domingo, 26 de julio de 2009

Lenaguaje y rumor


La voz es algo neutro, todos tenemos garganta; pese a que el timbre diga lo contrario.


Las palabras también lo son; por si solas, simples y vacías, huecas, no hacen daño a nadie, en todo caso, somos nosotros quienes nos hacemos daño con palabras. Otra cosa es el lenguaje; en él, se transforman las palabras en dardos arrojadizos plenos de sentido, como palés viejos cercando los discursos, otorgándoles un poder ilimitado en el valor venido de la significación. Una vez instaurado en el lenguaje, la libertad no es más que un nombre común precedido por el pronombre femenino que lo acompaña, o un adjetivo insustancial que suele adornar otros sustantivos con los que engalanamos nuestro pecho; medallas de latón que lucimos como nuestras mejores galas.


El parloteo que bulle por los salones de fiesta de la alta y baja burguesía comprende la existencia humana en su totalidad: la vida como un gran festín al que todos estamos convocados; el único requisito es la participación, el parloteo y adscripción a un grupo de coloquio y a unas formas de conducta. Hay quienes olvidan todo este “mareo” y viven la fiesta como uno de tantos que recibieron su invitación a tiempo; otros muchos, tienen la extraña sensación de no haber sido invitados por el simple hecho de haber perdido su invitación. Los hay, también, quienes la arrojaron al suelo cuando descubrieron que todos sus amigos no fueron llamados u otros, muy cortésmente, por las instancias oportunas, se vieron despedidos sin más. Tan sólo nos quedan unos pocos, aún más absurdos. Éstos, habiendo rechazado, injuriado y ridiculizado a sus anfitriones e invitados, en muchos casos, tras montar un gran revuelo con visos de espectáculo circense, subidos a un atril y proclamando sus disconformidad eterna contra todo lo que los rodeaba, deambulan ebrios de palabras y discurso, mimetizan, como papagayos geniales, lo dicho por quienes con mayor gracia y retórica logran no decir nada más que lo justo que hay que decir cuando no hay nada más que decir, lo dicho, que por decir no quede.


Lo absurdo e irritante de su actitud, es el espíritu trasgresor tras el que se cobijan; pretenden descalificar el boato del discurso, el poder con que se detenta y el vacío al que refiere, por medio de un discurso engalanado con el poder robado y sacrificado que ahora ostentan; pretenden cubrir una mentira con otra mentira; en-cubrir la mansión con falsas enredaderas, con la esperanza de administrar (engordar) su linaje y reconducir la velada.


Se trata, como todos sabemos, de una gran fiesta que nuca termina, de una gran noche imposible donde todo puede ocurrir; pese a los carteles que al alba anunciaban el programa de actividades... ya se sabe, luego las cosas discurren con su propio ritmo y todo se desvanece, como en sueños, con los primeros rayos de la mañana.


* * *


Nunca las tres en raya son el mismo juego, de lo contrario jamás, tras el castigo, hubiéramos vuelto a dibujar el tablero sobre la hoja cuadriculada arrancada durante la clase de matemáticas.


jueves, 23 de julio de 2009

El mayor desafío

La obra de arte, tras la ya proclamada y no sé si muy evidente muerte del arte, en sentido clásico, también romántico, como sea, resulta, a día de hoy, obstinada y extravagante, cuando no menos insidiosa, puesto que, en algunos casos, nos ofende con su propósito de sentido o, en otros, sencillamente sólo hace barroca referencia narcisista a la misma institución que la sostiene y celebra en torno a un público embriagado por la máxima del arte por el arte, sea lo que ellos quieran que sea aquello que se oculta tras esta categoría que, por ello mismo, adquiere tintes religiosos, elitistas e inverosímiles, cuando no simplemente estrafalarios. Una forma como otra cualquiera de mirarse el ombligo.


Cualquier objeto artístico equivale a un reto, supone un desafío, y por ello mismo es un descaro. Nos mira de frente, nos provoca con su extraña o extravagante sonrisa, con su dramático trazo, y nos amenaza. La amenaza del sentido y el desafío de su ajuste; quizá también la amenaza de su extravío. Instante fugaz en el que nos codeamos, consciente o inconscientemente, con lo más fundamental de cualquier experiencia humana.


A la obra de arte sólo hay dos formas de hacerle frente; que no son más que dos formas de rendir pleitesía a esta misma institución que, desde el púlpito, nos arenga sobre nuestras formas y maneras según tendencias. Una primera es el embelesamiento: nuestros sentidos se dejan llevar, como la hoja caída en otoño, por una cascada de sensaciones que se confabulan hacia el sentido y el sujeto que ha de interpretar queda embaucado (en y por el sentido). Una segunda es la suspicacia: nuestra autoconciencia lingüística desmantela los juegos retóricos/semióticos que hacen posible y edifican los caminos, múltiples e incognoscibles de antemano, más allá de toda justicia, del sentido: mera autocomplacencia. La vieja tradición sólo tuvo el reto epistemológico de privilegiar uno sólo de estos caminos del sentido: el del sentido adecuado. La muerte del arte se certifica y escenifica cuando la obra misma y su progenitor toman conciencia de la capacidad del signo, o cualquier otro objeto que funcione como tal, para generar caminos de sentido, tantos como sujetos dados a la interpretación o acuerdos previos hubo para asfaltar alguno de ellos. De modo que el arte, tras firmar su acta de defunción, derivó en juego semiótico y, con descaro, nos reta: Aquí estoy; ahora, interprétame. Visto de esta manera, al arte, en su ocaso, sólo le queda esta estrategia: la denuncia de sí mismo, y cualquier objeto artístico que aspire a serlo sólo alcanza a presentarse de este modo: Yo soy un engaño, una mera ilusión, ¿a que no descubres cómo lo he hecho?


