martes, 31 de mayo de 2011

Estado de Excepción (II)


Sobrepasar, durante estos últimos días, el perímetro de Plaça Catalunya era como volver a atravesar el espejo y darte de bruces con la realidad. Más allá de la plaza, el orden habitual de las cosas parecía inalterable y, así, la plaza se erigía a lo lejos, cuando llegabas, o a tus espaldas, cuando la abandonabas, como un poblado irreal en pleno desierto de asfalto.


Ese patio de voces que habían sido apartadas y que ahora reclamaban, con un descaro que las hacía irreprimiblemente atractivas, salpicado de escenas domésticas en un entorno urbano redecorado y vestido de consignas que llamaban al sentido común, constituía una atalaya quebradiza desde la que mirar al mundo travistiéndolo, para modificarlo, y sólo si franqueabas sus límites te imbuía esa extraña sensación de que atrás quedaba un espacio ficticio y por ello mismo frágil, que contrastaba de forma violenta con las escenas y personajes que acostumbran a deambular por Passeig de Gràcia, Rambla de Catalunya o el Carrer de Pelai.


Algunas mañanas, con los primeros minutos de luz, se repetía la escena y, acompañado por cualquiera, conocido o desconocido, de quienes habían allí pernoctado, de vuelta al orden de las cosas, a las tareas rutinarias, a la llamada del deber, el sentimiento compartido de que Palça Catalunya era como un microcosmos aislado extremadamente débil y sensible a las acometidas que el día a día y la costumbre le propinaban.


Muchos habían dejado de acudir, tras la euforia de los primeros días, conforme la plaza iba perdiendo aquella espontaneidad y su radical y primeriza heterogeneidad; apenas ya si se veía alguna tarde a grupos de jubilados que, nostálgicos o irritados, relataban viejos errores del pasado mientras rostros imberbes de pupilas esplendorosas sonreían, ilusionados, a la espera de tomar la palabra, para explicar por qué esta vez habría de ser todo diferente; salvo los fines de semana, cada vez era menos frecuente cruzarte a niños pequeños sosteniendo pancartas que interrogaban sobre su futuro; habían cesado también, prácticamente, los debates intempestivos a media tarde en los que solían participar habituales, hombres de negocios que se asomaban a la plaza con la excusa de llevar a cabo alguna gestión e, incluso, la misma guardia urbana. Era a las ocho de la tarde, en los momentos previos a la asamblea diaria, cuando la plaza recobraba aquella espontaneidad y grupúsculos de ciudadanos acudían, como costumbre, a la cacerolada en la que también intervenían transeúntes ocasionales que solidarizaban con la causa. Con todo, no cesaba ese contraste en el que habitábamos quienes cada día pasábamos unas horas en la plaza o todo un día.


Tras la orden de “limpieza” firmada por el Conseller d’Interior de la Generalitat, los hechos se precipitaron. Uno de los acontecimientos más interesantes de la historia reciente de nuestro país –y sin duda el más esperanzador-, ha quedado enmudecido, durante unas horas, por un suceso aberrante que ha sido sencillamente silenciado y ante el cual la clase política ha cerrado filas. En materia de educación las bofetadas no son recomendables y la paliza es incontrovertiblemente punible. Lo vivido durante las primeras horas del día del viernes no fue el mero despertar de un sueño, sino un acontecimiento que hace precisa y urgente la necesidad de soñar. Ni las autoridades ni la clase política han sabido interpretar lo que está sucediendo, les es tan extraño que cada día que pasa se hace aún más evidente el temor que despiertan todos los elementos diferenciales que lo constituyen sobrepasando la lógica ordinaria de un sistema de formas superado y que comienza a tambalearse víctima de sí mismo, de sus excesos y de la incapacidad de no ir más allá de su inercia cuasi teleológica.


Si lo que pretendían era una respuesta violenta ante las más que provocaciones llevadas a cabo por sus pretorianos que legitimara un desalojo aún más violento y efectivo que diera fin a la ocupación de la plaza, no sólo erraron en su planteamiento, más allá, han dejado en claro que no son capaces de comprender aquello ante lo que se enfrentan. Este vez no hay lugar a la conspiración, esta vez no se las ven con sus adversarios habituales; nosotros no demandamos un puñado de escaños en el congreso, no queremos nuestra porción del pastel parlamentario a repartir, no nos sumamos al juego de la compraventa, no somos delincuentes habituales; nosotros no pertenecemos a ningún partido político, no tenemos representantes a sueldo, carecemos, bien lo sabéis, de una jerarquía o de una ideología concreta, homogénea y cerrada, estamos abiertos a cualquiera que quiera sumar su voz, denunciar aquello que le quita el sueño y le impide construir una vida digna como la que ellos mismos nos prometieron; nosotros nos negamos a pagar vuestras deudas en la cantina, a formar parte de este juego y a encarar la felicidad como un proyecto a cumplir según plazos que no abarcan una vida. Nosotros queremos ser el fin de la Historia y no mártires de una historia sin fin, que no cesa de repetirse a sí misma y que es incapaz de hacer justicia, cuando la reclaman, a los millones de víctimas que ha dejado tras su paso.


