jueves, 26 de diciembre de 2019

Odiseo


“¿Así que quieres marcharte enseguida a tu casa y a tu tierra patria?
Vete, enhorabuena. Pero si supieras cuántas tristezas
te deparará el destino antes de que arribes a tu patria,
 te quedarías aquí conmigo para guardar esta morada y serías inmortal […]”.

La Odisea, “Canto V”.


La estampa es conmovedora; ahora que he podido reconstruirla gracias a los testimonios proporcionados por alguno de los testigos. Si pudiéramos congelar la imagen y observar la escena a vista de pájaro, todo haría suponer que, esa noche, yo pernoctaría con algún hueso roto en las encantadoras dependencias de la comisaría de Les Corts; pero antes de emitir un juicio, creo que es conveniente analizar y tratar de contextualizar el embrollo en el que, de pronto, me vi inmerso.

Imaginad: camino descalzo –la camisa desabrochada–, con un balanceo desconcertante de caderas, el cigarrillo en los labios y una copa en la mano que parece querer hacer contrapeso con el resto del cuerpo. A mis oídos llegan difusas, entrelazadas con otros estímulos auditivos, las risas de Darío y sus amigos desde la acera de Las Ramblas. También recuerdo saberme observado por el otro grupo de hipsters que se nos unió en la Plaça del Teatre y que mi dañado sentido espacial ubica en ese momento en la acera del Paseo de Colón –aunque, al parecer, están mucho más cerca y lo presencian todo. No sin dificultad –entre insultos, amenazas y pitidos–, consigo detener el tráfico en la rotonda, hasta ponerme a los pies de la estatua, a la que observo cual Polifemo con su dedo acusador:

Yo soy Odiseo [las risas eran desgarradoras], destructor de ciudades, el hombre que conquistó Troya; que tiene su morada en Ítaca [en este momento de mi declamación una patrulla de Mossos ya ha aparcado en la esquina de Drassanes y uno de ellos se me acerca por la espalda mientras su compañero desenfunda el arma y me apunta con ella parapetado tras la puerta del coche patrulla] he conocido la guerra, he viajado durante interminables años, perseguido por la ira de los dioses; he luchado contra la tempestad, contra gigantes, he conocido las extrañas formas de las islas desconocidas, he oído el engañoso canto de las sirenas, he perdido a mis compañeros, fui hechizado, he conocido la muerte [instante en que me vi reducido contra el asfalto mientras, a voz en grito, me empeñaba en continuar con mi alocución] ¡¡Pero aún estoy aquí, vivo todavíaaaa!!

Al levantar la cabeza y hacerme cargo de la situación, por supuesto, Darío y los suyos habían desaparecido de los alrededores. No me quedaba otra que buscar suplicante la ayuda de los hipsters, al tiempo que trataba de explicar a los Mossos que Polifemo no era una divinidad árabe, que aquello no se trataba de un ataque terrorista y que yo no era más que un simple y desafortunado borracho. ¡¡Pero… de dónde diablos habéis salido!!

De cómo es posible que yo terminara recitando a Homero una madrugada de agosto a los pies de la estatua de Colón no podría dar del todo cuenta; la realidad es compleja y me niego a sumarme a esta histérica querencia de nuestros días, afanada en reducirlo todo a un sustantivo. Fueron variadas las causas y confusas las variables que me precipitaron contra el asfalto, aunque trataré de trazar una cronología conceptual de los hechos tal y como yo y quienes me acompañaron en algún momento de la noche los recordamos.


Agosto

Agosto fue en otros tiempos un mes épico, de caminatas interminables por la ciudad solitaria que, abandonada por sus hijos, languidecía en eternos mediodías y se desperezaba de la siesta con apasionadas melodías que, como palomas mensajeras, recorrían las calles somnolientas de punta a punta. Agosto era, a las seis de la tarde, esa esquina de sombra en la plaza del Sol o aquel banco donde se sentaba Camilo, junto a la fuente, en la plaza de la Revolución. Agosto era una tarde de domingo que se alargaba dos o tres meses y de la que nuestros jóvenes cuerpos se reponían comiendo tres veces al día y durmiendo un par de días seguidos.

Pero agosto, este agosto, caía sobre mí con una furia de siglos, apenas contenida por la angosta cadencia de la rutina, del día a día, y un sol correoso y revanchista que coronaba cada uno de mis pasos. Quizá por eso me escapaba de la oficina con cualquier excusa, ¡la que fuera!, con tal de salir y corretear por las calles o desfallecer en algún jardín, aplazando el regreso a esa casa que nunca es mi casa. ¿Qué hacer a la una de la tarde cuando el segundero se empeña en corroborar la Relatividad Especial? ¿Cómo sobreponerme al delirio de una existencia hecha mortaja?...  Tenía hambre y me había comprometido; dos razones más que suficientes para abandonar mi puesto de trabajo. De forma que, cumplido con mi deber, apagué el ordenador, le di una patada a la silla y emprendí otra huída sin fin que, sin yo saberlo, me llevaría a los mismos pies de Polifemo.

Minutos después, tras apearme del metro en Joanic y adentrarme en Gràcia con tanta hambre material como sed espiritual, despachaba cervezas en una barra de calle de las fiestas mientras masticaba un bocadillo que no recuerdo haber comprado. Mi compromiso se reducía a cubrir el turno de tarde y eso hice: al caer la noche, apenas me tenía en pie y capitaneaba un grupo de erasmus alemanes entusiasmados por conocer los vericuetos de la noche barcelonesa y de que yo les hiciera de Cicerone. Pronto descubrieron que estas fiestas de barrio apenas resultan estimulantes cuando lo que se quiere es ensanchar el espíritu, pese a mi afán por mostrarles cuánto de provinciano, bucólico-kitsch y… en fin, interesante, tiene este evento anual. Tras lo cual, no les costó demasiado convencerme para que los acompañara de excursión al Raval, me ubicara para localizar Fontana y me colara en el metro pegándome demasiado, mucho, a la espalda de una de las alemanas; con la mala fortuna de que una parada más adelante subiera al tren el equipo completo de revisores. En cuanto entraron en el vagón, junté las piernas como si fueran una sola y erguí todo lo que pude la espalda, como hacía Forrest Gump en la película, mirando al frente, muy serio, con cara de imbécil. Los alemanes no se percataron de mi ensayada actitud, pero comenzaron a mirarse entre ellos, y estos a su vez con el resto de pasajeros, hasta crearse una situación incómoda, cuando, al ir a pedirme la tarjeta el revisor, comencé a emitir ruidos guturales mientras me golpeaba la cabeza contra la palma de la mano derecha e improvisaba pequeños espasmos pasajeros con el resto del cuerpo. Permanecí así hasta que se hubieron bajado del tren, mientras el resto de pasajeros trataban de mirar a otro lado y los alemanes hablaban entre sí con gestos, palabras sueltas y algún amago por levantarse a preguntar si me encontraba bien. Solo entonces acabé abruptamente la pantomima, les guiñé un ojo y sonreí al resto del vagón en actitud arrogante y victoriosa. Muchos rieron con mi ocurrencia, otros miraban con desprecio; nosotros nos bajamos en Liceu y, ya en las Ramblas, nos encaminábamos al Moog ebrios y entusiasmados.

