viernes, 29 de enero de 2010

Homo sapiens


El problema de la Ilustración no es la fobia que le tengo a este concepto y lo irritante que me resulta quienes lo esgrimen, para sí o quienes les rodean, o enarbolan; el problema no consiste en el sustrato idealista, en torno al conocimiento y nuestra capacidad para adquirirlo y ponerlo en marcha; el problema... no, no es ése. El problema es que nuestra cultura, tal y como es a día de hoy, nuestra sociedad, nuestro sistema... en definitiva, el campo de juego en el que nos vemos obligados a interactuar, sobrevivir y consistir es el resultado de un proyecto, un sueño hecho realidad; y ya saben los cuatro gatos con insomnio que leen esto que lo peor que nos puede pasar no es otra cosa que la posibilidad de que nuestros sueños puedan, algún día, llegar a cumplirse.


(¿Pensaba en todo esto Goya cuando puso por título a uno de sus grabados El sueño de la razón produce monstruos?)


Quienes son precavidos y saben cómo funciona el juego cuando se juega de verdad, sin cartas marcadas, con la espada sin embotar, comprenden a qué me refiero cuando advierto sobre el cuidado que hemos de tener con lo que soñamos o deseamos.


Ese proyecto al que me refiero no es otro que el proyecto Ilustrado, que, como he comentado ya más de una vez, fue definido por un germano, por el que tengo especial simpatía y admiración, como “la salida de nuestra autoculpable minoría de edad”.


Siempre he pensado que, dejando a un lado que, éste, fuera una de sus precursores, Kant, con estas palabras, estaba refiriéndose a algo que muy pocos comprendieron. Lástima –o quizá fue una suerte- que no llegara a ver el engendro a que daría lugar dicho proyecto: porque el sujeto contemporáneo y el mundo en el que ha de vivir es un engendro y no hace falta salir de casa o de uno mismo para comprobarlo; esto no lo digo yo... Freud no escribió El malestar de la cultura para mantener una cátedra o porque publicar fuera una necesidad para percibir una subvención; Adorno y Horkheimer no se jugaron el tipo gratuitamente, porque lo hicieron –vienen a decir lo que vengo diciendo yo, y os puedo asegurar, es evidente, que suele costarme caro-, cuando publicaron Dialéctica de la Ilustración.


(No, este juego no es gratificante, no genera beneficios, no puedes exhibirlo en el currículo y cuando termina la función el teatro suele estar vacío y en el gallinero, a veces, huele a orina.)


A grandes rasgos, durante la época que los historiadores llamaron Ilustración, surgió en Europa un fenómeno reflejo o paralelo al que estaba sucediendo en el ámbito científico, principalmente en el mundo anglosajón –que, para quienes no se orientan, en aquella época, prácticamente, se ceñía a la isla-: el surgimiento de comunidades científicas, comunicadas mediante publicaciones o intercambio epistolar, donde el trueque de conocimientos, el entusiasmo por “conocer” la naturaleza de manera distinta a como se había venido haciendo y la disposición divulgativa hizo que, en doscientos años, se avanzara más en algunos campos que en los últimos ochocientos. Del mismo modo sucedió en el ámbito de las ciencias sociales (avant la lettre): se trataba de aquéllos que tomaron el testigo de los anteriores studia humanitatis y cuyo proyecto, más allá de la adquisición de conocimientos, estuvo orientado a la “construcción” de una sociedad ilustrada, basada en el divulgación, la educación y el intercambio de conocimientos. Con estas herramientas, pensaron, podrían forjar un Hombre nuevo, que, a su vez, levantaría, sobre sólidos cimientos una sociedad fraterna, libre e igualitaria. Todos hemos visto la película; su eslogan también es conocido por todos: Piensa por ti mismo; atrévete a saber.


No, no es un mal desafió; incluso es capaz de despertarme cierta ternura cuando escucho su melodía –porque yo también la tarareé en su día-.