Con este panorama tan halagüeño, travesía en el desierto, final y principio de la infancia, el objeto artístico carece de valor según las categorías tradicionales –se distancia de la naturaleza; jamás tendrá noticia de aquello que sea lo bello...- y ya no es más que objeto de consumo según las reglas del mercado frente al que su institución juró fidelidad hace ya algunos años. Tras lo cual, la única salvación que le resta es la de su apertura al sentido autoproclamándose mero “signo”. Éste es el único gesto honesto capaz de salvar el arte como práctica e institución: la capacidad que ha de tener el objeto artístico para “proponer” múltiples e inesperados sentidos, para “diferir” su capacidad de sentido extrapolándose a otros contextos donde nosotros, sujetos, nos encargaremos de preñarlo nuevamente de sentido; la confirmación del signo como algo capaz de representar cualquier cosa más allá del sentido impuesto y del momento de su constitución, prometiéndonos una eternidad mundana, empalada en la historia, sumida en las cosas. Cualquier alternativa que trascienda esta práctica, o bien desconoce la muerte del arte o bien sólo busca acicalarse ante el espejo para encontrase con lo que ya de antemano sabe que ha de encontrar.


Esta actitud ante el signo como material poiético, fuera cual fuera su clase o estatus, dispuesto a engalanar lo mundano con su trazo, anunciándose como signo, paradójicamente abierto en el hermetismo con que se nos presenta como tal, fue pensada por autores como Walter Benjamin (“Karl Kraus. Hombre universal” en Sobre el programa de la Filosofía futura y otros ensayos) o Roland Barthes (La muerte del autor, Sobre la lectura, De la obra al texto...); pero con diferencias. La pérdida del aura, tema recurrente en el ensayista alemán, alterna en sus escritos con distintas actitudes: en algunos casos como una forma de desacralización del objeto artístico o, en otros, plagada de nostalgia por lo perdido. Por lo que se refiere a Barthes, esta conciencia o actitud estaban vinculadas a una vía hermenéutica de enfrentarse al texto literario a partir de una determinada teoría del signo lingüístico. Lo que ambos supieron percibir, dado el nuevo marco teórico, fue una cualidad originaria, en un sentido primario, aunque no evidente, del signo como huella o incitación al sentido, a partir de la cual, cualquier teoría literaria o estética, cualquier hermenéutica del texto, debía renunciar a sus aspiraciones, a la promesa platónica del sentido adecuado, y abrirse, como posibilidad, a la excentricidad de sentido, cuya condición es, ahora, lo que para las teorías precedentes fue su mayor handicap: la inconmensurabilidad que se yergue ante nosotros cuando se nos presenta el signo como huella de un sentido que no nos pertenece; al que no sabemos darle uso. Por esta razón, Benjamin proponía “arrancarlo” de su contexto y “destruirlo” para resignificarlo en diversos contextos; darle una nueva oportunidad. Con esta actitud, de ninguna forma, estamos siendo “justos” con el texto que, como un cadáver sin facciones, se nos ofrece y, como un mal bebedor, nos desafía sin rubor: Léeme si puedes; atrévete a entenderme. La justicia, en este asunto, es con nosotros mismos y con nuestra maltrecha condición creadora; con esta actitud estamos dando paso al niño que, en el fondo, todos somos.