Del Moog se ha escrito en algún lugar que es un antro sórdido, y quizá lo sea; aunque para mí es simplemente un lugar donde hacer lo que me dé la gana sin que nadie a mi alrededor se escandalice. El local está muy poco cambiado, como pude observar mientras me daba mi primer paseo de la noche por sus esquinas con un grupo de alemanes a mi espalda que no se separaba de mí y que comenzaba a resultarme fastidioso. ¡Incluso el portero era el mismo gigantón de aquella época! Todos los astros del universo se congregaban esa noche sobre mi cabeza para hacerme dichoso, salvo ese enjambre de chicos arios haciéndome sombra. ¡Ya basta, vale!, y me acerqué al portero: oye, ¿el Carlitos...?

–Pero qué mierd… ¡¿Cuánto tiempo hace que no vienes tú por aquí?! Pregúntale a aquél, el alto, el que está de espaldas.

Y con medio parlamento europeo a mis espaldas –todo hay que decir: su dinero estaba en mi bolsillo– me encaminé cansado hacia el tipo que me había señalado el portero.

–Perdona.
–¿Sí?
–¿Darío?
–¡Vos!

Estaba irreconocible, me sacaba casi una cabeza, enorme, desgarbado, con barba de una semana… Me abrazaba de verdad, con un cariño endiablado, tratando de levantarme en peso y diciendo a mi oído vos sos mi hermano, capaz que sólo tengo acento con mi mamá y con vos… Los alemanes se miraban entre sí y Darío los señaló con la mirada. Me encogí de hombros, sonreí, le expliqué…


Darío

Conocí a Darío en septiembre de dos mil cinco durante uno de aquellos conciertos de la Mercè que, por entonces, se celebraban en la Ciutadella; recuerdo la fecha porque Roser y yo nos habíamos mudado recientemente al piso del carrer Nápoles, a escasas calles del parque. Yo estaba pagando un par de cervezas en la barra cuando se me acercó un niño de unos trece años –moreno, flacucho; vestido con una camisa de flores– subido a una bicicleta destartalada y con una guitarra en bandolera colgada a la espalda: Hola, cómo va, puedo unirme a vos, estoy solo y no conozco a nadie. Roser acogió a Darío con una sonrisa –una sonrisa que se iba ensanchando conforme nos acercábamos– y enseguida le ofreció algo de comida que llevaba en una cesta; pasamos, en definitiva, una noche estupenda, charlando de esto y de aquello, fumando y escuchando a Darío cantando canciones, durante horas, hasta que nos echaron del parque. ¡Lo he pasado rebién, que suerte conocerles!

Darío había llegado a Barcelona con sus padres poco antes del verano, procedentes de Uruguay, en busca, en aquellos tiempos, de una mejor vida –nadie sabía, entonces, lo que se nos venía encima. Se habían instalado en Vallcarca, junto a la Salut, y Darío, acostumbrado a merodear sin complejos por las calles de Montevideo, no había hecho otra cosa, desde que llegó y se hizo con una bicicleta, sino recorrer Barcelona de una esquina a otra. Congeniamos bien, pese a ser un niño que me seguía a todas partes e imitaba hasta mi forma de vestir, pues ambos compartíamos esa pasión casi cabalística por el errancia urbana y la absoluta falta de complejos a la hora de entablar conversación con desconocidos –en su mayor parte vagabundos y conductores de autobús que almuerzan en los parques. Era un chico vital y de naturaleza alegre, que lo mismo te contaba situaciones delicadas por las que había pasado su familia con una sonrisa en los labios mientras rasgaba las cuerdas de su guitarra, que aparecía en casa, de madrugada y de improviso, empapado y con un pollo asado por su madre bajo el brazo.

Con el paso del tiempo Darío se convirtió en un personaje familiar dentro del mundo que Roser y yo nos habíamos construido; un mundo que básicamente se ceñía al área triangular formada por nuestro piso, el carrer d’Avinyó –donde trabajaba Roser– y la Ciutadella. Poco tiempo después, Roser le consiguió un trabajo en una de las tiendas de Call y pudo vérsele durante un par de años recorriendo las calles de Ciutat Vella subido a un carro cargado de mercancías que llevaba de un sitio a otro, saludando e intercambiando palabras lanzadas al viento con los habituales de aquellas calles.

–Desapareciste.

La conversación se arrastraba por estos derroteros, sin mirarnos a los ojos; como si las palabras quemaran, como si hubiéramos pensado cientos de veces en todo aquello y ahora, esas razones, esas palabras, no fueran más que cáscaras vacías y sin fruto. Nos dimos explicaciones, volvimos a mirarnos y a reconocernos en ese asidero de pupilas acuosas, y nos fundimos, de nuevo, en un abrazo hasta dejarnos caer, derrotados, sentimentales, en un portal del carrer Lancaster. Mientras yo fumaba de su marihuana, un tipo patibulario, al que Darío despidió con un simple gesto de la mano, se nos acercó y depositó dos copas a nuestros pies; en las que, en seguida, con delicadeza, vertió un gramo de cristal. Con mirada todavía nerviosa, como hechizado, me acercó una de ellas, me quitó el porro, le dio una calada… ¡Por vos! Brindamos y me hizo beber a grandes tragos y comenzó a hablar, hablar de que sus padres tuvieron problemas, que hubo que mudarse a Sants para compartir piso con otros compatriotas, que cambió de instituto y de acento, para sobrevivir, que nunca terminó ese instituto ni la Escuela Técnica y que, con diecisiete años, ya se ganaba la vida trapicheando al menudeo. Gano en una semana lo que vos en un mes. Fumaba y bebía, como si un fuego interno recorriera las venas de su cuerpo, tenso. Supe que este Darío nada tenía que ver con el niño que llegó a Barcelona, y que esa mirada vacía, detenida en algún punto en el espacio sólo visible para un observador particular, es la misma expresión de hombre roto que veo cada día frente al espejo.

Pronto llegó el calor, acompañado por ese hormigueo interno y aquella falsa y efímera sensación de bienestar. Mi espíritu se transformaba por momentos, mi rostro se desencajaba de risa y mis ojos, abiertos de par en par, comenzaban a dar miedo. No más, por cierto, que los de Darío y su camada; porque en seguida llegaron todos los demás: matones ortodoxos que, descabezados, se veían incapaces de encontrar una luna a la que aullar; porque allí estaban ellos: jóvenes y audaces, chicos engreídos y formidables, canis que en algún momento de sus vidas decidieron dejar a un lado esas chonadas pseudoilustradas de la revista Rebelión y se decantaron por una vida más expansiva y menos neurótica, tendente al pub y no al Ateneu. El más decoroso de ellos tenía una cicatriz que nacía en la comisura de la boca y moría junto a su oreja.