Podría esgrimir varias razones para echar por tierra dicho concepto y el ilusionismo de su proyecto (he hablado varias veces sobre estas razones; de hecho, creo que siempre hablo de lo mismo), podría hablar de la muerte del sujeto cartesiano, del sujeto ilustrado, del sujeto moderno, en definitiva; podría hablar, recurriendo a cierta terminología de la sociolingüística, la lingüística evolutiva o del desarrollo, cómo nuestras concepciones sobre el pensamiento no son más que eso, conceptos, espejismos o imágenes que nos gusta encontrar cuando vamos a mirarnos al espejo y con las que nos sentimos cómodos, como con un pantalón viejo que ya hemos hecho a nosotros; podría hablar sobre el desarrollo de nuestro cerebro, del vínculo que dicho desarrollo mantiene con nuestro entorno social y de cómo todo ello supuso, supone cada día, la adquisición de múltiples formas, por parte del sujeto, para modificar su conducta... Podría hablar de muchas cosas sobre las que se supone, pre-juicio ilustrado, dada mi “formación”, tendría cierta autoridad.


Pero os equivocáis, nunca entonces habéis sabido quién soy: no me va la vida en investirme de ésta u otra autoridad.


Realmente, lo que más me irrita de esta polvareda, de esa aura levantada en torno a este concepto no son las lagunas técnicas, teóricas (por no hablar de los hechos) que lo han hecho zozobrar y por las que, hace tiempo, algunos, pedimos a gritos un replanteamiento de todo el sistema sobre el que se asientan nuestras formas de vida; lo que realmente me irrita no es otra cosa que el alto valor de cambio que su pose ha adquirido en nuestros tiempos -porque, dicho de otra forma: no hay sujeto ilustrado, sino individuos que se creen el cuento y lo ejemplifican, algunos con mayor pericia que otros, pero, al final del día, todos los gatos, inevitablemente, son pardos, maúllan si tienen hambre y muestran las uñas y arañan si lo creen conveniente-.


No nos engañemos, tras lo juegos pirotécnicos, las estancias iluminadas y las luces que todo lo pueblan, tras la psique humana, siempre habrá oscuros. Sí, eso digo, tras toda esta iluminación, lo que hay es muy poca lucidez; sobran conocimientos y falta gente que, verdadera y honestamente, de una manera profunda y crítica, sinceramente, quiera atreverse a saber.



PD: Pensar por si mismo no es otra cosa que mirar, cara a cara, con ojos de gato, al pensamiento que acepta el reto de atreverse a saber. Aceptar ese reto acarrea, a corto plazo, más perjuicios que beneficios, pero, a la larga, llega un día en que, al mirarte al espejo, descubres, dichoso, que el traje de gala, hace tiempo, lo olvidaste en algún sitio que ya has olvidado.



(Ahora que miro, suspendido en este cable, sin red que amortigüe cualquier posible caída, a veces echo la vista atrás y me repito, con sorna y orgullo “¿Quieres esto otra vez e innumerables veces más?”. Entonces, con esa sonrisa estúpida que a veces la locura de sabernos realmente vivos es capaz de dibujarnos bajo la nariz, siempre, o casi siempre, me gusta tararear Non, rien de rien / Non, je ne regrette rien”.)




Doncs això, vull pensar que hi ha paraules que gens més són paraules.


miércoles, 20 de enero de 2010

Con los ojos abiertos, de par en par



Caminaba sediento, aunque no lo suficientemente enajenado aún, con los ojos abiertos de par de en par, las pupilas vidriosas, pequeños focos luminosos, etéreos, entre la densa neblina de humos, cuerpos y luces de neón.

La música no estaba hecha para su caprichoso oído, que sólo escuchaba los olores y sabores tras los que su alma, desde bien iniciada la noche, vagaba tratando de succionar y deglutir hasta perder la razón y sublimar todo el deseo que, intempestivamente, lo arrastró fuera de su cueva como una llamada irrefrenable de la mirada que más tarde lo abarcaría.

No había motivo para guardar las apariencias, pero todavía era temprano y respetaba, mínimamente, ciertas reglas de común acuerdo según las cuales los cuerpos no se toman unos a otros en las aceras ni preñan de miradas indiscretas, anhelantes, cortesanas e interrogativas a las mujeres de otros hombres.

No estaba hecho su espíritu esta noche para tanto protocolo.

Pronto se diluirían los límites, más allá de todo sentido común y contención; las normas de la tribu habrían de ser abolidas, tan sólo unas horas, al menos, hasta la llegada del alba.

