sábado, 30 de agosto de 2014

Con-temporáneo



Asumes con los días que la vida no es más que esto: la sensación de estar de más en todos los lugares; el presentimiento de un mañana que a nadie importa, que poco importa, y ese desprecio irremediable que sientes por todo cuanto te rodea y que suele preceder a la contumaz mirada con que ahuyentas cualquier simpatía entre quienes nunca te han tratado a corta, cortísima distancia.

Recuerdas aquellos días en que gastabas tus horas en soñar vidas que inevitablemente estaban en otra parte. Recuerdas los días bregando por recuperar ese disparatado andamiaje de esperanzas y proyectos. Pero ahora no eres más que un cadáver, un espectro de aquel otro que ya no eres y que se agita airadamente y pide explicaciones al equipo médico que tuvo la inoportuna ocurrencia de rescatarlo para la vida sin que nadie se lo demandara.

Y una madrugada febril, recuerdas; recuerdas que a la salida de casa, bajando por la calle peatonal, había un apesadumbrado teatro del xviii encuadrado en una pequeña plaza a la que accedías por el callejón del arco. Te “resbalabas” de tu rutina escolar cada mañana para observar a un grupo de chicos de tu edad vestidos de uniforme cruzar la plaza camino de su escuela. A ella la descubriste aquella mañana de finales de noviembre porque no habías estudiado para el examen de matemáticas y decidiste hacer novillos. Sí, yo estaba sentado en un banco de la plaza leyendo un tebeo y fumando la colilla de algún cigarrillo que habría encontrado, cuando ambos nos miramos, y ella se echó mano a la boca en un remilgado gesto de sorpresa al verme expulsar el humo. No sabes por qué durante meses te escondías para verla pasar. Tampoco te has preguntado nunca por qué dejaste de hacerlo.

(Por entonces ya solamente contabas aventis para ti mismo.)

No, no lo hiciste; ni si quiera, apenas, recordabas este episodio, aunque seguía guardado en algún sitio (para ligarte de nuevo a la vida).

Una mañana helada de principios de febrero tu vida casi se va al garete y tu cuerpo se vuelve extraño y todos se asustan de sus incoherencias. Así que reniegas del ahora y te concentras en recordar, en recordarlo todo; desde el principio. Sin mucho esfuerzo vuelves a experimentar el ajetreo del parto y revives una y otra vez el cúmulo de golpes y carencias que entrelazaron esta neurosis con la que convives. Pero todas estas sensaciones, pronto, dejan paso a pequeñas escenas absurdas y no siempre significativas, que apenas puedes distinguir del sueño, cuya impronta desata un torrente de emociones que te perturban y a las que te ves incapaz de poner voz.

Los días se ciegan y das por perdido al cuerpo; así que lo entregas, sin mucho convencimiento, al comité de sabios, para que disfrute a tiempo completo de su nuevo juguete, y dedicas tus horas a arrastrar las piernas por el jardín y a fumar a la vista de quienes te lo prohíben. Pero eso no es todo, ya que estas imágenes de las que os hablo son especialmente traidoras y te hacen llorar a cada momento. Tratas de explicártelo a ti mismo, pero has perdido la voz. Callas desde entonces, como callaste la noche en que miraste al espejo y viste la calavera en que se había convertido tu rostro, como callas cada vez que postergas la palabra encogido de hombros.

De vuelta a casa, dedico mis días a recuperarme física y mentalmente. Por momentos, dejas en un segundo plano la batalla que se libra entre tus ganas de morir y el deseo inequívoco de matar -que es el impulso que más se asemeja al amor-, y te concentras en desandar cada tarde los últimos meses paseando Barcelona para celebrar cualquier acontecimiento anodino que nos salga al encuentro. Pero los días en blanco, que dan paso a una conciencia cada vez más lisa, poco pueden hacer para impedir que nuevamente vuelva a sentirme como esa presa cuyos sentidos, desarrollados para cumplir esta misma función con la más extrema precisión, presienten que la acechan.

