jueves, 23 de septiembre de 2010

Otro otoño más


Lo último del realizador guipuzcoano Julio Medem puede descolocar en cierta manera a quienes habíamos admirado su buen hacer y delicadeza a la hora de abordar la complejidad de la temática que el director vasco ha logrado asociar a ese estilo narrativo tan característico que hace de su obra un referente europeo del cine de autor.


Habitación en Roma (2010), que es una película soberbia, está inspirada (ahora lo llaman remake, aunque yo no tengo nada claro que lo sea; tanto porque el resultado, desde un punto de vista estético, la supera, como por el hecho de que el guión como el film en su conjunto parte de la idea pero no la re-produce, sino que le da alas e inyecta una densidad de sentido que excede, con mucho, a su original; en otras palabras, no estamos halando de un objeto parasitario de otro) en el film del director chileno Matías Bize titulado En la cama (2005). Cinta que, si no tuviera que competir con la de Medem, calificaría como sorprendente, por su frescura y por la dificultad que entraña una grabación de ese tipo, pero que, tras la comparación, no pasa de modesta (y no me refiero a los medios económicos –en los que, evidentemente, media un abismo-).


Digo que puede descolocar a quienes conocen su cine anterior por el hecho de no tratarse de un guión original, por la circunstancia de que los 109 minutos de película transcurren dentro de una habitación de hotel y por la estructura lineal de la secuencia narrativa de los hechos sobre los que habla el film. Esta contrariedad, pasados los primeros minutos de película, recala en sorpresa cuando comienza a advertir el espectador la coreografía estética a que da lugar el espacio en el que se desenvuelven ambas protagonistas, los juegos de luces y sombras, el extraordinario dominio de la luz tan presente en su filmografía y la consecución alegórica que guarda la trama y las historias de sus protagonistas con la representaciones que decoran el hotel de la ciudad en que se desarrolla la historia.


Todo esto hace ya de su último trabajo algo más que un objeto subsidiario de aquél que lo inspira y nos reconcilia con el estilo que ha caracterizado y encumbrado a este realizador vasco. Porque Habitación en Roma no es una película, a mi entender, que tenga como tema principal el amor o la homosexualidad; tampoco es una película erótica rodada con un encomiable gusto estético y dominio de la luz en ese juego de insinuaciones y ofrecimientos a que parece dar lugar el guión adaptado para este film. La cinta, a simple vista, puede parecer una forma de reivindicación de lo femenino, cuando, lo que tenemos frente a nosotros, es otra vuelta de tuerca más al tema central que ha fundamentado toda su filmografía precedente: la belleza y el erotismo (una forma de manifestación del misterio) como forma de superación del horror, de la muerte, del dolor.


Una proclama vitalista (de un vitalismo bien entendido –sin fuegos artificiales-).


En este caso, y en ello ambas películas coinciden, atravesado con una sutil pero conmovedora reflexión en torno a la comunicación y comprensión entre dos personas. Supongo que éste fue, precisamente, el elemento que llamó la atención de Medem cuando decidió, por primera vez, poner en marcha el rodaje de un film cuyo guión no era original. Porque, lo que en un principio es una molestia, una dificultad añadida, la ausencia de exteriores, el tiempo limitado de unas horas y el espacio de-limitado por cuatro paredes, alcanza, de este modo, un significado dentro del asunto central que hace girar la trama; el motor a través del cual, observó Medem, era posible dar esa otra vuelta de tuerca a ese vitalismo que lo caracteriza y del que hace gala en cada uno de sus filmes.


Habitación en Roma no es una película sobre la sexualidad o el amor, tampoco es una película sobre la amistad; el film de Medem es una película sobre la precariedad de la comunicación y el destello efímero, momentáneo, quizá irrepetible, de la comprensión. Alba y Natasha se encuentran una madrugada, ambas perdidas, en la ciudad de Roma y deciden pasar juntas las próximas horas que restan hasta el amanecer en la habitación de Hotel de una de ellas; tan solo una horas, en apenas unos metro cuadrados, aisladas de todo lo demás, como si el tiempo se hubiera detenido para ellas, como si un fenómeno atmosférico desconocido les hubiera dado la oportunidad, durante sólo unas horas, de desnudarse, en todos los sentidos, la una frente a la otra, mientras, de forma milagrosa, porque de eso se trata, ambas logran comprenderse mutuamente. Evidentemente, no todo es tan sencillo (ni la magia lo puede todo), y los recuerdos, la memoria, y la honestidad con que logran vencer a la mendacidad juegan un papel determinante en algo que, de todas formas, ambas saben caduco, provisional y enmarcado por los límites espacio-temporales que no sólo constriñen técnicamente a la realización del film sino a la trama en su conjunto; lo cual, como se puede intuir, preña de sentido la historia.


