósofo alemán define la Ilustración como “la salida del hombre de su autoculpable minoría de edad”. La pompa y el boato, las sinfonías que acompañaron este proyecto habían, cuando Foucault cerró uno de sus últimos textos sobre la Ilustración, dado paso al mutismo, cuando no al llanto. El estudio emprendido por él sobre las relaciones vinculantes entre saber y poder le habían llevado, de alguna manera, a establecer un visiíon crítica del proyecto ilustrado tal y como, aunque a su modo, hicieron los miembros de la Escuela Frankfurt. Foucault había denunciado a aquellas instituciones que, junto con el desarrollo del conocimiento social, humano, científico, habían establecido ciertos límites al desarrollo de una subjetividad moderna, tal y como él hubiera deseado; de alguna forma, todas estas instituciones habían constreñido, marcado los límites, sentado cátedra sobre dicha subjetividad e impuesto el principio de autocontrol. Sin embargo, Michel Foucault, autor de Vigilar y Castigar o Historia de la locura, finaliza su reflexión sobre la Aufklärung con unas palabras y tono sorprendentes: “Yo no sé si nunca nos haremos mayores...”. La melancolía que percibo, el lamento, como un quejido vago, ofrecen una visión contradictoria de su pública “resistencia” como profesión.

Con el tiempo, he llegado a la conclusión, probablemente subjetiva, de que, de alguna manera, Foucault está reconociendo que si el proyecto ilustrado tuvo como principal objetivo aquella salida de nuestra minoría de edad, como tal, aquel proyecto, estaba agotado y viciado desde un principio. Como contrapartida, con esa madurez que le presupongo al texto, nos ofrece al menos un rasgo, una estrategia, una cualidad de este proyecto que, según su modo de ver, “no ha carecido de importancia”: la crítica de lo que somos como actitud, como filosofía, como forma de una subjetividad sin sujeto, no determinada por ninguna estructura trascendental.

Estamos ante el Foucault más kantiano, es posible, también el menos resistente (me refiero a aquella resistencia infantil, obsesiva, parcial y transgresora; por todo ello narcisista), pero el más “crítico”: el mejor Foucault.

No sé hasta qué punto, aquella estrategia kantiana a la que hace referencia el sociólogo francés puede atribuirse en exclusividad al proyecto ilustrado; sí es característica de la Modernidad. Todo esto lo supo Foucault, y es posible que estos matices, su ausencia, trataban de eludir cierta polémica: el debate abierto sobre la postmodernidad.

La Modernidad, éste es el error, no puede ser identificada con el proyecto ilustrado o el periodo que llamamos Ilustración, pese a que éste sea, precisamente, el antídoto que el hombre moderno inventó para una fiebre o una enfermedad concreta: la Modernidad. En cierta manera, esta crisis de fin de siglo que estamos viviendo no es más que un eco de la crisis del medioevo, el fin de un antiguo sistema de representación que tuvo como alternativa el proyecto ilustrado. Finalizado el mismo nos encontramos en el mismo punto de partida y, más que hablar de postmodernidad, siempre he defendido el uso de la expresión postilustración.

Mientras la modernidad hizo uso de la estrategia crítica, estableciendo los límites del sujeto cognoscente para determinar qué nos era dado conocer; aquel uso estuvo orientado a la institución de una serie de valores seguros, en el conocimiento, en la acción o el deseo. Por su parte, en nuestro tiempo, dicha estrategia, todo lo contrario, ha diluido el concepto fundamental de “sujeto” (trascendental) para sacar a la luz, mediante análisis históricos, los límites que nos son impuestos. Esta operación no puede sentar cátedra como deseaba el proyecto kantiano, escapa a cualquier aspiración de universalidad, y ha de repetirse, de forma calidoscópica, a cada instante, sobre todo presente, hasta el fin de los días. Deja de ser proyecto y pasa a ser sana obsesión, actitud asumida, libremente, como base para todo vivir, conocer, sentir, especular...

