miércoles, 10 de octubre de 2012
Horror vacui
viernes, 8 de junio de 2012
Estampas: fundido en Vapor, Hierro y Vidrio

sábado, 25 de febrero de 2012
Partisanos
Quienes dirigen nuestras fuerzas de seguridad del Estado son unos ilustrados, salta a la vista; también los encargados de seguridad a las órdenes y a sueldo de la Administración catalana. Desde hace meses leen concienzudamente y siguen cada una de mis entradas. No hay día en que alguno de ellos, bien sea desde el Ministerio del Interior o de alguna Jefatura superior de Policía, acceda a este blog ávido por conocer los destinos de los personajes trágicos, mis reflexiones sobre la decadencia de nuestra cultura o mis desvaríos epistémicos acerca de la imbricación entre lenguaje y cognición; y ni que decir tiene, cuando, además, entre todo ello, dejo escapar algún retazo de mi vida, de mis emociones o mis decepciones. Puedo ver sus lágrimas, sentir su empatía, sus manos apoyadas dulcemente sobre mis hombros, ejerciendo una ligera presión, pretender mi mirada para decir en silencio lo que de ninguna otra manera podría ser dicho… Nunca me he sentido tan amado, comprendido, acompañado. Mis amigos de la administración catalana lo hacen menos a menudo, y es que quizá este xarnego nunca ha llegado jamás a abrir sus corazones, o quizá porque algún analista aventajado haya llegado a la intrincada conclusión de que un blog con apenas una docena de seguidores anónimos pueda llegar a tener alguna resonancia o ascendencia en esto de la blogosfera, o que mis palabras, cuando de enaltecer a las masas se trata, en todo caso son un desquite, un ajuste de cuentas, nunca una incitación.
Pero ellos son insistentes, previsibles, diría; incluso fieles, si ésta no fuera una cualidad con apenas significado en nuestros días. Es más, lo suyo conmigo es pura obsesión; una fijación casi virginal que, en algún caso, me ruboriza. No siempre se contentan con visitar mis palabras, hay días en que no pueden evitar esperarme en alguna esquina solitaria e invitarme sin opción a excusa alguna a mantener una charla privada en las dependencias de Vía Layetana. Allí hacen de guías y suelen crear el ambiente adecuado recordando al visitante que, en sus sótanos, se cometían torturas no hace mucho tiempo, mostrando esa querencia casi ancestral que tienen los barceloneses cuando, orgullosos, señalan sus monumentos a los turistas.
El caso es que siempre los decepciono y remonto Passeig de Gràcia con la amarga sensación de despecho que proporciona saber que no has sido lo suficientemente interesante para ellos, que las expectativas amorosas que mis palabras despertaron un día no han de cumplirse y que el frío intercambio de palabras en el callejón, a modo de escueta despedida en forma de advertencia o amenaza, aunque así lo quisiera, no constituye una promesa de lealtad a una relación que llena de júbilo mi solitaria existencia.
A esas horas en que ya nadie pretende iluminar en llamas la Bolsa de Barcelona, y en que el medio centenar de Mossos d’Esquadra bostezan apoyados en las “lecheras” con sus corazas a medio fijar por su oscuro velcro, mis piernas flaquean por el hambre cuando entre bocado y bocado, a veces, pasan más de veinticuatro horas, y el tabaco, más que engañar el hambre y seducirme al sueño, me arrastra a la inconsciencia, provocando este sudor frío que tiñe de blanco mis sienes e inocula el rojo enfermizo de mis pupilas, capaces de amedrentar a la más desquiciada de las aves de rapiña venidas del Carmel, que sobrevuelan la urbe a la búsqueda y caza de algún alemán perdido, plano de la ciudad en mano, preguntando por su hotel y mirando de reojo el amarillo intermitente de las sirenas que, como una música angelical, como una sinfonía escrita para esta noche imposible, tiñe las fachadas de las grandes fincas del Ensanche.
