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miércoles, 10 de octubre de 2012

Horror vacui


Hace unos días que quiero hablar(os) sobre el contrato social, pero es que últimamente no tengo fuerzas ni para sacarme de paseo, menos aún para perorar, pese a lo sencillo que resulta hacer uso de un par de paráfrasis para rellenar el fondo de este cuadro en blanco.

Quizá por eso me arriesgo, una vez más y antes que nada, a hablar de esta otra cosa; sin saber muy bien qué es esto que quiere ser otra cosa.


(Si lo supieras no necesitarías escribir(lo).)


(No le escuchéis.) El caso es que, dado que la atmósfera de la cueva según momentos se me hace irrespirable, como es evidente, a pasear sí que salgo y sufro y disfruto a partes iguales, como cualquiera, los pormenores de la estación. El clima está esquizofrénico pero las temperaturas, todavía, oscilan en tierra de nadie; la lluvia es educada y se anuncia, unos minutos antes de que se desplome sobre nuestros cuerpos, con desafiantes nubarrones que se divisan desde cualquier punto de la ciudad, encaramados a la cima del Tibidabo con fanfarronería. Los plataneros comienzan a tamizar las ramblas y la Diagonal con los tonos propios de esta época del año, los colores del ocaso, y la luz, que a primera y última hora es ingrata, a mediodía es tibia y a veces te recuerda, dolorosamente, que un día fuiste humano.

Y así ando y transcurren los días y las noches, sobrevolado por densos nubarrones a paso lento, con los pies en la tierra, sin elevarme demasiado, ya que padezco acrofobia y los ataques son recurrentes.

Quién no ha sentido alguna vez esta angustiosa dilatación de la boca del estómago frente al vacío, segundos antes de que la vista se nuble y un profundo desapego nos invite a la desorientada búsqueda de algo o alguien en quien apoyarnos para hallar un lugar firme en el que reponernos de una experiencia que es en sí misma un límite a la experiencia.

Nuestra sensibilidad, al menos la mía, se ve sobrepasada en estos casos, acostumbrada a esta tierra que quisiera firme bajo sus pies. La sensación de que el espacio desdibuja sus límites y se ensancha hacia el infinito, la representación que nos hacemos de nuestro cuerpo (des)ubicado en ese vacío y la imposibilidad de trazar un eje espacial en el que inscribir nuestro estar-ahí, desencadenan una respuesta fisiológica similar al ataque común de vértigo, sólo que, en este caso, no es necesariamente alguna deficiencia determinada por nuestro oído interno aquello que lo provoca, sino la representación del vacío mediante la altura.

De niño no era acrofóbico, recuerdo mi cuerpo realizando acrobacias encaramado a la barandilla de la terraza de un duodécimo piso mientras los autocares desfilaban ordenados en hilera como pequeñas hormigas por una amplia avenida de la ciudad en que nací.

La última vez fui incapaz de asomarme siquiera a esa barandilla. Esta imposible visión del vacío producía en mí una angustia tal que me hacía perder el control de mi cuerpo y desearme muy lejos, abrazado a la tierra.

Padezco, diagnosticado por mí mismo, un terror completamente irracional al viento (no llego a ser anemofóbico) y acrofobia, como os digo. Éstas son las dos primeras en mi lista de taras.

Se trata de “afecciones” con las que uno, acostumbrado a una vida que siempre está en otra parte, aprende a vivir; basta con quedarse en casa un día de viento fuerte, no visitar en exceso el Alt Empordà para evitar la tramontana, eludir el circo, no alquilar más allá de un quinto piso y ahorrarse el importe que supone visitar monumentos altos. Con los aviones, reconozco, sí hay problema y sólo me arriesgo con trayectos cortos y debidamente sedado; si algún día cruzo el charco lo haré remando.

El caso es que últimamente, como digo, la instauración y consolidación del Nuevo Régimen me ha dejado en un lamentable estado de apatía, solamente interrumpida por alguna rutinaria crisis de altura a que el vacío ordinario de nuestros días me ha habituado. Hay quienes, ante la exigencia (o “recomendación”, que es la palabra con que los miembros de la Troika imponen una medida) de sentirse culpable por algo que no sabemos muy bien cómo hemos hecho, pero, al parecer, hemos hecho, agachan la cabeza para recoger el estropicio, como un niño al que se le da una reprimenda y acepta el castigo sin comprender muy bien qué mal ha cometido. Yo, sin embargo, de un tiempo a esta parte, vivo con cierta indolencia todo el triste espectáculo que se desarrolla ante mí, pese a las nauseas de primera hora que en un comienzo me llevaron a pensar que me hallaba encinta.

En un principio pensamos que esto podría ser divertido: el discurso del nosotros y el ellos volvía a hacer de las suyas, las tropas bárbaras visitaban con pompa y eficacia administrativa los países afectados, dejando a su paso coches en llamas a modo de barricada en avenidas con buen ángulo para retransmitir los disturbios en directo…; las neuras de la población europea comenzaban nuevamente a brotar de profundas y sólidas raíces, y las deudas históricas e internas de cada país, por momentos, parecían hacernos pensar que dentro de cinco o diez años la población europea habría decrecido en número y su pirámide demográfica se habrá invertido nuevamente después de algún que otro ensayo de guerra civil y un tercer acto solemne del todos contra todos.