Uno de los textos más bellos de Fernando Pessoa comienza con estas palabras:

“Damos comúnmente a nuestras ideas de lo desconocido el color de nuestras nociones de lo conocido: si llamamos a la muerte un sueño es porque parece un sueño por fuera; si llamamos a la muerte una nueva vida, es porque parece una cosa diferente a la vida. Con pequeños malentendidos con la realidad construimos las creencias y las esperanzas, y vivimos de las cortezas a las que llamamos panes, como los niños pobres que juegan a ser felices.” (Fernando Pessoa, “Encogerse de Hombros”, Libro del desasosiego)

La metáfora de Pessoa siempre me ha parecido, como este texto en su conjunto, una descripción muy adecuada par definir nuestro tiempo: “vivimos de las cortezas a las que llamamos panes, como niños pobres que juegan a ser felices”. En ella entran todos los conceptos fundamentales de un espíritu postilustrado: la construcción lingüística del mundo, la referencia a la experiencia y a la subjetividad como “juego” y la imagen del niño como contrapartida de la anhelada o prometida “mayoría de edad ilustrada”. Nuestras viejas aspiraciones sobre el conocimiento han quedado clausuradas, nos limitamos al tanteo y la provisionalidad; nuestro mundo comienza a estar repleto de cuervos albinos. Tras dos guerras mundiales, centenares de guerras civiles, matanzas indiscriminadas... todas ellas fundamentadas en la misma Razón que nos habría de salvar de una crisis pretérita, aquel proyecto ético, histórico y universal también ha quedado abolido.

En este fin de fiesta, anunciado con la crisis del sistema de mercado, todo es incierto y carecemos, una vez más, de un sistema de formas, de un cuadro conceptual con el que poder “atender” este presente, que se nos ofrece, indeterminado, ante nuestros ojos desafiándonos, como ya he dicho alguna vez, a que lo signifiquemos. Quizá, y esto no lo dijo Pessoa, comienza a ser preciso un renacimiento en el hombre del niño que todos nosotros, como hombres, somos. Esta actitud kantiana, foucaultina, no es otra que la autoconciencia, sin culpabilidad ninguna, pese a Kant, de sabernos niños que juegan a ser mayores; probablemente la metáfora que mejor define esta nueva forma de subjetividad emergente, esa actitud crítica y constante sobre nosotros mismos, sobre nuestro presente y sobre nuestros límites en su dimensión histórica.

De vuelta a casa


Recorrer las calles vacías de una ciudad despierta un sentimiento extraño, una percepción distinta de las cosas; cierta inquietud que oscila entre el malestar y la gloria por saberte vivo.


Ello no quiere decir que las cosas mismas, las avenidas, las fachadas de los edificios, las esquinas recordadas que, como personajes, salen al encuentro, hayan sufrido algún cambio. Somos nosotros quienes miramos de manera distinta.


Cada verano se sucede, irremediablemente, esta imagen: una ciudad despoblada, el aire siniestro, personajes lejanos, sin rostro, que, a lo lejos, cruzan una calle.


La ciudad, entonces, despoblada, se puebla de imágenes que nuestra memoria proyecta sobre las cosas; y esta vida que nosotros le otorgamos revierte, a su vez, sobre nosotros mismos y nos sumerge en el tiempo. La materia inmóvil, la quietud de la piedra y el remedo de nuestra mirara alientan los hechos que siempre sucedieron en ese lugar y que nunca dejan de suceder.


Quienes “sufren” experiencias de este tipo reconocen la vivacidad de lo que acontece a cada paso, el eterno saludo del pasado, la saudade sobre la que queda constituida cualquier experiencia digna de ser eso mismo: fármaco para lo que ya no-es. Una palabra inocente, el gesto no calculado, el sabor de un instante... acontecimientos sin dueño que guardamos en la cartera como una fotografía ajada de quienes ya no nos recuerdan.


Con las primeras luces del día, el rocío de la mañana tiñe los contornos de un brillante esplendor, y la brisa fresca, salina, que contornea nuestra figura y sacia una garganta agrieta por los excesos de la noche larga y el caminar impreciso, barre ese retablo barroco que se yergue insolente ante nosotros.


De vuelta a casa, en un callejón todavía oscuro, una gata naranja me cede el paso, se detiene un instante, fija sus cristalinos en los míos, quedo poseído mientras lame su pata delantera y un maullido ahogado, cuando prosigo temeroso y vacilante, me despide a lo lejos. Tropiezo con la columna sobre la que una gárgola ennegrecida vigila mis pasos, tanteo la calle que me lleva a casa y aflojo la carrera: un nuevo día se abre paso y yo me deleito con hacerlo esperar.