La calma me alcanza cuando me adentro en Gràcia y me desbordo por su calles estrechas e irregulares, alfombradas de adoquines, en ausencia de avenidas; detengo mi pasos frente a una fuente, sin prestar mucha atención a la placa que conmemora algún centenario suceso que me sobrepasa, y dejo correr el chorro de agua fría por mi nuca. Entonces la claridad llega a mí, me saluda, sí, como una caricia, hasta detenerse en mi mano, que aprieta con delicadeza, y me lleva a la cueva entre susurros. Por el camino me señala conversaciones a media voz en las plazas oscuras, apenas iluminadas por impotentes faroles decimonónicos, proclamas incendiarias en los locales que a estas horas, entre semana, sólo acogen jóvenes espíritus de la conspiración, mientras yo aparto sus banderas irritado y repito como mantras inoportunos la proclamas escritas en las paredes de las que no logro desprenderme hasta unos metros más adelante, cuando una brisa helada que sopla desde el Tibidabo me corta, una vez más, la respiración y comienzo a contar, como si me fuera la vida en ello, los pasos que restan para dejarme caer derrotado en la cama.
El día amanece cálido y soleado. Otro regalo del febrero barcelonés. Pero yo aún tengo frío, yo aún sé que esta primavera es como esos personajes fantasmales que aparecen y desaparecen según sopla el viento, que este invierno insoportable no podremos aplacarlo sino con grandes hogueras voraces capaces de consumir hasta la última guirnalda de su atrezzo. Y esta imagen, que había impregnado mis pesadillas de la noche anterior, me sonríe en toda su verdad, con todo lo razonable, si es que a día de hoy queda algo razonable, con que los sueños se tornan realidad, cuando ya no hay distinción posible entre lo uno y lo otro.
Permanezco todo el día en la cueva encerrado, agazapado y tembloroso, aguardando el declinar del día, la cadencia de luz que marca la frontera entre dos mundos irreconciliables, el reino de la noche, el momento en que los partisanos abandonan sus guaridas y como pequeños roedores urbanos se diseminan por la ciudad engalanando sus calles y tiñendo de cólera cada rincón propicio para imaginar la muerte del enemigo. Porque esto, sabedlo, es lo que identifica sin confusión posible al partisano: la clara conciencia de tener un enemigo común y la evidencia de que amigo (provisionalmente) es aquél con quien compartir este odio, esta furia casi incontrolable, por el enemigo. Aunque el partisano ya no aguarda a las puertas de la ciudad, ya no se guarece a cierta distancia prudencial de su contrincante, para acercarse y propinarle su dentellada a traición. El partisano, ahora, comparte cama con el enemigo, pernocta en sus entrañas y pasa inadvertido entre los transeúntes en hora punta; pero está ahí, nunca ha dejado de estarlo, quizá sentado a tu lado, en el metro, o cediéndote el paso en una acera estrecha; aguardando su turno, como todos los animales que van al matadero, frente a la caja del supermercado o en la tienda de ultramarinos del barrio.
No le temáis, él ya sabe que la suerte está echada, que la derrota se ha consumado y que el enemigo, su enemigo, nuestro enemigo, dará a su fin de muerte natural llevándose consigo cuantas generaciones de partisanos requiera mientras tanto para su último y más fastuoso espectáculo. Quizá traten de desaparecer(nos), de suicidar(nos) accidentalmente, una noche cualquiera, una noche como la de ayer. Es posible. Nadie es inocente a estas alturas y todos (al menos los partisanos, herederos de Antígona) sabemos lo que nos jugamos, pues preferimos la derrota a la humillación a la que nos están sometiendo. Tendréis que matarnos, quebrar nuestros cuerpos y hacerlos pasar desapercibidos. Quizá nadie nos eche en falta, pero yo no soy fácil de matar, no muero con facilidad; yo también soy hijo de Antígona.
Miradnos de frente, al menos, a los ojos. No olvidéis esta expresión de mi rostro. Sé que nadie, que la haya visto, puede olvidar esta mirada. Recordadla, pues será lo último que veáis, en otro cuerpo, mañana, soportando otras manos, acariciando otras palabras. Será otro, pero seré yo. Recordadlo: se vencen batallas; se pierden guerras.
martes, 30 de noviembre de 2010
Otoños en Barcelona
La estructura abovedada de hierro que techa las vías de la Estació de França fue la primera imagen que tuve de Barcelona; un otoño, similar a éste, frío y seco, soleado. Por las cristaleras de la bóveda entraba una luz apagada y tibia, como una caricia involuntaria, que apenas dejaba presumir el hermoso espectáculo que es el otoño mediterráneo.