Sólo un sistema ciego y decadente es capaz de mirar hacia otro lado cuando uno de sus gobiernos manda silenciar a un par de centenares de sujetos indefensos y en pleno sueño a base de patadas y golpes. Sólo un cínico y un hipócrita es capaz de justificar un atentado como el cometido el viernes pasado bajo la premisa de la prevención o la higiene. Su llamada a la “limpieza” ha tenido el efecto contrario: cientos de ciudadanos se han sumado, nuevamente, a participar del desorden público de la plaza ensuciando sus rostros para limpiar sus manos frente a la amenaza inminente de un nuevo orden totalitario, reclamando un futuro digno y un proyecto de vida más humano que el presente, que el que se atisba en un horizonte cada vez más estrecho y que nosotros tenemos el derecho, el deber y la fuerza de ensanchar.


Después de lo sucedido el viernes pasado no he tenido tiempo ni ánimos para volver a la plaza, es cierto, pero me cuentan que esto es sólo el inicio de algo aún mayor, pues, como solía decir uno de sus habitantes más combativos, “vamos despacio porque queremos llegar lejos”. Después de lo sucedido el viernes, mis sensaciones se han invertido y cuando camino por cualquier calle, cuando viajo en metro o acudo al mercado a comprar algo de comida, tengo la sensación de que todo es mentira, de que todo lo que me rodea es ficticio y de que la única realidad, lo único auténtico que me rodea, es aquella plaza a la que aún no he vuelto, aquellas personas con las que he conversado, junto a las que he comido o dormido, y cuyos nombres, la inmensa mayoría, desconozco.


Sí, todo es mentira, o tan real como nosotros decidimos que así sea; ésa es la realidad, nuestra única realidad. Lo profundamente triste es que, siendo así, estamos empeñados y no somos capaces de evitar despertar cada mañana de una pesadilla.




Barcelona, 31 de mayo de 2011


domingo, 22 de mayo de 2011

Estado de Excepción


“La doxa habla, yo la oigo pero no estoy dentro de su espacio. Hombre de la paradoja, como todo escritor, estoy detrás de la puerta: quisiera pasar, me gustaría mucho ver lo que se dice, participar yo también en la escena comunitaria; estoy continuamente oyendo aquello de lo que se me excluye; estoy en estado de estupefacción, marcado, cercenado de la popularidad del lenguaje.” (Barthes, R.: Roland Barthes)



Caminar por Plaça Catalunya estos días despierta sensaciones encontradas; cierta sensación de caos se apodera de quien atraviesa este poblado improvisado en que se ha convertido un espacio que suele estar ocupado por turistas, palomas y gente que va con prisa. La plaza se ha transformado en un ágora, en el sentido clásico de la palabra: lo que quiere decir que no es más que un caos de voces desordenadas en el orden aparente que la intendencia, tras cinco días de estancia, ha obligado a imponer.


Digo que son sensaciones encontradas porque, supongo, soy un tipo ordenado y a mí el desorden me pone nervioso (lo que en nada quiere decir que no lo tolere, aún más si se trata de un espacio público), pero aún así lo deseaba. Lo que me desasosiega en el fondo es el discurso muerto, y ciertas actitudes que lo acompañan, todavía presentes, no en todos los casos –por ello escribo esta entrada-, con el que me encontraba en mis paseos estos días por Plaça Catalunya. Y es que, estos días, he sentido, a ratos –creía que lo tenía ya del todo controlado-, lo que debía sentir Platón cuando paseaba por el ágora de Atenas y tramaba el discurso con el que persuadiría a toda una civilización de que el orden del mundo y las cosas es uno y de que sólo unos cuantos privilegiados tienen el don de acceder a esa verdad (o lo que sentía Barthes, salvando las distancias con el tarado del griego, cuando escribía esas palabras).


