viernes, 23 de diciembre de 2011

Ordenar y Castigar


Con un título similar (Vigilar y Castigar), Michel Foucault realizó un estudio -que no deberíamos olvidar- sobre la historia de las instituciones de castigo, que hacía, a su vez, evidentes los vínculos, reales, entre Saber y Poder (entre Ciencia e Institución), las formas en que el Poder se apropia del discurso (de los discursos) para dominar y ejercer la violencia, que es el poder usurpado (cualquier poder en manos de una institución, es un poder ilegítimo), y la manera en que toda esta lógica da lugar al discurso o ciencia psiquiátrica, que establece los límites entre razón y locura/salud y enfermedad.


Hago esta pequeña síntesis de lo que constituye la obra y pensamiento del sociólogo francés como forma de introducción a un asunto del que ya, alguna vez, me habréis oído hablar, y que hace unos días me llevó al quiosco para comprar el número 286 de El viejo topo. En este número aparece un artículo firmado por Clara Valverde (hija del catedrático Estética de la Universidad de Barcelona, José María Valverde, quien tuvo que tomar el camino del exilio a finales de los años cincuenta, y traductor al castellano de Hölderlin, Novalis, Goethe, Rilke, Dickens, T.S. Eliot, Walt Whitman o Joyce) titulado “El lenguaje positivo como ‘sentido común’ o el consentimiento del neoliberalismo”*.


Quienes me conocéis ya sabréis qué es lo que despertó mi interés cuando me hablaron de este artículo y la razón por la que, yo, que jamás gasto un solo céntimo en comprar algo que se puede encontrar de forma gratuita en las bibliotecas, me hice con un ejemplar de la revista (algo que podría haberme ahorrado, puesto que el artículo carece del desarrollo y tratamiento profundo del asunto al que mis expectativas se habían hecho a la idea y, además, a día de hoy, podéis encontrar múltiples versiones digitales por Internet). Aunque, igualmente, quisiera, aquí, exponer un breve resumen del artículo de Clara antes de hacer un par de observaciones sobre este tema.


Partiendo de tesis que, como hemos visto antes, podemos encontrar en Foucault o en Bourdieu, Valverde establece un paralelismo en la forma en que el Poder impone una determinada forma unívoca de ser y de pensar, para, posteriormente, criminalizar todo aquel discurso que, de alguna manera, plante cara al discurso dominante, y de cómo esta lógica (que es presuntamente neurótica o caldo de cultivo para la neurosis) es la que ha sido impuesta en el contexto de crisis social, económica y política de los últimos tiempos. Nos las vemos, efectivamente, como apunta ella, con que cualquier crítica vertida hacia las medidas neoliberales, o el discurso que culpabiliza a unas élites y excluye a las clases más bajas de los esfuerzos para salir de la crisis, es perseguido y condenado como “negativo” en loor de lo que hoy día ha sido llamado “pensamiento positivo”.


Ella atribuye esta exigencia de “pensamiento positivo” al modelo neoliberal, un sistema social que, ante períodos críticos como el que estamos viviendo, delimita discursivamente las actitudes promoviendo modelos de esfuerzo y competitividad (un claro ejemplo lo pudimos observar hace unos meses cuando el antiguo gobierno puso en marcha aquella campaña publicitaria que tenía por eslogan “junto podemos”, o ahora, que el antiguo Ministerio de Economía ha sido reconvertido en el nuevo Ministerio de Economía y Competitividad, incluyendo este concepto, el de “competitividad”, como contenido curricular en las escuelas de primaria y secundaria).


Efectivamente, nosotros somos los culpables… culpables de no creer, de no “emprender” ese esfuerzo, de no apretarnos el cinturón, de haber vivido ese sueño de la pasada década… Nosotros somos los culpables, nuestra negatividad ante los acontecimientos, es la culpable de los acontecimientos.


¡Ésta es la falacia! ¡Ésta es extrapolación! ¡Éste es el posterior atentado contra la ciudadanía!


Valverde se empeña en ligar este discurso al modelo neoliberal y rastrea su origen en Estados Unidos, donde impera la idea de que cualquiera de las injusticias o catástrofes no han de ser pensadas ni se ha de buscar a los culpables o sus causas, puesto que constituyen, en sí mismas, nuevas oportunidades. Trae el ejemplo de un cartel que podía leerse en una oficina pública norteamericana: “Los pensamiento positivos cambian la realidad”, y pone el énfasis en la falacia de esta “ley de la atracción” (los pensamientos positivos “atraen” aquello que se desea), concluyendo: “El pensamiento positivo predicado por el neoliberalismo anima a negar la realidad y asegura que si se piensa, por ejemplo, en tener dinero, el pensamiento en sí ya lo atraerá” (p. 35). Así, el reverenciado “espíritu emprendedor” con el que el Poder nos trata de seducir y a través del cual polariza la realidad con categorías morales culpabiliza de los hechos a los sujetos que sufren sus consecuencias.