Entonces la encontró a ella. Sabía que era ella, jamás la había visto ni oído su voz. Sí, era ella. Y ella lo encontró a él, también desconocido, aunque de alguna forma frecuentado. Incógnita resuelta en una epifanía de música insoportable, sudores ajenos y bebidas de colores. Ambos se vieron, en la lejanía, uno segundos, los suficientes, para prometerse una visita más tarde.

Después de algún encuentro olvidado por los pasajes y escaleras mal iluminados de este antro de felicidad caduca, más de una carrera por salvar el tipo, nunca la decencia, y alguna que otra trampa y soborno a la hermosa camarera para abrevar y rebajar de otras formas menos dañinas el daño que él mismo se había hecho, que habría aún de hacerse, volvieron a cruzarse, esta vez, en el callejón de la esquina; esta vez a solas. Se prometió el valor que la impostura de sus grandes pupilas le pergeñaba para introducir con palabras una excusa perfecta con la que iniciar un cortejo que comenzó mucho antes, cuando dormitaba con los ojos entornados en el rincón más oscuro y menos húmedo de su cueva. Arrastró su deseo consigo, como un arlequín provinciano de casta charneguil, casi sin disimulo. Cierto rayo de lucidez le advertía a sus espaldas que esta aventura, como tantas otras, concluiría en bofetada, histeria sin pretensiones de contención y atestado policial.

Grandes noches se han jugado en la comisaría de Les Corts, mientras la urbana hacía cantar a hostias a algún potro del Este.

Lo que sucedió entonces sólo puede explicarse bajo la lógica de los narcóticos o según las leyes de la medianoche: mientras su espíritu barruntaba las posibilidades de éxito o las alternativas para la huída, esta ninfa descarada, fijó sus hipnóticos ojos en la presa hallada y mordió al instante su boca, inyectando su veneno irremediable hasta lo más profundo de su estómago. Saboreó sus ansias, rondó sus labios, acarició su pecho y recorrió su espalda, con tal delicada destreza, que, cuando nuestro hombre quiso darse cuenta, recorría en metro la ciudad, hecho un ovillo, con la más mortal de todas las víboras que esta noche cascabeleaban por las esquinas de la ciudad de los prodigios.

Ya en su cueva, de una oscuridad clara, el vaho empañaba las ventanas mientras las sábanas empapadas en fluidos, sacralizados tras cada embestida y súplica de uno al otro y de ese otro al uno, se agitaban como banderas el día de la independencia. Un plácido calor, más tarde, los meció y acompañó en el sueño.

Ella soñaba con remontar valles hacia otra parte, quizá donde otros simplemente viven.

Él simplemente dormía; le bastaba con ello. El sueño era su regalo.

El amanecer los encontró sedientos y sin hambre. Mientras él liaba un cigarrillo, ella se removía como una lombriz a su espalda, dibujando pequeños caminos por entre las sábanas que le invitaban a adentrarse de nuevo en ese extraño juego que es desvanecerse tras arrojar todas sus fuerzas en el más sublime de cualquier de los deseos sublimados. Pero de pronto, la ninfa, rompió en sollozos ahogados, reprimidos, casi imperceptibles, incluso para alguien que la toma contra su pecho, la abarca en su totalidad y la posee tanto en la periferia como en el interior.

-Qué sucede, ¿lloras?
-...
-¿Te ha molestado algo?
-...
-En mí puedes confiar.
-(...) Sé que puedo confiar en ti.
[Silencio (quizá alguna caricia).]
-Me ha gustado encontrarte esta noche.
-(sonrisa.) Tonto, he sido yo quien te ha buscado.
-¿Entonces?
-No preguntes, ¿alguna vez te ha respondido un sueño?

[Así lo soñé.]

Para K.

sábado, 16 de enero de 2010

Licht, mehr licht


Que la “experiencia” es la categoría por excelencia de nuestra época no debería, a estas alturas de la Historia, resultarnos extravagante; basta con leer a nuestros contemporáneos para darse cuenta de ello.


La experiencia, en sentido amplio, fuerte, no es el mero enfrentarse o encuentro del sujeto con el objeto; la experiencia es un marco temporal, subjetivo, de quien padece, conoce y disfruta una vida más allá de sí.


El embrión de un sujeto experiencial se juega en la cópula de nuestra condición, que es rechazo de nuestra naturaleza, con este entorno impostado que la desplaza.