En serio, vivo con apatía todo lo que está sucediendo porque, aunque ya hacía años que era así, hoy más que nunca he perdido cualquier esperanza en la condición humana.


… y ahora que la tormenta se precipita colérica sobre nosotros, cada loco sale a cielo abierto a tocar su trompeta para competir con su furia.


Cada vez que me asomo y miro el vacío siento la irrefrenable e irracional atracción de precipitarme en esta inmensidad que, por imposible, se nos ofrece de manera irresistible.

Quizá por esto es nuestro sentido común el que pergeña nuestra fobias; ésa ha sido siempre su función: cercenar, para no dar rienda suelta a nuestros instintos.


(Per cert, oi que jo sí que sóc una nació?)

viernes, 8 de junio de 2012

Estampas: fundido en Vapor, Hierro y Vidrio




El Parc de la Ciutadella es de los pocos lugares de Barcelona por los que, parece, no pasa el tiempo. Dejando a un lado a los grupos de erasmus borrachos que sestean en sus jardines o a los vecinos que lo frecuentan a menudo –yo mismo, en otra época, viví a dos manzanas de allí y acudía a menudo–, aún guarda para sí cierta nostalgia decimonónica, con sus jardines delimitados por amplios bulevares y arboledas, glorietas, lagos y cascadas, y esa imagen de recinto ferial con que, observando las fotografías de la época, fue inaugurado.



Cierto es que tanto sus pabellones como el paseo de entrada al recinto, que encabeza un ecléctico Arc del Triomf de ladrillo rojizo, terroso, remachado con cerámicas y piedra labrada, todo el complejo, en definitiva, de la Exposición Universal de 1888 que se levanta en este sector de la ciudad lindante con lo que fue un barrio de pescadores, hoy convertido en pasarela de moda y espacio de juegos y frivolidades para los hijos de la burguesía europea, y la imponente Estació de França, conforma un enclave irreal. Muy al contrario que la sobriedad grisácea de los arcos del triunfo que coronan las grandes avenidas que confluyen en la Corte madrileña, o los entornos del Parque del Retiro y el Palacio Real, cuyo carácter monumental respondía a la necesidad de una época de orgullo imperial que se vanagloriaba objetivamente de sí misma, ajena al mismo tiempo a su propia decadencia anunciada, la construcción de estos espacios en la Ciudad Condal responde al empeño y desquite de una burguesía que trataba de ganar con este tesón un “estatuto” que anulara o encubriera su origen comercial y plebeyo, esa riqueza ganada con el esfuerzo y el sudor que supone adular a quienes te desprecian, congraciarse y arrodillarse para recoger cada moneda y volcar esa frustración en quienes tienes a sueldo, remedando, transfiriendo las maneras observadas, y que desde entonces ha rivalizado con esa otra riqueza usurpada a la fuerza, con las armas o matrimonios de conveniencia, que se enseñoreaba como dominio o derecho de sangre.

Por esta razón se evapora como ensoñación e irrealidad, casi como una cortina tenue de humo: porque sus jardines y bulevares son de miniatura, y porque sus piedras talladas en serie, salidas de cercanas canteras que nunca sobrepasaron los lindes de la provincia, contienden con toda su amalgama con aquellos estilos arquitectónicos observados en sus viajes de negocios y placer a las grandes capitales europeas a las que siempre quisieron emular, escenificando ese carácter de decorado cinematográfico o de cartón-piedra que hoy podemos contemplar, horrorizados, en parques de atracciones o complejos de ocio cuya función consiste en encapsular la experiencia del viajero, eliminando todo aquello que hace del viaje una experiencia.

El gesto es el mismo, y sólo las circunstancias, el aura que el tiempo ha sellado en estas piedras, y la suerte o la pericia de algún artesano anónimo, ingeniero civil o arquitecto relativamente desconocido hacen que estos lugares se yergan de forma más orgullosa y bella, incluso, que aquellos con los que, en su día, quisieron acomplejadamente competir.

La clave de esta belleza se halla en el tiempo recobrado, que nos traslada erigiendo puentes más allá de lo cronológico, entre acontecimientos, lugares y momentos lejanos, distantes entre sí; condensando, en un sola mirada, en un instante eterno encallado en la plenitud de la experiencia, todos los tiempos, todas las épocas, como monumentos erguidos por la Historia y la Memoria. Los complejos de ocio, los mundo de cartón-piedra de nuestra mísera época, anulan el tiempo y el viaje, restringen la experiencia, derogando cualquier exigencia o ímpetu de transformación. Simplemente, nuestros sentidos quedan a merced de una mera transacción económica, de una experiencia consistente en gastar el tiempo, en ocuparlo de cualquier modo conforme a escenarios que no pueden más que responder a nuestras expectativas, que las determinan como cercos para una geografía incógnita. De forma precaria, nuestra experiencia queda empobrecida, administrada y pautada según las normas del mercado y la decencia, restando cualquier resquicio a la Vida por abrirse paso y atravesar nuestra mirada para desfigurar cualquier mirar posterior.