Mi desasosiego era doble: por un lado estaba la doxa, una vez más, la angustia que me produce, fastidiándome la fiesta, y por otro el malestar posterior cuando tomo conciencia de ese desasosiego y lo desmenuzo.


Pero lo cierto es que de la enfermedad de Paltón yo ya me curé hace ya algún tiempo, creo que el suficiente, como para no temer sentir aún cierta pesadumbre cuando escucho cierta retahíla de tautologías, silogismos, axiomas incontrovertibles, eslóganes manidos… (todo un aparato retórico sometido a los caprichos de una subjetividad cualquiera), y además todos ellos a la vez, juntos, entrelazándose, confundiéndose…


En efecto, un espacio común es inevitablemente común, y esto no es más que doxa, nos guste o no. Aunque, por otra parte, si tapas tus oídos –en algunos casos puedes tenerlos abiertos- y te dejas llevar por las imágenes, el ágora puede resultar un espacio realmente atractivo.


Pensaba en el pensamiento de Arendt, he querido tenerlo muy presente estos días; sabía que no debía dejarla a ella a un lado, estos días no. Y tratando de no escuchar, tratando simplemente de ver, de observar los movimientos, las caras, las maneras de interactuar… estos días, pude ver, por fin, el auténtico rostro de la doxa. Cuando Hanna Arendt pensaba el concepto de lo político como un entramado de relaciones horizontales, como un espacio común de voces heterogéneas dadas a la batalla ganada por la persuasión, aunque tenía evidentemente -todos los de la “logia” tenemos siempre muy presente esa sensación de hastío- en mente el aborrecimiento por ciertos discursos, en su orden, lógica y enunciación, ella estaba trazando una estructura formal carente de contenido, en la que, evidentemente, la doxa en el sentido platónico era inevitable, dadas las cualidades naturales del lenguaje, donde éste se nos presenta como un espacio de encuentro para lo inconmensurable.


Estamos tan acostumbrados a dejar las cuestiones que atañen a lo político en manos de quienes profesionalmente se dedican a ello, que apenas habíamos notado que esta costumbre sellaba, como ninguna otra, el acta de defunción de lo político en nuestras sociedades. Sin darnos cuenta de que lo político es aquello que nos atañe a todos, que repercute en todos y que, lo más importante, tiene lugar cuando todos y cada uno de los ciudadanos de una sociedad irrumpen con su palabra en el ágora para sembrar aún más el caos en ese mar de voces tratando, buscando el modo, de encontrarse, de darse paso, acercar sus cadencias, y poner todo su empeño por entonar juntas una melodía polifónica en la que ninguno de los instrumentos tenga, de ningún modo, privilegios sobre otro.


Lo sucedido estos días, su espontaneidad, ha dado como resultado una restitución parcial e inesperada de lo político en nuestros espacios públicos, donde lo común, la doxa, ha vuelto a cobrar protagonismo. Y aunque a mí la doxa me produce desasosiego, y la he visto por todas partes, no es más que el sentido común el que está ganando su lugar, el que jamás debería haber perdido.


Tratemos de no perder la perspectiva (como veis, este post es una excepción en algunos sentidos).


Las reacciones a las protestas que se estaban desarrollando dentro de nuestras fronteras justifican, y daban alas, aún más a las protestas mismas, que la base ideológica, si es que la hubiera, de este movimiento emergente. Las reacciones de partidos políticos e instituciones, la reacción internacional, la reacción social también, dicen mucho más sobre el cariz de las protestas que las protestas mismas.


No sólo han servido para entretener al viandante y acallar voces, las de quienes no esperaban que fuera precisamente en este país donde surgiera un movimiento como éste, sino para hacer evidente la razón, el sentido, que hacía preciso un levantamiento por parte de la ciudadanía, cansada de vivir en un constante estado de excepción; porque la nuestra, la cultura occidental, sus sociedades, viven, desde hace años, en un estado de excepción perpetuo.


Observamos dos tipos de reacciones, ambas humanas, demasiado, claro está, como todo lo humano, aunque una de ellas política –algo a lo que no estamos acostumbrados, puesto que, como digo, este estado de excepción en el que vivimos constituye la anulación de lo político- y la otra, esencialmente aristocrática, ya que tiene como fundamento mantener el estado de excepción que posibilita el asentamiento de la élite que nos gobierna y de las instituciones que contribuyen al mantenimiento de un sistema estructural que tarde o temprano terminará, no por anular ya lo político, que es evidente, sino esta humanidad de la que cada vez nos sentimos menos orgullosos.


(Quizá estos días lo que se haya restituido ha sido nuestro orgullo.)