El resultado es una nueva naturaleza relacional, condicionada, ultrajada, abotargada... demasiado viva para soportar, simplemente, ese vivir sin más.


Nunca dejaremos de sentir envidia/nostalgia por la relación que mantiene el cánido aullador y la luna llena.


(... por mucho que lo intente, mis aullidos nunca serán tan persuasivos.)


¡Qué insoportable es no poder ser un dios a todas horas!


Digámoslo de otra forma: fuera de la experiencia no hay lugar a una vivencia privada, no hay espacio interior que acotar.


Hablar de subjetividad en contraposición a la experiencia conforma una contradicción en todos sus términos; cualquier subjetividad es una forma de experiencia y, por ello mismo, tiene sus anclajes en ese afuera del que no es más que un reflejo que se filtra siempre a través del espejo cuyas cualidades o grado de distorsión nunca podremos comparar con ningún espejo puro o con algún manantial de agua mansa.


La experiencia es aquello que queda, un poso que amarga o endulza cualquier otra bebida que vertamos en la taza; ese hollín que ennegrece los contornos mientras tratamos de tantearlos siempre a oscuras.


Siempre, siempre, queda y queda.

Nunca se va del todo.

En este sentido, la vida es obstinada;

eso es lo que tiene,

que está en todas partes,

que no te deja en paz.


Es un doble movimiento que concentra la inflexión, que no puede ser neutra, de lo que marcha y se queda: se marcha el objeto, permanece la experiencia.


En este sentido hay objetos que siempre nos pertenecerán.


(... pues están “hechos” (objetos) a nosotros del mismo modo que nosotros (sujetos) nos “hicimos” a ellos.)


Y ese “quedar” de la experiencia, en contraposición con la experiencia sensible, que no es más que estética en el sentido kantiano, adquiere un halo negativo en relación con el objeto que la conforma. Porque toda experiencia es “experiencia de...”, anuncio de una ausencia que, como tal, erre que erre, no nos deja en paz.


(... cualquier cosa se convierte en objeto en el preciso instante en el que su presencia ya no es requerida para compadecer ante nosotros.)


Siempre he intuido que las últimas palabras de Goethe (Licht, mehr licht) no eran más que el gesto de un masoquista, aunque si las compramos con las de Sócrates (Critón, le debo un gallo a Asclepio. No te olvides de pagárselo) creo que no hay mucho más que explicar sobre la diferencia entre “tener(vivir) experiencias” y “autoafirmar la experiencia”.


Pues eso, licht, mehr licht,

que no se diga que este perro carece de valor para mirar cara a cara a la intemperie

(mi hogar).



¡Salve!


martes, 12 de enero de 2010

El Fantasma en la Máquina



En algún apartado rincón del universo centelleante, desparramado en innumerables sistemas solares, hubo una vez un astro en el que animales inteligentes inventaron el conocimiento. Fue el minuto más altanero y falaz de la “Historia universal”: pero, a fin de cuentas, sólo un minuto. Tras breves respiraciones de la naturaleza el astro se heló y los animales inteligentes hubieron de perecer. (Nietzsche, F., Sobre verdad y mentira en sentido extramoral.)




Erre que erre: Es evidente -de las pocas cosas que a día de hoy continúa siéndolo- que nuestra representación/percepción de aquello que nos rodea en general no es natural sino histórica; lo cual se hace aún más evidente cuando se trata de nosotros mismos.


Desandemos este camino para comprender a qué me refiero con ello.


Salvar la experiencia. Entre los siglos XVI y XVII ocurrieron, en hábitos o espacios, llamémoslos marginales, del conocimiento, una serie de acontecimientos que habrían de dar al traste y modificar los que, hasta la fecha, fueron elementos y estructura del discurso sobre la naturaleza. El viejo sistema de representación se vio saturado y fue necesaria la construcción de un nuevo paradigma.