Y el tiempo, este tiempo que ha desbordado cualquier expectativa, casi me hace olvidar mi convalecencia y por poco me hace saltar de la cama para acompañar a quienes, durante días, se entregaron a las llamas y a un estallido multicolor, regado con aroma de benceno, que atravesaba el arco iris nocturno de un cielo des-estrellado. Casi pude sentir los maullidos que, al unísono, brotaban de los balcones en garras por un torrente de calles anegadas; o presenciar esos rituales de iniciación que concluyen a altas horas de la noche con un bautizo de sangre, tras el cual a cualquiera se le hace difícil desentrañar la absurda y determinante línea que siempre ha existido entre vencedores y vencidos…


Sí, lo sé; todo esto parece una aventis contada para distraeros de las causas reales por las que ya no escribo. Como aquellas aventis que cuentan los personajes infantiles de Marsé, como las aventis que contábamos de niños en la escuela cuando saltábamos la tapia y nos escondíamos en las acequias para compartir cigarrillos e imposturas. Luego dejaste de contarlas y de saltar la tapia…  y las aventis del niño se convirtieron en vidas que estaban en otra parte y que jamás compartiste con nadie.

Ahora, como entonces, todo son rumores; los años solamente me han regalado un par de certezas: que todo cuanto nos rodea se sostiene milagrosamente y puede venirse abajo de un momento a otro y que la única esperanza que nos queda pasa por comenzar a pensar desde cero y transformar nuestra mirada (lo que quiere decir, simplemente, pensar con nuevas categorías, ésta vez más flexibles, bajo una lógica más orgánica –no hay ningún matiz orientalista en esta idea-).


¿Por esto no es escribes y apenas hablas y sólo fumas y paseas?

Por esto no escribo, por esto y por todo lo demás… Bien sabes que para escribir decentemente sólo hace falta ser poéticamente sincero.

¡¿Por pudor?! ¡Cuántas veces has tratado de escribir o dar forma a estos meses! ¿Cuántas versiones de este lamento has borrado o desechado?

De niño quería que mi vida se pareciera a las aventis, a esas vidas que inventábamos y soñábamos. Ahora… (quizá te haces viejo) desearía que mi vida fuera de todo menos un aventura constante que siempre me lleva al mismo punto muerto: una ciudad vacía, un verano no deseado, un invierno que siempre agrieta la ventana y este silencio que jamás responde a tus palabras.

No hablo: no escribo. Y sí, claro, es por pudor.




Barcelona, agosto de 2014

viernes, 20 de junio de 2014

Héroes (II)



Conocí a Guillermo hace más de tres años, durante los días en que Plaza Cataluña se transformó en aquel campamento urbano en pleno centro de Barcelona que muchos conoceréis por vídeos o fotografías. Me fijé en él o, mejor dicho, me llamó la atención porque, en un inicio, igual que yo y muchos otros, acudía solo y, pese a rondar o sobrepasar la cincuentena (soy pésimo para las edades; más tarde supe que tiene unos cuantos años más), solía aguantar, sin doblar el gesto ni sentarse un solo minuto, aquellas tediosas e interminables asambleas multitudinarias celebradas cada noche en la plaza.

Me acostumbré a su figura caminando tranquila, leyendo durante la tarde en un banco, colaborando en alguna actividad o simplemente participando en las encendidas e incendiarias discusiones improvisadas que florecían al vespre al calor de los focos de los turistas, retratándonos como animales de feria, cuando descendían las temperaturas y los habitantes de Barcelona encuentran la excusa perfecta para arrojarse y disputarse con ellos las calles.

Guillermo vestía por aquellos días, lo recuerdo perfectamente, unos vaqueros desgastados, chanclas y camiseta negra. Siempre la misma indumentaria. Pese a la piel morena y quebrada por el tiempo, pese al cabello encanecido que suele llevar recogido con una coleta, sus ojos achinados tenían un brillo y una vitalidad que llamaba la atención y que, supongo, me hicieron errar y considerarlo más joven de lo que realmente era.

Comenzamos a hablar una noche, pocos días después del desalojo de la plaza, en que yo remontaba Paseo de Gràcia y él me abordó preguntando si llevaba la misma dirección. Te he visto estos días por la plaza y…dijo, mientras me invitaba con un gesto de la mano a continuar juntos nuestro camino a Gràcia.

Trabamos amistad a las pocas semanas, cuando volvimos a coincidir, tras la constitución de la Asamblea de la Vila de Gràcia, en uno de los grupos de trabajo que se fueron formando a lo largo de ese verano. Supe que, pese a su acento, no era argentino, sino uruguayo. Su madre emigró con él bajo el brazo a la Argentina cuando apenas tenía cinco o seis años. Siempre he sido un extranjero en todos los lugares en los que he estado. Tras una infancia humilde y plena de lugares comunes, llegó a la conclusión de que cada hombre tiene el deber histórico de contribuir a la revolución y que ésta no es más que la necesaria transformación de las condiciones de vida, me dijo hace pocos días sentados en el banco de una plaza, frente a un plato de comida, poco después de confesarme que hacía semanas que no comía tan bien.

