sábado, 27 de marzo de 2010

Spleen (II)


Apenas tenía diecinueve años cuando la conocí. Vivía en la ciudad equivocada, estudiando la carrera equivocada. Trabajaba durante la semana en la cafetería de la facultad y de jueves a sábado servía copas en un pub que ella regentaba junto a un socio, antiguo amante suyo, desde hacía algo más de diez años.


Ella tenía poco más de la edad que yo tengo ahora; yo, entonces, era un niño cubierto por clichés, parapetado tras frases encorsetadas y autocomplacientes, pocas veces ocurrente y con esa inexperiencia propia de quienes tratan de disimular que apenas hace unos meses comenzaron en serio su partida, esa en la que ya no hay vuelta atrás y en la que comienza a jugarse en serio el destino cada cual. Tenía un lunar donde el cuello, recto y firme, precioso, se confundía con el saliente de la clavícula; el pelo castaño, siempre recogido en una coleta; una mirada sincera, capaz de hacer callar al último de los borrachos cuando cesaba la música y se encendía la luz que acompañaba los primeros destellos de un nuevo día que perderíamos entre sábanas, canciones y cigarrillos; la manera más sensual que hasta ahora he visto, de caminar, de sentarse en una terraza enfrente tuyo y dar un sorbo a la taza de café, de fumar mientras se recogía un mechón de cabello tras la oreja, de coquetear cuando el juego era demasiado sencillo y el más débil, yo, en este caso, comenzaba rendido y postrado a los pies de su contrincante. Solía vestir tejanos ajustados, camisetas y jerséis oscuros, camisas, que con su sueldo nunca hubiera podido pagar, de hombres que, como trofeos o reproches mudos, lucía cuando, sin disimulo, quería ser salvajemente encantadora.


Apenas hablaba de su tiempo pasado o de su vida más íntima, todo aquello formaba parte del mundo onírico que la desvelaba cada noche empapada en sudor; nunca supe en qué ciudad nació, su acento tenía esa cadencia musical del norte y el azul apagado de sus ojos, que, como un calidoscopio monocromático, giraban hacia el gris, recordaban a las aguas embravecidas del cantábrico o de algún pueblo de pescadores. Ya digo, podía ser encantadora o un témpano distante de hielo; podías charlar con ella durante horas una noche llenando la madrugada hasta el amanecer o apenas, salvo alguna palabra de cortesía, escuchar su voz durante días. Puedo ver su imagen, ahora mismo, sentada en la mesa de una cafetería cualquiera, con el cigarro en una mano y la otra apoyada sobre la taza de café, ensimismada, mirando sin mirar el ajetreo de una tarde lluviosa con ese brillo acuso en los ojos, en contraste con la dureza de sus facciones, coronadas por las pequeñas arrugas tempranas que quienes viven rápido adquieren, como una señal inequívoca, con la que nos reconocemos, en torno a los ojos.


Fuimos amantes... bueno, algo así, una temporada. Ella ponía las reglas y yo le ahorraba las preguntas. Pronto descubrí que con ella resultaba estúpido e incluso cómico tratar de mantener cualquiera de las poses habituales que un crío de esa edad, inevitablemente, para desenvolverse, suele adoptar como estrategia. Probablemente tarde, porque eso lo sé ahora, he llegado a comprender lo importante que fue ella para mí y lo mucho que de ella aprendí. Antes y después hubo otras mujeres, muy pocas importantes, pero creo que aquellos meses durante los que me vi intermitentemente con ella marcaron un punto de inflexión, por lo que toca a mis relaciones amorosas y en mi vida en general, a la hora de valorar qué o quiénes merecen la pena en esta vida.


Nunca nadie la llevó a pasear por Roma, no conoció oriente ni jamás había subido a un avión; no dudo de que recibiera más de una vez pomposos ramos de flores, el suyo era un apartamento de jarrones vacíos, pero sí sé que, hasta que yo lo hice, nunca nadie robó una rosa marchita de un jardín público como regalo de madrugada camino de ninguna parte; esta vez no pudo esconderse tras de sí. Ella nunca pudo viajar a las ciudades cuyas postales adornaban las paredes de su apartamento ni odiar a los hombres que protagonizaban las películas en blanco y negro con las que se entretenía, absorta, para pasar la tarde envuelta en mantas sobre el sofá, antes de darse una ducha, recogerse el pelo, calzarse los tejanos y bajar al mismo callejón donde se encontraba el pub. No, nunca supe cuáles fueron los sueños, los suyos, que la sacaron de su aldea, no había pisado una universidad en su vida ni oído hablar de los autores que yo recitaba con esa ingenua devoción juvenil, aunque tampoco tenía mal gusto para la literatura y las baldas repletas de libros en los estantes del salón de su casa evidenciaban que, además de estar muy sola, había aprendido que la lectura es, a veces, una forma menos amarga de vivir y de no estar tan solo.


Ella siempre quiso ir a vivir a Londres, pero decía tener dificultades con los idiomas y no sabía de qué forma podía ganarse allí la vida. Yo venía de pasar unos pocos meses allí y cuando supe, después de animarla a hacerlo, que nunca lo haría, le hacía ver que los lugares y las cosas soñadas nunca se adecúan al objeto o la estancia real; entonces me miraba, como si hasta el momento no hubiera advertido que tenía a alguien delante, y sonreía, con esa mezcla de cariño y amargura, complicidad y vacío, similar a la de un padre que descubre que su hijo ya es un hombre y que sus palabras ya no son de oídas.


Aquello sólo duró unos meses y apenas pudo llamársele relación; fue una amistad, eso sí, cargada de ternura, por su parte, de sensualidad, por la de ambos, y de intercambios que siempre he recordado con muchísimo cariño y en la que últimamente pienso a menudo.


Ella se marchó a la costa, vendió su mitad del pub y dejó aquella ciudad que tan bien la había maltratado. No se despidió, o quizá lo hizo en silencio, cuando me dio aquel último beso que yo, al creer uno más, no sé recordar.


Pienso a menudo en ella, desde hace un par de años, entre otras cosas, porque una tarde, fumando un pitillo en una cafetería mientras leía el periódico, me distraje mirando a la gente pasar tras la cristalera. Entonces me detuve en mi imagen reflejada en el cristal; no necesité un reflejo más nítido, no me hacía falta ningún espejo, para reencontrarme con aquella mirada, con estas arrugas perfilando la comisura de mis ojos y remarcando la dureza de mis facciones; el brillo acuoso de mis pupilas era un sentimiento más que una visión (a mí también me habían robado alguna ciudad que ya no quiero visitar).


“... ahora sé lo que ningún ángel sabe.”


Por cierto, se llamaba Anabel, se hacía llamar Bel; yo la llamé Ana.


Todavía, cuando escucho ese apodo poco común, las contadas ocasiones, me giro para buscarla sin remedio ni suerte; a veces pienso que si la hubiera conocido ahora, por ella hubiera dado un reino, o eso quiero pensar.