Hasta ese momento, salvo excepciones marginales, los fenómenos naturales, los objetos que nos rodean, sus interacciones... los hechos, en definitiva, eran explicados, comprendidos, con la vitola del pensamiento mágico. Durante siglos, las culturas orales, pre-historiadoras, atribuían (algunas, las que quedan, todavía lo hacen), inferencia por analogía, un espíritu, un daemon, oculto tras las fuerzas de la naturaleza. Sencillamente, la lluvia, el trueno, los movimientos de tierra, las ventiscas... no eran más que el síntoma, el efecto resultante, de una “intención” por parte del espíritu de turno que se ocultaba tras estos fenómenos. Muchos de esos espíritus, dada la relación de dependencia que nuestra especie tiene y ha tenido con la naturaleza, pronto, fueron divinizados; razón por la cual, cuando nos enfrentamos al mito, a la ciencia clásica, observamos que estas culturas buscaban una explicación afectiva, por lo que se refiere a esos dioses, para los fenómenos naturales: El trueno es el dios X, que anda enfadado o ha vuelto a discutir con A; la lluvia son las lágrimas de Y, que llora la muerte de su amante... (y cosas por el estilo). De modo que, aquella relación que mantenían con la naturaleza no podía ser, como lo es hoy, instrumental, en el sentido de “dominio”. Dicha relación se basaba, por todo eso, en la persuasión: si mato tres corderos y realizo determinado ritual en torno al fuego, lloverá, pues eso agrada a Y; y todos sabemos que las lágrimas de Y suelen hacer brotar el trigo, antiguo amante suyo que no puede hacer caso omiso a sus lágrimas...


Aunque parezca estúpido, ésta es nuestra relación “natural” con lo que nos rodea y ésta fue, básicamente, nuestra forma de relacionarnos con ellos hasta hace tres o cuatro siglos (una forma de relación que no deberíamos denostar con esa mirada tardo ilustrada de nuestro tiempo). No nos rasguemos las vestiduras, yo nací en una ciudad en la que en épocas de sequía lo habitual, por parte del Consistorio, es sacar a la virgen en romería para provocar las lluvias. Fuera como fuera, ineluctablemente, los fenómenos naturales eran explicados según una voluntad trascendente a los mismos; bien fueran las divinidades paganas, bien fuera el dios monoteísta y omnipotente de las grandes religiones posteriores; meras sofisticaciones, pretendidas de ilustración, de un espíritu mágico.


Dicho espíritu, todo hay que decirlo, es natural en el sentido de que es propio de la infancia y explica la propensión de los niños a reiterar rituales nocturnos, por ejemplo, para ahuyentar aquello que temen en la oscuridad o andar por la calle sin pisar las líneas de las baldosas por el simple hecho de que, por hacerlo, algo ajeno a su voluntad podría suceder...


Lo que sucedió durante los siglos XVI y XVII no tiene, en realidad, mucho que ver con el descubrimiento de la verdad; sencillamente, lo que sucedió fue un cambio de paradigma: una nueva forma de “mirar” esos fenómenos, explicarlos y relacionarnos. De la “persuasión” pasamos a la “instrumentación”.


¿Cómo fue esto posible?


Sencillamente, dejando de ser niños, en ese sentido mágico.

Sencillamente, dejando de presuponer “intención”, “voluntad” o “espíritu” tras los mismos.


Y la razón de este cambio no tiene nada que ver con la justicia o la verdad, sino que, por otras razones que omito (haré caso a mi amigo, el poeta apátrida Julien Torma, y no me excederé en las formas ni me extenderé en los contenidos de mis post, para hacerlos más digeribles), los viejos sistemas de representación dejaron de resultar “útiles”, “válidos”, para predecir cómo se habrían de comportar dichos objetos naturales. En pocas palabras, nuestra ciencia, basada en la “persuasión” dejó de resultar efectiva porque comenzamos a mirar a la naturaleza de otra manera; perdimos nuestra visión infantil.


El nuevo modelo de representación, además de predecir el comportamiento de los fenómenos naturales y englobar sus objetos en torno a una nueva explicación que los contenía a todos ellos de forma unitaria, resultaba más efectivo en cuanto al “dominio” que sobre ellos podíamos ejercer. Se basaba en algo tan sencillo como pensar los fenómenos y los objetos como algo sujeto a leyes, sin voluntad o intención, sin capricho, en definitiva. En esto consiste la representación mecánica de la naturaleza: en una máquina engrasada y constreñida, según sus engranajes, por leyes que determinan sus movimientos, como los de un autómata; si somos capaces de “conocer” dichas leyes, podremos dominar estos fenómenos.


