“Repleta de
males está la tierra y repleto el mar. Las enfermedades ya de día ya de noche
van y vienen a su capricho entre los hombres acarreando penas a los mortales en
silencio, puesto que el providente Zeus les negó el habla. Y así no es posible
escapar de la voluntad de Zeus.” (Hesíodo, Los trabajos y los días)
Cuenta Esquilo (Prometeo
desencadenado) que Prometeo, el más audaz de los titanes, un dios venido a
menos, a modo de revancha, se rebela contra Zeus en beneficio de los hombres, pues
éste nos quería, meras criaturas, subyugados. En alguna versión del mito,
Prometeo burla a los dioses olímpicos porque es, en cierta manera, nuestro
hacedor (nos hizo a partir del barro, nos dio la capacidad de andar erguidos,
de domesticar animales o recoger los frutos de la tierra) y Zeus, insatisfecho
con nuestra existencia, pretendía acabar con nosotros desencadenando un
diluvio.
Como fuera, Prometeo burla doblemente a los dioses: tras un
sacrificio, divide las partes de un buey en dos: las carnes, envueltas en piel;
los huesos, embadurnados en grasa, y le da a Zeus a elegir. Éste escoge la
grasa, de mejor apariencia, y, enfurecido, tras el engaño, ordena aprehender al
titán que huye, robando el fuego del Olimpo para ofrecérselo a los hombres.
Las versiones de cada poeta difieren entre sí, aunque, en
todas ellas, Prometeo es condenado a uno de esos tormentos de carácter cíclico que
solamente los dioses –y algunos humanos, cuando deliran– son capaces de urdir:
Prometeo es encadenado en una cueva del Cáucaso para que un águila devorase sus
entrañas cada día, mientras éstas se regeneraban al anochecer; así, durante
toda la eternidad (nuestro titán estuvo treinta mil años sufriendo esta tortura
hasta que fue liberado).
El fuego, simbolizado en el mito, representa al conocimiento
y, en mayor parte, a la técnica. El animal indefenso adquiere sus garras y
puede caminar en la noche, iluminando la oscuridad. Prometeo es el padre la
humanidad porque, a partir de su don, fuimos capaces dominar las artes
técnicas, como las matemáticas, la medicina, la navegación o la minería, entre
otras. Con ellas, pudimos transformar la realidad y acomodarla a nuestro placer,
doblegar los designios divinos y, en cierta manera, erigirnos en dioses
terrenos –aunque mortales, como estamos viendo.
La historia no acaba aquí. Hesíodo también nos cuenta cómo
los olímpicos, enfurecidos, se negaron a aceptar que el fuego divino estuviera
en manos de los hombres. Así que Zeus ordena a Hefesto que cree a una mujer de
arcilla, a la que llamarán Pandora, y en cuyo corazón depositará Hermes la
mentira y la falacia; de aquí surge toda una tradición en torno a lo femenino –Pandora
es la precursora de la Eva judeocristiana, para quienes les interese el monotema. El
caso es que, como todos hemos oído, Pandora descorchará la vasija, castigo de
Zeus por poseer el conocimiento, la técnica –su contrapartida–, desatando todos
los males (el coro de voces recita la palabras que dejo al inicio) y en cuyo
interior quedará atrapada, ya sabéis, la esperanza (puede ser interpretado que
nos es negada o que es el único consuelo que nos queda).
La esperanza es un bálsamo, no un fármaco; suaviza, no cura
–y no quiero ponerme obsceno.
A diferencia de la llama que arde en el Olimpo por la
eternidad, los humanos tendrán que aprender a encender el fuego y mantenerlo;
nuestra llama no es inmortal, es perecedera, precaria e incierta. El uso que
hace del conocimiento y la técnica nuestra especie, como estamos viendo, tiene
su contrapeso, representado en la mitología clásica con este castigo de Zeus.
Por esto, el mito prometeico tuvo una amplia acogía entre los románticos (para
quienes la naturaleza era una furia indomable –ser “romántico” es esto y de
todo esto trata la novela de Mary Shelley; nada que ver con cenar con velas y
escuchar canciones malas–), que siempre han sido el envés del positivismo,
encarnado en una fe ciega, casi y, paradójicamente, irracional, en la ciencia y
la técnica; en el progreso.