Sólo quienes me conocen pueden imaginar lo mucho que disfruté. Acompañado por lo peorcito que esa noche deambulaba por el Raval, hice del Moog mi patio de recreo y el centro y escenario de todas mis ocurrencias, a cada cual más fastuosa: convencí al DJ de la sala pequeña para que pusiera Common People y literalmente arranqué la bola de espejos del techo para celebrarlo; inundé los baños de mujeres –porque el Moog, si no está encharcado, no resulta sórdido–; le quemé la barba a un hipster –que me pidió fuego–; me deslicé por las escaleras sentado en el pasamanos arrastrando con mi pierna los vasos vacíos del suelo –esto fue porque me dio la gana– y, cuando ya apenas faltaba nadie por amenazarme o insultarme, derramé mi copa sobre un gramo de cocaína que unos domingueros habían dejado abierto en una de las mesitas altas de la entrada. Este antepenúltimo episodio de la noche, quedó resuelto sin más incidente gracias a la mediación de los amigos de Darío, que con un gruñido y el sonido de un vaso de cristal roto a mi espalda hicieron desistir a mis demandantes de que yo les pagara el gramo. Envalentonado, yo ya no sé cuántas más barbaridades pude cometer aquella noche.


Argonautas

Enano, la principal razón por la que el poema homérico ha resistido el paso de los siglos, hasta constituirse en un referente cultural o en pieza de museo, es precisamente ésa: su carácter arqueológico. Arqueología de una espisteme, primeras representaciones del sí mismo que somos ahora nosotros; como un estrato en la formación rocosa, este poema clásico da forma al testimonio de lo que, más adelante, reconoceremos como “subjetividad moderna”.

Esto fue lo que hicieron Adorno y Horkheimer: reconocer esa episteme en su fase embrionaria; advertirla en el aparato retórico, alegórico, del que parece servirse Homero para representarla (la voluntad-razón que vence al instinto-emoción es representada por Homero con Odiseo atado al mástil para no sucumbir al canto de las sirenas). Se trata, según dilucidan los miembros de la Escuela de Frankfurt, de una tensión que ya se adivina en el héroe homérico y que atraviesa de parte a parte la historia de la racionalidad occidental y de la Ilustración como fenómeno histórico, con todas sus contradicciones y su contundente carga negativa: la racionalidad es liberación y es dominio; una duplicidad un tanto esquizofrénica que articula la dialéctica de la ilustración.

Pero La Odisea es algo más que el engendro temprano de una nueva episteme; es también la agonía de un mundo que se diluye y, como tal, representa más que nada esa transición. Havelock, que conocía como nadie el profundo sentido del gesto escrito, consideraba que con Homero no se había realizado esta transición (la del cuerpo-escindido al alma: la de una cultura oral a una cultura escrita) y ejemplifica cómo, en innumerables ocasiones, el héroe de su poema es un sujeto arcaico. Sin embargo, yo sostengo, más alineado con los frankfurtianos, que es precisamente la falta de ese aparato conceptual-representativo la razón por la que aflora, sin encajar del todo a nuestra mirada, el viejo marco representativo al que la nueva episteme sustituirá conforme se desarrolle el pensamiento pitagórico, platónico-cristiano... De forma que La Odisea, en cuanto a objeto arqueológico, contiene en sí dos mundos, dos epistemes enfrentadas: una que se nos hace familiar, en la que nos vemos representados, y otra que nos resulta extraña, ajena, inconmensurable.

Sólo un pueblo como el griego, ¡escúchalo bien!, cuyo espíritu resuena en cada uno de nuestros pasos, todavía a día de hoy, pudo sostener con ese entusiasmo, con aquella vitalidad sin fin, una tensión de este tamaño, sobrevivir cinco o seis siglos e iluminar con sus palabras y sus hechos las palabras y los hechos de hoy. Porque los griegos, Enano, y ésta es una interpretación muy nietzscheana, dado su inevitable espíritu trágico, se comportan como héroes, héroes que se resisten a cumplir las leyes, héroes que se encaran con los dioses mismos y con el destino, si hiciera falta, y en cuyos discursos se atisba una aspiración existencialista, avant la lettre.

Los griegos representaron como ningún otro pueblo a sus divinidades al atribuirles cualidades humanas, personificándolas con atributos mortales, porque ese espíritu dionisíaco que tanto entusiasmaba a Nietzsche no les permitió perfilarlos de otra forma. Sus dioses eran infieles, alborotadores, desconsiderados, egoístas… ¡excesivos! –en el amplio sentido de la palabra–; adquirían forma humana para pasar desapercibidos y preñar inocentes doncellas, sometían a sus iguales a tormentos sin medida ni fin por puro revanchismo, devoraban a sus hijos si la ocasión lo requería y… en fin, eran muy humanos. Sólo había algo que los dioses podían poseer y les estaba vetado a lo mortales: la vida eterna, la inmortalidad. Y La Odisea, ésta es mi interpretación, Enano, no es una “novela” de viajes o una road movie, ni mucho menos la primera “novela” de aprendizaje. No… y sí. Es la historia de un sujeto que sufre un proceso de transformación conforme devienen acontecimientos vitales sin parangón, conforme el viaje que es vivir llega a su fin y adquiere una perspectiva más amplia de la vida (estructura de la novela clásica); pero también es algo más: es la historia de quien se enfrenta a los dioses, de quien cruza el mundo para pedir cuentas a quienes rigen el destino de los hombres, de quien realiza un viaje que pretende ser una ascensión, un anhelo: el de ser inmortal, el de querer para sí, mortal, la vida de un Dios.

–Roy Batty, el replicante poeta de Blade Runner, guarda más semejanzas con Odiseo que los personajes clásicos de Stendhal o Balzac.

Darío escuchaba atento mi argumentación mientras despachaba, sin perder el hilo, a una clientela que parecía tener su propia opinión sobre la obra de Homero y que me guardo de reproducir aquí; muchos de ellos, escrupulosos fantoches descompuestos de ojos enrojecidos que, como vampiros, se echaban a las calles en dirección a algún after con la previsión de trampear este ciclo eterno de noches y días con que nos afligen los dioses. El Moog había cerrado ya su sala pequeña y faltaban pocos minutos para que nos pusieran en la calle y se deshiciera, de una vez por todas, la falsa ilusión de una dicha eterna.

–Dale, vemos, Ulises es un fanfarrón y un embustero, nada que ver con Jasón, un héroe dispuesto a perder su sandalia por ayudar a una viejita a cruzar el río; es como comparar a Bruce Willis con James Stewart. ¡No hay juego!

Darío leía de niño una colección de novelas gráficas sobre héroes clásicos. Creo que las conseguía en un puesto de los Encants e iba siempre con alguna de ellas en el bolsillo. Se trataba de una edición curiosa, con ilustraciones oscuras y sangrientas; precursora, imagino, de lo que vendría más adelante. Su personaje preferido era Jasón, conocía la historia del vellocino de oro como si él mismo hubiera remado en el Argos y a veces se veía a sí mismo como un argonauta recorriendo la ciudad convertida en mare nostrum repleto de peligros. De aquellas aventis alguna vez me hizo partícipe, pero Darío perdió la inocencia a pasos forzados y en pocos meses se avergonzaba de sus propias “niñerías”. Borracho, enfervorecido, se negaba a aceptar que Odiseo, como héroe, pudiera estar por encima de Jasón y la disputa, tabernaria, comenzaba a adquirir visos de esperpento.