El fenómeno de la comprensión adquiere esa cualidad agónica y otoñal a la que alguna vez me he referido o metaforizado: consiste en una toma de consciencia del Otro que se sabe efímera, temporal; es en sí mismo un acabar de la mirada, un saber que al amanecer, con la caída de la hoja, ambas miradas volverán a extraviarse, a no verse, a mirar hacia otro lado; es la lucidez de quien sabe de su mirada; es agradecimiento; es ausencia de mendacidad (con uno mismo y con el Otro); es, en definitiva, la valentía para querer este otoño y mirar cara a cara al frío que se anuncia en los ocres del follaje con la sensibilidad o la delicadeza suficiente para sufrir con, y saber de… (no olvidar), cada hoja que pisamos por ese manto pardusco del camino, escoltados por las enhiestas y tétricas figuras como alambres de los plataneros y de algún que otro chopo, también desnudos. La comprensión, una vez más, es una conjunción fortuita, como la del claro de luna, en la que varios elementos sin filiación se conjuran al azar para iluminar un momento que, necesariamente, se sabe muerto antes de nacer.


lunes, 13 de septiembre de 2010

Disidencia


“No hay documento de la cultura que no sea a la vez documento de la barbarie.”
Walter Benjamín, Tesis de Filosofía de la Historia.



Fue en 1928 cuando Walter Benjamin da por concluido y presenta su trabajo de habilitación en la Universidad de Francfort; con ello aspiraba, dejando a un lado sus inquietudes intelectuales, a lograr un puesto como docente dentro de la institución que le permitiera así poder continuar de forma sosegada con sus investigaciones.


Se trata de un texto controvertido, titulado El origen del Drama barroco alemán (Der Ursprung des deutschen Trauerspiels), en el que comienza a trazar aquella simbiosis imposible entre materialismo e idealismo histórico; aunque, a decir verdad, en dicho texto, el desarrollo posterior de esta temática aún estaba en pañales y el texto en sí no constituye más que una base teórica, de corte espistemológica, para su pensamiento posterior mediante un desarrollo muy lúcido del concepto de “alegoría”, que luego completaría con su lectura de Baudelaire.


Dejando a un lado cuestiones teóricas en torno al texto, dicho trabajo no fue aceptado en el Departamento de Lengua y Literatura alemana (Germanistik), cuyo titular trasladó el expediente al Departamento de Estética, donde lo tildaron de incomprensible y recomendaron su retirada para evitar su rechazo y el escarnio público. Walter Benjamin, a partir de aquel año, comienza su periplo inevitable con final en Port Bou. La República de Weimar tenía los días contados, ese mismo año la economía mundial entraba en recesión, la primera gran crisis que sufriría el sistema de mercado, que a su vez propiciaría un malestar generalizado entre la población europea, la cual comenzó a culpar de ello, amparada por un discurso populista y efectivo, a ciertas minorías. Poco tiempo después, tras las elecciones de 1933, en las que triunfa el partido Nacional Socialista alemán, su líder, Adolf Hitler, es proclamado nuevo canciller de la malograda República...


(No, no desvarío; hay veces en que los Hombres no podemos –o no sabemos- dejar de repetirnos una y otra vez.)


Cuentan que, tras ser rechazado y perder cualquier oportunidad de subirse a aquel tren que ya entonces marcaba el camino posterior de la barbarie y el horror, sentado en un café –supongo que esto ya es un adorno literario-, escribió, Benjamin, una carta a un amigo íntimo (si no recuerdo mal, fue a Adorno o quizá a la que entonces era su compañera) en la que, de forma solemne, también rabiosa (es de recibo), toma el testigo y se imponía el destino de llegar a ser el mayor crítico habido hasta entonces de la cultura alemana (y por extensión, de la cultura occidental).


Benjamin es una figura con claroscuros (y esto no sólo le sucede a los intelectuales judíos de primera mitad del siglo pasado o a los pensadores contemporáneos que cometen el error de desaprovechar sus capacidades cursando, como kamikazes, estudios sin ninguna aplicación práctica; esto es propio de nuestra condición). Tras el escritor místico, el obstinado idealista que se niega en redondo a dejar de lado y pretende engarzar ese idealismo con los fundamentos materialistas del pensamiento neomarxista, también hallamos al poeta y a uno de los observadores más lúcidos y críticos con nuestra condición y con nuestra v(b)asta cultura. Todo su trabajo posterior a partir de ese momento difícil de 1928 fue la disidencia.