¡Salud!


miércoles, 24 de marzo de 2010

El final de la Historia... y la tarea del pensar


Leo uno de los textos de vejez de Martin Heidegger (un tipo no muy popular y terco, pero demasiado lúcido como para dejarlo de lado y sumarme al murmullo), un texto breve, escrito cuarenta años después de Ser y Tiempo (un proyecto descomunal con el que trataba de restaurar y consolidar a la Filosofía como garante de todas las ciencias, además de resolver el fundamento o la base de todos los problemas a que su práctica había dado lugar desde su origen), y que siempre me ha resultado desconcertante, porque reconoce, aunque de forma velada y no del todo (era un cabezón), que había estado equivocado y que debía rectificar, pero aún así no modifica su discurso ni pone en suspenso el “método” con el que él pretendió, en su momento, hacer Filosofía (en mayúsculas, en este caso, claro).


Se titula El final de la filosofía y la tarea del pensar y comienza así:


El título nombra el intento de una meditación que se queda en pregunta. Las preguntas son caminos para una respuesta. Ésta consistiría -en el caso de que alguna vez se accediera a ella- en una transformación del pensar, no en un enunciado sobre un contenido.


Resultan complejas (y os las ahorro) las razones por las que un tipo que pretendía restaurar la práctica de la Filosofía como Ciencia fundamental (para ser sinceros, nunca reconoció directamente el fracaso de aquel proyecto y nunca cejó en su empeño; era un obstinado) concluyó por afirmar que ese pensamiento crítico, ese discurrir que interroga a aquello que le concierne, y también lo de más allá, no tiene, no puede, tener por objeto una respuesta efectiva, un contenido predicativo: un conocimiento medible; aquello que aportan nuestras preguntas es una modificación del sujeto que las enuncia y recorre el camino que, ese interrogar, presupone como búsqueda, no del objeto, sino de la transformación de quien cuestiona este acaecer del objeto en nosotros. (Por favor, que no venga ningún new age tocando las maracas a buscarle sentido religioso, trascendente o panteísta a esta idea, que ando embarazado y tengo demasiadas angustias como para sumarle una real.)


Sí, este cabrón antisemita y totalitario podía decir cosas muy interesantes y extremadamente lúcidas; pese a todo.


El texto se articula en base a dos preguntas (no dejó de ser alemán hasta su muerte y el esquematismo de sus textos guarda isomorfía con la lengua en la que pensaba); la primera de ellas, ¿En qué sentido ha llegado la Filosofía a su final en la época presente?, explica en qué sentido la Filosofía, con mayúsculas, como digo, había sido coronada como madre todas las ciencias (lo cual es cierto, todas las ciencias modernas no eran más que materias de estudio base para el desarrollo de la Metafísica), en base a que su objeto de estudio no era un objeto concreto, como los objetos concretos de cada una de las ciencias particulares, sino ese objeto abstracto, y que engloba a todos los demás, que es el ser-objeto (sí, siento decepcionaros a muchos, la Filosofía nunca ha tenido como objeto explicar qué es el Bien, la Justicia o la Belleza -con la Semana Santa llegan las profesiones de mayúsculas-, estas preguntas eran secundarias; la Filosofía siempre ha pretendido dar con la respuesta a una pregunta fundamental -¿Qué es Ser? ¡Con dos huevos!- que, una vez resuelta, podría, a su vez, arrojar luz sobre estas otras preguntas parasitarias). Como digo, el tipo es terco como una mula que quiere morir en mitad del asfalto, así que, en vez de admitir que la Filosofía, como práctica y como discurso, ha llegado a su final (porque la tarea de la Filosofía no puede ser resuelta, porque busca algo que no existe, un agregado lingüístico, y a lo más que podemos aspirar es a un “tanteo” científico-técnico, cuantificable, de los fenómenos ya desvestidos de esencia noumenal), lo que hace es afirmar que la Filosofía, como saber, se ha realizado, aunque desplazada por la perspectiva científico-técnica, y que aún le queda una tarea; que no es otra que la tarea del pensar.


Así, la segunda pregunta que estructura el texto, ¿Qué tarea le queda reservada al pensar al final de la Filosofía?, tiene un sesgo que a nadie (al menos a quienes pertenecemos a la logia y juramos en ritual no descubrir sus secretos -¡Va, a mí me echaron por transgredir la mayoría de las normas-) se le escapa: por una parte, lo que está haciendo es reconocer que la Filosofía, como práctica, ya no tiene sentido, que sólo hay lugar a la tarea del pensar, pero, por otra, con ciertos sesgos, atribuye a esta “nueva tarea” la cualidad de ser auténtica Filosofía. Ya digo, testarudo hasta el final.


Todo esto no es interesante para casi nadie; lo relevante del texto, aquello que lo hace digno de mención y a Heidegger un tipo muy lúcido, es la descripción/prescripción de esta “forma de pensar” y que él mismo reconoce extraña: "De entrada, la idea de una semejante tarea del pensar resulta ya extraña: ¿qué clase de pensar es ese que no puede ser ni metafísica ni ciencia?".


Ya os digo, él intenta, todo el tiempo, mostrar cómo esta forma de pensar o de entender el pensamiento constituye una “nueva forma de filosofar” (no es así, pero da igual; sí, la Filosofía es una práctica anacrónica, muy propia del espíritu humano, pero ya sabéis, muerta la humanidad, se acabaron sus despojos). Repito, lo interesante es esa idea de “pensar” que está esbozando de pasada en el texto. Cuáles son sus cualidades:


i) Es un pensamiento precario, provisional; lo que quiere decir que es temporal, ligado al momento y circunstancias que lo envuelven, atento con ellas, que puede ser modificado, que no representa una autoridad y que renuncia, en definitiva, a esas aspiraciones de eternidad.


ii) Ese pensamiento “no quiere ni puede predecir ningún futuro”; sin fundamento (un fundamento es algo, un axioma, un hecho, a partir del cual se sigue un argumento, válido en todo tiempo o época: universal) carece de legitimidad para fundar, no puede (no quiero) presentarse como proyecto (una coordenada no es un mapamundi en cuatro dimensiones).


iii) No es un forma de conocimiento (el conocimiento es una forma de establecer relaciones cuantitativas para cosificar un fenómeno con la intención de darle entidad, carácter objetual, en una conciencia), sino, en palabras de Heidegger, una forma de “ponerse en guardia”; en guardia frente a esquemas o relaciones (inadecuadas) previos, heredaros; en guardia en el sentido de tenir cura, como dicen en catalán, del estado de cosas presente, a la mano.


Éstas son las cualidades de una nueva forma de pensar y, de alguna manera, de estar-ahí, donde nos toca (no allá, donde quisiéramos o nos quisieran). Como digo, Heidegger, después, se obstina en hacer ontología y se empeña en demostrar que este pensar, de alguna forma, alcanza una ontología esencial que tengo el grandísimo gusto de omitiros para no extenderme más de lo que ya estoy extendiéndome (a grandes rasgos, dirá que aquello que en cada presente precisa, nos demanda, esa atención, muestra, como un claro en el bosque -die Lichtung-, una verdad fundamental oculta en su aparecer-ahí –resulta imposible explicarlo sin recurrir a esta aparato conceptual, y eso que trato de ser lo menos técnico que puedo-).