Me detengo frente al L’Hivernacle, uno de las edificaciones modernistas más románticas –en un sentido fuerte, no vulgar– de Barcelona. La obra es del arquitecto Josep Amargós i Samaranch, quien, siguiendo la moda industrial de la época, al estilo del Crystal Palace levantado en Hyde Park para la primera Exposición Universal (Londres, 1851), y contemporánea a la Torre Eiffel (en un principio iba a ser construida en Barcelona en lugar del Arc del Triomf), edificada para la exposición que se celebraría en París un año más tarde, utilizó en su construcción como materiales principales el hierro y el vidrio. Estos mismos materiales de vanguardia serían más tarde los elegidos para la construcción de la bóveda de la Estació de França, a pocos metros de la Ciutadella, unos años más tarde, entrado el nuevo siglo, corroborando el carácter industrial con que Barcelona quiso abrir sus puertas de pleno a la modernidad y al "desarrollo" de los nuevos tiempos.

Crystal Palace (Londres, 1851). Ilustración
El pabellón está compuesto por tres naves, dos laterales completamente cerradas, y una tercera central, de mayor altura y abierta en su parte delantera y trasera. Fue proyectado para cumplir la función de invernadero que acogería la exposición botánica con plantas de origen tropical, cultivadas o traídas expresamente para la exposición y que, a causa de la condiciones climáticas de la Ciudad Condal, no hubieran resistido a la intemperie del recinto ferial.



El paso de los años, el abandono gubernamental y su consecuente deterioro no le han restado belleza; a mi parecer, todo lo contrario, se la han otorgado, proyectando en torno a él un aire romántico. El estado herrumbroso en que se hallaba hasta que el Ayuntamiento decidió invertir una pequeña cantidad para restaurarlo con motivo de su centenario, aunque de manera insuficiente, puesto que se niega a gastar por el momento un solo céntimo para su mantenimiento, hicieron que durante un tiempo, cuando se decidió no renovar la licencia de cafetería que hubo anteriormente, fuera un lugar frecuentado para correrías nocturnas e, incluso, en algunas guías turísticas para viajeros con escasos recursos fuera anunciado como albergue gratuito. A día de hoy, L’Hivernacle, la verja que da paso a su interior, se encuentra cerrada por un candado oxidado, muchas de la vidrieras presentan grietas o están rotas y las plantas que sobreviven en su interior comienzan a disputarse espacio unas a otras, alcanzado sus techos, sobresaliendo por las cristaleras como delgados y retorcidos brazos que luchan por respirar y recuperar su lugar, el lugar que esas cuatro paredes, parece, les arrebataron en un día, diría que lejano.




Detenerse unos minutos bajo la sombra de alguno de los árboles que hay en su entorno o sentado en la pequeña escalinata que da acceso a su interior es un viaje en sí mismo; un viaje a la época industrial, a su tiempo, que rememora aquella fe ciega en el desarrollo y la ciencia, para observar en la distancia, como a través de un espejo, a los que fuimos (nosotros) y ahora son otros, aquellos que en las bellísimas fotografías de época mostraban esa sonrisa bobalicona ante la velocidad vaporosa de los nuevos tiempos, ante la gran fiesta del Hombre; es también un viaje al periodo romántico, como quien deambula melancólico por el escenario de algún cuadro de Friederich, sabedor de nuestra impotencia, quizá, en este caso, no solamente frente a la fuerza de la naturaleza sino frente al destino; un viaje por la historia de esta ciudad, por la historia que hizo de ésta una pequeña gran ciudad, por la historia de otras ciudades que le sirvieron de modelo; un viaje íntimo, también, por mi historia reciente, recordando otro que fui, en otra época, quizá la más feliz de mi vida.

Caspar David Friedrich
También los espacios son capaces de concentrar, en su inmensa densidad de sentido, un tiempo pleno, un tiempo que atraviesa otros tiempos, que nos transporta a otros espacios y que nutre nuestra mirada para embellecer lo que siempre quiso ser bello sin advertir que así lo fue.


Los trenes que arriban a la Estació de França ya no emiten vapores que ascienden, hasta diluirse, en la atmósfera; el plástico ha sustituido al hierro y las ventanas de doble cristal nos aíslan del exterior en vez de dejar traspasar la luz que antes entibiaba las alcobas. Las miradas ya no ven, sólo se dejan llevar. A veces te preguntas, cuando paseas o te dejas caer por los jardines de la Ciutadella, si aún queda alguien que, al atravesar este parque, sufra similar transformación. Quieres pensar que sí, que cualquiera de ellos no haya venido simplemente a pasar la tarde; quieres pensar que alguien, ya sabes, alguna vez ha vuelto a pasar su dedo para arrastrar el polvo de ese vidrio y volver a asomarse al pasado. Por qué no.