Todavía continuaba grabada en mi retina mi imagen y la incertidumbre reflejadas en las ventanillas del Talgo.
El golpe de frío, el trasiego característico de cualquier estación y mi decisión por cumplir con diligencia el plan que previamente había trazado para ese día, impidieron que me detuviera a contemplar la imagen petrificada en aquella estación de un vestigio de otro siglo, de la era industrial que, pese a su demora, cambió la fisionomía de esta ciudad e hizo de ella un lugar a veces extravagante, en muchos casos bello y, en otros, a día de hoy, decadente.
Frente a mí tenía el barrio de la Ribera, pero, entonces, no lo sabía. Pasé de lado por la Ciutadella, subiendo por el Paseig de Picasso y Paseig Lluís Companys hasta llegar al Arc del Triomf… Barcelona se me ofrecía como una gran ciudad diseñada a escuadra y cartabón, con anchas avenidas que cruzaban de parte a parte la ciudad y delimitaban los barrios, en los que más tarde viviría (en casi todos) y que a fuerza de golpes, días, pasos y lluvias fui conociendo como si siempre hubieran formado parte de mi vida, como si de alguna manera imprecisa todo hubiera sucedido siempre ahí.
Es sorprendente la capacidad que tiene la condición humana de hacerse a cualquier circunstancia; de cómo las circunstancias son capaces de doblegar hasta el ímpetu más entusiasta y dormir al volcán.
(… si es que acaso duerme y no se hace el dormido.)
El otoño en Barcelona es un espectáculo de colores urbanos (y también de palabras a media voz): como una selva de estilos arquitectónicos, donde te salen al paso desconcertantes colosos modernistas, elegantes fachadas neoclásicas o pequeñas plazas empedradas que, como un claro en el bosque de callejuelas de trazado medieval, aparecen y desaparecen, apenas se dejan atrapar, Barcelona se desparrama hacia el mar empujada por la sierra y se extiende por su costa para ensanchar sus límites y recibir con los brazos abiertos una luz que se refleja en las vidrieras y mosaicos de azulejos de los palacios y villas, en el rocío que copa las hileras de plataneros que pintan las avenidas de la ciudad de ocres y en la línea de mar que la refracta hacia las ramblas, por donde serpentea, hasta alcanzar los barrios más altos, para hacer cima en el monte del Tibidabo.
Después de aquél hubo otros otoños, otras estaciones, pocos viajes y decenas de rostros e imágenes, voces que no dejan de hablar y que ahora me acompañan, sueños que quedaron en mis camas, camas que quedaron vacías y vacíos que jamás encontrarán un lecho, ciudades que nunca conoceré, pese haberlas visto y andado innumerables veces por las páginas de algunos libros que ya no sé dónde andan ni qué manos los recorrerán… Mientras tanto sucedía, Barcelona, siempre estuvo ahí, cuando la vida me daba la espalda y yo, furioso, xarnego e irreverente le devolvía una sonrisa irónica… fue mi amante más leal. Junto a la ciudad en la que nací, ésta siempre será mi otra casa.
Como las ciudades invisibles de Calvino, Barcelona siempre tuvo un reverso utópico, real, en tanto que fue por nosotros pensado, que se desplegaba muy de vez en cuando en algún gesto inesperado, palabras no improvisadas y encuentros intempestivos, que se desacompasaban con la misma rapidez y urgencia con que llegaban (como si temieran que alguien pudiera descubrirlos).
Pasaba la vida, se nos consumía, y la ciudad, como un organismo que se resiste a las embestidas de algún microorganismo parasitario, siempre resultaba fortalecida y amanecía sin previo aviso de febrero soleada, cristalina y plena de vida, rebosante de nuevas oportunidades y ansiosa por acogernos en su regazo.
Es entonces cuando podíais verme caminar sacando la lengua a los niños y detenerme en el primer banco que encontrara orientado al sol, con el diario gratuito bajo el brazo y el pitillo impaciente en la oreja.
Hubo un tiempo en que cada tarde conversaba con una niña pelirroja y descarada, de unos diez años, que, cuando dejaba de sonreír o insultar, permitía entrever cierta melancolía en la mirada, esa melancolía que tanto me llama la atención en los niños (son/fueron tus ojos), y ante la que se resistía, para salir corriendo enrabietada dejándome con la palabra en la boca, mientras yo la observaba alejarse haciendo eses con su cartera de piel, ya envejecida, aquella que llevaban los niños en la postguerra, colgada a la espalda.