–¡Reconcha de tu madre! ¿Vas a comparar a un boludo que abandona a su mujer y a su hijo por alcanzar la gloria con un héroe de verdad como Jasón?

A partir de este momento mis recuerdos se oscurecen y la disposición de hechos o anécdotas queda bastante velada, salvo por algunos destellos que, como claros en un bosque, vienen a mí en forma de conversación o imágenes nubladas por los narcóticos. Las versiones que me llegaban resultaban contradictorias y parecían infringir el principio de causalidad y sus disposiciones espacio-temporales; razón por la cual, esta aventi, continuaba inacabada. Así que mantendré la versión ofrecida por Darío –y que éste me corroboró hace unos días–, ya que, de todas ellas, es la única que no vulnera las leyes básicas de la mecánica newtoniana.

Mientras Darío y yo departíamos sobre el carácter heroico (o no) de Odiseo, ambos recordamos sabernos constantemente interrumpidos por uno de sus amigos, al que yo bauticé El guapo: uno sesenta, cien kilos de musculatura, pelo engominado y una ya mentada cicatriz que le parte la cara en dos. Éste pretendía que yo le presentara a una chica que iba con un grupo de gente que yo, al parecer, conocía.

–Va, preséntame a la noia de las gafas; anda con el punki ése amigo tuyo.

Yo me abrazaba a la copa como si de una barandilla frente al precipicio se tratara, mientras mi discurso declinaba en un murmullo apagado y sinsentido: […] en un principio, Enano, así era, Odiseo se presenta en cada aventura con orgullo, borracho de éxito por sus hazañas; como si su propio nombre fuera el salvoconducto hacia la inmortalidad. Pero eso es al principio de su viaje de regreso. Sin embargo, Homero, ¡qué gran poeta!, comienza el relato in media res, con Odiseo junto a Calipso, cuando ya ha decidido regresar a Ítaca y ésta ya no queda muy lejana; el viaje precedente es narrado mediante analepsis… En algún momento de sus muchas interrupciones, recuerdo haberme girado para ver de quién se trataba (y de esbozar una sonrisa al verlo).

–Ése no es un punki; ése es un hipster al que le han quemado la barba.
–Pero lo conoces, ¿verdad?
Creo que no soy tu mejor carta de presentación.

Darío, chico emprendedor, continuaba con sus negocios mientras rehacía su alegato en favor de Jasón, sin perder de vista, en ningún momento, y con una sonrisa vaga en los labios, la situación.

Bo, presentala, Rai, lleva tiempo con eso, no se atreve. Yo creo que le gusta de verdad.

Lo hice, me acerqué, sin mucha dignidad (creo que derramé el contenido de mi copa por el camino), más para mirarla de cerca que otra cosa: pelo castaño, estatura media, gafas de pasta, guapa…

–Disculpa, ¿ves a mi amigo?
–¿El alto?
–No, el de la cicatriz –juraría que en ese momento andaba rebuscando por su bolso un espray pimienta–. Verás, es un chico de espíritu noble, trabajador y educado en la carestía, emocional y pecuniaria, al que le gustaría conocerte. No se puede decir de él que sea un tipo ilustrado ni glamuroso, menos aún educado, si no me equivoco se crió en Sants…, pero frecuenta todo tipo de ateneus, casales y demás entidades asociativas; lo cual garantiza una intachable conciencia social. Además, lee con fervor, casi con devoción, cada nuevo artículo publicado en la revista Rebelión y se emociona sin rubor alguno con los apasionados y desgarradores relatos escuchados en una asamblea de mujeres en la que está muy integrado…
–Estás de broma, tío, de qué coño vas. ¡Vete a la mierda! Además, yo colaboro en esa revista.

Como un buen héroe de la retirada, henchido de autocomplacencia y sin poder evitar que se me escapara la risa, me despedí para acercarme a El guapo y comunicarle el absoluto fracaso de mis gestiones; toda vez que lo consolaba como un hermano, ¡qué coño!, como un padre, pues abrazaba al pequeñín con ternura.

Fue hacerse la luz en el Moog y, todo en uno, deshacerse el encanto que me tuvo entusiasmado gran parte de la madrugada; momento en que, como un gremlin, me desabroché la camisa para alcanzar a taparme los ojos con ella, haciendo ruiditos, como Gizmo, parapetado en una de las mesitas altas de la entrada. De este estado catatónico y subnormalizado me sacó Darío en brazos bajo la promesa de que en la calle todavía quedaba oscuridad. El portero nos despidió con un suspiro, la madrugada resistía a ese amanecer incipiente que coronaba el horizonte de Barcelona desplegado al final de las Ramblas y, Darío y yo, apoyados el uno en el otro, con esa forma tan fraternal y varonil que tienen los hombres de meterse mano los unos a los otros cuando se emborrachan, nos arrastrábamos por las Ramblas en dirección a Drassanes. Yo intuía un nuevo y gravísimo acceso de melancolía, por lo que me escudaba en continuar con nuestro contencioso Odiseo vs Jasón.

–Odiseo sufre una transformación anunciada desde el mismo inicio del poema, cuando advierte que aquello que Calipso le ofrece no es lo que él realmente desea. Por esto reemprende su viaje; a partir de este momento, el orgullo se quiebra y es, a mi parecer, más bien un personaje cómico.
–¿Ves? En cambio Jasón no necesita el viaje, él ya es todo un héroe antes de emprenderlo; el viaje sólo lo confirma como héroe.
–Ahí está la clave, por eso el poema homérico es enorme, rico en densidades y semas. Odiseo no deja nunca de rehuir la aventura, cegado por ese objetivo vital: la inmortalidad; el encararse con los dioses, en transformarse en un Dios. Pero, a cada momento, va perdiendo ese convencimiento, cada vez le cuesta más ser reconocido, por esto grita su nombre, ya no con orgullo, sino casi con desesperación, pues es más que consciente de que la gloria es efímera y que la aspiración de inmortalidad, por parte de un mortal, sólo puede llevar a la locura, la muerte e incluso el olvido, presente en todo el poema.

Darío y yo nos alejábamos del resto del grupo, que, al parecer, quedó rezagado en la Plaça del Teatre y había entablado conversación nuevamente con los hipsters. Es posible que, en algún momento, cualquiera de los dos hiciera el esfuerzo por dar la vuelta y volver sobre nuestros propios pasos para unirnos a ellos, pero sólo tuvimos fuerzas para dejarnos caer sobre un banco y esperar a que nos alcanzaran.

–¿Te gusta Odiseo porque fracasa?
–Por supuesto, Enano. Odiseo no es como Aquiles, carece de linaje divino; es un héroe condenado al fracaso, pues sus aspiraciones sí son divinas. Por eso resulta tierno, casi cómico, cuando, acogido en la isla por los feacios, le retan a una competición deportiva. ¿Sabes qué responde?
–¿Que él es Odiseo?
–¡¿Me preguntáis que si sé correr?, ¿me preguntáis que si sé lanzar?; ¡yo soy el hombre que conquistó Troya!!