Todo parecía estar en su sitio: podíamos “predecir” eclipses, lluvias, la parábola que describe una bala de cañón, el comportamiento de las ondas de luz, las cualidades de los vidrios, con los que construimos lentes para ver en la distancia... Todo parecía bueno, como cada noche de los seis días de la creación, salvo una cosa: Qué sucedía con nosotros.


¿También nosotros éramos máquinas, autómatas, regidos por leyes, sin voluntad, sin intención?


Éste es el punto de partida para el nacimiento del sujeto ilustrado, que dio lugar a una representación dualista del mundo: nuestro cuerpo es una máquina (res extensa), regida por leyes mecánicas, separada de nuestro espíritu, que es, básicamente, res cogita: voluntad, intención.


Así es el contexto en el que se institucionaliza el mito del Fantasma en la máquina (no recuerdo quién fue el primero en utilizar esta expresión y no me apetece nada buscarlo –últimamente ando desganado y soy una sombra que nada tiene que ver con quien esto escribe-; lo que sí habría que matizar es que, para que fuera posible, hacían falta ciertas concepciones sobre el mundo y nosotros mismos que hunden sus raíces en el pensamiento clásico y en el cristianismo).


Este nuevo paradigma, a grandes rasgos, viene a decirnos que la estructura mecánica de nuestro cuerpo no está dejada a su suerte ni al azar; que, de alguna manera, esta máquina, está gobernada por un fantasma, Yo, capaz de actos morales, estéticos y cognitivos. Nunca hasta ese momento, el deber, el querer y el saber se habían conjugado de esta forma.


Para quienes seáis lo suficientemente intuitivos, podréis imaginar que, dicha representación, no es más que caldo de cultivo para un fenómeno característico, aunque no exclusivo –diría que forma parte de aquello que más nos diferencia con respecto a cualquier otro mamífero superior-, de la modernidad: la neurosis. Esa distancia, esa brecha entre Yo y “mi” cuerpo, en muchos casos, es efectiva: presenciamos conductas que no se corresponden con la intención o la voluntad del fantasma que debería regir la máquina; de lo que se derivan argumentos ad hoc para hacer “casar” una conducta que no se corresponde con la visión que un Yo tiene de sí mismo o gran parte de las contradicciones que nutren la compleja subjetividad moderna.


(No hace mucho tiempo escuché a una persona, tras una conducta similar a otras suyas en el pasado, decir: esto que he hecho es indigno de mí... Su fantasma se rebelaba contra la máquina, el autómata, ¿o fue la máquina la que se rebelaba contra el fantasma...?)


No nos extraña, o no debería, en definitiva, que, a la hora de la verdad, siempre es el Otro quien mejor intuye una posible conducta por nuestra parte, o el menos sorprendido ante determinada conducta. Al fantasma le sorprende más la máquina que a quien lo mira o está acostumbrado a interaccionar con ella, porque el Otro sólo puede “ver” e interaccionar con la máquina y uno mismo, nos han educado para ello, apenas “presiente” al fantasma, con quien mantiene un diálogo de sordos... Pero, como todos sabemos, los fantasmas no existen, ¿no?


No, los fantasmas no existen. Durante los últimos ciento cincuenta años se han venido haciendo experimentos de todo tipo, primero con animales, después con esos otros animales que somos nosotros, y todo parece indicar que, sea como sea, nuestra conducta, o gran parte de ella, está regida por una mecánica interna; todo aquello que entra dentro de nuestro mundo consciente, el mundo de las palabras, no es más que la “traducción” o la “sustitución” representacional, el envés, de una conducta efectiva (podemos sentir rechazo –conducta- ante determinadas personas y el fantasma ideará un discurso paralelo para justificar intencionalmente dicha conducta –diferencias raciales o de pareceres; atribución de cualidades, subjetivas, por parte de quien las atribuye, al individuo discriminado...-, que, a su vez, no deja de ser una conducta en sí misma). Ésta es la razón por la que la psiquiatría contemporánea, sea cual sea la escuela que se juegue la pertinente subvención, entiende que el equilibrio o la “salud mental” –ojo con estas expresiones- de un individuo está estrechamente relacionado con la adecuación entre fantasma y la máquina.