Entre nuestras hazañas hemos encumbrado la Revolución
Industrial y tecnológica desarrollada en los dos últimos siglos. Aunque a decir
verdad, nuestra mayor revolución, nuestro mayor logro, aquello que hizo que
nuestra especie se multiplicase y colonizase todo el planeta fue la Revolución
Neolítica: dejamos de ser animales errantes y oportunistas; nos domesticamos a
nosotros mismos; hicimos de la vida un lugar mejor, dimos nombre a nuestros
hijos en el seno de la familia más allá de la tribu y sembramos la semilla del
Yo. Todo esto fue posible gracias a nuestro dominio de la agricultura, la
ganadería y otras artes, que desencadenó la diversificación del trabajo, las
especialidades y oficios: la civilización. Su contrapartida, repito, es lo que
estamos experimentando estos días.
Aunque resulte antitético, aquella explosión demográfica
vino de la mano de un repentino aumento de la mortandad: la llama con la que
quisimos rivalizar con los dioses amplificó nuestra esencia finita y terrena en
forma de plagas y enfermedades infecciosas. Los asentamientos, cercanos siempre
a lagos y ríos, lugar idóneo para el estancamiento de aguas y proliferación de
mosquitos, desataron plagas nunca vistas; nuestra convivencia con animales,
recientemente domesticados, posibilitó la aparición de nuevas infecciones
víricas mediante zoonosis por coronavirus como la gripe o el resfriado; la vida
en comunidad y el comercio con otros pueblos las extendieron por todo el globo…
Murieron por miles (todavía no éramos millones), pero nos dejaron el legado de
un acervo genético que hoy las hace enfermedades comunes con una baja
mortandad. Es en este contexto en el que los pueblos de la Edad del Bronce
comienzan a elaborar su mitología y a dar forma a los dioses que las
protagonizarían.
Y hoy, estos días, se nos ha vuelto a abrir ese séptimo sello y nos vemos, de nuevo,
jugando esta macabra partida de ajedrez con la muerte.
El SARS-CoV-2 no es el resultado de alguna forma de
ingeniería genética; las teorías conspiranoides son hilarantes. El 17 de marzo fue publicado Nature Medicine el estudio que demuestra
un origen zoonótico. La OMS lleva años llamando la atención sobre la posible
proliferación de patógenos de este tipo ligada a la sobre explotación ganadera,
al calentamiento global y a la destrucción de los ecosistemas; en otras
palabras: a las formas de producción de la edad post-industrial y a las formas
de vida del capitalismo tardío. Pero la OMS es como Casandra, un órgano
consultivo, no ejecutivo, que sólo ha levantado la voz cuando ya era demasiado
tarde (imagino, porque sus principales benefactores son los países
industrializados).
Es Prometeo, con su llama, quien viene a revisitarnos y
Pandora quien ha vuelto a descorchar la vasija.
Con los datos que tenemos a mano hasta el momento (simples
estadísticas publicadas por la RNVE a día 6 de abril) la COVID-19 tiene una
letalidad en España en torno al 10,1%. Aunque éste es un dato sesgado, puesto
que se establece en base al total de la población o al número de infectados de
que disponemos y éste no se corresponde con la realidad, ya que carecemos de
test para cribar a toda la población (en mi opinión, más del 60% de la
población madrileña ha sido infectada). Una vez dispongamos de una aproximación
real, cabe esperar, ese porcentaje descenderá; no sabemos hasta qué punto.
Según los datos ofrecidos por la OMS, en China, sólo un 2% de infectados
murieron por SARS-CoV-2 en la provincia de Wuhan y, fuera de ella, sorprendentemente,
la letalidad desciende hasta el 0,7%. Es este baile de cifras el que le da un
aire siniestro al virus y está desatando todo tipo de teorías; eso, y la
aparente “selectividad” que tiene por edades. Parece ser, por ejemplo, que la
menor tasa de mortalidad que se está registrando en Alemania, tiene más que ver
con un número más fiable de infectados y con ciertos caracteres socioculturales
y económicos. Lo que cabe esperar es que en los próximos meses esta tasa
descienda hasta un porcentaje bastante menor en los países desarrollados. Sea
como sea, es escalofriante; una auténtica tragedia, sobre todo porque esa
letalidad se dispara partir de los 56 años y es catastrófica en otras franjas
de edad más avanzadas.