No nos percatamos de que habían llegado a nuestra altura hasta que los amigos de Darío nos alzaron en peso para que continuáramos camino, separándonos, estratégicamente, a éste y a mí, y que cesara de una vez por todas ese diálogo absurdo. Yo quedé, desparejado y tambaleante, junto a El Guapo, quien, por fin, había logrado ese esperanzado intercambio de palabras con su Charlotte; lo cual, sospecho, no debió de ser del todo casual porque, en seguida, ésta me hizo partícipe de la conversación que mantenía con él y en cuanto pudo lo excluyó.

–Yo te conozco.
–Sí, le he quemado la barba a tu amigo.
–También, pero no. Tú eras uno de los doctorandos de Lynch cuando yo estaba en primero de carrera, ¿verdad?
–Te equivocas, yo sólo soy un pobre charneguito ignorante, un ocioso indocumentado recién salido del transmiseriano, un pequeño crápula de provincias venido a probar suerte a la gran República catalana; ni siquiera tengo la FP y jamás he leído la revista Rebelión, todo lo más que he leído en mi vida son los cartelitos ilustrados que me encuentro en el metro o en el CAP.
–¿Te ríes de mí? Te veía habitualmente por la facultad y estoy segura de que acompañabas a Jarauta cada vez que venía por Barcelona.
–Ya te he dicho que te confundes. Yo no soy quien dices.

Darío, que había conseguido zafarse de sus esbirros y adivinado, por el tono de mi última frase, que no me encontraba precisamente a gusto, vino a mi rescate y comenzó a hacer fiestas en torno mío para que olvidara enseguida éste inoportuno episodio. Le había robado el palo de la escoba a un barrendero del Ayuntamiento y se paseaba haciendo el sonido de una motocicleta, deteniéndose frente a mí como si hiciera un caballito, con esa cara que ponía de niño subido a su bicicleta cuando saltaba un bache. Invitándome: ¡montá, pelotudo!

Nos deslizamos Rambla abajo subidos a su motocicleta, que dejó apoyada en una farola para liarse un porro, mientras yo me tiraba al suelo para quitarme las zapatillas, que no sé por qué razón estaban empapadas. A estas alturas de la madrugada él me llamaba Ulises y yo a él Jasón.

–Oye, ¿entonces Odiseo regresa a Ítaca porque se siente derrotado?
–No, Enano, Odiseo es tozudo y no sucumbe; ya te he dicho que su único anhelo es la inmortalidad. Odiseo vuelve a casa en busca de la única forma de inmortalidad que puede alcanzar un mortal.
–¿Telémaco?
–Siempre has sido muy inteligente, Enano, deberías dedicarte a otra cosa.

Fue entonces cuando sucedió. Darío me miraba en silencio, guardando cierta expectación y, a pocos metros, a mi espalda, escuchaba el tumulto de voces y risas de sus amigos; los vehículos de limpieza dejaban tras de sí ese bello reguero químico arcoíris, el aroma de churros hirviendo en aceite se esparcía por el viento entremezclado con el del salitre, las bocas de metro engullían a las últimas sombras de la noche y los primeros rayos de sol peinaban débiles babas marinas en la Barceloneta. ¿Por qué lo hice? No sabría decirlo. De repente me vi a mí mismo, de pie, bajo la estatua, y tuve miedo, el mismo miedo que hubiera sentido Odiseo de no tener un hogar al que regresar; pues comprendía, aunque de forma opaca, que ésta, que aquélla, era mi última aventura; que toda esa madrugada no había sido más que una despedida; que nunca, jamás, volvería a tener una oportunidad como aquella y que no podía volver a casa, o adonde quiera que vaya, sin haberme enfrentado, al menos, con Polifemo.

El resto ya es historia conocida. Al levantar la cabeza, Darío y sus amigos habían sido absorbidos por las Ramblas, ¡cabrones!, con la misma ansiedad con que se abren las venas de un yonqui y no me quedó otra que porfiar a los hipsters para que me ayudaran. Una vez que conseguimos que me quitaran las esposas y pude ir recomponiendo mi atuendo –lo cual no ayudaba a mejorar la situación, pues me abotoné mal la camisa y tenía el cuello del lado izquierdo casi a la altura del pecho; además de no encontrar una de mis zapatillas–, comencé a hacerme cargo de la gravedad de los hechos y mi tono y discurso se tornaron de lo más melifluo y persuasivo. Cuando, definitivamente, lo di todo por perdido, me eché en la acera a descansar antes de que me introdujeran en el coche patrulla. Fue Charlotte –la llamaremos así– quien intervino; no recuerdo las palabras exactas, sólo puedo rememorar algunos ítems como “violència policial”,  alcaldessa” y la poco velada amenaza “ma mare és col·laboradora al seu equip, vol que la truqui ara mateix?”.

Soy consciente de que lo que acabo de contar no es verosímil, pero así es como sucedió. De todos los cargos posibles, con los que podía haber pasado al menos setenta y dos horas de calabozo y un complicado proceso judicial, sólo ha quedado una fenomenal y pintoresca sanción administrativa colgada en la pared de mi cuarto; sanción que, como me comentó más adelante mi salvadora, su madre se encargaría de retirar –a día de hoy, yo no he recibido ninguna notificación por el estilo y todo parece indicar que así ha sido.

Poco después de que se marcharan los Mossos apareció mi zapatilla: alguien, un ciudadano anónimo, la encontró junto a una escoba a pocos metros de donde yo permanecía sentado sobre un bolardo y rodeado de hipsters. Fue un encuentro emotivo y me abracé a ella como si fuera mi almohada para, acto seguido, tumbarme en el suelo con la intención de echarme a dormir ahí mismo. Observándome desde la altura de la sobriedad, Charlotte y sus amigos parecían sentirse responsables de mí, así que me pusieron en pie y tuvieron la extraña ocurrencia de derramar una botella de agua sobre mi cabeza.

–Escucha, nosotros vamos a Plaza Cataluña para tomar un taxi, ¿quieres acompañarnos y te dejamos en algún sitio?
–¿Y el taxi, lo paga también ta mare?
–¡Tú eres imbécil!
–Es posible.

Sé que, por todo aquello, debería haberle dado las gracias, abrazarla o regarla a besos; pero en muchas ocasiones no puedo evitar hacerlo así. Sé también que las cosas deberían ser más sencillas, somos nosotros quienes, agarrados a razones, las complicamos; porque la Vida no es más que eso: un juego sin reglas en el que cada uno se empecina en imponer las suyas. Quizá por esto, a mí no me gusta jugar y me descarte de antemano. Ramblas arriba se marchaba la única oportunidad de redención que me había dado esa madrugada y yo lo había tirado todo por la ventana, posiblemente por imbécil; y lo peor es que, conforme se marchaba, mientras le miraba el culo, no puede dejar de sentirme triste.

–¿Vienes? –Lo dijo de espaldas a mí, detenida un segundo, antes de reemprender la marcha sin llegar a girarse en ningún momento.

Comencé a caminar con renuencia, a cierta distancia de ellos, la cabeza gacha y las manos en los bolsillos; como un perro callejero que sigue remolón al grupo de turistas que unos minutos antes le arrojó un mendrugo. Me esperaron, la puerta del taxi abierta, hasta que los alcancé en Plaza Cataluña, y al entrar sólo acerté a decir bona-nit.