sábado, 25 de febrero de 2012

Partisanos


Quienes dirigen nuestras fuerzas de seguridad del Estado son unos ilustrados, salta a la vista; también los encargados de seguridad a las órdenes y a sueldo de la Administración catalana. Desde hace meses leen concienzudamente y siguen cada una de mis entradas. No hay día en que alguno de ellos, bien sea desde el Ministerio del Interior o de alguna Jefatura superior de Policía, acceda a este blog ávido por conocer los destinos de los personajes trágicos, mis reflexiones sobre la decadencia de nuestra cultura o mis desvaríos epistémicos acerca de la imbricación entre lenguaje y cognición; y ni que decir tiene, cuando, además, entre todo ello, dejo escapar algún retazo de mi vida, de mis emociones o mis decepciones. Puedo ver sus lágrimas, sentir su empatía, sus manos apoyadas dulcemente sobre mis hombros, ejerciendo una ligera presión, pretender mi mirada para decir en silencio lo que de ninguna otra manera podría ser dicho… Nunca me he sentido tan amado, comprendido, acompañado. Mis amigos de la administración catalana lo hacen menos a menudo, y es que quizá este xarnego nunca ha llegado jamás a abrir sus corazones, o quizá porque algún analista aventajado haya llegado a la intrincada conclusión de que un blog con apenas una docena de seguidores anónimos pueda llegar a tener alguna resonancia o ascendencia en esto de la blogosfera, o que mis palabras, cuando de enaltecer a las masas se trata, en todo caso son un desquite, un ajuste de cuentas, nunca una incitación.


Pero ellos son insistentes, previsibles, diría; incluso fieles, si ésta no fuera una cualidad con apenas significado en nuestros días. Es más, lo suyo conmigo es pura obsesión; una fijación casi virginal que, en algún caso, me ruboriza. No siempre se contentan con visitar mis palabras, hay días en que no pueden evitar esperarme en alguna esquina solitaria e invitarme sin opción a excusa alguna a mantener una charla privada en las dependencias de Vía Layetana. Allí hacen de guías y suelen crear el ambiente adecuado recordando al visitante que, en sus sótanos, se cometían torturas no hace mucho tiempo, mostrando esa querencia casi ancestral que tienen los barceloneses cuando, orgullosos, señalan sus monumentos a los turistas.


El caso es que siempre los decepciono y remonto Passeig de Gràcia con la amarga sensación de despecho que proporciona saber que no has sido lo suficientemente interesante para ellos, que las expectativas amorosas que mis palabras despertaron un día no han de cumplirse y que el frío intercambio de palabras en el callejón, a modo de escueta despedida en forma de advertencia o amenaza, aunque así lo quisiera, no constituye una promesa de lealtad a una relación que llena de júbilo mi solitaria existencia.


A esas horas en que ya nadie pretende iluminar en llamas la Bolsa de Barcelona, y en que el medio centenar de Mossos d’Esquadra bostezan apoyados en las “lecheras” con sus corazas a medio fijar por su oscuro velcro, mis piernas flaquean por el hambre cuando entre bocado y bocado, a veces, pasan más de veinticuatro horas, y el tabaco, más que engañar el hambre y seducirme al sueño, me arrastra a la inconsciencia, provocando este sudor frío que tiñe de blanco mis sienes e inocula el rojo enfermizo de mis pupilas, capaces de amedrentar a la más desquiciada de las aves de rapiña venidas del Carmel, que sobrevuelan la urbe a la búsqueda y caza de algún alemán perdido, plano de la ciudad en mano, preguntando por su hotel y mirando de reojo el amarillo intermitente de las sirenas que, como una música angelical, como una sinfonía escrita para esta noche imposible, tiñe las fachadas de las grandes fincas del Ensanche.


La calma me alcanza cuando me adentro en Gràcia y me desbordo por su calles estrechas e irregulares, alfombradas de adoquines, en ausencia de avenidas; detengo mi pasos frente a una fuente, sin prestar mucha atención a la placa que conmemora algún centenario suceso que me sobrepasa, y dejo correr el chorro de agua fría por mi nuca. Entonces la claridad llega a mí, me saluda, sí, como una caricia, hasta detenerse en mi mano, que aprieta con delicadeza, y me lleva a la cueva entre susurros. Por el camino me señala conversaciones a media voz en las plazas oscuras, apenas iluminadas por impotentes faroles decimonónicos, proclamas incendiarias en los locales que a estas horas, entre semana, sólo acogen jóvenes espíritus de la conspiración, mientras yo aparto sus banderas irritado y repito como mantras inoportunos la proclamas escritas en las paredes de las que no logro desprenderme hasta unos metros más adelante, cuando una brisa helada que sopla desde el Tibidabo me corta, una vez más, la respiración y comienzo a contar, como si me fuera la vida en ello, los pasos que restan para dejarme caer derrotado en la cama.