Disidencia con respecto al estilo discursivo (si dejamos de lado a Nietzsche, que era filólogo, no filósofo, y algunos otros ensayos de menor peso de los miembros de la Escuela de Francfort u otros personajes aislados, el estilo académico no permitía ni permite ciertas licencias estilístico-literarias; más aún, cuando de lo que se trata es de una tesis); disidencia por lo que se refiere al método y análisis sistemático (Benjamin ha sido uno de quienes conscientemente y con más valentía han pensado de forma a-sistemática); disidencia de las grandes escuelas de la Alemania de su época (la Fenomonología y el Neokantismo); disidencia de la ortodoxia marxista, del pensamiento y colaboracionismo fascista…; disidencia de las reformas que dieron lugar a la Social Democracia europea; disidencia de las formas de vida capitalista, de la ambición, del reconocimiento y la vida social…


El camino que recorre, el pasaje que lo lleva en esta dirección única, el puente que se abre entre aquel día de 1928 y la noche de septiembre de 1940 en que se suicida en el pueblo fronterizo de Port Bou, está fuertemente dirigido por la disidencia y su determinación de llevar a cabo una crítica radical, demoledora, marcial e insobornable de nuestra cultura. Crítica del concepto de Arte, crítica al concepto de Historia y al de Progreso, crítica al entramado de relaciones en torno al cual se sustentan las formas decadentes de una cultura que agoniza y niega constantemente la mayor, crítica –la más importante- a las formas de experiencia que todos estos conceptos y la axiomática de la que participan dan lugar…


Benjamin cruza la frontera franco-española el 25 de septiembre en un estado deplorable de salud; cada pocos minutos se ve obligado a detenerse, tiene problemas cardiacos, el frío, la intemperie y el largo camino recorrido no lo benefician en absoluto. Sus acompañantes, apenas conocidos, son amables y condescendientes con él: no es un exiliado al uso, su traje desgastado, los anteojos de moldura de alambre y la carpeta de cuero de la que no se separa ni un momento y que lleva consigo bajo el brazo (se especula que se trata de la versión definitiva de los Pasajes o de una copia de las Tesis de Filosofía de la Historia)… invita a extremar el celo. Y no se equivocaban: llegados a Port Bou, el grupo es detenido e interrogado por las autoridades españolas, que colaboraban activamente con la Gestapo, y ponen en su conocimiento el paradero de Walter Benjamin. Bajo vigilancia, el grupo entero se hospeda en el hotel Francia, a las faldas de los Pirineos; él se aloja en la habitación número tres, con vistas al mediterráneo. La mañana siguiente aparece muerto: pudo tomar la morfina para salvar el pellejo de quienes le acompañaron en su aventura fronteriza; pudo hacerlo por miedo a ser deportado a Francia y puesto en manos de la Gestapo (quienes hubieran hecho lo mismo con él, pero de forma mucho más dolorosa)… Nadie, que ahora esté vivo, lo sabe.


Mientras tanto, sus colegas, Adorno, Arendt, Brecht…, todos, lograron sobrevivir; tuvieron la suerte, el dinero o la ayuda necesaria. Muchos se instalaron en Estados Unidos y continuaron una carrera intelectual cómoda y reconocida. Sólo Arendt, un año después de su muerte, viajó a Port Bou para rendir homenaje a su amigo, quien fue olvidado hasta que, en estos últimos años, ha comenzado a ser estudiado, leído y editado como nunca.


Nos falta el Benjamin más lúcido, el intelectual maduro que comenzaba con las Tesis de Filosofía de la Historia a concretar, tras haber sido problematizado desde múltiples lugares y resquicios, el problema central de su pensamiento: la experiencia del sujeto contemporáneo. Quizá nunca hubiera presentado una teoría sistemática con la que solventar el problema a que se ha visto abocado el individuo de nuestros días, pese a que intuyo que su respuesta, más allá del estilo o forma expositiva, hubiera sido formalista, en sentido kantiano (sin contenido).


Evidentemente, el problema de la experiencia puede ser reescrito y replanteado como problema a día de hoy; de hecho nos urge. Debemos, de alguna forma, tomar el testigo e inscribirnos en esta tradición crítica, porque nadie es imprescindible y aquello que a uno le faltó por pensar o formular, puede ser completado por quienes son conscientes de esa carencia; lo cual, no quita que, sin él, quienes así tratamos de hacerlo, no dejemos de sentirnos un poco solos e incomprendidos.


lunes, 6 de septiembre de 2010

Naturaleza muerta


El pintor hiperrealista (o hiperexpresionista) Antonio López es uno de esos artistas que, pese a la alta cotización de su obra en el mercado (del arte), no tiene cabida dentro del discurso con que los teóricos de Arte contemporáneo (no hablo de análisis estéticos) amordazan y privilegian determinadas prácticas o estilos de vida y, por todo ello, es denostado por la crítica. La razón de esta paradoja (que comienzo a pensar que es intrínseca a la falta de espíritu crítico de nuestra época) se debe, probablemente, a que Antonio López, que no usa gafas de pasta, que no suele frecuentar los ambientes oportunos y carece del pertinente título en contactología para la obtención de subvenciones y vivir del llanto, que no requiere de ninguna pose histriónica para que lo soporten o para soportarse o justificarse a sí mismo, tiene la cualidad de “saber pintar” y dominar la técnica del engaño o el artificio representacional como muy pocos, como desde luego no saben hacer los gallitos sin carisma que frecuentan el corral vomitivo de este decadente espectáculo que es nuestra Kultura (comencemos a escribir esta palabra con valentía).