*

Me quedé dormido (o inconsciente) en su cama mientras me fumaba un porro y ella cantaba la Nana de Robe. Eso fue lo que sucedió. Al despertar encontré una nota sobre el escritorio de su cuarto: Tenia coses que fer, arribaré sobre les nou, si vols esperar i que fem alguna cosa aquesta nit… Firmaba, junto a su nombre, con un número de teléfono. Dejé la nota sobre la mesa, me calcé y salí del cuarto; como daba directamente al salón, me encontré con sus compañeros de piso, que me dieron los buenos-días y me invitaron a desayunar con ellos. De reojo, por la ventana, pude comprobar que era de noche; decliné la invitación y me marché con alguna excusa. Bajando por la escalera casi vomito en el rellano del segundo piso y tuve que apoyarme en el pasamanos para continuar y alcanzar la calle. Me preguntaba cómo había sido capaz de subir los tres pisos cargada conmigo. Apenas recuerdo nada del trayecto en taxi; puedo retener la imagen de mí mismo sujetándome en una moto al salir para no caer, la sonrisa velada de Charlotte al descubrir mi sorpresa cuando éste partió sin que nadie más bajara de él y la forma que tuvo de mirarme cuando le di las gracias, agarrado a ella en las escaleras, por todo lo que estaba haciendo.

El aire húmedo de la calle me sentó bien, durante unos minutos me creí recuperado, pero fue sólo un espejismo; dos o tres manzanas más adelante tuve que detenerme en un paqui, comprar una barra de pan y sentarme en un portal para comérmela con avaricia. Hecho esto, bebí de una fuente y me aguanté las ganas de fumar. Quince minutos después, una vez que el azúcar comenzaba a llegar a la sangre, reemprendí mi camino a Ítaca.

Caminaba –esta vez sí– cansado y triste; aquel incipiente acceso de melancolía de hacía unas horas había tomado en ese momento todas las formas posibles de la angustia. Cruzando Jardinets de Gràcia, un latinoamericano con librea corría desde la puerta principal del Hotel Casa Fuster para abrirle la puerta del coche a una octogenaria; junto al Mercat de l’Abacería me entretuve observando los ojos turbios de unas cabezas de merluza que dormían en su lecho de hielo picado; en la plaza de John Lennon me crucé con Camilo, que me dio el alto un rato para sablearme tabaco y, a la altura de Joanic, era de esperar, vomité. En aquel instante, con mi cabeza bajo el chorro de agua de la fuente, pude observarme a mí mismo, en esa misma plaza, bajo ese chorro de agua, subido a una enorme roca de piedra que gira a cien mil kilómetros por hora alrededor de una bola de fuego alimentada por un descomunal motor nuclear vagando por el vacío.

Me embargó una terrible sensación de soledad y me dio a pensar que toda mi vida, toda esta historia, este coro de voces, que soy yo, está copada por la provisionalidad y regida por las leyes de la precariedad. Fui consciente de que nada de lo que es eterno ha perdurado jamás y de que, las cosas más leves, con la pátina del tiempo, fueron adquiriendo su propio peso; pues las palabras son vacías y las cosas, más el tiempo, lo son todo –y permanecen y se incrustan y forman parte de ti. Fui también consciente de que ésta era la verdadera razón por la que había salido corriendo de casa de Charlotte: porque ella nunca querría escuchar todo esto ni jamás, en el fondo, introduciría en ese fatuo mundo suyo, y así debía ser, de cosas eternas, de círculos perfectos, de fenómenos que suceden a su tiempo, cuando toca, a un tipo amargado y triste, una persona carente de proyectos o ambiciones; un tipo, dicen, con mala suerte; un mal partido, como se decía entonces; un mengano que ¡tan sólo! sería feliz con un huerto, unos libros, tabaco y una cama; ese tipo, en definitiva, que nunca tiene del todo claro dónde va a dormir el mes que viene. Debería haberte dado las gracias, lo sé, por haberme salvado la vida, no una sino dos veces en una misma noche. Pero salí corriendo porque no, porque tú no quieres escuchar eso, escuchar que el tiempo, la vida, quema a las personas, las quiebra con torsiones que hacen de ellas meras sombras de lo que la disposición habría de haber hecho. No, tú no quieres escuchar eso, escuchar que todo va y viene, que existen leyes no escritas sobre la calidad y la amplitud de una llama que no debería nunca de apagarse. No, ¿verdad? Pero así es, ¿no los ves: sonrientes, plenos de energía y esperanzados; sabedores de que la vida les tiene preparada una y otra oportunidad para resarcirse de sus errores, que han de ser muchos? Mañana, ellos serán sombras, como yo, como todos. Aunque no creas, no todo es tan terrible, porque ese mañana aciago te deparará sorpresas, como ínsulas en las que poder respirar: la seguridad de saber quiénes son los que realmente te quieren, la comodidad de poder ser tú mismo sin temor a perder nada porque ya nada puedes perder y la inaudita capacidad de advertir la belleza del silencio a media tarde. Porque así es: dejarás de ser lo que fuiste para ser lo que siempre has sido; serás tan desgraciado y dichoso al mismo tiempo, que tus ex se preocuparán de que no pases solo el día de tu cumpleaños, y será bonito y triste, bonito porque todavía os queréis y triste por eso mismo; y te querrán, incluso, más ahora que entonces, y no deberá extrañarte, porque la Vida, como verás, no es plana ni regular, es como una red filamentosa de vasos comunicantes en la que al final el tiempo, el jodido tiempo, se encarama en el más alto tribunal de justicia.

Pensaba todas estas cosas cuando, por fin, legué a la altura de Alfons X y pensaba, también, que no es conveniente traer a tu mente este tipo de cuestiones cuando se tiene una crisis metabólica. Nada más entrar en casa comí pan con eso rosa que como casi siempre, y luego un par de boles con cereales y frutas secas, pero tenía más hambre y mordí de una sentada la media docena de manzanas que me quedaba. Mientras tanto, miraba, tras la ventana, la Ronda del Guinardó; mis compañeros de piso discutían en italiano no sé qué cuestión monetaria que los sacaba de quicio y de la que tuvieron la delicadeza de no hacerme partícipe. Después me di una ducha y me tumbé en la cama a fumar y ver películas. Vi una de Bruce Willis en la que se pasa toda la peli fumando e insultando al nuevo novio de su ex, luego me puse La princesa prometida, porque, como a Valentina, a mí también me gusta mucho Íñigo Montoya; creo que amanecía cuando logré quedarme dormido.



“Quiero escribir, pero me sale espuma
quiero decir muchísimo y me atollo […]”
Cesar Vallejo, “Intensidad y Altura”








viernes, 6 de septiembre de 2019

Cáustico


¿Está usted cómodo? ¿Necesita alguna cosa? Puedo ofrecerle un vaso de agua, un café (esa carísima maquinita plateada prepara un café delicioso), un caramelo con el logo de la CASA…

No, gracias; estoy bien. Me molesta el aire acondicionado, pero sé que no está en su mano desconectar ese cacharro.