El día amanece cálido y soleado. Otro regalo del febrero barcelonés. Pero yo aún tengo frío, yo aún sé que esta primavera es como esos personajes fantasmales que aparecen y desaparecen según sopla el viento, que este invierno insoportable no podremos aplacarlo sino con grandes hogueras voraces capaces de consumir hasta la última guirnalda de su atrezzo. Y esta imagen, que había impregnado mis pesadillas de la noche anterior, me sonríe en toda su verdad, con todo lo razonable, si es que a día de hoy queda algo razonable, con que los sueños se tornan realidad, cuando ya no hay distinción posible entre lo uno y lo otro.


Permanezco todo el día en la cueva encerrado, agazapado y tembloroso, aguardando el declinar del día, la cadencia de luz que marca la frontera entre dos mundos irreconciliables, el reino de la noche, el momento en que los partisanos abandonan sus guaridas y como pequeños roedores urbanos se diseminan por la ciudad engalanando sus calles y tiñendo de cólera cada rincón propicio para imaginar la muerte del enemigo. Porque esto, sabedlo, es lo que identifica sin confusión posible al partisano: la clara conciencia de tener un enemigo común y la evidencia de que amigo (provisionalmente) es aquél con quien compartir este odio, esta furia casi incontrolable, por el enemigo. Aunque el partisano ya no aguarda a las puertas de la ciudad, ya no se guarece a cierta distancia prudencial de su contrincante, para acercarse y propinarle su dentellada a traición. El partisano, ahora, comparte cama con el enemigo, pernocta en sus entrañas y pasa inadvertido entre los transeúntes en hora punta; pero está ahí, nunca ha dejado de estarlo, quizá sentado a tu lado, en el metro, o cediéndote el paso en una acera estrecha; aguardando su turno, como todos los animales que van al matadero, frente a la caja del supermercado o en la tienda de ultramarinos del barrio.


No le temáis, él ya sabe que la suerte está echada, que la derrota se ha consumado y que el enemigo, su enemigo, nuestro enemigo, dará a su fin de muerte natural llevándose consigo cuantas generaciones de partisanos requiera mientras tanto para su último y más fastuoso espectáculo. Quizá traten de desaparecer(nos), de suicidar(nos) accidentalmente, una noche cualquiera, una noche como la de ayer. Es posible. Nadie es inocente a estas alturas y todos (al menos los partisanos, herederos de Antígona) sabemos lo que nos jugamos, pues preferimos la derrota a la humillación a la que nos están sometiendo. Tendréis que matarnos, quebrar nuestros cuerpos y hacerlos pasar desapercibidos. Quizá nadie nos eche en falta, pero yo no soy fácil de matar, no muero con facilidad; yo también soy hijo de Antígona.


Miradnos de frente, al menos, a los ojos. No olvidéis esta expresión de mi rostro. Sé que nadie, que la haya visto, puede olvidar esta mirada. Recordadla, pues será lo último que veáis, en otro cuerpo, mañana, soportando otras manos, acariciando otras palabras. Será otro, pero seré yo. Recordadlo: se vencen batallas; se pierden guerras.



[http://www.youtube.com/watch?v=x_223jKXKgQ]


martes, 30 de noviembre de 2010

Otoños en Barcelona


La estructura abovedada de hierro que techa las vías de la Estació de França fue la primera imagen que tuve de Barcelona; un otoño, similar a éste, frío y seco, soleado. Por las cristaleras de la bóveda entraba una luz apagada y tibia, como una caricia involuntaria, que apenas dejaba presumir el hermoso espectáculo que es el otoño mediterráneo.


Todavía continuaba grabada en mi retina mi imagen y la incertidumbre reflejadas en las ventanillas del Talgo.


El golpe de frío, el trasiego característico de cualquier estación y mi decisión por cumplir con diligencia el plan que previamente había trazado para ese día, impidieron que me detuviera a contemplar la imagen petrificada en aquella estación de un vestigio de otro siglo, de la era industrial que, pese a su demora, cambió la fisionomía de esta ciudad e hizo de ella un lugar a veces extravagante, en muchos casos bello y, en otros, a día de hoy, decadente.


Frente a mí tenía el barrio de la Ribera, pero, entonces, no lo sabía. Pasé de lado por la Ciutadella, subiendo por el Paseig de Picasso y Paseig Lluís Companys hasta llegar al Arc del Triomf… Barcelona se me ofrecía como una gran ciudad diseñada a escuadra y cartabón, con anchas avenidas que cruzaban de parte a parte la ciudad y delimitaban los barrios, en los que más tarde viviría (en casi todos) y que a fuerza de golpes, días, pasos y lluvias fui conociendo como si siempre hubieran formado parte de mi vida, como si de alguna manera imprecisa todo hubiera sucedido siempre ahí.


Es sorprendente la capacidad que tiene la condición humana de hacerse a cualquier circunstancia; de cómo las circunstancias son capaces de doblegar hasta el ímpetu más entusiasta y dormir al volcán.


(… si es que acaso duerme y no se hace el dormido.)


