lunes, 30 de diciembre de 2013

Acuerdos


Recuerdo que un día prometí publicar aquí algo que tenía en mente sobre el contrato social y, como esta mañana me he levantado con ánimo montaigneano, he decidido tirar la casa por la ventana, apagar el móvil e ignorar una caterva obstinada de mails febriles que se reproducían como setas con signos de exclamación en la bandeja de entrada. Luego he prendido un pitillo y aquí va.

No esperéis un análisis teórico, os lo advierto, para eso sólo tenéis que robar cualquier edición de ensayo de alguna biblioteca pública y completar ese hueco que tenéis junto a Benjamin o Marx en vuestra biblioteca privada. Yo aquí vengo a decir cosas raras y a no defraudar a esos cuatro gatos que tienen a bien el gusto de visitarme y además no me insultan; para la doxa, hay doxógrafos mejores.

Veamos, cómo era aquello… Sí, todos sabemos lo que es el contrato social porque todos hemos visto la película aquella en que unos niños-bien naufragan en una isla en la que sólo hay cocos y jabalíes y comienzan a comportarse como sus padres pero sin que nadie los mire. Eso, y que también todos vimos el lamentable espectáculo que dio Gustavo Bueno cuando accedió a ir como contertulio a la primera edición de Gran Hermano aquí en el país de la amistad.

(Explicarle a un español lo que es el contrato social es como tratar de explicarle a la cigarra el cuento de la Hormiga y la cigarra.)

El caso es que hubo un tiempo en que unos señores cuyos nombres en castellano suenan muy mal dedujeron que hubo otro tiempo anterior a ese tiempo en que nosotros vivíamos en un estado de naturaleza. A grandes rasgos: para aquellos a quienes la histórica del Génesis les resulta verosímil, ése fue el único momento de paz, concordia y felicidad para nuestra especie; fue el desarrollo social el que nos pervirtió e hizo necesaria la firma de un contrato o pacto para no matarnos los unos a los otros, aunque de vez en cuando lo rompemos porque somos gente inconstante y socialmente corrompida. Los menos cándidos simplemente intuían que esto siempre había sido así y que ese pacto o contrato social, que las sociedades en definitiva, tenía lugar para evitarlo o tratar de evitarlo siempre que fuera posible.

Bien fuera por uno u otro lado, el caso es que esta idea siempre ha servido para justificar y legitimar los estados nación modernos.

Sin embargo hay un tipo que decía cosas raras y que a mí me gusta leer de vez en cuando, pese a que muriera joven y apenas dejó obra. No es del todo desconocido, muchos tipos serios lo conocen bien. Lo único malo es que es francés (es broma…). Fue íntimo amigo de Montaigne (se rumorea incluso que hubo algo más que amistad y la verdad es que éste es vehemente y apasionado a la hora de hablar de su amigo). Se llamaba Etienne de la Boétie y, como yo, también le daba vueltas a esta idea del contrato social cuando escribió su Discurso sobre la servidumbre voluntaria con 17 o 18 años; no era un discurso público, sino un manuscrito que circulaba entre amigos y que, pasados los años y sin que nadie pudiera preverlo, terminó por convertirse en uno de los textos fundacionales del anarquismo.

Nuestro joven amigo era un tipo raro, como lo son todos aquellos que comprenden la condición humana. Pero también lo era porque hacía preguntas que nadie se había hecho (o no se había atrevido hacer). A él no le interesaba determinar la naturaleza humana, su origen bondadoso o malvado. Esta disyuntiva, como a mí, le parecía absurda; como también creía Montaigne. A La Boétie le interesaba contestar a esta pregunta: ¿por qué, un grupo amplio e indeterminado de individuos, es capaz y permite que un solo hombre les gobierne o les tiranice? Lo que adaptado a nuestro tiempo puede ser traducido: ¿por qué una sociedad se deja manipular y tiranizar por una élite que la gobierna?

No hay designios divinos, no hay Espíritu en el horizonte y las condiciones materiales son azarosas y tan imprevisibles que ninguna lógica ha sabido domeñarlas. La respuesta a esta pregunta la encuentra nuestro impetuoso amigo en la misma “condición” humana.

Subrayo condición, una vez más, para diferenciar esta idea del concepto de “naturaleza” porque La Boétie tampoco cree que nuestras sociedades sean el resultado de lo que nosotros entendemos por naturaleza. Para él, la naturaleza es, más o menos, lo que nosotros entenderíamos por cultura. Diferenciaba (sí, él tampoco logró librarse de esa mala costumbre de pensar mediante categorías entrelazadas; una pena), de alguna forma, entre lo innato y lo natural, que era nuestra “natural” tendencia a actuar según la educación o la costumbre. Según sus propias palabras: “La naturaleza del hombre es ser libre y querer serlo. Pero también su naturaleza es tal que, de una forma natural, se inclina hacia donde lo lleva su educación”.