Eh, no, no lo está. De acuerdo, cumplidos los prolegómenos vayamos directamente al asunto por el que ha sido requerido. Ejem. Como bien sabe, desde aquella lejana primavera en que entró usted, legalmente digo, a formar parte de esta santa CASA, hemos ido cultivando, no sin altibajos, una relación de confianza cuyos resultados se hacen patentes a la hora de valorar su trabajo…

Estoy conforme con su relato, ¿viene a anunciarme que soy merecedor de un par de días libres?

Disculpe; no me ha dejado terminar. Decía, que desde un punto de vista estrictamente laboral es usted un ente productivo; sus resultados, de hecho, están muy por encima de la media de su Departamento, pero…

Pero…

Tenemos algunas… algunas cuestiones que nos gustaría comentar con usted antes de tomar una decisión.

Me hago cargo, las decisiones siempre son difíciles. Como ve, me encuentro muy bien aquí sentado, los sillones son mullidos y tiene unas vistas estupendas; podría pasar todo el día aquí recostado comentando cosas, felizmente, con usted.

Celebro su predisposición a colaborar. Bien, la primera cuestión que nos preocupa es lo que en un informe elaborado por el Departamento de Personal han venido a llamar su “prolífica ubicuidad”.

Sólo puedo quitarme el sombrero ante un epígrafe como éste, pero ¿podría usted desarrollarlo un poco para que me haga una idea?

A eso iba. Usted ha sido visto, dentro del horario de oficina, leyendo, comiendo, fumando, ¿tomando notas? y observando el vuelo de las gaviotas en el jardín de ahí abajo. Continúo. De la misma manera, ha sido visto sentado en un banco de Passeig de Sant Joan, dormitando en el césped de la plaza de las Glorias, comprando unas zapatillas de saldo en un centro comercial, sirviendo cervezas en una barra en las fiestas del barrio de Gràcia, haciendo una zancadilla a una paloma en la plaza de Joanic, desinfectando el acuífero que surte la Font d’en Fargas, comprando tabaco en un estanco de la Barceloneta y –ésta es la que colma el vaso– patinando aquí enfrente, también, en la avenida.

Comprendo. Y, ¿todo esto supone un problema?

Desde un punto de vista estrictamente fáctico, todos estos acontecimientos, en sí mismos, carecen de valor para mí, digamos que son neutros. Es una cuestión de ubicuidad espacio-temporal, ya que todos ellos, concatenados a los largo de las semanas, dentro de su horario de trabajo, conceptualmente, suponen una grave infracción.

Es usted un gran comunicador, deberían contratarle para el Gabinete de la Presidencia. No se sonroje, hombre.

No haga chanzas, me ha entendido perfectamente, ya que es usted quien redacta estas peroratas. Pero, por si alguien se ha perdido en el subterfugio semántico: usted tiene que estar dentro del edificio, y a poder ser sentado a su mesa, de ocho a cinco, con sus correspondientes y alienantes descansos; como todo el mundo.

No quiero parecer desconsiderado, pero ¿en esta CASA se me paga por estar aquí sentado o por hacer mi trabajo?

Se le paga por ambas cosas y usted sólo cumple con una de ellas.

Veamos. ¿Desempeño mi trabajo en la mitad de tiempo que el resto de espantapájaros grasientos con trajes baratos de Zara con los que tengo que compartir aire y lavabos y se me censura?

De la vestimenta hablaremos más adelante, porque ya sabrá que no se puede venir en pantalón corto y alpargatas a esta CASA, por muy verano que sea, y usted lleva todo el verano viniendo de esa guisa. Y no, no puede terminar su trabajo, apagar el ordenador y marcharse para pasear y hacer uso de la ciudad como si fuera el salón de su casa. Ésta es la razón por la que han de pasar una tarjetita electrónica por el torno, para que quede constancia de sus entradas y salidas.

Lo sé, conozco las Normativas y a sus hermanitos pequeños, los Reglamentos, yo reviso esos tostones y pongo el sello oficial para que sean esculpidas en mármol; por eso no entiendo por qué me persiguen por Barcelona y documentan mi vida privada si pueden monitorizar mis entradas y salidas.

No le perseguimos, eso es lo gracioso. Le vemos. Piense usted que éste es un edificio grande, fálico, grande –repito– y acristalado, como un mástil que destaca inhiesto en el skyline de la ciudad; por sus orificios fluye gran cantidad de entes y todos, me temo, son muy dinámicos y volitivos; algunas hembras tienen que conciliar, otros están de vacaciones, los hay que iban al veterinario o a algún acto de Òmnium Cultural… Pero el caso es que la gran mayoría, por casualidad, se encuentra con usted, en los lugares más inesperados y distantes, en los sitios más inopinados. ¿Comprende? ¡Hay quienes juran haberle visto en distintos puntos de la ciudad a la misma hora!

Pues sí, es delirante. Pero, qué prefiere, ¿que mate las horas navegando por Internet, que haga excursiones al baño con los chicos nerviosos, que mastique lorazepam mientras eyaculo a gritos sobre la página setenta y cuatro de ¿Quién se ha comido mi queso?, que permanezca en el rellano mirando el reloj, como una estatua de sal, ansiando que marque las cinco para cruzar ese torno y salir a la Vida…? Un día llegué a ver a un tipo saltando esa barrera que hace pi-pi –como si esto fuera el metro– para salir a fumar. Sentí desazón. Yo prefiero cruzar la alambrada a pecho descubierto, pasando orgulloso la tarjetita y guiñando el ojo al guarda de seguridad. Aunque, he de reconocer, una vez también lo salté, porque era viernes, las cinco y diez, había cola y yo aquí, eso sí, no regalo ni un minuto; de modo que di un brinco por el hueco del mostrador que usan desde recepción para pasar los paquetes. El lunes siguiente la máquina se volvió loca, porque no había registrado mi salida del viernes y me hacía dentro; de modo que no me dejaba pasar. Si contabilizan esas horas, yo creo que podemos compensar las otras que me echan en cuenta.

La suya es una obscena exhibición de indisciplina y su actitud contraria en todo al espíritu de esta CASA. Y esto nos hace pensar que el resto de cuestiones que le han traído aquí no son más que otra muestra de todo ello. Como ejemplo, su atuendo.

En la calle hace calor, en la oficina frío y, aunque yo no soy un ser de medianías, en cuanto al clima, me gusta la templanza.

Permítame que le diga que solamente usted tiene “tanto” frío y que el calor en la calle lo soportamos todos. Trabaja en una CASA en la que existe la consuetudinaria imposición de usar traje para acudir a la oficina, pero usted, desde un inicio se ha negado a ello. Lo permitimos, pese a ser un asunto que ha despertado envidias y restablecido viejos rumores, ya que su atuendo era correcto, pero…

Pero…

Usted no puede venir en verano con pantalón corto y alpargatas.

Son esparteñas.

Como se llamen. Además, luego, se cubre en la oficina con un abrigo de plumas y la imagen que ofrece es horrible. Piense en la reputación de nuestra CASA, ¿dejaría en manos de un tipo como usted el futuro de su familia, de sus hijos…? Nosotros vivimos de la credibilidad, también de la impunidad, pero si nuestra imagen se viera afectada, toda la des-confianza depositada en nosotros se rebelaría ¿Quiere usted que eso suceda?