Por una parte tenemos la reacción, en su sentido de resistencia, de quienes temen, por supuesto, que sus privilegios puedan verse comprometidos. Aquí nos las vemos con quienes menosprecian o amenazan; menosprecian lo que no pueden comprender desde su atril o amenazan, desde la comprensión, bajo el discurso del miedo, para erguirse como un mal menor frente a quienes menosprecian. Ambos polos de la reacción muestran el temor a un cambio de rumbo que ellos no podrán tutelar, acostumbrados, como están, a tal tutela.


Por otra parte se da una reacción política, la de quienes simpatizan (o empatizan) con estas protestas, no por su peso ideológico, que, no seamos inocentes, aunque heterogéneo, existe, sino por el gesto, por la carga persuasiva en las miradas de quienes ya no tienen nada que perder y pueden tenerlo todo por ganar. Esto es, como digo, un acontecimiento político, que ha sido extirpado de la escena pública en un estado de excepción donde lo político no tiene cabida.


Las nuestras son democracias delegativas, no representativas, donde la clase que se hace llamar “política” antepone el sistema y su buen funcionamiento a la ciudadanía que lo sostiene y permanece amordazada. Cuando la política y quienes la ejercen como forma de ganarse la vida se profesionaliza y parapeta tras determinadas instituciones o intereses “comunes”, paradójicamente, nos las vemos con la anulación de lo político.


Lo político, y la repetiré hasta la saciedad, no consiste en la realización de una idea o en el desarrollo de un programa de propuestas, que puede o no llevarse a cabo una vez finalizado el periodo delegativo (el circo democrático al que todos estamos convocados mañana domingo). Lo político es un acontecimiento, un suceso como el que se da cada vez que alguien escucha, observa y simpatiza con cualquiera de las personas, de los ciudadanos que legítimamente están ejerciendo su derecho de resistencia, su derecho político a defender sus intereses como individuos frente a un aparato que los reduce a un porcentaje, menosprecia, coarta, chantajea con el miedo y hace uso de sus fuerzas como individuos para anularlos.


Eso es un acontecimiento político, lo otro, lo que se espera de nosotros este domingo, los que esperan sacar provecho a partir de los resultados del domingo, no es más que una subasta pública de nuestra dignidad, de todo lo que somos como individuos, de nuestras ilusiones y esperanzas, y ellos funcionarios, soldados de ese sistema.


Quienes menosprecian este movimiento alegando que carece de ideología y aparato jerárquico, muestran y hacen evidente la muerte de lo político en nuestras sociedades actuales. Quienes temen una fuerza social que se niega a circunscribirse bajo ninguna bandera, quienes palidecen ante la posibilidad de un acontecimiento político donde la idea o el color se difuminan para dejar paso a un espacio de acción y comprensión, muestran su verdadero rostro y corroboran con su discurso cómo lo político ha sido extirpado del ámbito de la política: una institución que, ante un acontecimiento político como estamos viviendo, sólo puede temblar y recurrir al algoritmo fácil para prever su repercusión en las urnas. Ésa es su única preocupación: que todo esto pueda deslegitimar de alguna forma el estado de excepción al que debemos volver este lunes tras la llamada a filas convocada para este domingo.


Porque no os equivoquéis, el “desorden” de estos días es lo común y el orden que ha quebrantado es el auténtico estado de excepción.


Hegel era un idealista, estaba en un error; la Ilustración no es más que un mito: estas acciones no son resultado de una oportuna autoconciencia de ningún tipo. Son el hambre y el hastío los que impulsan este movimiento de desobediencia civil y será el hambre y el hastío nuevamente los que ganen nuevos adeptos para la causa y, con suerte, abarroten todas las plazas. Ellos lo han querido así.


Por esta razón, y sin que sirva de precedente, escribo esta entrada y animo, a los cuatro gatos que se dejan caer por aquí, a no acudir a las urnas este domingo ni ningún otro mientras el estado de excepción en el que hemos vivido y vivimos continúe siendo la norma.


(Porque a quienes no podemos conciliar el sueño sólo nos queda una opción: y es que aquí no duerma nadie.)


Tampoco soy tan inocente: muchos de quienes encabezan estas protestas, en breve espacio de tiempo, olvidarán todo esto, tendrán un sillón en el que adormecerse y un futuro político o en las instituciones; pocos recordarán que un día participaron de lo político, si no es para colocarse alguna medalla. Probablemente, también soy muy consciente, todo esto no vaya a más, y no por falta de unidad, ideología concreta o programa político, sino porque no existe, todavía, una masa hambrienta y descontenta lo suficientemente amplia como para que su abstención pueda repercutir en la urnas, puesto que su heterogeneidad implica que jamás podrá ser representada bajo ningunas siglas.