Si observamos las pinturas rupestres que “plagan” el territorio europeo (las hay, en realidad, por todo el globo), como las de Altamira, Lascaux, Font de Gaume o Chauvet, podemos contemplar “más de cerca” este fenómeno y la “justicia” que se halla tras el gesto de Barthes o Benjamin. Estas manifestaciones, artísticas, religiosas o de la índole con que se las quiera tildar, en un principio, no fueron, ni siquiera, reconocidas como tal ni atribuidas a nuestra especie actual. En primera instancia, según la concepción figurativa del arte en el momento en que fueron “descubiertas” (siempre estuvieron ahí, a la vista de quien se adentrara en la caverna; no cabe hablar de descubrimiento, sino de justicia, recuerdo o memoria), fueron atribuidas a un ancestro nuestro que no había alcanzado el grado cognitivo o de sapientización que se le presupone al artista o a quien es capaz de habitar un mundo lingüístico común. Pronto, ahora sí, descubrimos que aquellas pinturas tenían algo en especial; curiosamente, tal reconocimiento coincide con la eclosión de los movimientos de vanguardia. Comenzamos a pensar que aquellas imágenes y símbolos tenían un significado: constituían una huella hacia el sentido y, de alguna manera, nos “hablaban” desde el pasado. El propio Picasso quedó maravillado cuando las contempló en persona y fue consciente de que esas, con anterioridad, “burdas representaciones” eran el resultado de una voluntad creadora de sentido muy consciente de las condiciones de recepción, percepción o interpretación de un signo. Porque, en verdad, aquellas imágenes eran fabulosas, algunas extraordinariamente bellas y todas, en su conjunto, testimonios de una técnica o rituales asociados a su producción. A partir de ese momento nació la fiebre, platónica, por supuesto, por descodificarlas, traducirlas, por leerlas e interpretar, aprehender, su sentido. Los extraños símbolos que encontramos en las grutas, sabemos, nos están vedados, no hay Rosetta para este caso, pero aún continuamos preguntando por su sentido general, por el hecho de que una serie de individuos, cuyas vidas pendían, cada día, de un hilo, fueran capaces de adentrarse con simples antorchas o rudimentarias lámparas de aceite por aquellas grutas para hallar en la roca una imagen a partir de la cual, mediante pigmentos, representar fauna, seres o escenas de todo tipo. ¿Rituales religiosos? ¿Espacio de comunicación de un mundo simbólico? La representación, como sabemos, en muchos casos puede reducirse al simple graffiti que un turista deja junto al monumento para decir: yo he estado aquí. Y algo de todo ello tienen aquellas pinturas, pero también es cierto que esas imágenes no están en lugares públicos y accesibles, se encuentran en lo más intrincado de aquellas grutas, a decenas de metros, sin iluminación natural... ¿A qué correspondía aquel impulso? ¿Cuál era su función? ¿Podemos desentrañar su sentido? No lo sabemos, tampoco lo sabremos; el instinto de representar habla sobre nuestra capacidad, infantil, creadora y del juego en torno al cual se construye un Yo, pero no hay, porque es inconmensurable, ningún código a partir del cual podamos “traducir” aquel lenguaje al nuestro (a decir verdad, no hay código posible para confirmar que la comunicación entre individuos sea un hecho); la función que aquellas pinturas cumplía dentro de sus clanes resulta inexplicable, imposible, del mismo modo que lo sería para alguien completamente ajeno a nuestra civilización interpretar los cuadernos de escritura de un infante en su primera etapa escolar. Lo curioso, el hecho en sí, es que, pese a ello, somos capaces de plantear hipótesis de sentido: damos un sentido religioso al fenómeno, atribuimos cualidades totémicas a determinadas representaciones, algunas más figurativas, otras completamente abstractas, de aquellas imágenes. En verdad, todas esas figuras, han estado siempre ahí, antes incluso, como ellos sabían -porque ellos, igual que nosotros ahora, las pusieron; si no las hubieran buscado no las habrían visto, como nosotros a ellas-, de ser expuestas con pigmentos; y todo este tiempo, de olvido, también lo han estado, esperándonos para poder desafiarnos, una vez más: Atrévete a interpretarme... (si puedes).


¿Hay alguien que no sea lo suficientemente infantil como para rechazar este reto?


jueves, 16 de julio de 2009

En la plaza del Pedró

De entre todas las esquinas del Raval, la que mejores, más decentes, recuerdos me evoca, más que cualquiera de las que suelen quedar retratadas en las guías turísticas, es la plaza del Pedró. Un espacio triangular, resultado de la confluencia de dos calles históricas de Ciutat Vella, el carrer del Carme y el de l’Hospital, antiguas vías medievales de entrada y salida a la ciudad por su muralla occidental, de la que todavía podemos observar hoy sus huellas junto al museo marítimo, cerca de Drassanes, por donde da comienzo la ronda de San Pau, testigo, hoy, de su antiguo trazado.


Se trata de un lugar sombrío, con olor a orín y frecuentado por vagabundos y desocupados, amigos del vino barato, los chistes fáciles y las disputas a la hora de la siesta, al que sólo alcanzan los rayos del sol a determinadas horas del día y que suele quedar anegado cuando llueve, resguardado por la iglesia de Santa Eulalia y la capilla románica de St. Llàtzer, de un antiguo hospital de leprosos, hoy rehabilitada, con una fuente en su centro sobre la que se yergue el monumento a la que fue patrona de Barcelona hasta el siglo XVII, razón por la cual, el nombre Eulalia, Laia, es común en Cataluña. Según la leyenda o la tradición oral, que vienen a ser la misma cosa, el cónsul Deciano la condenó a torturas y artes disuasorias de todo tipo y, antes de crucificarla en la plaza del Ángel –frente al actual museo de arte contemporáneo-, introducida en un tonel, fue rodando por lo que hoy es el carrer del Carme hasta la plaza, donde fue expuesto su corazón clavado en una cruz de San Andrés como escarnio y como advertencia para quienes desobedecieran las leyes de Roma.


Esta fuente-monumento, inaugurada a principios del siglo XIX para dotar de agua a un barrio que fue y ha sido siempre pobre, es en la actualidad el elemento más representativo de la plaza y “baúl” improvisado de quienes hacen vida y, en algún caso, duermen en ella. Con una portezuela en su base que da acceso a un habitáculo, en principio, de uso exclusivo del Ayuntamiento, es lugar de encuentro, no sólo de devotos extraviados o transeúntes confundidos por los viejos callejones de la ciudad, que aprovechan para hacer un alto en el camino y beber de su agua, que yo no recomendaría, de quienes allí “viven”. Podemos verlos desde primera hora de la mañana, “aseándose” en la fuente, guardando sus “camastros” en el habitáculo y escogiendo las prendas del día de entre bolsas de basura repletas de ropa usada que guardan en el interior de la fuente. Allí pasan el día y la noches, protegidos por cartones en la falsa esquina que los parapeta del frío entre la capilla de St. Llàtzer y el carrer de l’Hospital.