Si pasamos por alto ese uso que hace del concepto de libertad, que aunque parezca aburridamente moderno tiene mucha más miga pero tendría que extenderme y esto dejaría de ser gracioso, La Boétie está diciendo –ahora en cristiano- una obviedad: que nuestras sociedades son el resultado de nuestra natural inclinación a imitar y actuar según la costumbre.

¿Por qué diablos millones de personas se dejan tiranizar por unas docenas? ¿Por qué, sabiendo que nuestras sociedades y formas de vida son contingentes, somos incapaces de construir otras sociedades distintas?

Por costumbre. Así de sencillo y, a la vez, tan difícil de comprender (que no significa lo mismo que entender). Él lo explica mejor que nadie:

Son cuatro o cinco los que sostienen al tirano […] Siempre han sido cinco o seis los confidentes del tirano, los que se acercan a él por su propia voluntad […] y los que se reparten el botín de sus pillajes. […] Estos seis tiene a seiscientos hombres bajo su poder, a los que manipular y a quienes corromper […] Estos seiscientos tienen bajo su poder a seis mil […] El que quiera entretenerse desenredando esta red, verá que no son seis mil, sino cien mil, millones, los que tienen sujeto al tirano […] al fin hay casi tanta gente para quien la tiranía es provechosa como para quien la libertad sería deseable. […] Así es como el tirano somete a sus súbditos, a unos por medio de otros.

Etienne de la Boétie escribió el Discurso sobre la servidumbre voluntaria en 1546(/48). Pensaba añadir algo más, pero se me han quitado las ganas, voy a conseguir que aun más gente me odie y, al fin y al cabo, son días de paz, amor y felicidad… Sólo una pregunta: ¿cuál debería ser la reacción “natural” de la población si hace más de tres años que el contrato está roto y tratan de reescribirlo a nuestras espaldas?

[Disculpad que no me prodigue en exceso por aquí, pero es que ya apenas puedo permitirme algunos excesos o licencias literarias como los de antes para cumplir con el blog. Se me ha pasado por la cabeza crear uno completamente anónimo para ese exclusivo fin. Quién sabe…]

domingo, 11 de agosto de 2013

Héroes


Una vez hablé sobre el heroísmo en una entrada de este blog, escrita hace más de tres años -aunque leyéndola ahora parece que ha pasado toda una vida.

Por aquella época, quizá antes, escribí un artículo sobre el neorrealismo italiano para una revista que al final, por diversas razones, nunca llegó a publicarse. Lo titulé Tan sólo, el heroísmo, y reflexionaba sobre la categoría del anti-héroe como figura fundamental de la condición post-moderna, que tan bien refleja esta corriente italiana.

Había tomado como ejemplo al protagonista de uno de sus films más encomiados (Ladri di biciclette), Antonio Ricci, porque representa como ninguno al héroe de nuestros días. Se trata de un tipo de héroe que, tomando como punto de partida el concepto clásico, opera de forma antitética.

Me explico: el héroe clásico posee cualidades sobrehumanas y éstas son, precisamente, las que hacen posible que afronte y cumpla su destino. El acto heroico está predicho y sólo el héroe está destinado a consumarlo.

De forma antitética, el héroe contemporáneo, que es nuestro anti-héroe, puede ser cualquiera de nosotros; sólo basta el momento propicio, no se requieren cualidades sobrehumanas, todo lo contrario, se hace preciso, incluso, ser demasiado humano. Por esta razón, el héroe post-moderno nunca está llamado a cumplir un destino. Es el nombre común, un rostro cualquiera, una mujer o un hombre del montón, que surgen de la masa y que desaparecen entre la muchedumbre para no volver, el que se transmuta en héroe sin previo aviso, mientras los hechos se desencadenan para enclavarlo en la encrucijada en que nuestro héroe -¡ahora sí!- asume su rol para llevar a cabo lo imprevisible, lo que nadie habría de esperar.

Su derrota se consuma con la victoria de la vida y su heroísmo consiste en ensalzarla para todos nosotros.

Su épica no alcanza lo sobrenatural, su linaje no es divino. Sus actos nos producen admiración y consuelo, precisamente, por ello: porque es nadie, uno más, quien rompe la cadena de sucesos para hacer previsible lo inesperado.

*

Ya tenía esta entrada en mente hace unas semanas cuando redactaba la última de ellas. Pero no quería hablaros sobre El ladrón de bicicletas, ni sobre por qué la censura española tradujo su título en singular y no en plural; tampoco quería hablaros sobre por qué los yihadistas del pensamiento positivo no hacen más que gala de un instrumento del que ya se valían los nazis para permanecer en el poder, y sobre todo, de lo que sí que no quería hablar es de por qué ésta era una práctica común en la España de post-guerra, como os voy a mostrar ahora mismo.

Versión original del final de la película:



Versión traducida al castellano (prestad atención al inserto de voz en off típica del NO-DO):




Ya os lo dije, nunca abracéis ideologías o filosofías que prescriban vuestro estado de ánimo. La realidad es tozuda y catártica; la belleza se encuentra en todas partes: si le niegas la mirada, pierdes una parte del mundo.