El otoño en Barcelona es un espectáculo de colores urbanos (y también de palabras a media voz): como una selva de estilos arquitectónicos, donde te salen al paso desconcertantes colosos modernistas, elegantes fachadas neoclásicas o pequeñas plazas empedradas que, como un claro en el bosque de callejuelas de trazado medieval, aparecen y desaparecen, apenas se dejan atrapar, Barcelona se desparrama hacia el mar empujada por la sierra y se extiende por su costa para ensanchar sus límites y recibir con los brazos abiertos una luz que se refleja en las vidrieras y mosaicos de azulejos de los palacios y villas, en el rocío que copa las hileras de plataneros que pintan las avenidas de la ciudad de ocres y en la línea de mar que la refracta hacia las ramblas, por donde serpentea, hasta alcanzar los barrios más altos, para hacer cima en el monte del Tibidabo.


Después de aquél hubo otros otoños, otras estaciones, pocos viajes y decenas de rostros e imágenes, voces que no dejan de hablar y que ahora me acompañan, sueños que quedaron en mis camas, camas que quedaron vacías y vacíos que jamás encontrarán un lecho, ciudades que nunca conoceré, pese haberlas visto y andado innumerables veces por las páginas de algunos libros que ya no sé dónde andan ni qué manos los recorrerán… Mientras tanto sucedía, Barcelona, siempre estuvo ahí, cuando la vida me daba la espalda y yo, furioso, xarnego e irreverente le devolvía una sonrisa irónica… fue mi amante más leal. Junto a la ciudad en la que nací, ésta siempre será mi otra casa.


Como las ciudades invisibles de Calvino, Barcelona siempre tuvo un reverso utópico, real, en tanto que fue por nosotros pensado, que se desplegaba muy de vez en cuando en algún gesto inesperado, palabras no improvisadas y encuentros intempestivos, que se desacompasaban con la misma rapidez y urgencia con que llegaban (como si temieran que alguien pudiera descubrirlos).


Pasaba la vida, se nos consumía, y la ciudad, como un organismo que se resiste a las embestidas de algún microorganismo parasitario, siempre resultaba fortalecida y amanecía sin previo aviso de febrero soleada, cristalina y plena de vida, rebosante de nuevas oportunidades y ansiosa por acogernos en su regazo.


Es entonces cuando podíais verme caminar sacando la lengua a los niños y detenerme en el primer banco que encontrara orientado al sol, con el diario gratuito bajo el brazo y el pitillo impaciente en la oreja.


Hubo un tiempo en que cada tarde conversaba con una niña pelirroja y descarada, de unos diez años, que, cuando dejaba de sonreír o insultar, permitía entrever cierta melancolía en la mirada, esa melancolía que tanto me llama la atención en los niños (son/fueron tus ojos), y ante la que se resistía, para salir corriendo enrabietada dejándome con la palabra en la boca, mientras yo la observaba alejarse haciendo eses con su cartera de piel, ya envejecida, aquella que llevaban los niños en la postguerra, colgada a la espalda.


(-Estarás aquí cuando haga frío. Yo quiero encontrarte en el banco en todas las estaciones.

-Claro, no te preocupes, yo siempre estaré aquí esperándote en tu camino de casa a la escuela.)


Barcelona y yo, éste y Barcelona, la Ciudad de los Prodigios –pese a que yo solamente pude presenciar uno, que, por cierto, queda para mí y lo llevaré siempre conmigo-, estamos repletos de estampas como ésta, y, por esta razón, todas estas palabras no son más que una plegaría.


(Y lo son, ¿acaso lo dudas?)




[Herzlichen Glückwunsch. Ich vermisse dich.]




jueves, 16 de julio de 2009

En la plaza del Pedró

De entre todas las esquinas del Raval, la que mejores, más decentes, recuerdos me evoca, más que cualquiera de las que suelen quedar retratadas en las guías turísticas, es la plaza del Pedró. Un espacio triangular, resultado de la confluencia de dos calles históricas de Ciutat Vella, el carrer del Carme y el de l’Hospital, antiguas vías medievales de entrada y salida a la ciudad por su muralla occidental, de la que todavía podemos observar hoy sus huellas junto al museo marítimo, cerca de Drassanes, por donde da comienzo la ronda de San Pau, testigo, hoy, de su antiguo trazado.


Se trata de un lugar sombrío, con olor a orín y frecuentado por vagabundos y desocupados, amigos del vino barato, los chistes fáciles y las disputas a la hora de la siesta, al que sólo alcanzan los rayos del sol a determinadas horas del día y que suele quedar anegado cuando llueve, resguardado por la iglesia de Santa Eulalia y la capilla románica de St. Llàtzer, de un antiguo hospital de leprosos, hoy rehabilitada, con una fuente en su centro sobre la que se yergue el monumento a la que fue patrona de Barcelona hasta el siglo XVII, razón por la cual, el nombre Eulalia, Laia, es común en Cataluña. Según la leyenda o la tradición oral, que vienen a ser la misma cosa, el cónsul Deciano la condenó a torturas y artes disuasorias de todo tipo y, antes de crucificarla en la plaza del Ángel –frente al actual museo de arte contemporáneo-, introducida en un tonel, fue rodando por lo que hoy es el carrer del Carme hasta la plaza, donde fue expuesto su corazón clavado en una cruz de San Andrés como escarnio y como advertencia para quienes desobedecieran las leyes de Roma.