Y por qué vomito aquí esta perorata. Pues en primer lugar porque me aburro, últimamente tengo mucho tiempo, no se me quita el frío y ésta es una manera tan digna como otra cualquiera de hablar solo. Pero también porque, bien mirado -si se lo sabe mirar-, si se le presta atención, con esta forma de pensar (que no es una idea exclusiva de Heidegger, sino que tenemos variantes de ella en casi todas las escuelas y pensadores europeos del siglo que se nos fue, aunque con una orientación radicalmente distinta a la suya), por más que le pese al gerifalte germano (a él le horrorizaría), se desprende un nuevo concepto de “lo político” que, de forma paralela, ya estaba desarrollando Hannah Arendt y que podría ser completado o redondeado, si no hubieran suicidado a Benjamin, que estaba en vías de desarrollarlo, dos guardias civiles con las manos manchadas de atún en la frontera española, con un concepto de experiencia radicalmente distinto a las formas de experiencia instituidas con el proyecto ilustrado (deudor de otras tradiciones con las que tampoco os aburro).


Éste es el mayor reto que le queda a nuestra generación, el mayor desafío de nuestro ahora: dar por concluida la Historia y ser capaces de salvaguardar nuestro tiempo, custodiar esa memoria que los acontecimientos presentes proyectan como estrategia agónica por alcanzar un sentido, atender esa indeterminación que le es propia a esta actitud que no puede ser ya, con los últimos estertores de la Historia, pasada por alto, dejada de lado, sin endeudar o hipotecar el tiempo futuro de las generaciones siguientes, de quienes, según otro tiempo, tomarán el testigo y reemprenderán nuestra tarea: la tarea del pensar; pensar como forma de significar; pensar como manera de dar forma a lo que es informe y perecedero; pensar, en definitiva, como voluntad estética, creativa, ante cada nuevo desafío con el que cualuier ahora nos sobresalta.


Del mismo modo que cada manifestación artística no ha sido más que una actualización del impulso dionisiaco por crear nuevas formas de belleza, de melancolía, de justicia... La tarea del pensar trasciende el campo del conocimiento, lo sobrepasa y se desprende de su carga efectiva, de sus límites infranqueables y del proyecto que lo engloba, para constituirse como una forma o actitud indeterminada de determinar parcial y provisionalmente el ahora, haciendo de la Historia humana un monumento estético y no un relato teleológico, siempre enfocado hacia lo que ha de venir; atendiendo a lo que somos como especie, a lo que fuimos y, quizá, a lo que nunca podremos ser, sobre lo que no sabemos ni podemos saber, ni tenemos derecho a determinar, cómo será.


Cada época ha de “improvisar” un mundo nuevo, cada instante requiere ser pensado por los sujetos que lo comprenden. Es algo que nos debemos a nosotros mismos; se lo debemos a quienes nos precedieron, a ese cúmulo de cadáveres despojados de dignidad, esperanza e ilusión que tanto espantan al ángel de la historia y cuyo eco todavía puede ser escuchado; se lo debemos a quienes nos pedirán, con derecho, cuentas mañana y cuyas voces se solapan, sin distinción, con este eco insoportable, que no es otro que la voz del ayer con el timbre del mañana y la sed insaciable del ahora.




¡Salve!


martes, 16 de marzo de 2010

“Cuando el niño era niño...”


La representación de nuestras metrópolis modernas como “colmenas”, espacios reducidos donde se concentran, vagan y, a veces, se enfrentan miles de individuos, tan cercanos, tan lejanos entre sí, es una idea recurrente de aquel siglo que fue inaugurado, frenéticamente, preñado de posibilidades y con cuyos acontecimientos ha sido erigido el mayor monumento histórico a la desesperanza.


Releía, hace unos días, un texto de un antiguo profesor, y amigo al que quiero, (Cielos sobre Berlín) en el que reflexionaba, en su décimo aniversario, sobre los hechos, las ilusiones y las consecuencias de la caída del muro que dividió la ciudad tras el fin de la segunda Gran Guerra. Volví a leerlo, no viene al caso, y recordé un momento del film de Wenders que él suele describir; la secuencia final que a él tanto le gusta recordar como anécdota, con claras, y nada sesgadas, pretensiones alegóricas, en la que uno de los ángeles protagonistas (Casiel) desciende de la Gedächtniskirche y tropieza de buena mañana con un comerciante al que saluda con un, con los tiempos que corren, desconcertante “Guten Morgen!” [Debo ser sincero, en ninguna de las dos copias que he visto de la película existe esta secuencia].


El cielo sobre Berlín (Der Himmel über Berlin), además de constituir con todo el descaro una reflexión benjaminiana, es un film desconcertante, un bello experimento; uno más de estos engendros con los que, de tiempo en tiempo, de forma intempestiva, no prevista, resurge (como sucedió con Blade Runner) esa voz crítica, ese grito-llamada existencial, que tanto, hoy más, precisan los acontecimientos de nuestro tiempo.


“Cuando el niño era niño...” no había aprendido a decir ‘no’.


El film tiene una serie de peculiaridades que lo diferencian de otros filmes con similares aspiraciones estéticas o que aborden temas tan manidos como el canto a la esperanza o el amor a la humanidad (ésa que se conjugaba con mayúsculas, cuando el niño era niño).


Quizá el Arte sólo consista en realizar aquello ‘mismo’, diferenciado de lo demás; del mismo modo que alguna vez he comentado que la belleza es aquello que acontece de forma inesperada y, aun así, se adecúa.


“... y aun hoy es así.”


La cinta está dirigida por Wenders, con guión de éste mismo y de Peter Handke, y la dirección de fotografía quedó a manos de Henri Alekan. Narra la historia de dos ángeles, Damiel y Casiel, que sobrevuelan Berlín; ese Berlín de finales de los ochenta, dividido por un muro que, junto con la ciudad, es el auténtico protagonista de la misma. Ambos son testigos (mudos) del transcurso de los acontecimientos de la ciudad; repletos de compasión e impotencia, apenas pueden inmiscuirse o intervenir en el curso de esos acontecimientos o en la vida de unos ciudadanos aislados, encerrados en sí, absortos en su propia tragedia; reflejo, a su vez, de la tragedia que los engloba. Pueden acompañarlos y escuchar sus pensamientos, incluso alcanzan, o lo intentan, a consolarles, pero no pueden ser vistos, carecen de capacidad de intervención, salvo por los niños y por un personaje, Homero, narrador que trata de enlazar los hechos con el pasado para comprender o arrojar luz sobre las cosas que se suceden, con el que convergen y dialogan en cada uno de sus encuentros en la Biblioteca Estatal (otro protagonista, también, del film).


La historia no da mucho más de sí: Damiel está cansado de acompañar impotente a esos individuos sobre los cuales todo lo sabe y cuya naturaleza le es ajena; quiere dejar de ser “testigo” para convertirse en “actor”; quiere “comprender”, más allá del entendimiento que su experiencia angelical le ha otorgado, los sentimientos y sensaciones que le son vetados y de los que es testigo cada día de su vida inmortal. Por todo ello, quiere renunciar a su inmortalidad, convertirse en un individuo más y, sobre todo, ganar el amor de Marion, una trapecista circense, cuyos deseos escucha de un tiempo a esa parte y en los cuales nunca le es dado participar...


“[...] ahora sé lo que ningún otro ángel sabe.”