Durante un año viví junto a aquella plaza y, como me suele ocurrir, terminé por hacer migas con los vagabundos de la zona. En todos los barrios de Barcelona en los que he vivido, al final, mis únicos “amigos” han terminado siendo estos personajes que sólo faltan en algunos barrios, y siempre por alguna casualidad, pero ésa es otra historia. En este caso, la casualidad que me hizo deparar en los habitantes de la plaza del Pedró fue Eulalia, Laia, pero no la de piedra, sino una mujer que rondaba la sesentena, de mirada suspicaz, dura y arrugada, enorme, gruesa, que paseaba por el lugar como si fuera el salón de su casa saludando a los vecinos o hablando sola, en bata y zapatillas, con el pelo, que algún día fue rubio, grasiento y revuelto, amarillento, que solía llevar recogido con un sombrero inconfundible, horrible, de color carmín con flores azules.


Siempre he temido ir a comprar cualquier cosa a una tienda y no tener dinero para pagarla, razón por la cual, rara vez voy con los bolsillos vacíos y me cuido mucho, antes de entrar a comprar nada en algún lugar, de comprobar que llevo el dinero suficiente para el caso. Aquella mañana no lo hice, entré en el estanco y pedí mi tabaco de costumbre; allí estaba Laia, conversando con la estanquera mientras miraba hacia el suelo con gesto enfurruñado. Cuando fui a pagar me di cuenta de que me faltaban cinco céntimos y, como digo, pasé apuros para explicar a la estanquera que vivía a quince metros de allí y que en un minuto le traía la moneda que me faltaba. Pero sucedió algo, algo extraño, porque todo lo bello, en eso consiste la belleza, es extraño y acontece sin pedir permiso. Laia sacó cinco céntimos del bolsillo enorme de su bata y los puso sobre el mostrador, sin decir una palabra ni mirarme a los ojos. La estanquera ni se inmutó, cogió la moneda del mostrador y la echó sin miramientos a la caja. Le di las gracias y, por un segundo, sólo un instante, Laia, fijó sus grisáceos y cansados ojos en los míos y dijo con brusquedad y voz grave: “ya me los devolverás otro día”.


Tuve varias oportunidades para devolverle aquellos cinco céntimos a Laia, pero ella nunca me los aceptó; sólo aceptaba una botella de vino o de cerveza, rara vez comida. A raíz de aquello, fui conociendo a los vecinos o habitantes de la plaza del Pedró y, gracias a ellos, pues ella solía ser más bien discreta, hermética o introvertida, pude ir recomponiendo, salvo algunas lagunas, la historia de la Laia; una historia como muchas otras, repleta de tópicos, como la de muchas mujeres criadas en un barrio como éste de cualquier ciudad portuaria,o, quizá, simplemente, porque fue inventada y olvidada su invención. Eulalia era hija de una prostituta del Raval y, como tal, también ella ejerció durante años; no conoció a un padre, sobrevivió a una postguerra, a los años “felices” del barrio Chino, a su decadencia y, en los últimos tiempos de “renacimiento” del barrio, a su deterioro físico y personal. Vivía en un apartamento en propiedad que el Ayuntamiento expropió por la mitad del dinero que hoy cuesta un estudio en la zona cuando rehabilitó el barrio en vistas a los juegos olímpicos que cambiaron la “apariencia” de algunos barrios de la ciudad. Un dinero con el que se fue a vivir -nunca quiso, al parecer, dejar el barrio y aceptar una vivienda social en el extrarradio- a una de las pensiones anexas a la plaza del Pedró; un dinero que gastó, probablemente en vino, y del que ya no le quedaba nada. Aquella mujer de trato brusco y antipático, que solía increpar a los paquistaníes que, según ella, habían ocupado el barrio, cuentan, fue una mujer de bandera, amable con sus amigos, cariñosa con quienes pagaban sus servicios y, todos coinciden, muy bella; una femme fatale barcelonesa, una de las prostitutas más queridas del barrio Chino. Su humor o la falta de mismo, aducían quienes la habían conocido, se había agriado durante estos últimos diez años en la calle. Nadie supo o quiso decirme de qué vivía a estas alturas.


Muchas noches, cuando no tenía dinero para salir a cenar y tomar unas copas con los conocidos de la ciudad, solía comprar unas latas de cerveza en la calle y me sentaba con ellos en el escalón de la base de la fuente a escuchar los rumores de la plaza del Pedró, cuando la conversación decaía o declinaba en algo muy propio de quienes viven en la calle, cuando, cada uno, mirando a ningún sitio, comenzaba a hablar solo, para sí mismo, articulando palabras, imágenes y personajes inconexos, fijaba mi vista en Laia, en su piel curtida y arrugada, sentada, hierática, con esa sabiduría en la mirada de quienes ya no creen en nada y saben reconocer al minuto qué o quiénes merecen la pena en esta vida, en aquellos ojos que, por momentos, sólo unos instantes y sólo en esas circunstancias, dejaban entrever cierto brillo, mientras tarareaba canciones de otra época que yo nunca sabré reconocer. Entonces me despedía, allí los dejaba, cada uno con sus voces, dando vueltas por el triángulo de la plaza... Laia siempre me hacía un gesto con la cabeza, una leve inclinación, simplemente. Nunca me dijo hasta mañana.


Hacía un año que me había trasladado a vivir al barrio de Gracia y, como digo, hace un año que no cruzaba la plaza del Pedró. Quería saludar a los “amigos”, pero apenas reconocí a alguno, las caras habían cambiado, las voces eran las de siempre. Me acerqué al estanco y pregunté por Laia, sabía que la estanquera y ella eran viejas amigas, quién sabe de qué tiempos. Cuando pronuncié su nombre, ella me miró a la cara, haciendo un esfuerzo por reconocer o quizá tratando de adivinar si yo era o no alguien de fiar. Tras unos segundos, con indiferencia fingida, la estanquera me comentó con brusquedad que “a la Laia la encontraron en enero muerta una mañana bajo un cartón”, creía, que por congelación, “hizo mucho frío aquella noche”.