Esta fuente-monumento, inaugurada a principios del siglo XIX para dotar de agua a un barrio que fue y ha sido siempre pobre, es en la actualidad el elemento más representativo de la plaza y “baúl” improvisado de quienes hacen vida y, en algún caso, duermen en ella. Con una portezuela en su base que da acceso a un habitáculo, en principio, de uso exclusivo del Ayuntamiento, es lugar de encuentro, no sólo de devotos extraviados o transeúntes confundidos por los viejos callejones de la ciudad, que aprovechan para hacer un alto en el camino y beber de su agua, que yo no recomendaría, de quienes allí “viven”. Podemos verlos desde primera hora de la mañana, “aseándose” en la fuente, guardando sus “camastros” en el habitáculo y escogiendo las prendas del día de entre bolsas de basura repletas de ropa usada que guardan en el interior de la fuente. Allí pasan el día y la noches, protegidos por cartones en la falsa esquina que los parapeta del frío entre la capilla de St. Llàtzer y el carrer de l’Hospital.


Durante un año viví junto a aquella plaza y, como me suele ocurrir, terminé por hacer migas con los vagabundos de la zona. En todos los barrios de Barcelona en los que he vivido, al final, mis únicos “amigos” han terminado siendo estos personajes que sólo faltan en algunos barrios, y siempre por alguna casualidad, pero ésa es otra historia. En este caso, la casualidad que me hizo deparar en los habitantes de la plaza del Pedró fue Eulalia, Laia, pero no la de piedra, sino una mujer que rondaba la sesentena, de mirada suspicaz, dura y arrugada, enorme, gruesa, que paseaba por el lugar como si fuera el salón de su casa saludando a los vecinos o hablando sola, en bata y zapatillas, con el pelo, que algún día fue rubio, grasiento y revuelto, amarillento, que solía llevar recogido con un sombrero inconfundible, horrible, de color carmín con flores azules.


Siempre he temido ir a comprar cualquier cosa a una tienda y no tener dinero para pagarla, razón por la cual, rara vez voy con los bolsillos vacíos y me cuido mucho, antes de entrar a comprar nada en algún lugar, de comprobar que llevo el dinero suficiente para el caso. Aquella mañana no lo hice, entré en el estanco y pedí mi tabaco de costumbre; allí estaba Laia, conversando con la estanquera mientras miraba hacia el suelo con gesto enfurruñado. Cuando fui a pagar me di cuenta de que me faltaban cinco céntimos y, como digo, pasé apuros para explicar a la estanquera que vivía a quince metros de allí y que en un minuto le traía la moneda que me faltaba. Pero sucedió algo, algo extraño, porque todo lo bello, en eso consiste la belleza, es extraño y acontece sin pedir permiso. Laia sacó cinco céntimos del bolsillo enorme de su bata y los puso sobre el mostrador, sin decir una palabra ni mirarme a los ojos. La estanquera ni se inmutó, cogió la moneda del mostrador y la echó sin miramientos a la caja. Le di las gracias y, por un segundo, sólo un instante, Laia, fijó sus grisáceos y cansados ojos en los míos y dijo con brusquedad y voz grave: “ya me los devolverás otro día”.


Tuve varias oportunidades para devolverle aquellos cinco céntimos a Laia, pero ella nunca me los aceptó; sólo aceptaba una botella de vino o de cerveza, rara vez comida. A raíz de aquello, fui conociendo a los vecinos o habitantes de la plaza del Pedró y, gracias a ellos, pues ella solía ser más bien discreta, hermética o introvertida, pude ir recomponiendo, salvo algunas lagunas, la historia de la Laia; una historia como muchas otras, repleta de tópicos, como la de muchas mujeres criadas en un barrio como éste de cualquier ciudad portuaria,o, quizá, simplemente, porque fue inventada y olvidada su invención. Eulalia era hija de una prostituta del Raval y, como tal, también ella ejerció durante años; no conoció a un padre, sobrevivió a una postguerra, a los años “felices” del barrio Chino, a su decadencia y, en los últimos tiempos de “renacimiento” del barrio, a su deterioro físico y personal. Vivía en un apartamento en propiedad que el Ayuntamiento expropió por la mitad del dinero que hoy cuesta un estudio en la zona cuando rehabilitó el barrio en vistas a los juegos olímpicos que cambiaron la “apariencia” de algunos barrios de la ciudad. Un dinero con el que se fue a vivir -nunca quiso, al parecer, dejar el barrio y aceptar una vivienda social en el extrarradio- a una de las pensiones anexas a la plaza del Pedró; un dinero que gastó, probablemente en vino, y del que ya no le quedaba nada. Aquella mujer de trato brusco y antipático, que solía increpar a los paquistaníes que, según ella, habían ocupado el barrio, cuentan, fue una mujer de bandera, amable con sus amigos, cariñosa con quienes pagaban sus servicios y, todos coinciden, muy bella; una femme fatale barcelonesa, una de las prostitutas más queridas del barrio Chino. Su humor o la falta de mismo, aducían quienes la habían conocido, se había agriado durante estos últimos diez años en la calle. Nadie supo o quiso decirme de qué vivía a estas alturas.