La peculiaridad del film reside en la manera en que fue rodado. Al parecer, Wenders encargó el guión a Handke, quien en un principio rechazó la oferta (por lo visto no se veía capaz de desarrollar un guión a partir de la idea inicial de Wenders), aunque más tarde aceptó. Así, sin guión ni diálogos, comenzó un rodaje intermitente y fragmentario, cuyos recursos expresivos residían en el imponente escenario berlinés, todavía con las secuelas visibles de la guerra; en el contraste entre el blanco y negro (recurriendo a eso que en el argot llaman “la noche americana”), cuando se ofrece la perspectiva de los ángeles, y el color, cuando se trata de los humanos; en soberbios planos aéreos y juegos de planos y contraplanos de la ciudad y de la Biblioteca Estatal y en una fotografía estudiada hasta el detalle. El resultado fueron varios rollos de fotogramas, prácticamente, mudos a los que se les fue añadiendo, conforme se escribía el guión, reflexiones y voces en off (tanto por lo que se refiere a los diálogos como al diálogo interior de los personajes). Mediante este recurso audiovisual, fue posible, desconozco si así era pretendido, lograr un efecto característico de la novela del siglo xx: el del transcurso de la conciencia; sólo que, en el film, donde dichas voces se entremezclan o intercalan, alcanza ese clímax urbano, aquella sensación de colmena habitada por cuerpos en constante roce y siempre incomunicados.


Sí, eso es, precisamente, lo que me llamó la atención la primera vez que vi esta cinta y lo que me ha llevado a escribir sobre ella esta segunda vez. Qué mejor modo de expresar la impotencia de Damiel y Casiel que acompañándolos y ser testigos, junto a ellos, de su experiencia, de ese cúmulo de voces escuchadas, descontextualizadas; de esos rezos inaudibles; de esa desesperanza, en definitiva. Mientras tanto, kilómetros de muros se yerguen cada día entre nosotros.


Recordar estas escenas la próxima vez que toméis el metro o miréis a alguien a los ojos.


Wenders, Handke, Damiel y Casiel, mientras tanto, nos recuerdan una cosa: todas las tragedias son históricas y la desesperanza una circunstancia. El tipo de incomunicación que atraviesa nuestras sociedades actuales es el resultado de un sistema que lo ha propiciado. Tenemos el mundo que nos merecemos pero... ¿somos capaces de llegar, realmente, a saber en qué mundo queremos vivir?


Me temo que mientras no sepamos dar con la respuesta a esta pregunta, estamos condenados a no poder continuar formulando las siguientes.


Mientras tanto, yo trato de aguzar el oído cada vez que subo al metro, tratando de captar esas voces, pero, a la vista está, yo no soy precisamente un ángel.



***


Cuando el niño era niño caminaba con los brazos colgando,
quería que el arroyo fuera un río,
que el río fuera un torrente, y que este charco fuera el mar.
Cuando el niño era niño no sabía que era niño,
para él todo parecía animado,
y todas las almas eran una.


Cuando el niño era niño no tenía opinión sobre nada,
no tenía ninguna costumbre,
se sentaba en cuclillas,
tenía un remolino en el cabello,
y no ponía caras cuando lo fotografiaban.

Cuando el niño era niño era el tiempo de preguntas como:
¿Por qué yo soy yo y por qué no tú?
¿Por qué estoy aquí y por qué no allí?
¿Cuándo empezó el tiempo y dónde termina el espacio?
¿Acaso la vida bajo el sol no es sólo un sueño?
Lo que veo y oigo y huelo,
¿no es sólo la apariencia de un mundo ante el mundo?
¿Existe de verdad el mal y gente que realmente son malos?
¿Cómo puede ser que yo, el que soy,
no fuera antes de devenir,
y que un día yo, el que yo soy,
no seré más ése que soy?

Cuando el niño era niño le costaba tragar las espinacas,
los chícharos, el arroz con leche y la coliflor al vapor,
y ahora come todo, no sólo por necesidad.


Cuando el niño era niño alguna vez despertó en una cama extraña,
y ahora, lo hace cada día.
Muchas personas le parecían bellas,
y ahora, sólo en ocasiones de suerte.


Se imaginaba claramente un paraíso,
y ahora, cuando mucho, lo adivina.
No podía pensar una nada,
y hoy, se estremece ante ella.


Cuando el niño era niño jugaba entusiasmado,
y ahora se concentra como antes
sólo cuando se trata de su trabajo.

Cuando el niño era niño las manzanas y el pan le bastaban de alimento,
y todavía es así.
Cuando el niño era niño las moras le caían en la mano, como sólo caen las moras,
y aun hoy es así;
las nueces frescas le ponían áspera la lengua,
y así es todavía;
encima de cada montaña tenía el anhelo de una montaña más alta,
y en cada ciudad el anhelo de una ciudad aún más grande…
y siempre es así todavía.
En la copa del árbol tiraba de las cerezas
con igual deleite como hoy todavía;
se asustaba de los extraños…
como todavía se asusta;
esperaba las primeras nieves…
y todavía las espera.


Cuando el niño era niño
lanzó un palo como una lanza contra el árbol…
Y hoy vibra ahí todavía.*


(Peter Handke, Der Himmel über Berlin.)


* No respondo de la traducción.


sábado, 13 de marzo de 2010

Absolutamente insoportable


¿Sabes, limeño? Alguien sin nombre me dijo una madrugada sombría, mientras remontaba la ciudad cariacontecido con las manos en los bolsillos y un escalofrío rencoroso en la nuca, que todas las noches son una noche eterna, el punto de partida al que nos devuelve la monotonía del encorvado día, y que todos los pardos tejados maúllan a oscuras, como tristes felinos panza arriba, cansados de recibir patadas y desconsuelos, redondos de hambre, noctámbulos y preciosos: con miedo y ansias; siempre buscando el calor de las luces de neón o algún par de pies desnudos bajo un soportal.


Marinero, que cuentas historias de islas afortunadas, nunca olvides que aquel nombre falso que tatuaste ebrio una noche sobre tu piel rojiza y trasnochada, la única, en que creíste exultante, entre baile y baile, haber descubierto conjugar el verbo amar, siempre puede ser nombre verdadero en otros puertos, donde bucólicos artistas franceses con camisetas de franjas horizontales pintan impresionistas atardeceres en los que marineros como tú desembarcan sonrientes y altivos, marcando el paso al son de dulces canciones que sólo se aprenden en las promesas-noches de alta mar.


Julien, poeta sin rostro y, para siempre, principiante, así lo quisiste o ahí te empuja la Historia, que las apariencias no te engañen, yo también fui absolutamente principiante, quizá hace demasiado tiempo, pero tuve que aprender rápido, pues todo giraba a un ritmo mayor que los tiempos dados para cruzar ese triste puente que es el tránsito de lo posible a lo improbable. Mi infancia, no lo quieras saber, terminó donde suelen comenzar las de la mayoría.


A veces soy más niño ahora que entonces (pero en pocas ocasiones, ya, principiante).


Fui principiante, sin duda, también, como tú no quieres dejar de querer ser, opción ética o estética, quién lo sabe, cada día de mi vida y dejaba de serlo todas aquellas noches malditas, como yo, maldito.