Cada vez estoy más convencido de que sólo una deslegitimación de todos los parlamentos europeos por abstención en las urnas puede, a su vez, legitimar que sea la ciudadanía quien tome las riendas de su futuro, visto que nuestras instituciones nos conducen, inevitablemente, a una barbarie anunciada sobradas veces. Pero eso, parece, que esta vez tampoco va a ocurrir y nuestras vidas continuarán, como hasta ayer, sobreviviendo, como bien sea, dentro del margen de acción que nos queda. Con todo, aun así, la próxima vez, el próximo fin de fiesta, el día en que todo esto se haga insostenible, alguien podrá tomar el testigo de esta generación, la nuestra, ya perdida; mientras tanto, “la tradición de los oprimidos” continúa enseñándonos “que la regla es el estado de excepción”.




Barcelona, 21 de mayo de 2011


lunes, 9 de mayo de 2011

Spleen y Doxa (II)


Todos tienen razón; todos saben que el otro no sabe y yerra; ninguno de ellos pone en duda las mediadas a tomar o el juego agonal de medidas-a-tomar. Por ello se reúnen, segregados unos y otros, al calor del vino con sus trajes de gala y con quienes como ellos tienen razón, para darse palmadas en la espalda y escuchar su verdad de labios de otro.


En una ciudad costera de Sudamérica se juega el futuro de un país; el miedo es el principal argumento político y, en esta ocasión, parece que una vez más el peso inclina la balanza hacia el estado del miedo. (Y el miedo, como sabía Benjamin, facilita que la norma sea el estado de excepción.)


La lluvia en abril es torrencial cuando yo salgo a la calle e improvisada cuando salgo a tender la ropa.


La primavera es necesariamente absurda si no encuentras ninguna razón para devolverle una sonrisa (o si el invierno te la he hecho recordar con impaciencia).


El último día del mes es sorprendentemente similar al segundo día de la semana.


El jubilado del quinto disimula con el teléfono en la mano sentado en el rellano del segundo porque tiene que subir los cinco pisos en dos tiempos; se distinguen sus jadeos cuando lo escucho llegar a casa.


Hay a quienes le irrita de mí cierta falta de ambición mal comprendida.


Temo a quienes (se) esconden lo que su conducta evidencia –no os fiéis nunca de ellos.


La subjetividad contemporánea es una condición epistémica irrenunciable y, aunque histórica, determinante –en un sentido kantiano-. Que no os engañen con cantos de sirena o promesas que son contratos (mercantiles), lo habitual es que, tras ello, se esconda un moralista.


Nunca abraces ninguna creencia o ideología que prescriba tu estado de ánimo; el ánimo es, como digo, un estado, no una regla.


Tras la inmensa mayoría de las ideologías de nuestro tiempo nos las vemos con una compulsiva actitud revanchista.


Primera regla de la física contemporánea: Si tú crees que es así, conceptualmente no puede ser de otra manera.


¿Por qué los bebedores son los únicos consumidores de estupefacientes que no comprenden que no a todo el mundo le tiene que gustar la bebida?


Ya no pretendo encontrar en ninguna biblioteca La vida. Instrucciones de uso, pero, lo mejor, es que tampoco ansío escribirlo.


Me hacen temblar quienes echan en falta o señalan la carencia y la necesidad de un mesías intelectual; sus palabras o sus deseos sólo evidencian la orfandad sentida o sus aspiraciones de paternidad. Ellos me atemorizan aún más que el idealista al uso, puesto que proyectan como deseo una representación personalista de la autoridad: su necesidad de y su candidatura a la autoridad.


El idealista se mece en la paradoja de que el Mundo se encuentra más allá de lo mundano; lo cual arremete con pasión contra todo lo prosaico: el desplegar de lo vivo.


Miro a mi alrededor y tengo la impresión de hallarme en una nave varada en el océano y me pregunto si es ésta la calma que antecede o acontece tras la tormenta. De igual manera, no puedo evitarlo, siento escalofríos cuando interpreto el escenario como los restos de un naufragio.


A veces siento frío incluso cuando hace calor, pero, en este caso, el frío no es conceptual (pese a la reacción física concomitante).


Por mucho que quiera no sé odiar.


Cuando no duermo bien soy irascible.


A veces duermo bien.


(Me pregunto si al final de todo esto habrá obsequio de consolación.)