Podemos observar esta lógica en cualquiera de las esferas sociales. Valverde hace especial hincapié en el ámbito sanitario: gran parte de las terapias cognitivo-conductuales que se practican hoy en día se basan en la “recompensa” ante pensamientos positivos y el “castigo” cuando se trata de pensamientos negativos. Se impone, como modelo de éxito social y empresarial, una actitud por encima de la realidad, que parte de una premisa (errónea) que atribuye el malestar (su causa) a la actitud negativa y no a esa realidad que la genera, de la que es deudora, y que es negada, ocultada, por un discurso, no sólo coercitivo (con las cosas y las personas), sino, además, violento.


Así, pues, el pensamiento negativo (ya sea el pesimismo o la crítica) es culpabilizado, criminalizado y atribuido al individuo, como patología, cuando, en realidad, es una pensamiento originado por un contexto, por una realidad social que lo provoca, de la que es deudor y en la que centra toda su atención. Condenar esta actitud, negarla, es una forma de ocultar esa realidad, para que, a su vez, las posibles causas, los factores que las han producido, que la han hecho posible, no sean debidamente identificadas, extrapolando la causalidad al sujeto que la padece. Por esta razón, nos recuerda Valverde, en las consultas de psiquiatría no se le hace hablar al paciente, no se le invita a comunicarse o a hacer comprender su malestar, a verbalizarlo y sacarlo a la luz; todo lo contrario, se lo reprime, se le ordena callar en su negatividad, se le medica y se le muestra un Powerpoint sobre la importancia del pensamiento positivo mientras que se le culpabiliza y criminaliza por su actitud negativa.


“El resultado es que la persona duda de sus verdad y de sus sentimientos sobre la situación y se siente juzgada por pensar lo que piensa. También se siente culpable por causarse su depresión. Sobretodo, después de asistir a las doce sesiones, la persona deprimida o con ansiedad estará aún más lejos de cuestionar la realidad socieconómica en la que vive.” (p. 38)


No voy a negar el hecho de que el modelo neoliberal haya recurrido a esta ideología, a esta moda positivista, como estratagema para desviar la atención sobre una realidad concreta y los culpables de esa realidad, pero atribuir esta lógica, que, por cierto no es novedosa, de forma exclusiva al modelo neoliberal encubre, de alguna otra forma, un fenómeno que forma parte de lo humano probablemente desde el mismo momento en que nuestra naturaleza trocó en condición. Cualquier terapia, ya sea cognitiva, conductual o una síntesis de ambas, constituye una forma de dominio, de vigilar y castigar al sujeto cuando se ve incapaz de imbricarse en un tejido social del que él, ya sea como excluido o como miembro de pleno derecho de esa sociedad, es una consecuencia, un producto de la misma. Desde un punto de vista histórico, cualquier sociedad que analicemos ha instado a autocensurar o castigar el pensamiento crítico: cualquier forma de discurso que muestre la contingencia de la realidad que lo circunscribe, las relaciones históricas que la han constituido o la sintomatología del sujeto resultante de esa realidad. Pese a que la actitud crítica y la percepción negativa en torno a lo dado ha sido y es el auténtico motor de esta historia, a día de hoy, en los albores de la postmodernidad, es la modernidad tardía, es esta reacción constante ante lo posible, ante lo que podría ser de otra forma plantando cara y enfrentándose a la necesidad que no es tal, la que criminaliza y excluye del ámbito del discurso la crítica a un estado de cosas que es el verdadero origen de esa crítica.


Pero vayamos por partes: precisamente porque vivimos en una sociedad coercitiva, que reprime y criminaliza determinados discursos negando una realidad percibida por el sujeto, la neurosis, el malestar irrevocable de nuestra cultura, ha propiciado temperamentos depresivos vinculados a actitudes negativas. Dichas actitudes, junto a la sospecha que las ampara, tienen la legitimidad de ser expresadas, pero pueden, a su vez, impedir la acción del sujeto; razón por la cual, determinadas terapias actúan contra la disposición creada en un sujeto a pensar en la incapacidad de poder-hacer. A ello, y también vinculado a ese malestar, se le suma la aparición o apropiación de modelos culturales externos a nuestra cultura, que cumplen la misma función que las terapias positivas, pero desde un punto de vista espiritual-religioso. Su aparición señala un malestar, la patología de una sociedad que vive de espaldas a la realidad, pero en ningún caso es privativa de un modelo neoliberal que lo ha instrumentalizado en un contexto muy concreto donde este discurso ha logrado incrustarse a la perfección.


En otras palabras, y como ya dije un día, nunca abraces ninguna ideología que prescriba como norma un estado de ánimo o actitud.


Nosotros no somos los culpables, nosotros somos la consecuencia. Y sí, podemos, negativamente, transformar esta realidad, pero no poniendo todo nuestro esfuerzo en sacarla adelante, sino sentando en el banquillo, señalando con el dedo, escribiendo con nombres y apellidos quiénes son los culpables. Y sí, podemos hablar, podemos contar, como suma, como relato, nuestro malestar, nuestra impotencia, nuestra rabia y, por supuesto, su historia, su origen, y, por qué no, su final.



Algún día.



* Valverde, C.: “El lenguaje positivo como ‘sentido común’ o el consentimiento del neoliberalismo”. En: El viejo topo, 2011; nº 286: pp. 33-39.