Fui principiante cuando crucé por última vez la puerta de aquella jaula baldía, apenas abrazada por el sol; volaba torpemente, como suele suceder con las aves criadas en cautividad, y mi canto, débil, primerizo, se entremezclaba con los murmullos de una urbe decadente y apenas podía ser escuchado. Tardé un tiempo en dejar de ser un gorrión tembloroso y esquivo antes de lucir este pelaje oscuro y esa mirada aguileña que acompaña al fruncido de mi ceño cuando grajo y despotrico en alta voz como si el mundo quisiera escuchar lo que calla porque nunca quiso escuchar.


Somos malditos porque vivimos en la Era del Silencio.

¿No lo escuchas?

Todos callan.


Más tarde llegó eso que llaman el saber, mis huidas hacia el libro, mis amantes, las palabras, resultaron ser beneficiosas; sí, también yo fui un ilustrado y también quise, como tú ahora, ser eterno y absolutamente principiante; abrazar la belleza cada día, danzar con niñas de mirada triste camino de algún puerto donde bravos navíos zarparan siguiendo los designios de aquellos astrolabios hechos para constelaciones de otro mundo, despertar una revuelta en cada esquina y soñar cada noche con la revolución que aquellas páginas enmohecidas y sin apenas diseño de cubierta nos prometían. Leía a poetas de más allá, embrutecidos por calles en las que me proyectaba encanallado y soberbio, y poetas cabreros de mi tierra; ojeaba imágenes en blanco y negro de las ciudades-puertos en los que necesariamente, un buen día, desembarcaría; tarareaba canciones que quizá tarareó mi abuelo aquellas noches en que la sangre abonaba esta tierra; escribía novelas que nunca se escribían (quizá esto es lo único de lo que nunca he podido librarme) y caminaba triste, con esa tristeza que tanto gusta al poeta cuando no sabe cómo serlo y si lo es de alguna forma.


También, yo soy uno de tantos escritores que no escriben.


Julien, sí, fui yo uno de quienes telefonearon aquella tarde en que nevaba, como hace años no sucedía en la ciudad de los prodigios, para decirte que, durante unos minutos, volvía a ser absolutamente principiante; que estoy cansado de mirarlo desde el cielo, que también yo sueño con Berlín, no ése que propagandan en las revistas especializadas en cooltura, ya sabes...; que, a menudo, también pienso en nuestro amigo Benjamin, pero no el Benjamin niño, sino el otro, el que sabía que nunca volvería a ser niño, el que escribía oscuro y desordenado, el que tomó aquel tren con parada en Port Bou... quien no quiso que nuestro ángel de la Historia pasara desapercibido; porque tras cada historia se oculta un ángel espantado.


Julien, también soy muy consciente de que puedo llegar a ser absolutamente insoportable, pero es que estoy muy cansado, tremendamente, de trasnochar cada noche que pasa a la espera de ese mañana que nunca llega (y, sí, un soplo de viento me arrastra hacia el futuro y me arranca espantado, me distancia... y sólo me queda mirar con tristeza aquello que se aleja).


Hay noches, cuídate bien, que pueden amortajar a cualquiera.



Discúlpame, Julien, por ser un prosaico.




Siempre suyo,

este, absolutamente, insoportable.


miércoles, 10 de marzo de 2010

ἀγνωσία


Según mis amigos de la RAE (¡Ave, César!), la agnosia consiste en una “alteración de la percepción que incapacita a alguien para reconocer personas, objetos o sensaciones que antes le eran familiares”. Esta definición, que es errónea, sólo acierta en una cuestión: en los casos clínicos diagnosticados como tales, los pacientes no son capaces de “re-conocer” algo que, hasta el momento, quizá hace un día, una semana..., eran capaces de nombrar, utilizar... En otras palabras, el agnósico puede tener frente a sí, en su mano, un tenedor, llegar a describirlo, nombrarlo e, incluso, sacarse un ojo o sacárselo a otro (para ello se tendrían que dar una serie de hechos previos, claro), pero es incapaz de reconocer qué es o cuál es la utilidad de esta herramienta (según algún catedrático de la lengua, debido a alguna alteración de sus “capacidades perceptivas”).


Según J. Delay, que no es catedrático de la lengua, sino neuropsiquiatra y miembro de otra academia, la de medicina, esta vez francesa, la agnosia consiste en un trastorno de la facultad de “reconocer los objetos”, que no puede ser atribuido de forma exclusiva a una o varias alteraciones de la percepción, sino a una deficiencia de orden cognitivo (él, a grandes rasgos, lo relaciona con la memoria).


Ahora sí (¿verdad?), ya tenemos el concepto definido, ¿lo veis flotar? Parece que siempre ha estado ahí, esperándonos, para iluminar una porción de realidad. Bueno, no del todo; quien se quede con la definición de la RAE corre el serio peligro de no haber captado el uso al que la experiencia clínica de quienes han tratado y tratan casos de agnosia ha dado lugar.


(A menos, ¡oh, sorpresa!, que nuestros amigos de la RAE entiendan que el orden cognitivo forma parte indisociable de nuestras capacidades perceptivas; lo cual sería una grata sorpresa, pero no deja de extrañarme.)


El agnósico (no confundir con el agnóstico, esos son otros –puede suceder igual con etnólogo y enólogo-) es un tipo de paciente curioso: en muchos casos, no en todos, tienen sus facultades u órganos perceptivos en perfecto estado, pero, por alguna razón que se nos escapa a simple vista, no pueden “re-conocer” los objetos; pueden percibirlos, pero no les resultan familiares en absoluto.


En cierta manera no tiene memoria de aquello que le es completamente familiar.


En la adaptación cinematográfica de la novela de José Saramago (Ensayo sobre la ceguera) –buena adaptación, por cierto- podemos hallar un ejemplo del caso que nos traemos entre manos, pues el primer caso de ceguera que se diagnostica en el film es tratado como un caso de agnosia visual; así llegué a saber de esta enfermedad (sinceramente no recuerdo que en la novela se la nombre; pero la leí hace mucho tiempo y, por entonces, tenía la cabeza en otros sitios). Se trataba de casos descritos en que los pacientes no veían, nada en absoluto (es descrito en el largometraje como un exceso de luz, más que como un apagón), pese a tener todos los órganos, el sistema nervioso y los nervios ópticos intactos.


Después de unos días tragando polvo en la biblioteca, he sabido que la agnosia no es un trastorno exclusivo de la vista, sino que afecta a todos los sentidos, de forma independiente o global, y que, dentro de cada forma de agnosia, hay otras variantes. De este modo, además de la agnosia visual u óptica, que afecta al reconocimiento visual de los objetos o personas, existen casos de agnosia auditiva (percepciones sonoras), digital (el paciente no es capaz de distinguir los dedos de su mano o la mano de otro como otra), espacial (desorientación), perceptiva (táctil), semántica (no son capaces de hacerse un esquema completo del objeto percibido de forma fragmentaria por los diversos sentidos; en otras palabras, no son capaces de globalizar un cúmulo de sensaciones para ser subsumidas bajo un concepto o imagen)...


Por ahora desconozco si se ha dado algún caso clínico en el que un paciente reúna todas estas formas de agnosia; pero doy por hecho que, si así fuera, lo que tendríamos delante no sería un paciente, tampoco un vegetal, pero sí algo parecido a un homínido sin ninguna de las capacidades por las cuales nos reconocemos entre sí como miembros de la misma especie.