Como consecuencia de todo ello, estamos viviendo una deriva
autoritaria como pocas veces se ha visto hasta el momento; un escenario que
puede sentar precedentes y ser naturalizado tras el shock. Me explico: la gripe común se estima que tiene una tasa de
mortalidad del 0,13% (un porcentaje ínfimo comparado con el del SARS-CoV-2);
según ha publicado el CNE, en la temporada 2018-2019 hubo en España 490.000 casos
atendidos en Atención Primaria, de ellas, 35.300 tuvieron que ser ingresadas y
unas 6.300 fallecieron. Lo extraño de todo ello es que, pese a su menor
virulencia, a ningún Gobierno se la ha ocurrido confinar a su población durante
los picos de incidencia para reducir su mortandad; todo lo contrario, hemos
visto estos años cómo se aprobaban despidos masivos por esta circunstancia,
obligando a infectados a acudir a sus puestos de trabajo e infectar a otras
personas, a la vez que se reducía el presupuesto e inversión en Sanidad. En
otras palabras: Occidente asume miles de muertos anuales causados por la gripe
en beneficio de la estabilidad económica. Somos peones prestos a la producción y
al consumo desmesurado, sin importar nuestras vidas. Aunque todas la medidas
que se están tomando parecen estar orientadas a disminuir la curva de contagios
y, en función de ello, su letalidad, guardo la sospecha de que todo esto lo
estén haciendo por nosotros y, especulo, temen más el colapso económico y
civilizatorio que el colapso sanitario tras el que se escudan para imponer un
Estado de Excepción en el que nuestros derechos fundamentales han sido
conculcados. Tras el shock económico
y social, cabe esperar la receta ya conocida.
Lograremos, tarde o temprano, una vacuna. Si hace falta
continuar con esta biopolítica del miedo durante un año, lo harán; de hecho, por
esta razón patrullan los ejércitos por las calles desde el primer día: temen
una revuelta. Lograremos la inmunidad, a expensas de nuestros muertos, de
nuestros mayores; la vida continuará, la partida de ajedrez volverá a quedar en
tablas y este virus, quizá, se nos haga tan familiar como la gripe. No lo sé,
no soy adivino; especulo. Pero dudo seriamente de que este escenario no esté
siendo utilizado para evitar el colapso
de una forma de vida cuya sintomatología anuncia su fin desde hace décadas.
Esta coyuntura será aprovechada; la crisis económica que se avecina es un mal
menor; estas crisis siempre benefician a los mismos, ya lo hemos visto: el capitalismo
se nutre de ellas, fagocita cualquier situación adversa para hacerse más fuerte
como sistema en una dialéctica siniestra y mortal para la vida y nuestra
especie.
Este virus es real, su letalidad se nos hace inasumible como
sociedad porque mata a nuestros padres y abuelos, pero no se puede imponer el
cautiverio a una población durante un año en condiciones deplorables porque nos
puede conducir al delirio y a la decadencia como sociedad, si es que ya no la
habíamos alcanzado, allanando el campo para la más cruenta de las distopías: un
mundo hecho de distancias de seguridad, de rostros embozados, de novedades en
el frente; un mundo sin abuelos, sin mayores; un mundo de niños pálidos y
desquiciados de mirada ausente; un mundo levantado sobre cuatro paredes.
Nos habíamos olvidado de Prometeo y del pobre destino del
que Pandora era portadora; nuestro orgullo como especie nos ha hecho olvidar
nuestra condición más íntima como mortales y dibujado sociedades asépticas,
vueltas de espaldas al dolor, la enfermedad y la muerte intrínsecos a todo lo que somos. Me
gustaría pensar que, después de todo esto, hemos aprendido la lección, pero soy
pesimista; tras los balcones y ventanas, las miradas no se dirigen hacia la luz ni
hacia la Vida, sino hacia las vacaciones y viajes anulados, las cenas
pospuestas y las compras de temporada. Quizá nos merecíamos todo esto, porque
no sabemos ni queremos, otra vida, más allá de esta no-vida, en la se “abrirán
las grande alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad
mejor”.
Madrid, abril de 2020