No son, estos, tiempos heroicos, apenas queda gente así, y soy muy consciente de que el viejo neorrealismo y sus personajes no son más que eso: viejas película o novelas, que morirán, supongo, junto con quienes saben disfrutarlas. Aquellos que conocen, frecuentan y viven en el Raval desde hace años, quienes han visto pasar el siglo en sus calles y ambientes, suelen hablar o comentar con nostalgia o acritud, según el caso, que este barrio no es lo que fue y ya nunca podrá serlo. Tienen razón, cierto que no ha llegado a los niveles de esnobismo que sí ha alcanzado el barrio de la Ribera o el Born, y que aún existen diferencias de clase bien delimitadas por las Ramblas y por Vía Layetana, pero, no nos llevemos a engaño, las calles por las que paseaban los personajes de Vázquez Montalbán o Goytisolo, por las que alternó Bataille y Genette, alguno de ellos "señoritos de mierda", como escribió Marsé, no son ya, como dice el dueño del Pastís, con voz solemne, lo que fueron en su día; el antiguo barrio Chino apenas conserva ya a sus personajes y sus héroes van cayendo, muertos, de frío o excesos, mientras “manadas” de jóvenes americanos o británicos, también italianos, que se alojan en los hoteles de las Ramblas o comparten estudio en la nueva Rambla construida por el ayuntamiento para “cortar” con una vía ancha ese laberinto de callejones, se fotografían a las puertas del Pastís camino del carrer de San Ramón... El barrio ya no es un barrio de pescadores y los marineros que arriban al puerto de Barcelona, ya no son los mismos marineros que gastaban, tras semanas en alta mar, todos sus ahorros en una femme fatale con nombre latino. Los barrios, las ciudades, mueren con sus habitantes, con (su) el tiempo, y nunca sabremos si cualquier tiempo pasado fue mejor o si, sencillamente, fue mejor para quienes, entonces, fueron jóvenes o estaban vivos. Lo que sí es cierto es que, con aquella generación, muere una generación heroica, que supo devolverle una sonrisa a la vida cuando ésta, siempre, le daba la espalda. La nuestra, mientras se rasga las vestiduras tras el fin de fiesta en Wall Street, apenas tiene tiempo en tomarse la justicia por su mano, ejercer resistencia, reclamar lo que le pertenece y ser dueña de su destino; se contenta con buscar ofertas de paquetes de vacaciones de verano o maldecir porque tendrán que pasar su mes de agosto en la ciudad y les han denegado el préstamo para un nuevo automóvil. Cada pueblo y cada generación tiene la historia que se merece; la de aquella generación, la que se desvanece con el siglo, este fin de siglo, ha llenado páginas inmortales e inspirado cientos de filmes memorables; pueden mirarse al espejo cada mañana, los que quedan. Dejando atrás la plaza del Pedró, subiendo por Joaquín Costa, no pude evitar hacer me una pregunta, Laia llevaba siempre colgada una cadena, parecía de plata, muy enegrecida, con un casabel al cuello... Supongo que ya es tarde para hacerse esa pregunta.


sábado, 11 de julio de 2009

Pre-juicios


1. Llego a casa, que comparto con cuatro personas, donde duermo y vivo hace ya más de un año.
2. Dos de mis compañeras de piso hacen sus maletas para pasar el fin de semana en Blanes. Un tercero pasa el verano fuera del país.
3. Acudo a mi habitación, otro compañero, el que quedaba, también tiene sus maletas en el rellano de la entrada, “pasaré el fin de semana en el delta del Ebro”, me dice. Yo lo celebro con una sonrisa y contesto: “yo pasaré los dos días trabajando”.
4. Se despiden unos y otros, pienso, alegremente, en la casa para mí solo durante dos días.
5. Mi compañero, antes de marchar cierra con candado, por primera vez en un año, la puerta de su habitación.
6. ...

Un prejuicio no es otra cosa que un “juicio previo”, una idea pre-concebida de antemano y un axioma a partir del cual se rigen determinadas conductas, en muchos casos, completamente inconscientes. Gran parte de los argumentos u opiniones que esgrimimos a lo largo de un día están basados en prejuicios, el simple hecho de vivir nuestras vidas comunes se sustenta en creencias o axiomas sobre las que, ante su problematización, rara vez seríamos capaces de ofrecer una explicación satisfactoria que las justificase. Sabemos que si nos arrojamos por una ventana, la Ley de la Gravedad nos hará caer al vacío y que el golpe contra el suelo, según las circunstancias, podría ser mortal; eso explica que cuando tenemos prisa por llegar a alguna cita, bajemos por las escaleras o esperemos pacientemente el ascensor y descartemos la posibilidad de arrojarnos ventana abajo, pese a que dudo mucho de que seamos capaces de explicar el fundamento de la Ley de la Gravedad o de “dibujar” todas las ecuaciones matemáticas, junto a todas sus variables, que explican el fenómeno gravitacional. Sencillamente, nuestra conducta está regida por el pre-juicio de que existe tal o cual ley y de que, según esa ley, cualquier cuerpo experimenta una atracción dada por otro cuerpo de mayores dimensiones. En otras palabras: una acción que consideramos completamente racional como es no arrojarse por la ventana para ganar tiempo está fundamentada, salvo el caso de que se sea físico, amateur o de profesión, en un juicio-previo sin fundamento alguno.