Todo hay decir, claro, que lo más frecuente es que dichos casos sean consecuencia directa de algún tipo de lesión cerebral (provocada o fortuita); dependiendo de la zona del cerebro que resulte dañada, tenemos una correlación con las variantes de agnosia antes descritas. Vuelvo a remarcarlo, los órganos perceptivos (sistema visual, sistema nervioso, manos, gusto, olfativo...) no están dañados; esas persona oyen, ven, perciben, huelen... perfectamente, pero, aún así, no son capaces de “dar lugar” a estas sensaciones nuevamente en una “experiencia”.


Aquí volvemos a lo de siempre: “[...] sin sensibilidad no nos sería dado ningún objeto, y sin entendimiento ninguno podría ser pensado. Pensamientos sin contenido son vacíos; intuiciones sin concepto son ciegas” (Kant, I. Crítica de la Razón Pura).


Kant, que era de todo menos un tarado, dio con un principio epistemológico que, se sea de la corriente o escuela que se sea, incluso aunque no se sea de ninguna, como es mi caso, no deja de estar vigente ni de constituir, si se sabe también comprender, un principio ético, primero con uno mismo, que es donde comienza eso que llaman ética (y su único origen posible), y posteriormente con esos tipos que se mueven ahí fuera y de quienes presumimos un mundo cognitivo, simbólico... los otros.


Este concepto de experiencia viene a decir que tan necesarios son los elementos del mundo, las intuiciones dadas a la sensibilidad, como las categorías, esquemas o principios del entendimiento mediante los cuales, dichos objetos o intuiciones, llegan a formar parte de una experiencia.


De otra forma (para quienes no pertenecen a la logia): En este esquema, tan importante es el “sujeto” de dicha experiencia como el objeto “para” una experiencia; ambos constituyen la materia, el sustrato de toda experiencia; fuera de ello no es posible, ni tan siquiera, hablar de experiencia (por ello mismo, suelo recordar(me) que de aquello que no se puede hablar... ya sabéis, lo mejor es estar calladitos, no sea que metamos la pata o la metan hasta el fondo).


Vista desde el esquema kantiano, la agnosia, podría constituir una patología feliz; puesto que, si nuestro cerebro fuera capaz de regenerarse, mediante nuevas sinopsis neuronales que sustituyan a las que han sido dañadas, podría volver a experimentar el mundo y nuestras vivencias otra vez “por vez primera” (sueño, como sabéis, de un fenomenólogo); aunque resulte paradójico. Pero resulta que no es así. Es cierto que en un cerebro pueden darse nuevas conexiones neuronales que sustituyan a otras antiguas y que nuestras sinapsis tienen una capacidad regenerativa mayor de la que habíamos pensado, pero una cosa es eso y otra regenerar toda una región del cerebro. Si existiera un programa cerebral (por llamarlo de alguna forma) para aprehender todas nuestras sensaciones, puesto que nuestro sistema perceptivo (el del agnósico, me refiero) continúa intacto, lo lógico, lo intuitivo, es que dicha regeneración fuera posible y nuestro volver a empezar en la experiencia sería un hecho, pero no lo es.


Resulta evidente, cada vez aún más, que, siguiendo el esquema kantiano, ese sujeto experiencial es producto de las mismas experiencias que, como sustrato, la/lo componen.


Resulta evidente que percibir es “mirar”, que para mirar no basta sencillamente con “ver” ni que sentir es la consecuencia necesaria de un “roce” cualquiera.


Todas nuestras experiencias van conformándonos como sujetos del mismo modo que, conforme ganamos en ella, conforme nos convertimos en sujetos experienciales, dichas experiencias no son nada, mera ceguera, un exceso de luz, de sensaciones que no pueden ser abarcadas sin más o prescindiendo de esa experiencia/sujeto que las abarque. Se trata de un sistema que se retroalimenta en constante feedback; cuando se ve anulada una de las partes, la otra no recibe respuesta y el sistema queda clausurado.


La agnosia es lo opuesto a otros casos clínicos mejor conocidos: el de quienes, tras perder uno de sus órganos, continúan “sintiendo” su presencia. En este caso, tenemos un recuerdo perceptivo carente de percepción; con el agnóstico tenemos una percepción sin recuerdo, que no puede ser “pensada”, vivida, y que, por ello mismo, no es percibida.


Guarda la agnosia similitudes con la amnesia común (y no deja de resultarme triste que la amnesia sea algo común), en cierto sentido, digo. La amnesia es la pérdida, parcial o total, de la memoria, no siempre ligada a alguna alteración física o neuronal; en muchos de los casos, suele ser un hecho traumático, dañino, en cierto sentido interno, lo que provoca el “olvido” de determinados acontecimientos. Lo particular de este caso es que, dicho recuerdo no ha sido olvidado en el mismo sentido que el agnósico olvida los objetos que no reconoce, ya que el amnésico, suele tener una reacción determinada frente a objetos concretos o con cierta carga semántica que, de alguna manera, remedan aquello que, de forma inconsciente, trata de ocultar. En este sentido es en el que observamos, también, que -del mismo modo que el agnósico-, cuando se ven modificados nuestros recuerdos de un cosa (objeto/sujeto), bien sea tergiversándolos, negándolos, etc., nuestra percepción de la misma varía; no se anula, ya que no solemos tener la desfachatez de “olvidarlos” y hacernos pasar por agnósicos, de modo que no podríamos reconocerlo (existen casos, y no estamos hablando de agnosia, pero, menos mal, no son el pan de cada día), pero sí se modifica. Las razones por las que un sujeto “modifica” su recuerdo de un objeto y así cambia la percepción del mismo son variadas y mejor que recurráis a un psiquiatra si de verdad os interesan.


Ya sé que debería hacérmelo mirar, pero ayer, bajo una gran nevada que, de alguna otra forma logró despejar los nubarrones que me acompañan de un tiempo a esta parte, venía pensando en todo ello. La memoria, nuestra memoria, no está más que hecha o modelada con barro (muñecos de nieve) y nuestra percepción del mundo, es inevitable, pasa por esos filtros de barro que creemos esculturas de mármol (que se deshacen con los primeros rayos de sol o con unas pocas gotas de lluvia).


Así de inestable es ese mundo por el que algunos daríamos la vida.


Así de inestable es nuestra percepción del mundo.


Hace ya unos meses que le doy vueltas, exageradamente, al concepto de experiencia, porque comienzo a convenir con Benjamin que la crisis actual que estamos viviendo tiene su reflejo, no tanto en un empobrecimiento de nuestra experiencia, sino en la necesidad de dar con una nueva forma de experiencia capaz de abarcar el mundo y las relaciones en las que, dentro del mismo, estamos obligados, por necesidad o deseo, a inscribirnos.


Un concepto de experiencia que haga justicia a la memoria, honesto con lo que ya-no-es y delicado con todo presente; ajeno a proyectos futuros que nublen ese estar-ahí cada día más insoportable; respetuoso con la diferencia; amante, por todo esto, de nuestra especie.


Sobre un pavimento inestable y espumoso, bajo aquella lluvia blanquecina y desconcertante, resguardado por un escenario “prodigioso” (el de esta ciudad a la que, no sé por qué, quiero mucho), con cara de idiota y bien acompañado, volvía a casa sabiendo que, quizá, hi ha paraules que gens més són paraules i que hi ha records i sentiments compartits que, malgrat totes les paraules que puguin dir el contrari, no s'obliden i queden, com un substrat, per a embellir el que, per si mateix, mai va poder ser bell.