No hace mucho, leía a un crítico suyo establecer una relación entre el resultado y el efecto de su obra y la práctica y el resultado de la fotografía. A grandes rasgos, su argumento ponía de relieve el carácter espectral de sus representaciones: la obsesión positivista por capt(ur)ar el instante de la cosa-ahí, su imposibilidad, daba paso a la representación de un fantasma, de algo ya difunto, que impregnaba su obra de ese halo mortuorio y tétrico que el tiempo impone sobre lo vivo cuando esto trata, sin acierto, sin suerte, de trascenderlo.


El tiempo en pugna, la cosa que no se deja atrapar y el devenir que se anuncia en el objeto resultante, en la vida que fue, en la ausencia macabra… todo ello se confabula para dar lugar a una representación que no es la de la obra, sino la de la pintura de Antonio López como expresión de una lucha que a todos nos concierne. Pues, a mi entender, esta contienda entre titanes que Antonio López desencadena con cada una de sus representaciones, más que un argumento en contra (por la imposibilidad de resultar victorioso), es el rasgo distintivo que hace de este artista castellano-manchego o de su pintura algo digno de ser valorado o tenido en cuenta para alcanzar un reconocimiento. Víctor Erice tuvo la lucidez de saber apreciar este hecho cuando puso en marcha y proyectó el rodaje de El sol del membrillo: aquello que eleva la práctica artística de Antonio López no es en sí mismo el resultado de una técnica depurada, obsesiva, métrica… por capt(ur)ar un instante concreto, irrepetible quizá, embalsamado, o emularlo cada vez que nuestra mirada, frente a uno de sus lienzos, es engañada y cree hallarse frente a una ventana hacia el mundo. Antonio López es un artista porque en esta relación impetuosa y tortuosa que mantiene con la vida o con lo vivo, con los objetos que le rodean, da su vida por vencer lo irreversible.


No importa que siempre, de alguna manera, pierda esta contienda; su dignidad está a salvo cada vez que enfrenta batalla, entrega su vida y muere en cada una de sus obras: momentos erguidos, altivos, sonrientes, frente a lo inexorable.


Resulta quimérico anteponerse a la temporalidad que todo lo marchita y agrieta; tarde o temprano, todo deviene en un cadáver (en no-ser). Las mejillas sonrojadas y plenas de vida serán mañana, sin remedio, la piel febril y escarchada que sintomatiza el fin inminente de lo que un día brilló con esplendor.


Frente al hecho trágico, nuestro héroe encorvado, nuestro ángel de la historia, como aquel personaje anacrónico al que frecuenta el objetivo de Wenders en la Biblioteca Estatal a lo largo de su cinta El cielo sobre Berlín, es un héroe de la derrota, un monumento a la Humanidad, a su tiempo, a lo irremplazable o irrecuperable… puesto que su tarea consiste, siempre sin resultado posible, en hacer justicia a la historia (la nuestra): este limbo inventado por nuestra especie para ofrecer resistencia y pugnar contra la única certeza que la vida nos ha revelado.


Su lucha sin cuartel es un homenaje a todo lo que somos, a la risa y al llanto, que, de alguna forma, logra restituir el crimen cometido sobre esa singularidad cuya máxima expresión de belleza es su inocente aspiración de eternidad, de Unidad, de universalidad.



***


Quizá fuera el Tiempo quien me reveló aquella madrugada eterna que somos seres divinos, no por lo que tenemos, las cualidades que nos atribuyen, o creemos tener, sino por aquello que supimos dar, pese a que nadie frecuente nuestro nicho y las rosas que lo adornan luzcan marchitas, ennegrecidas, como estampa espectral de una naturaleza muerta.



**


Pide un deseo. ¿Ya, lo tienes?


Eso creo.


Bien, ahora escríbelo en esa hoja.


¿En aquélla?


Sí, en esa cuartilla en blanco. Vale, perfecto, no lo enseñes, no quiero leerlo; pliega esa cuartilla en mil porciones, disminúyela hasta que ya te sea imposible continuar. ¿Lo tienes? Ahora no digas nada, acércate al río y arrójala; que el agua disuelva la tinta y borre tu escritura, deshaga el papel y lo arrastre y distribuya.


¿Crees que así se cumplirá?


Iluso, has destruido el deseo. ¿No lo ves? Ya nada te constriñe, puedes hacer y deshacer a tu antojo.


¿Entonces soy libre?


Sí, eso me temo; ésta es nuestra tragedia.