¿Cómo es posible que nuestra vida ordinaria, más allá de nuestra percepción de que controlamos nuestros actos y las intenciones que se ocultan tras ellos, esté basada en juicios sobre los que no somos capaces de dar cuenta? Se trata, simplemente, de un principio de economía, por el cual, otorgamos una identidad o establecemos una categorización de los fenómenos, aceptada y generalizadora, que podemos aplicar, indistintamente, ante situaciones y circunstancias variables. Si tuviéramos que dar cuenta, cada vez que desempeñamos cualquier acción, de toda la serie de evidencias o datos objetivos por las que elegimos ésta u otra alternativa, no sería posible el desarrollo de una vida común y quedaríamos paralizados, mudos, en muchas ocasiones, sin saber cómo reaccionar.

Observamos, de este modo, que cualquier pre-juicio requiere de una “identidad” para ser operativo; construimos leyes que rigen los fenómenos físicos para relacionarnos con nuestro entorno natural y construimos identidades, nacionales o grupales, para establecer estrategias de relaciones personales. Sin esos pre-juicios, sin estos pre-supuestos, según el principio de economía antes citado, nuestra vida ordinaria supondría un reto a cada momento y nos veríamos obligados a la toma de decisiones careciendo de la información necesaria para las mismas. Por ello se establecen distinciones nacionales, categorizaciones grupales o sociales, basadas, evidentemente, en estereotipos, que requieren, a su vez, de otras categorizaciones establecidas a partir de la “diferenciación”, lo cual permite, una vez más, afianzar la identidad a partir de la cual, como una cadena sin fin, fue creada la primera identidad o categoría.

Durante la década de los años treinta del siglo pasado, tras la, hasta hace un año, gran crisis del sistema de mercado, las oleadas migratorias, comunes en la historia de nuestra especie, se vieron afectadas por un fenómeno que ejemplifica de maravilla todos estos procesos anteriores. Aquella Europa hambrienta incapaz de producir riqueza y trabajo para sus habitantes comenzó a culpabilizar de la situación a determinados grupos sociales; nuestros vecinos dejaron de serlo para convertirse en ilegales, judíos, homosexuales, disidentes, enfermos... y distinguirse, con nitidez, de las distintas identidades nacionales, a las que, evidentemente, se les presuponía ciertos derechos y privilegios por encima de estas nuevas categorías (siempre y cuando hicieran justicia a esa identidad, por supuesto). Fenómenos como este, desgraciadamente, no contenían, a grandes rasgos, nada novedoso, basta con leer a Michel Foucault o a los miembros de la Escuela de Frankfurt para constatarlo; como hemos visto, cualquier identidad o presupuesto se basa en una diferenciación, subjetiva, por parte de aquello que, quien o quienes, lo establece. Lo triste, en cierta manera, es que, a día de hoy, inmersos en una nueva crisis de la sociedad occidental, las viejas estrategias continúan resultando atractivas. Observamos pre-juicios de identidad y conductas discriminatorias, basadas en estereotipos que abarcan figuras como la del xarnego, el parado, o, simplemente, al inmigrante del sur que, como todos sabemos, son pobres porque trabajan poco y son gandules... sin olvidar al musulmán, al islamista o al asiático, siempre y cuando no jueguen bien al fútbol, por supuesto, en tal caso se los idolatra.

Crucemos los dedos para que las circunstancias, otra vez repetidas, no logren sacar de madre las políticas de normalización lingüística o de educación, las acciones policiales dirigidas hacia determinados grupos sociales, las políticas discriminatorias de desempleo o ayuda social, las de inmigración... Crucemos los dedos, en serio, pues sería muy triste, de veras, ver cómo cierran con llave todas las puertas que me rodean.

“No me fío de los nacionalismos ni de sus banderas, no me fío de los himnos, ni de la historia oficial, ni de sus monumentos, ni de su mística patriotera; me parecen formas larvadas de racismo, petulancia y desdicha. En su nombre se dicen sandeces, cuando no se cometen atrocidades.” (Juan Marsé)

viernes, 10 de julio de 2009

Saudade

Jaques Derrida provocó un profundo revuelo en el ámbito de la Filosofía, y también en el de la Lingüística, cuando publicó sus estudios sobre la estructura diferencial o de la diferencia sobre la que se asienta la significación, para lo cual acuñó un término homófono, différance, hibridado de las palabras francesas différence, “diferencia”, y différer, “posponer” -aunque, también, “diferenciar”-. Su teoría venía a dar un definitivo golpe de gracia a un idealismo en sus últimos estertores, que ya había sido echado por tierra, y a poner en evidencia el esquematismo trascendental kantiano, con todo lo que aquello suponía para el concepto de identidad.

Según el idealismo, en cierta manera también el naturalismo epistemológico, aquello que otorgaba identidad a dos fenómenos “similares” en el tiempo era, precisamente, una esencia, una substancia trascendente a esos mismos acontecimientos o entidades fácticas; y, por ello mismo, en el binomio palabra-cosa, introducía un tercer elemento, el sentido, que trazaba un puente de unidad entre el signo lingüístico y la cosa misma.