Yo no quiero olvidar, ni si quiera aquello que quiero (o debería) olvidar.


(Nunca tanto.)


miércoles, 3 de marzo de 2010

¿Qué fue de aquel ángel de la historia?


“Quien está conmovido por la majestad de la muerte, sólo puede expresarlo a través de una vida en consonancia. Esto no es, naturalmente, una explicación, sino colocar un símbolo en vez de otro. Una ceremonia en vez de otra.” (L. Wittgenstein, Observaciones a La Rama Dorada de Frazer.)




En 1940, a pocos meses de su muerte, Paul Klee da por terminada una pintura que algunos consideran su último cuadro. La obra en cuestión “parece” trazada por un niño; eso sí, un niño triste.

En 1994 tuvo lugar un descubrimiento de gran importancia para la paleoantropología, que, de alguna forma, menoscababa la visión tradicional acerca del pensamiento simbólico y su emergencia en nuestra especie; ya sabéis... sapiens. Se trata de las pinturas rupestres halladas en el interior de una de las cuevas del cañón del río Ardèche, cerca de Aviñón (Francia).


La intuición de Picasso, cuando fue a visitar las pinturas de Altamira (descubiertas muchos antes, en la década de los setenta del siglo xix, y reconocidas como tales mucho después) comenzaba a tomar forma (“Después de Altamira, todo parece decadente”).


Las pinturas de la cueva de Chauvet (toma el nombre de quien, uno de ellos, la localizó), además de constituir un verdadero santuario dividido en con cinco salas, en las que se reparten 147 cráneos de osos de las cavernas (uno de ellos situado sobre una roca en tal disposición que nos recuerda a un altar), 420 figuras de animales representados fielmente sobre la roca en excelente estado de conservación de más de una docena de especies distintas y decenas, en la más profunda de todas las salas, aunque también en las exteriores, de representaciones abstractas, indescifrables..., guardan una particularidad con respecto a las otras pinturas de este tipo descubiertas por todo el planeta: su datación es de hace 35.000 años.


Me explico. Si no me equivoco, alguna vez había comentado que la emergencia del arte de vanguardia en Europa mantiene una estrecha relación con el reconocimiento de que las pinturas rupestres fueron realizadas por nosotros mismos. El hecho de que con anterioridad no fuera así tuvo que ver con la dificultad que hubo hasta los años cuarenta del siglo xx para la datación de este tipo de objetos (y la de nuestros fósiles) y con el hecho de que aquellas “burdas pinturas” no reunían el grado de sapientización que se le presuponía a nuestra especie; en otras palabras, estaba ligado al juicio estético de la época, que, a finales del siglo xix, continuaba siendo figurativo/naturalista.


¿Cuál es el problema con Chauvet?


Que, salvo las de Altamira o Lascaux, que sí contenían representaciones de tipo figurativo o naturalistas (eso sí, creo que no tan bellas ni tan estilizadas), las más antiguas apenas parecían el resultado del trazo de un niño. Este hecho venía a confirmar el esquema evolutivo gradual consecuente con el darwinismo. Altamira con 17 y Lascaux con 20.000 años eran muy recientes; conforme nos adentrábamos en los oscuros siglos anteriores a la historia, las figuras desfallecían en trazos simples, líneas y círculos pictografiados o en petroglifos, y cuando representaban a la figura humana o a algún animal su simpleza no excedía de cuatro líneas con un círculo.


Problema: En Chauvet, no sólo hallamos representaciones figurativas de animales o partes del cuerpo humano (existe una representación de la vagina de la mujer, aprovechando un saliente triangular de la roca, parece, para otorgarle perspectiva, combinada con dos figuras animales), sino que, además, observamos, casi, una obsesión naturalista, zoológica, de las mismas. Las figuras son bellísimas y aprovechan los salientes de las rocas para dar impresión volumétrica. Podría tratarse, por fin, del final prometido de aquella evolución simbólica, que constatara esa progresiva graduación, si no fuera porque estas pinturas están datadas hace más de 35.000 años. Estoy hablando de unas fechas en las que, probablemente, al sur de Europa, principalmente en la península ibérica, todavía sobrevivían los últimos especímenes de Neandertal. Estamos hablando de que los mismos individuos que eran capaces de re-presentar según unos códigos pictóricos que hoy en día nos son accesibles, por alguna razón que se nos escapa y se nos escapará siempre, pictografiaban la palma de su mano sobre la roca o imprimían símbolos o conjuntos de ellos, a la manera de un niño, pocos metros más allá.


Ahora volvamos a Klee.


Quienes defienden ese gradualismo progresivo, argumentarán que los trazos de Klee, también los de Picasso, “parecen” los de un niño, mientras que los que hallamos en las cuevas “son” los de un niño. Esta observación tiene una parte de verdad.


Me encanta la obra de Klee, un artista que no voy a descubrir a nadie, principalmente, porque pinta “como si” fuera un niño; eso sí, como ya he dicho, un niño triste (nunca perdamos de vista que un niño triste no deja de ser un niño). Picasso era otra cosa; aunque también tuvo mucha mejor suerte.


Vayamos por partes y veamos cómo justificaba Klee ese trazo infantil: Era una moda de la época, y me temo que la Filosofía tuvo mucho que ver con ello, aquella obsesión que atraviesa el arte de vanguardia por poner en marcha una epoke conceptual para hallar un momento originario, primitivo o natural, de nuestra representación del mundo. La conciencia lingüística sobre el carácter retórico de todas nuestras acciones, su contingencia como código de signos, dio lugar a esta actitud. Esta tarea solía guardar, en líneas generales, dos momentos: uno destructivo o de suspensión de todos los presupuestos previos que “guían” nuestra percepción y otro constructivo; en algunos casos, para acercarnos a una forma de experiencia originaria, y, en otros, entendiendo, como es el caso de Klee, que dicha experiencia tiene una forma constructiva de lo que no es dado. Se trata, obviamente, de una representación infinita, no delimitada, del mundo noumenal, a partir de la cual, el artista, pero también en otras esferas de la vida, tiene por tarea romper las formas para construir lo que todavía no-es: el mundo como campo de posibilidades y no como una estructura dada e inamovible.


Para ese fin, éste fue el caso de muchos (también su error), debían recurrir a un “lenguaje puro” (ya sabéis qué poco me gustan este tipo de conceptos o expresiones), basado en una gramática primaria (en el caso de la pintura se trataría del punto, el plano, la línea, los contrastes valorativos de color, las relaciones...) que daría lugar, mediante la expresión, a lo “imprevisible” (en el sentido que de ponemos en marcha nuestra maquinaria representacional y significativa desde un punto muerto, un grado cero, y su resultado no podía ser previsto). Klee, de forma aplicada, busca ese lenguaje primitivo donde probablemente, de haberlo, podía encontrarlo: en las pinturas rupestres, en niños y en enfermos mentales. El resultado son obras de pequeñas dimensiones, compuestas por formas geométricas, de contornos bien delimitados, abreviadas o inacabadas, inestables, carentes de centro de gravedad. Tratando de mantener un equilibrio entre el expresionismo y esta reducción analítica de las formas, sus figuras no dejan de referir a objetos del mundo, cuya forma es reconocible, pero cuya disposición, bocabajo o flotando, y color destacan un alto grado expresivo, infantil. Observamos pájaros, peces, flores, barcos, bosques, estrellas, seres extraños, lunas, soles... Todo un mundo onírico al servicio de la expresión y de este lenguaje pretendidamente originario, no violento, que no guarda una relación necesaria con nuestro concepto de verdad, sino con su realidad en cuanto a posible.