Al parecer comenzó la carrera de Filosofía y Letras en Buenos Aires, cuando ya su vida estaba enteramente comprometida a esta tarea. No llegó a licenciarse, sus grandes pasiones eran –y son-, sin orden establecido, la poesía y las mujeres (que son como lo mismo, viejo), mientras el periodismo se convirtió en su medio de vida. Poco después vino el golpe de estado, las “desapariciones” de amigos, una mujer que se marchó, el miedo a la tortura y a la muerte…; un viaje precipitado a España, un país en el que jamás pudo ejercer la profesión que ejerció durante años en Argentina por carecer de titulación; el whisky sin medida… otra mujer que se marchó, varios y peores trabajos, y, al fin, la indigencia.

Supe todo esto más tarde, cuando llevaba tratando con él casi a diario hacía ya un año. Y por mucho que trato de comprender las razones, nunca jamás podré entender cómo una de las personas más ilustradas, educadas y elegantes que he conocido, dormía, por aquel entonces, cada noche, en la barra de una cantina de barrio a cambio de fregar unos vasos y adecentar el local.

Guillermo recita  Machado o a Sylvia Plaht con la misma facilidad que reflexiona sobre las fallas que han hecho que teoría y praxis, esa extraña pareja, nunca alcancen a darse la mano. Y todo esto lo hace con un tono de voz suave y cadencioso, respetando los silencios con un mimo casi sacramental, para lanzar de improviso esa pregunta que le atormenta, esa pregunta a la que no encuentra respuesta, esa pregunta que siempre necesita plantear en voz alta junto a otro para que la insoportable ausencia de respuesta no dé tanto miedo.

El otro día también me confesaba que toda su vida había tratado de comprender cuáles habrían de ser las condiciones para que aquello que tanto anhelaba sucediera. Hablaba para sí, con un vaso que llenaba a escondidas en la mano, acariciando el sombrero de Panamá con que deambula estos últimos días por Gràcia. De pronto, con un gesto muy serio y mirándome fijamente, lo dijo: no entiendo, se han dado todas las condiciones, pero nada… Todo lo pensado, no vale.

Una tarde de hace dos años lo vi a lo lejos limpiando su ropa en la fuente de la Plaza de la Revolución; con gesto cansado y desaliñado, iba colocando con una delicadeza domésticamente siniestra cada prenda extendida en un banco de la plaza para que secara. Había envejecido veinte años en unos meses. Dormía en la calle. Solía encontrármelo, cada vez menos, casualmente por la biblioteca o por la calle Mozart; rara vez se dejaba caer ya por el Banc Expropiat. No pudo, no supo asumir otras alternativas que se le platearon. La vida en todas sus facetas es siempre necesariamente más compleja de lo que a simple vista pueda parecer; por eso tiendo a sospechar de todo aquel que crea o diga haber encontrado la fórmula y tener la solución a todos los males.

Guillermo es un monumento vivo al fracaso absoluto de la sociedad occidental y del proyecto ilustrado. Su vida, su obcecada existencia, todavía, es un acta notarial del más contundente de los argumentos esgrimidos contra nuestro pasado y contra nuestro futuro. Ayer me despedí de él; no sé cómo había conseguido dinero para un billete a Argentina. Con respuestas vagas, casi con un par de gruñidos, antes de mirarme y encogerse de hombros, consiguió que dejara de interrogarle sobre sus planes o su futuro. Debió de beber durante todo el día, se le notaba nervioso, torpe, incluso. Se acercó, al fin, para decir que se marchaba. Le pregunté si tenía mi dirección de correo, dijo que sí. Me dio la mano y se giró, pero yo había ido a despedirme de Guillermo, no a decirle adiós, así que me salté el guión y le dije anda, dame un abrazo. Hacía dos años que no le brillaban los ojos y el abrazo os aseguro que fue de verdad. Regresaba a Argentina viejo y derrotado y entraba a ocupar un lugar de honor en esta lista mía de héroes sin los cuales, hoy especialmente, esto que llamamos “humanidad” no tendría ningún sentido.