Pero pensar el sentido, aprehender el objeto suprasensible capaz de otorgar identidad a las cosas, hacer de un ente, en el tiempo, la misma cosa, resultaba, a todas luces problemático desde un punto de vista ontológico. El giro sobre esta cuestión llevado a cabo por Kant fue a todas luces agónico, aunque dado el marco en que el fue realizado, puesto que las ciencias positivas estaban operando de este modo, extremadamente lúcido en sus pretensiones. Trasladando aquel foco a las condiciones de aprehensión por parte de un sujeto cognoscente, el pensador alemán dio, de alguna manera, un respiro a nuestra percepción natural de las cosas y a toda una tradición epistémica. Ese esquematismo kantiano determinaba la identidad de un objeto/fenómeno en su existencia en el tiempo, categoría trascendental de la subjetividad, cuyo valor ontológico quedaba circunscrito o condicionado al sujeto cognoscente. Sólo en la temporalidad de una subjetividad abstracta, de una unidad de apercepción, podía una intuición concreta, un acontecimiento noumenal, entrar a formar parte de una experiencia como fenómeno; y sólo en la experiencia los objetos externos podían alcanzar la identidad. A grosso modo, la identidad venía dada por su reconocimiento como tal en un esquema, donde la memoria de intuiciones precedentes, lograba, mediante otros procesos y categorías algo más complejos, una identidad entre objetos dados a una experiencia, unidad básica a partir de la cual era deducida toda unidad posterior: identidades determinadas por una identidad primera y trascendental.

El gesto de Derrida se inscribe dentro del marco de descomposición o destrucción de toda una tradición metafísica en la cual, la identidad, el ser de las cosas, o el ser en abstracto, configuraba un campo temático fundamental. La estructura de la diferencia (différence), con la que traza un juego deconstructivo de los discursos que habían conformado esta tradición, imbricándola con el término francés différer,la différance, viene a descomponer nuestra percepción natural de la cosas y, principalmente, nuestro “sentimiento” de una presencia, de identidad, la propia y la de aquello que nos rodea o forma parte del mundo de la vida. Según esta estructura, no es la identidad, precisamente, la que traza un vínculo de unión entre dos acontecimientos, sino, todo lo contrario, la diferencia, la falta de unidad, su temporalidad insalvable, la yertitud de lo que acontece. Es, precisamente, en la diferencia, donde los objetos adquieren la cualidad objetual sobre la que la temporalidad traza identidades y los cosifica. De modo que, ante un signo, ante una palabra o un fenómeno, el que sea, lo que se anuncia, lo que acontece, en ningún caso es una identidad o una presencia de sentido; sino una ausencia irremediable, trágica, que a su vez es fundamento de un espíritu creativo y una condición epistémica que nos invita, nos impele a la identidad, al remedo, como acicate o fármaco.

En cierta manera, visto desde esta perspectiva, aquello que nos hace humanos, aquello a partir de lo cual vivimos en un mundo común/lingüístico, es precisamente la ausencia, la memoria, quizá trágica, aunque no necesariamente -ya que no toda saudade es nostalgia-, por lo perdido, por el tiempo, por lo que “ya no está”. En cierta manera, esta conciencia, engalanada de presencias eidéticas, no es más que un algoritmo engendrado de añoranzas y alentado por el vacío que deja lo que “ya no es”.

La saudade por aquello que echamos en falta es expresión, como ninguna otra, de la propia experiencia interior de -conciencia de...- una falta, y a su vez "habla" de las condiciones de nuestra experiencia. Esa ausencia que compadece como presencia y hace de lo que no acude una experiencia eidética o, en su autoconciencia, un desapego ante lo que ya nunca será. Porque toda presencia, es evidente, no deja de anunciar, a su modo, una ausencia obstinada. Porque cualquier identidad no deja de construirse en una alteridad insoportable y dolorosa, de modo que, a cada paso, cada palabra nuestra, pese a cualquier intento por nombrar las cosas, aprehenderlas y dominarlas, no es más que un gesto que nunca cesa de anunciar ausencias siempre repetidas.

miércoles, 8 de julio de 2009

Muss es sein?

La obra de Friedrich Nietzsche, o lo que hay tras ella, como bien atestigua la crítica y cualquiera que acostumbre a frecuentar la biblioteca o le guste gastar su dinero en objetos extravagantes -en pocas palabras, cuatro gatos-, ha sido y continúa siendo un lugar muy frecuentado durante el siglo XX y una fuente de ideas para la literatura contemporánea, muy especialmente para la novela, género literario que, en su ya merecida mayoría de edad, acostumbra a sorprendernos desdibujándose a sí mismo como forma, trascendiendo o transgrediendo sus límites, para mirar con descaro a cualquier otro acontecimiento discursivo que pretenda presentarse ante nosotros con aquella altanería y cabeza bien alta con que la ontología tradicional había legitimado ciertos privilegios de clase.

A Nietzsche se lo ha leído durante largo, demasiado, tiempo como un “provocador” que, tras una retórica precisa, elocuente y persuasiva, un dominio exquisito del lenguaje y sus modos, de los géneros y lenguas clásicas... tras todo aquel espíritu ilustrado germano, arremete enfurecido, rabioso y rencoroso contra la moral occidental, el proyecto ilustrado, la metafísica tradicional... Pero a decir verdad, como bien supieron percibir sus mejores lectores, su obra no es más que un escenario donde interpretar la tragedia de su época, la conciencia preclara de los problemas y tensiones que enmarcaron el producto de sus reflexiones, el diagnóstico certero de un tiempo que llega hasta nuestros días y el sentir profundo ante una tensión que, de alguna manera, debía certificar la historia de occidente en su propia acta de defunción.