Muchas noches, cuando no tenía dinero para salir a cenar y tomar unas copas con los conocidos de la ciudad, solía comprar unas latas de cerveza en la calle y me sentaba con ellos en el escalón de la base de la fuente a escuchar los rumores de la plaza del Pedró, cuando la conversación decaía o declinaba en algo muy propio de quienes viven en la calle, cuando, cada uno, mirando a ningún sitio, comenzaba a hablar solo, para sí mismo, articulando palabras, imágenes y personajes inconexos, fijaba mi vista en Laia, en su piel curtida y arrugada, sentada, hierática, con esa sabiduría en la mirada de quienes ya no creen en nada y saben reconocer al minuto qué o quiénes merecen la pena en esta vida, en aquellos ojos que, por momentos, sólo unos instantes y sólo en esas circunstancias, dejaban entrever cierto brillo, mientras tarareaba canciones de otra época que yo nunca sabré reconocer. Entonces me despedía, allí los dejaba, cada uno con sus voces, dando vueltas por el triángulo de la plaza... Laia siempre me hacía un gesto con la cabeza, una leve inclinación, simplemente. Nunca me dijo hasta mañana.


Hacía un año que me había trasladado a vivir al barrio de Gracia y, como digo, hace un año que no cruzaba la plaza del Pedró. Quería saludar a los “amigos”, pero apenas reconocí a alguno, las caras habían cambiado, las voces eran las de siempre. Me acerqué al estanco y pregunté por Laia, sabía que la estanquera y ella eran viejas amigas, quién sabe de qué tiempos. Cuando pronuncié su nombre, ella me miró a la cara, haciendo un esfuerzo por reconocer o quizá tratando de adivinar si yo era o no alguien de fiar. Tras unos segundos, con indiferencia fingida, la estanquera me comentó con brusquedad que “a la Laia la encontraron en enero muerta una mañana bajo un cartón”, creía, que por congelación, “hizo mucho frío aquella noche”.


No son, estos, tiempos heroicos, apenas queda gente así, y soy muy consciente de que el viejo neorrealismo y sus personajes no son más que eso: viejas película o novelas, que morirán, supongo, junto con quienes saben disfrutarlas. Aquellos que conocen, frecuentan y viven en el Raval desde hace años, quienes han visto pasar el siglo en sus calles y ambientes, suelen hablar o comentar con nostalgia o acritud, según el caso, que este barrio no es lo que fue y ya nunca podrá serlo. Tienen razón, cierto que no ha llegado a los niveles de esnobismo que sí ha alcanzado el barrio de la Ribera o el Born, y que aún existen diferencias de clase bien delimitadas por las Ramblas y por Vía Layetana, pero, no nos llevemos a engaño, las calles por las que paseaban los personajes de Vázquez Montalbán o Goytisolo, por las que alternó Bataille y Genette, alguno de ellos "señoritos de mierda", como escribió Marsé, no son ya, como dice el dueño del Pastís, con voz solemne, lo que fueron en su día; el antiguo barrio Chino apenas conserva ya a sus personajes y sus héroes van cayendo, muertos, de frío o excesos, mientras “manadas” de jóvenes americanos o británicos, también italianos, que se alojan en los hoteles de las Ramblas o comparten estudio en la nueva Rambla construida por el ayuntamiento para “cortar” con una vía ancha ese laberinto de callejones, se fotografían a las puertas del Pastís camino del carrer de San Ramón... El barrio ya no es un barrio de pescadores y los marineros que arriban al puerto de Barcelona, ya no son los mismos marineros que gastaban, tras semanas en alta mar, todos sus ahorros en una femme fatale con nombre latino. Los barrios, las ciudades, mueren con sus habitantes, con (su) el tiempo, y nunca sabremos si cualquier tiempo pasado fue mejor o si, sencillamente, fue mejor para quienes, entonces, fueron jóvenes o estaban vivos. Lo que sí es cierto es que, con aquella generación, muere una generación heroica, que supo devolverle una sonrisa a la vida cuando ésta, siempre, le daba la espalda. La nuestra, mientras se rasga las vestiduras tras el fin de fiesta en Wall Street, apenas tiene tiempo en tomarse la justicia por su mano, ejercer resistencia, reclamar lo que le pertenece y ser dueña de su destino; se contenta con buscar ofertas de paquetes de vacaciones de verano o maldecir porque tendrán que pasar su mes de agosto en la ciudad y les han denegado el préstamo para un nuevo automóvil. Cada pueblo y cada generación tiene la historia que se merece; la de aquella generación, la que se desvanece con el siglo, este fin de siglo, ha llenado páginas inmortales e inspirado cientos de filmes memorables; pueden mirarse al espejo cada mañana, los que quedan. Dejando atrás la plaza del Pedró, subiendo por Joaquín Costa, no pude evitar hacer me una pregunta, Laia llevaba siempre colgada una cadena, parecía de plata, muy enegrecida, con un casabel al cuello... Supongo que ya es tarde para hacerse esa pregunta.