Todo conocemos los ya manidos experimentos llevados a cabo por Iván Pávlov con animales y que, posteriormente, John Watson probó en humanos (concretamente, éste, solía hacerlos con sus propios hijos, quienes, al parecer, no guardan un grato recuerdo de aquellos experimentos ni de su padre); con ellos se inicia la corriente conductista, que, agrandes rasgos, desmiente el mito del Fantasma en la Máquina, y reduce aquellos actos voluntarios y cargados de presunta intención a condicionamientos complejos: procesos mecánicos de un cuerpo que no son innatos sino adquiridos según una trayectoria vital. Como sabemos, al afamado perro de Pávlov (fueron varios, no uno; y no sólo perros), además de otros efectos concomitantes, se le había “condicionado” a salivar en el preciso momento en que escuchaba una campanilla mediante la conexión establecida y reforzada entre la ingesta de alimentos y el sonido de esa campanilla, de forma que, incluso ante la ausencia de comida, nuestro cánido amigo continuaba salivando. Del mismo modo que yo salivo ante determinados estímulos, que tengo el gusto de omitir, gran parte de mi vida consciente, gran parte de mis conductas efectivas son el resultado de años de condicionamiento. Incluso la adecuación entre mi fantasma y la máquina es, en sí misma, otro condicionamiento algo más reciente.


Así se forma la noción del Yo (o los yoes) como tarea, como proyecto, como artificio, en contraposición a la idea del sujeto como sustancia ahistórica, trascendental, o como un sustrato más allá de este cuerpo mío que, constantemente, se me/nos presenta como un límite para mi intención o voluntad. Ese Yo (o esos yoes) es el resultado de una mediación fructífera en términos efectivos y de interrelación entre el fantasma y la máquina; mediación que tiene por condición de posibilidad el sustrato temporal por el que el fantasma es capaz, si es honesto, si no desvaría, de mirarse a sí, de remedar, su conducta y determinar posibles variantes conductuales sustituyendo al antiguo condicionamiento por nuevas estrategias conductuales.


(Quizá, entiendan algunos, por qué la categoría de “tiempo” ha sido y es constantemente frecuentada por el pensamiento de nuestros días.)


Alguien se estará preguntando ¿qué demonios hago hablando de todo esto?, ¿acaso me he retractado y ando leyendo a hurtadillas algún best o longseller de treinta euros de la sección de autoayuda del Fnac?


¡Qué me cuelguen, no! Si tuviera treinta euros de sobra los gastaría en cualquier otra cosa más “estimulante” para esta máquina que ha de convivir (o aguantar) con su respectivo fantasma. Ya sabemos que todas las viejas mansiones que se precien, sean o no anglosajonas, tienen su fantasma. Sucede, simplemente, que, frente al espejo, mirando a la máquina, per a tenir cura d’ella, a veces, yo mismo me sorprendo y olvido que todas estas pajas mentales a las que estoy acostumbrado no son maniobras espirituales, procesos cognitivos regidos según determinada lógica trascendental, del fantasma que esto escribe, sencillamente son conductas aprendidas de este cuerpo que tiene por costumbre pensarse a sí mismo; pero, también percibo otra cosa: todo lo que soy, como persona, como ser humano, se lo debo a esa constante imposición de límites, a esa suspicacia ineludible entre ambas instancias que me ha otorgado el privilegio de que haga demasiado tiempo de que mi fantasma no prorrumpa con frases del tipo esto es indigno de mí o desechara las viejas estrategias ah doc manufacturaras para dormir plácidamente. Mis deudas de sueño están, de esta forma, más que saldadas cada día que me siento orgulloso de ser una elección, y no cualquiera, sino la que yo he construido con los viejos materiales de deshecho que hallé en el solar ruinoso en el que un día me desperté.


Basta con mirar a alguien a los ojos para saber si es una matriuska, un fantasma o un equilibrista; aunque a veces las apariencias engañen, el tiempo pone a cada uno en su sitio.


Yo prefiero a los equilibristas; entre funámbulos, muchas veces, está todo dicho.


[Por cierto, si alguno tiene algún interés en desentrañar lo que trato de decir, que no busque ese sentido en las palabras; preguntárselo, quizá os conteste, al cuerpo de la fuente o a los espacios/suspiros oscuros entre mi pálida grafía.]