sábado, 18 de abril de 2015

Raro


En mi memoria nadie había escrito este cerro, este promontorio xerófito de tierra arcillosa y yerma, bruñido por el mismo sol inclemente que provoca el vahído con que acaudillo mis pasos por el sustrato pedregoso de su materia sedimentaria; ni el desamparado paisaje de casas-torres hace ya mucho tiempo venidas abajo.

Su pendiente agreste, ufanada de cascotes y maleza urticaria, dibuja -sin pretensiones- la vela de un barco, parece, encallado en el horizonte de las verdes sierras que franquean el perfil de una ciudad presunta, casi al alcance de mis manos, pero tan ausente y lejana… en los límites de la ciudad misma.

Sus caminos, como los pliegues de una sábana, forman hondas de tierra petrificada que se desprenden a cada paso por las faldas de una loma que ya nadie toma en serio, ni tan siquiera los habitantes del barrio que cuelga de ellas y que se extiende a sus pies. Sus hijos, a veces, se dejan llevar por la cita atávica que, como un grito o una orden venida del interior mismo de sus entrañas, les hace precipitarse por sus contornos para lanzar piedras o piñas al vecino y desandar el camino subidos a las tapas de los contenedores que el ingenio ha transformado en trineos improvisados.

Tus pasos, más hecho al asfalto y adoquín, delatan la melancolía con que la inercia de tu mirada escruta ese horizonte de ciudad extraviada, mientras los días pasan, como una secuencia de hojas en blanco, como ese pequeño cuaderno que duerme sin esperanza en el bolsillo. Y la rutina, poderosamente impuesta, no (se) basta para enfrentarse al vacío de la trama, a la elección del tema o al conflicto con la estructura, que te atormentan y acomplejan, y que amenaza con terminar  con todo, porque lo que está en juego es mucho más que una forma de vida: es una forma de ser, sin la cual, la voluntad que se enfrenta a la ausencia de sentido no sería más que esa joven mendaz y fantasiosa que tarde o temprano descubre la fiel nadería del destino: la común historia de todos los humanos de ayer y hoy; la falta de privilegios.

Como una síntesis que resulta infructuosa, en este triste y loco metabolismo incapaz de soportar el frío y la insistencia de la furia que con rivaliza, mi cuerpo tiembla y se quiebra ante la visión del abismo y la mañana, del camino de retorno y de cada inflexión muscular que ha de regresarte a casa o la estancia que la suple.

Sensación bien conocida, que te ha acompañado siempre, y que ahora, a la luz de los últimos acontecimientos, cobra nuevo sentido y explica tu querencia por la quietud, las páginas escritas y las conversaciones contigo mismo -hablo con el hombre que siempre va conmigo- para esclarecer a alguien, que también pudiste ser tú, la falta de secretismo con que la realidad se disfraza, despierta nuestra atención y glorifica los días.

Saber que también la naturaleza escribe con faltas de ortografía y que, en tales casos, rara vez nos sorprende con bellos versos. (Por mucho que lo intentes, jamás lograrás poner ese acento que falta en las cadenas de ácido desoxirribonucleico de todas las células que componen tu cuerpo.)

Saber que quizá sea esta la razón: rivalizar en ingenio, oponerme a su nefasta escritura y reescribir con bella caligrafía los párrafos más hermosos de toda una vida, capaces de sintetizar, sin malograr ni una sola de sus encinas, un torrente discursivo competente para persuadirnos del gran proyecto artístico con que fue fundada la existencia, y que, por fin, todas sus partes dancen coordinadamente sin que una sola de ellas cometa la errata con la que inevitablemente envenenamos nuestros cuerpos.

Mientras tanto, en fin, todo esto, como yo mismo, resulta, cuanto menos, raro.