(-Estarás aquí cuando haga frío. Yo quiero encontrarte en el banco en todas las estaciones.
-Claro, no te preocupes, yo siempre estaré aquí esperándote en tu camino de casa a la escuela.)
Barcelona y yo, éste y Barcelona, la Ciudad de los Prodigios –pese a que yo solamente pude presenciar uno, que, por cierto, queda para mí y lo llevaré siempre conmigo-, estamos repletos de estampas como ésta, y, por esta razón, todas estas palabras no son más que una plegaría.
(Y lo son, ¿acaso lo dudas?)
jueves, 16 de julio de 2009
En la plaza del Pedró
De entre todas las esquinas del Raval, la que mejores, más decentes, recuerdos me evoca, más que cualquiera de las que suelen quedar retratadas en las guías turísticas, es la plaza del Pedró. Un espacio triangular, resultado de la confluencia de dos calles históricas de Ciutat Vella, el carrer del Carme y el de l’Hospital, antiguas vías medievales de entrada y salida a la ciudad por su muralla occidental, de la que todavía podemos observar hoy sus huellas junto al museo marítimo, cerca de Drassanes, por donde da comienzo la ronda de San Pau, testigo, hoy, de su antiguo trazado.
Se trata de un lugar sombrío, con olor a orín y frecuentado por vagabundos y desocupados, amigos del vino barato, los chistes fáciles y las disputas a la hora de la siesta, al que sólo alcanzan los rayos del sol a determinadas horas del día y que suele quedar anegado cuando llueve, resguardado por la iglesia de Santa Eulalia y la capilla románica de St. Llàtzer, de un antiguo hospital de leprosos, hoy rehabilitada, con una fuente en su centro sobre la que se yergue el monumento a la que fue patrona de Barcelona hasta el siglo XVII, razón por la cual, el nombre Eulalia, Laia, es común en Cataluña. Según la leyenda o la tradición oral, que vienen a ser la misma cosa, el cónsul Deciano la condenó a torturas y artes disuasorias de todo tipo y, antes de crucificarla en la plaza del Ángel –frente al actual museo de arte contemporáneo-, introducida en un tonel, fue rodando por lo que hoy es el carrer del Carme hasta la plaza, donde fue expuesto su corazón clavado en una cruz de San Andrés como escarnio y como advertencia para quienes desobedecieran las leyes de Roma.
Esta fuente-monumento, inaugurada a principios del siglo XIX para dotar de agua a un barrio que fue y ha sido siempre pobre, es en la actualidad el elemento más representativo de la plaza y “baúl” improvisado de quienes hacen vida y, en algún caso, duermen en ella. Con una portezuela en su base que da acceso a un habitáculo, en principio, de uso exclusivo del Ayuntamiento, es lugar de encuentro, no sólo de devotos extraviados o transeúntes confundidos por los viejos callejones de la ciudad, que aprovechan para hacer un alto en el camino y beber de su agua, que yo no recomendaría, de quienes allí “viven”. Podemos verlos desde primera hora de la mañana, “aseándose” en la fuente, guardando sus “camastros” en el habitáculo y escogiendo las prendas del día de entre bolsas de basura repletas de ropa usada que guardan en el interior de la fuente. Allí pasan el día y la noches, protegidos por cartones en la falsa esquina que los parapeta del frío entre la capilla de St. Llàtzer y el carrer de l’Hospital.
Durante un año viví junto a aquella plaza y, como me suele ocurrir, terminé por hacer migas con los vagabundos de la zona. En todos los barrios de Barcelona en los que he vivido, al final, mis únicos “amigos” han terminado siendo estos personajes que sólo faltan en algunos barrios, y siempre por alguna casualidad, pero ésa es otra historia. En este caso, la casualidad que me hizo deparar en los habitantes de la plaza del Pedró fue Eulalia, Laia, pero no la de piedra, sino una mujer que rondaba la sesentena, de mirada suspicaz, dura y arrugada, enorme, gruesa, que paseaba por el lugar como si fuera el salón de su casa saludando a los vecinos o hablando sola, en bata y zapatillas, con el pelo, que algún día fue rubio, grasiento y revuelto, amarillento, que solía llevar recogido con un sombrero inconfundible, horrible, de color carmín con flores azules.
