martes, 14 de febrero de 2017

Barroco


Un haz de luz, de luz densa y oblicua, con esa cualidad corpórea que la hace asemejarse a una lluvia de oro en su desplegarse por los contornos de este mobiliario que apenas me resulta familiar, ametralla la persiana de la alcoba y me despierta con la triste noticia de una geografía espectral ya olvidada: luces y sombras de un paisaje mítico y al mismo tiempo decadente que me niego a revivir.

Cansado y desorientado, sin los automatismos propios de quien anda por casa (de sentirme en casa o de estar en casa), me desprendo de las sábanas para alcanzar la ventana e, impaciente, recoger la persiana e iluminar la alcoba y disfrutar del único prodigio que esta ciudad, pobre y derrotada ciudad, puede ofrecerme.

Tras los cristales, la torre azulada del viejo palacete de los Saavedra, reconvertido en residencia de estudiantes, y, en primer plano, el desgranado escudo de la familia, tallado en piedra, junto al pequeño frontispicio barroco de su fachada principal.

Es un barrio de calles laberínticas, envejecido y oscurecido por el tiempo y un urbanismo inmaduro, omnívoro y carente de sensibilidad estética. La luz sólo alcanza a esta calle estrecha, antigua rambla, a primeras horas de la mañana. Es la misma luz que alumbró mis primeros pasos y que dio paso a las últimas sospechas. Guarda cierta materialidad al abrazarse a las cosas, como si quisiera plantarnos cara, con ese descaro de quien guarda la llave y puede hacer tambalear nuestro mundo en un instante, como si en su mano estuviera la verosimilitud de todo cuanto nos rodea. Se cuela por los callejones, por vidrieras de plomo oxidado, entre la mansedumbre del paso por el adoquinado de las calles-salón en torno al Casino; salta de fuentes, cabalgando sobre el chorro de agua al romper contra la piedra tallada, que sólo aspiran a eso: a ser fuente que refresca la plaza humilde y alegra esa vida de sucesión de balcones adornados con palmas secas y claveles.

Mendaz, como el falso oro del latón bañado en pobre metal que adorna las sacristías de barrio, las viejas capillas de barro y escayola, blancas y puntillosas en el detalle (hasta la exageración), que acompañan querubines, santos patronos de rasgos bizantinos e imposibles volutas también doradas que nunca lograrán ocultar, si es que acaso lo pretenden, antiguas reminiscencias arabescas.

El barroco tiene que ver con cierta retórica exhibicionista, con una teatralidad cuyo fin último no es tanto engañar y entretener, puede que, en algún caso, infundir temor, sino todo lo contrario: como un mostrarse entre bambalinas, como un saber hacer que se explica a sí mismo, que pide ser explicado por sí mismo.

Y esto te lo dices a ti mismo en tu infructuosa búsqueda de algún escenario que te haga olvidar, en tus denodados paseos vespertinos por los cuatro puntos cardinales de la ciudad (como quien buscara un resquicio entre los muros de la fortaleza por el que emprender una nueva huida, esta huida sin fin): ¿Cómo es posible que alguien tan exacerbadamente barroco como tú pueda sentirse tan a disgusto por estas calles, tan desnudo frente a estas estampas que bien podrías describir con los ojos cerrados?

El caso es que te sientes un extranjero y que todos te tratan como tal: lo dice tu DNI; algo en tu acento, por mucho que trates de impostarlo, te delata; incluso tus costumbres despiertas sospechas y confabuladas miradas entre los domingueros que acuden cada fin de semana a estos barrios a pasar el día por entre las calles de tu infancia y de tu primera juventud.

No puedes más que emular a Franz Tunda, ese Odiseo moderno, en su viraje por Europa: extranjero sin patria, pues no hay patria a la que regresar; enfrentado al lento proceso de reconocimiento que hace de él un sujeto siniestro ante el que todos guardan cierta distancia, sólo estrechada por incómodos lazos filiales o viejas frecuencias que ahora enmudecen los rostros conocidos. De esta forma, perdido el derecho de ciudadanía, también se le niega el derecho al anonimato: ese andar, enfermizo y abstraído, cuasi reflexivo, sin prestar atención, por la calle. Un extranjero (aquí y allá) al que todo el mundo quiere saludar pero al que nadie, jamás, perdonará su deserción. Un extranjero en casa y un (feliz y anónimo) habitante en cualquier otro lugar.

De modo que aquí me veo: es 12 de febrero, las cuatro de la tarde, los comercios permanecen vacíos desde hace ya casi diez años, y no porque sea domingo, y las familias ocupan los bancos soleados de la plaza; en las tabernas y terrazas charlan animadamente los emprendedores, algún comercial de triste estampa se entretiene más de la cuenta empolvándose la nariz en un aseo sombrío mientras coquetea con ese otro medio gramo que no le cabe en la mano, en las orillas del Segura un padre y un hijo lanzan el sedal de sus cañas sin demasiada esperanza y una joven pareja sin plena conciencia de la vida se besa camino del Malecón. Justo en ese momento, allí estaba yo, otro Franz Tunda: 38 años, salud complicada, mirada despierta y algunas monedas prestadas en el bolsillo; un hombre que quizá fue joven y pudo tener algún que otro talento, en la plaza, frente al busto de Salcillo, en un rincón apartado del mundo, sin saber qué hacer. Un tipo cualquiera, sin profesión, ni alegría, ni esperanzas, ni ambición... ni siquiera egoísmo. Nadie en el mundo era en ese momento tan superfluo y prescindible como yo.




Murcia, 12 de febrero de 2017