En la obra del filólogo alemán, la imposibilidad de sentido que, como aquellos fantasmas del pasado, recorre Europa y la constante necesidad del mismo desempeñan un juego, quizá maldito, de contrapesos a partir del cual articula toda sus reflexiones y engarza sus palabras para la consecución del discurso por el que será recordado, como poeta, en el sentido profundo de la palabra. Y este ritual al que se somete quien toma conciencia de la situación, ese vaivén imposible de quien avanza por la cuerda floja suspendido, sin red que lo tranquilice, otorga identidad a una nueva forma de experiencia: la del héroe contemporáneo, quien se autoafirma en la excentricidad y falta de fundamento en lo que acontece y trasunta, a veces encogido de hombros, como el poeta lisboeta, a veces con voluntad creadora.

Con ello quedan sentadas las bases para una nueva estética con la que el novelista checo afincado en París, Milan Kundera, ha construido todo un universo estético y cartografiado la existencia del individuo contemporáneo en la Europa, perfilada como mito, del siglo XX. De igual modo que las vanguardias llevaron hasta sus últimas consecuencias aquella revolución, la novela, de manos de autores como Kafka, Joyce, Brecht o Kundera, toma su testigo en este fenómeno que atestigua la transformación de la experiencia del hombre contemporáneo. Tras el fin, por imposibilidad, de la representación mimética y de cualquier inquietud, siempre oscura, referencial, Kundera interpreta su propia obra literaria como una forma que “[...] no examina la realidad, sino la existencia. Y la existencia no es lo que ya ha ocurrido, la existencia es el campo de las posibilidades humanas” (El arte de la novela, Tusquets, Barcelona, pp. 53-54). El escritor checo, cuya lectura de Nietzsche es evidente, aunque quizá demasiado trágica para algunos, pero, no por ello, menos bella, es consciente, al igual que lo fue Platón, de que, en este caso, la novela escamotea esa percepción natural de la realidad dada como lo único posible o existente. En sus reflexiones, también publicadas bajo la modalidad de discursos fronterizos, ambiguos, de aquellos que tanto hacen temblar a los genólogos, nos recuerda que, sin la división ontológica heredada entre apariencia y realidad, episteme y doxa, la realidad misma puede ser manufacturada como fábula, como una novela; mera literatura: ficción. Es en este sentido en el que, advierte Kundera, Nietzsche nos alentaría, a cada uno de nosotros, a ser novelistas en la vida y hacer de ésta un proyecto estético en el más ambicioso de los sentidos; puesto que cada individuo, como personaje de su novela, no es otra cosa que una posibilidad existencial hasta el momento no explotada y, las posibilidades, se abren hacia el infinito: tantas como individuos.

Ésta es quizá la idea que subyazga a la obra cumbre del escritor checo y que, de alguna manera, por supuesto oblicua, da título a este blog: Nesnesitelná lehkost bytí, traducida al castellano como La insoportable levedad del ser y, creo que de forma más acertada, a otros idiomas como La insostenible levedad del ser. En ella, Kundera nos presenta a Tomás, un hombre que ama la “levedad” y cree hallarla en el mundo que lo rodea, donde los acontecimientos y las personas se suceden sin repetición y donde no hay lugar ni criterio para regir la experiencia. Tomás se compadece de quienes viven constreñidos por determinadas cargas vitales y toda su existencia gira en torno a imperativos categóricos que él comprime en una frase extraída del libreto del cuarteto op. 135 de Beethoven: es muss sein. Pero un día “encuentra” a Teresa y cree hallar en ella ese es muss sein que, presupone, ha de dar sentido a la vida de cada uno. Por ella pierde la oportunidad de esquivar los excesos del totalitarismo, por ella pierde su trabajo como cirujano, por ella tendrá, poco a poco, que dejar de frecuentar a sus amantes y perder esa libertad, aquella levedad que tanto ansía y a la que, pese a la necesidad de encontrar un es muss sein en su vida, no puede o no sabe renunciar. Tomás culpa a Teresa por todo ello hasta que, de pronto, de improviso, con esa magia casual que sólo la literatura puede imprimir en lo que ha sido, de alguna forma, planificado, cobra sentido la reflexión nietzscheana que, en un principio, resultaba gratuita y fuera de lugar, extraña y de sesgadas pretensiones. Tomás adquiere conciencia de que Teresa, su existencia con ella, su unión, es fruto de “seis ridículas casualidades”, de algo completamente contingente y carente de sentido y de que el único es muss sein que ha habido en su vida era su vocación por la medicina, a la que renunció por “seis ridículas casualidades”... En un instante, quien creyó ser amo de la levedad advierte el peso que tanto su vocación como sus ansias de conquista, ambos escenarios pretéritos de libertad sin peso alguno, acarreaban a su existencia y cómo algo completamente contingente y sin sentido previo se convierte en lo más valioso, más que cualquier imperativo categórico.

¿Qué es lo valioso? ¿Dónde reside el peso de lo que no se sostiene por sí solo? En la decisión de afirmación de lo contingente, que no es capaz de disolver ni ocultar con otras artes, ya inocuas, la precariedad que le es constitutiva y que, a su vez, preña de valor a la decisión misma.

En este sentido, kunderiano o nietzscheano, ningún es muss sein con valor nos es dado y la existencia, de igual modo que la literatura o cualquier otro discurso, oscila entre la levedad y el peso, entre el deseo y el rechazo, la palabra o el silencio... Bulimia existencial en la que Vivir no es más que representar esta tensión e imponer nuestra voluntad de sentido a una existencia que, se la mire como se la mire, nunca nos dejará satisfechos.