Siempre he temido ir a comprar cualquier cosa a una tienda y no tener dinero para pagarla, razón por la cual, rara vez voy con los bolsillos vacíos y me cuido mucho, antes de entrar a comprar nada en algún lugar, de comprobar que llevo el dinero suficiente para el caso. Aquella mañana no lo hice, entré en el estanco y pedí mi tabaco de costumbre; allí estaba Laia, conversando con la estanquera mientras miraba hacia el suelo con gesto enfurruñado. Cuando fui a pagar me di cuenta de que me faltaban cinco céntimos y, como digo, pasé apuros para explicar a la estanquera que vivía a quince metros de allí y que en un minuto le traía la moneda que me faltaba. Pero sucedió algo, algo extraño, porque todo lo bello, en eso consiste la belleza, es extraño y acontece sin pedir permiso. Laia sacó cinco céntimos del bolsillo enorme de su bata y los puso sobre el mostrador, sin decir una palabra ni mirarme a los ojos. La estanquera ni se inmutó, cogió la moneda del mostrador y la echó sin miramientos a la caja. Le di las gracias y, por un segundo, sólo un instante, Laia, fijó sus grisáceos y cansados ojos en los míos y dijo con brusquedad y voz grave: “ya me los devolverás otro día”.
Tuve varias oportunidades para devolverle aquellos cinco céntimos a Laia, pero ella nunca me los aceptó; sólo aceptaba una botella de vino o de cerveza, rara vez comida. A raíz de aquello, fui conociendo a los vecinos o habitantes de la plaza del Pedró y, gracias a ellos, pues ella solía ser más bien discreta, hermética o introvertida, pude ir recomponiendo, salvo algunas lagunas, la historia de
Muchas noches, cuando no tenía dinero para salir a cenar y tomar unas copas con los conocidos de la ciudad, solía comprar unas latas de cerveza en la calle y me sentaba con ellos en el escalón de la base de la fuente a escuchar los rumores de la plaza del Pedró, cuando la conversación decaía o declinaba en algo muy propio de quienes viven en la calle, cuando, cada uno, mirando a ningún sitio, comenzaba a hablar solo, para sí mismo, articulando palabras, imágenes y personajes inconexos, fijaba mi vista en Laia, en su piel curtida y arrugada, sentada, hierática, con esa sabiduría en la mirada de quienes ya no creen en nada y saben reconocer al minuto qué o quiénes merecen la pena en esta vida, en aquellos ojos que, por momentos, sólo unos instantes y sólo en esas circunstancias, dejaban entrever cierto brillo, mientras tarareaba canciones de otra época que yo nunca sabré reconocer. Entonces me despedía, allí los dejaba, cada uno con sus voces, dando vueltas por el triángulo de la plaza... Laia siempre me hacía un gesto con la cabeza, una leve inclinación, simplemente. Nunca me dijo hasta mañana.
Hacía un año que me había trasladado a vivir al barrio de Gracia y, como digo, hace un año que no cruzaba la plaza del Pedró. Quería saludar a los “amigos”, pero apenas reconocí a alguno, las caras habían cambiado, las voces eran las de siempre. Me acerqué al estanco y pregunté por Laia, sabía que la estanquera y ella eran viejas amigas, quién sabe de qué tiempos. Cuando pronuncié su nombre, ella me miró a la cara, haciendo un esfuerzo por reconocer o quizá tratando de adivinar si yo era o no alguien de fiar. Tras unos segundos, con indiferencia fingida, la estanquera me comentó con brusquedad que “a
No son, estos, tiempos heroicos, apenas queda gente así, y soy muy consciente de que el viejo neorrealismo y sus personajes no son más que eso: viejas película o novelas, que morirán, supongo, junto con quienes saben disfrutarlas. Aquellos que conocen, frecuentan y viven en el Raval desde hace años, quienes han visto pasar el siglo en sus calles y ambientes, suelen hablar o comentar con nostalgia o acritud, según el caso, que este barrio no es lo que fue y ya nunca podrá serlo. Tienen razón, cierto que no ha llegado a los niveles de esnobismo que sí ha alcanzado el barrio de