Es evidente, y éste es el gran handicap que no pudo soportar ni sortear el proyecto fenomenológico, que no estamos ante la pintura de un niño, sino, como decía, ante la pintura de alguien que pinta “como si” fuera un niño. La obra de Klee no aspiraba –no era tan inocente- a los automatismos no-reflexivos que pretendieron los surrealistas; gran parte, por no decir todas, de sus obras fueron el producto de una ardua labor constructiva y un extraordinario dominio y juego del color. Así lo justificaba él mismo: “Cuando más terrorífico deviene el mundo (como hoy) más abstracto se hace el arte. Un mundo feliz produce un arte que celebra el aquí y el ahora”.


Da la impresión de que Klee se refiere, con esta reflexión, a un principio antropológico del que ya nos dio cuenta Nietzsche: el oscuro hecho de que el orden geométrico conforma una reacción humana ante las fuerzas de la naturaleza, cuando son comprendidas como un caos inabarcable. Pero Klee parece estar diciendo o afirmando una geometría primitiva, un orden apolíneo originario, no reflexivo, venido de la misma naturaleza contra la que se yergue. En este sentido, Klee matizaría este “como sí” afirmando la posibilidad de retrotraerse a un estado de conciencia primitivo, anterior a todo lo demás, a la historia, al tiempo...


Las pinturas de Chauvet muestran, quizá, que todos estábamos equivocados. Quizá también, esas pinturas no sean las de un niño, podría ser que nos hallemos ante el trazado de quienes pintaron “como si” fueran niños. Se equivocaban los antropólogos, se equivocaron las vanguardias (salvo Picasso) cuando creyeron encontrar lenguajes puros, no violentos mediante epoke.


En 1933, Klee pierde su trabajo como profesor en la Academia Estatal de Dusseldorf. ¿Las razones? Era judío, pintor de vanguardia (un arte de degenerados, según la doctrina nazi) y comunista. Lo tenía todo, el pobre, para morir en un campo de trabajo o fusilado. Poco después, en 1935, sufre una enfermedad degenerativa, de la que moriría cinco años después, que no pudo ser diagnosticada (al parecer no se conocía): esclerodermia progresiva. Ya a partir de la década de los años veinte, su obra comienza a recrear un mundo mágico, fantástico, con reminiscencias eminentemente infantiles, pero, en estos últimos años, sus cuadros presentan cuerpos fragmentados, de gruesos contornos; pinturas, cada vez más oscuras, apagadas, muertas.


No podemos dar con la calve sobre el misterio de Chauvet, menos aún sobre el tipo de conciencia de quienes pintaron aquellas figuras en su cueva. Aplicar el principio de Klee nos conduce a especular que la pérdida del naturalismo por parte de aquellos homínidos en sus representaciones pudo estar debida a una catástrofe y explicaría las razones por las que durante cientos de años, sus formas de expresión tuvieron un carácter abstracto, no figurativo, que ya habían alcanzado mucho antes, mucho, de lo que creyeron los darwinistas. ¿Qué suceso horrible pudo ser ése? ¿Qué sucedió en el ámbito de aquella especie cuyo mundo simbólico, ya antes de su colonización europea, había alcanzado un desarrollo de ese tipo?


Ya sabéis... Hay dos hechos, desde un punto de vista histórico, tal y como somos capaces de comprenderlos desde nuestro presente, desde nuestra perspectiva, relevantes: uno fue, como sabéis, la extraña extinción de Neandertal (o su exterminio), el otro fue la radical bajada de las temperaturas en todo el planeta, dando lugar al último pico glacial, que terminó hace apenas 10.000 años.


No comparto, del todo, la apreciación de Klee; la abstracción no es un fenómeno necesariamente ligado directamente al horror que comenzaba a despertar la época, pese a que los movimientos de vanguardia durante el siglo xx así lo estuvieron, sino a la crisis de un sistema de formas incapaz, impotente, ante los acontecimientos; la crisis del arte como institución y la crisis del proyecto ilustrado. Lo relevante del caso es esta mirada postilustrada que trata de desmentir ese carácter lineal y progresivo de nuestra conciencia o de nuestras relaciones simbólicas: aquello que caracteriza a las vanguardias no fue un hecho excepcional, sino un hecho, el fracaso, la pérdida de dignidad de aquello que un día fue digno y naturalizado, que se ha repetido a lo largo de nuestra historia innumerables veces y que, necesariamente, tuvimos que olvidar, para dar por naturalizado, para poder creer los nuevos sistemas de formas resultantes con los que tratamos de sobrellevar ese temor atávico de sabernos náufragos en un mundo perdido y al que nunca podremos retornar.


Quizá, aquellos hombres que dejaron de re-presentar de una manera naturalista aquellos elementos de la naturaleza e hicieron devenir sus trazos en representaciones imposibles, sencillamente, estaban firmando el acta de defunción de una relación previa de tú a tú con la naturaleza, para dar paso a aquella relación mágica-divinizada de la que ha partido nuestra cultura y con cuya crisis ha quedado clausurada.


Quizá los únicos primitivos hemos sido nosotros durante más de 10.000 años y ahora retornamos, como en una macabra espiral, a nuestra humanidad perdida.


Quienes conocen y han estudiado la obra de Paul Klee, no dejan de insistir en que su producción artística, a partir de la ascensión del nazismo y su enfermedad, también influenciado por la pintura africana y egipcia, devino, desde la esquematización de la que partía, en ideogramas. Su último cuadro, Muerte y Fuego, es interpretado como tal y a su carácter expresivo-formal habría que añadir una palabra en clave, oculta: Tod (“muerto”).


No tengo claro que así sea; tampoco me extrañaría que su obra terminara conformando ideogramas como los que presumimos podrían ser algunas pinturas rupestres, con la suerte, en este caso, de que, esta vez, sí conocemos el código lingüístico para su interpretación. Sólo una observación a todo esto, tengo la intuición de que más allá de sus intenciones expresivas (me refiero tanto a las pinturas rupestres como a los últimos cuadros de Klee) o su deriva gráfica, me temo que, con estos signos, tanto Klee como los moradores de aquellas cavernas, más que expresar la muerte o el fin de aquello que nunca podrá volver a ser como fue, es la muerte, entendida como crisis o defunción de lo que necesariamente tiene que ser de otra manera, la que se expresa través estos trazados.


Nunca podremos ser aquellos sujetos de la historia que nos prometieron; en todo caso, no hay más, estamos “sujetos” al devenir de la historia, a su contingencia, a ese carácter imprevisible que hace que, de tiempo en tiempo, todo salte por los aires y unos cuantos valientes, como lo fue Klee, asuman la tarea de volver a empezar reconstruyendo el mundo con los materiales de desecho de una geografía en ruinas y devastada.


Doncs això, habrá que pedir la vez (¿no?).