domingo, 11 de agosto de 2013

Héroes


Una vez hablé sobre el heroísmo en una entrada de este blog, escrita hace más de tres años -aunque leyéndola ahora parece que ha pasado toda una vida.

Por aquella época, quizá antes, escribí un artículo sobre el neorrealismo italiano para una revista que al final, por diversas razones, nunca llegó a publicarse. Lo titulé Tan sólo, el heroísmo, y reflexionaba sobre la categoría del anti-héroe como figura fundamental de la condición post-moderna, que tan bien refleja esta corriente italiana.

Había tomado como ejemplo al protagonista de uno de sus films más encomiados (Ladri di biciclette), Antonio Ricci, porque representa como ninguno al héroe de nuestros días. Se trata de un tipo de héroe que, tomando como punto de partida el concepto clásico, opera de forma antitética.

Me explico: el héroe clásico posee cualidades sobrehumanas y éstas son, precisamente, las que hacen posible que afronte y cumpla su destino. El acto heroico está predicho y sólo el héroe está destinado a consumarlo.

De forma antitética, el héroe contemporáneo, que es nuestro anti-héroe, puede ser cualquiera de nosotros; sólo basta el momento propicio, no se requieren cualidades sobrehumanas, todo lo contrario, se hace preciso, incluso, ser demasiado humano. Por esta razón, el héroe post-moderno nunca está llamado a cumplir un destino. Es el nombre común, un rostro cualquiera, una mujer o un hombre del montón, que surgen de la masa y que desaparecen entre la muchedumbre para no volver, el que se transmuta en héroe sin previo aviso, mientras los hechos se desencadenan para enclavarlo en la encrucijada en que nuestro héroe -¡ahora sí!- asume su rol para llevar a cabo lo imprevisible, lo que nadie habría de esperar.

Su derrota se consuma con la victoria de la vida y su heroísmo consiste en ensalzarla para todos nosotros.

Su épica no alcanza lo sobrenatural, su linaje no es divino. Sus actos nos producen admiración y consuelo, precisamente, por ello: porque es nadie, uno más, quien rompe la cadena de sucesos para hacer previsible lo inesperado.

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Ya tenía esta entrada en mente hace unas semanas cuando redactaba la última de ellas. Pero no quería hablaros sobre El ladrón de bicicletas, ni sobre por qué la censura española tradujo su título en singular y no en plural; tampoco quería hablaros sobre por qué los yihadistas del pensamiento positivo no hacen más que gala de un instrumento del que ya se valían los nazis para permanecer en el poder, y sobre todo, de lo que sí que no quería hablar es de por qué ésta era una práctica común en la España de post-guerra, como os voy a mostrar ahora mismo.

Versión original del final de la película:



Versión traducida al castellano (prestad atención al inserto de voz en off típica del NO-DO):




Ya os lo dije, nunca abracéis ideologías o filosofías que prescriban vuestro estado de ánimo. La realidad es tozuda y catártica; la belleza se encuentra en todas partes: si le niegas la mirada, pierdes una parte del mundo.

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Todo esto me vino a la mente hace unas semanas porque este verano no tendremos Hecco Homo, pero sí hemos tenido un espectáculo algo más dantesco y menos artístico que el de Cecilia. Un espectáculo que, cuando lo presencié, me hizo pensar de nuevo en Antonio Ricci y supe que me encontraba, una vez más, frente al héroe contemporáneo.

Mientras una parte del país despertaba de su apacible noche veraniega y las imágenes del Alvia descarrilando les recordaban lo que nadie debe nunca olvidar, pulvis et umbra sumus, comenzaba el juicio sumarísimo a su conductor.

No me importa su nombre, qué más da. Lo cierto es que, tras descartar el atentado terrorista, nuestra casta política lanzaba cometas al aire y culpaba directamente al operario; los medios de comunicación aplaudían con una mano y con la otra se masturbaban mirándose al espejo; los familiares de las víctimas volcaban su rabia y desconcierto con el más débil, al que alguno llamó “irresponsable” y en los grandes coloquios de cantina, entre gritos, se alzaba alguna voz concluyendo que el culpable del accidente solo podía ser uno.

En ese momento, no antes, este trabajador de Renfe se convertía en mi héroe. Leí sus palabras días antes: “Doblaba la velocidad […] me equivoqué, somos humanos” –gallego, por supuesto-. Esa semana pudimos volver a escuchar su versión frente a un juez: en todo momento reconocía su descuido, que achacaba a un error humano, incluso encubría, o realmente no recordaba, a su compañero, que, al parecer, segundos antes, hizo una llamada telefónica de rutina.

No buscaba su defensa, en ningún momento. Podía haber llamado la atención sobre el hecho de que todos los trabajadores de Renfe que habían conducido en esa línea reconocían la curva como un punto negro. Podría haberse excusado aduciendo que la curva en la que se produjo el accidente carecía de las medidas de seguridad que sí tienen la gran mayoría de trayectos ferroviarios europeos que, al parecer, sí pueden permitirse vivir por encima de sus posibilidades y cuidar de que su población no pierda miembros, cuerpos y familiares en accidentes de tren. Podría haber ido, incluso, más lejos y señalar con el dedo al responsable político que dio la concesión a la empresa constructora de la vía y que, durante unos años, ha financiado con grandes cantidades al partido que se la otorgó. Es más, podría haber contado frente a una cámara cómo la empresa Renfe premia y castiga a sus operarios según el tiempo empleado para realizar los trayectos, generando una carga de estrés entre sus trabajadores, a los que despiden en el caso de pedir la baja por estas razones.

No, este hombre que se convirtió en héroe, se sentó frente al juez pidiendo prácticamente que lo ajusticiaran porque no quería ni sabría vivir con un peso tan grande. Tartamudeaba y era incapaz de explicar lo sucedido; sólo podía sentirse culpable y asumir la responsabilidad que nadie, por encima de él, se atrevería a asumir: el peso más grande.


Hoy están en todas partes; son nuestros héroes y heroínas, no les deis la espalda.