Eh…

Usted, nuestra permisibilidad con usted, supone un agravio comparativo. Si al menos se ganara el cariño o la afable solidaridad de sus compañeros… Escuche, escuche; leo textualmente del informe redactado por el Departamento de Personal: “[…] el Ente se muestra apático durante el desarrollo de las dinámicas grupales programadas y destinadas a marcar hábitos en la asunción de roles dentro del Departamento; causando baja en la mayoría de ellas. Sirva de ejemplo que abandonó una room scape aduciendo que tenía que llevar a su iguana al ginecólogo. Escasa o nula presencia en los distintos espacios de pacificación y descanso. No acude a las reuniones programadas por nuestra orientadora laboral, de modo que desconocemos cuáles son sus aspiraciones dentro de nuestra CASA. El Ente es un enigma, un ser cáustico, extremadamente singular y muy poco homologable, al que bien quisiéramos ver muerto o poner en la calle y al que, en otras ocasiones, paradójicamente, entran deseos de besar”.

¡Bravo! Prométame que les felicitará; estoy por subir yo mismo para darles ese beso. ¿Es posible conseguir una copia de ese informe?

No siga por ahí, está acariciando un tema con el que no se puede hacer bromas ni en su blog. ¿De acuerdo? Y le recuerdo que este tipo de insinuaciones puede dar lugar a la apertura de un expediente mucho más grave que éste que tengo sobre la mesa y, ni que decir tiene, a la incoación de una investigación judicial.

En ese caso será mejor que les felicite usted. ¿Alguna otra cosa?

¿Otra cosa? Creo que no ha comprendido el amplio espectro y la transversalidad del problema que usted encarna. Esperamos de usted soluciones, promesas de enmienda; algo que nos haga albergar esperanzas. ¿Comprende? Quisiera que ambos sacáramos algo provechoso de esta agradable conversación que hemos mantenido, que fuera usted un ejemplo de canalización de esfuerzos entre departamentos, de eficacia en la diagnosis y pulcritud en la resolución. Queremos ver un hombre nuevo en usted: competitivo, audaz, involucrado… de los que no se dejan adelantar, y si hace falta meten el codo, para acudir a la reunión semanal del Departamento. ¿Qué me dice?

Sí, le digo que yo estaría encantado de ayudarle pero, si presta usted atención, como puede observar, pasan tres minutos de las cinco en punto; de modo que ya le he regalado tres. Pero no se preocupe, porque mañana mismo, sin demora, a partir de las ocho, toda vez que esté sentado a mi mesa, le prometo pasar la mañana pensando en ello, quizá también la tarde o toda una semana, el tiempo que sea necesario, para dar con la solución al problema de mi existencia. No decaiga.


domingo, 24 de febrero de 2019

Chi mai


Hace semanas que escucho y tarareo Chi mai. La escucho cada noche en un bucle de dos horas que hay en Youtube, hasta que me duermo, y la tarareo al amanecer, camino de la oficina, con las manos en los bolsillos y la cara escondida entre las solapas del abrigo. Hay veces que su melodía me perturba en cualquier momento del día y todo sucede más despacio y el mundo –unos segundos de nada– adquiere vida, otra vida, digo: vida propia; nada que ver con ese mecanicismo con que a mi alrededor se desarrollan los acontecimientos.

Nadie como Morricone ha sabido insuflar de un temperamento épico a la melancolía con un resultado tan afortunado. Sus composiciones son autenticas preciosidades: una exaltación, cadenciosa, de la decadencia. Chi mai fue compuesta para una película francesa de los ochenta; una película de espías sin más recorrido que la aspiración de la industria cinematográfica francesa por rivalizar con el cine del género venido del mundo anglosajón y que contó con Jean-Paul Belmondo como actor principal.

De niño adoraba a Belmondo, incluso creo que mis primeras caladas a un cigarrillo fueron postreros y exagerados intentos por emular su figura –una mezcla de sinvergüenza y tipo duro– ataviada con aquella americana ancha y sombrero que llevaba puestos en Al final de la escapada. Belmondo representaba papeles machirulos de tipos que fuman donde no se puede, contestan lo que no se debe, tienen buena puntería y siempre, siempre, conquistan a la chica guapa. Además, tenía unos labios enormes, como una vagina, chaval, una enorme vagina bajo la nariz… Si no te gustaba Belmondo eras un julay, y punto. Recuerdo (puedo olerlo, remedar cada imagen, gesto, movimiento, sonido…) la impresión que causó en mí la escena final de Le professionnel: ahí estaba Belmondo, con su cazadora de cuero y esa cara cansada y triste de quien ha visto demasiado en esta vida y ya sólo quiere volver a casa y descansar; pero nosotros, espectadores pre-adolescentes, sabíamos que no había escapatoria posible, porque de fondo comenzaba a sonar Chi mai, y que tarde o temprano ese francotirador del tejado dispararía contra Belmondo; y así era: Belmondo cayendo, mientras las balas atravesaban su espalda y agujereaban su cazadora de cuero; y un plano en picado desde el helicóptero que se aleja con la imagen fija de Belmondo en el suelo, muerto, mientras agoniza la estupenda melodía de Morricone. Salíamos del cine dispuestos a salvar a todas las chicas del barrio de cualquier trincha que se cruzara por su camino; corríamos hasta las galerías de la Gran Vía para mirar cazadoras de cuero, como las de Belmondo, en los escaparates; robábamos cigarrillos que prendíamos con entusiasmo en los Recreativos o en las salas de billar y, sobretodo, queríamos ser tipos nobles, tipos que no se rendían ante la adversidad, que no se doblegarían ni mirarían hacia otro lado frente a la injusticia… y si para ello había que morir acribillado delante de la chica guapa, pues se hacía, aunque las balas destrozaran la cazadora de cuero –macho, qué pena, con lo chachi que era–, que los tipos duros no se quejan por esas cosas y, como en el cine la gente no se muere de verdad, a Belmondo le daban luego una cazadora nuevecita, mucho mejor que esa incluso: ¡una de aviador!

Quizá por todas estas cosas Chi mai me transporta a aquella brutal ternura de la infancia –que sí, que es un reino perdido–, aquel tiempo en el que creímos que la vida era un libro en blanco, que todo estaba por hacer, que éramos dueños de nuestro destino. Nos emborrachábamos de mitología en los cines de barrio viendo-formándonos con películas que hoy obtendrían el calificativo de pornografía, sublimados por una cultura decadente que no supo reescribirse a sí misma y que puso todas sus esperanzas en una generación cuyo destino no era otro que el sacrificio. De todos esos mitos, pocas cosas han resistido el paso del tiempo: mi gusto por vestir abrigos oscuros como el que llevaba siempre de niño; el hábito de fumar cuando se me antoja; el placer de pasear sin rumbo por la ciudad o conversar con desconocidos; la obstinada manera con que cumplo mis promesas y –por eso mismo– lo mucho que me cuesta prometer… y la melancolía de Chi mai como resorte melódico con el que restaurar el tiempo perdido de un momento impreciso de mi vida.