**

Todo esto me vino a la mente hace unas semanas porque este verano no tendremos Hecco Homo, pero sí hemos tenido un espectáculo algo más dantesco y menos artístico que el de Cecilia. Un espectáculo que, cuando lo presencié, me hizo pensar de nuevo en Antonio Ricci y supe que me encontraba, una vez más, frente al héroe contemporáneo.

Mientras una parte del país despertaba de su apacible noche veraniega y las imágenes del Alvia descarrilando les recordaban lo que nadie debe nunca olvidar, pulvis et umbra sumus, comenzaba el juicio sumarísimo a su conductor.

No me importa su nombre, qué más da. Lo cierto es que, tras descartar el atentado terrorista, nuestra casta política lanzaba cometas al aire y culpaba directamente al operario; los medios de comunicación aplaudían con una mano y con la otra se masturbaban mirándose al espejo; los familiares de las víctimas volcaban su rabia y desconcierto con el más débil, al que alguno llamó “irresponsable” y en los grandes coloquios de cantina, entre gritos, se alzaba alguna voz concluyendo que el culpable del accidente solo podía ser uno.

En ese momento, no antes, este trabajador de Renfe se convertía en mi héroe. Leí sus palabras días antes: “Doblaba la velocidad […] me equivoqué, somos humanos” –gallego, por supuesto-. Esa semana pudimos volver a escuchar su versión frente a un juez: en todo momento reconocía su descuido, que achacaba a un error humano, incluso encubría, o realmente no recordaba, a su compañero, que, al parecer, segundos antes, hizo una llamada telefónica de rutina.

No buscaba su defensa, en ningún momento. Podía haber llamado la atención sobre el hecho de que todos los trabajadores de Renfe que habían conducido en esa línea reconocían la curva como un punto negro. Podría haberse excusado aduciendo que la curva en la que se produjo el accidente carecía de las medidas de seguridad que sí tienen la gran mayoría de trayectos ferroviarios europeos que, al parecer, sí pueden permitirse vivir por encima de sus posibilidades y cuidar de que su población no pierda miembros, cuerpos y familiares en accidentes de tren. Podría haber ido, incluso, más lejos y señalar con el dedo al responsable político que dio la concesión a la empresa constructora de la vía y que, durante unos años, ha financiado con grandes cantidades al partido que se la otorgó. Es más, podría haber contado frente a una cámara cómo la empresa Renfe premia y castiga a sus operarios según el tiempo empleado para realizar los trayectos, generando una carga de estrés entre sus trabajadores, a los que despiden en el caso de pedir la baja por estas razones.

No, este hombre que se convirtió en héroe, se sentó frente al juez pidiendo prácticamente que lo ajusticiaran porque no quería ni sabría vivir con un peso tan grande. Tartamudeaba y era incapaz de explicar lo sucedido; sólo podía sentirse culpable y asumir la responsabilidad que nadie, por encima de él, se atrevería a asumir: el peso más grande.


Hoy están en todas partes; son nuestros héroes y heroínas, no les deis la espalda.

miércoles, 24 de julio de 2013

Rai


No había cumplido aún 25 años el día en que llegué a Barcelona. Atrás dejaba una primera juventud invertida en bibliotecas y aulas de universidad; en los bares, cafés y restaurantes en los que trabajé para pagar mis estudios y mantenerme, refugiado en la fantasía de una vida que estaba en otra parte.

Había dado pasos erráticos por otras ciudades, por otras universidades… pero cinco años antes de pisar Barcelona, volví a recalar en mi ciudad de origen para comenzar la carrera de Filosofía.

Tras dos años de carrera y una “crisis” que casi termina conmigo y que comenzó una noche que cayó en mis manos un ensayo de Nietzsche (y de la que logré curarme encerrado un año y medio pintando cuadros que regalaba a todo aquel que viniera a visitarme), sin habérmelo propuesto, comencé a obtener altas calificaciones en gran parte de las asignaturas. Era intuitivo, caótico (asistemático lo llaman algunos) y lo suficientemente neurótico como para establecer originales referencias y conexiones en torno a todas aquellas teorías. Y así me hice, cada día, más iconoclasta; mientras comenzaba a salir de mi mundo. Me licencié y, gracias a este esfuerzo, a aquella pasión con que viví esos años, obtuve una beca para comenzar los estudios de doctorado en Barcelona.

Durante unos meses, los únicos de mi vida, casi pude acariciar esa vida que siempre antes había estado en otra parte. Fueron años introspectivos, también muy reflexivos, dedicados esencialmente a temas que no suelen ocupar las mentes de quienes tienen por prioridad mantenerse con vida hasta el final del día; así, uno tras otro.

No sé muy bien cómo o cuándo la frenética sucesión de acontecimientos desembocó en el punto en el que ahora arranca esta voz que escribe. Las miradas se quiebran y los parasiempres son meros juegos de palabras… No está bien trazar estas causalidades.

El caso es que llegó ese día en que comencé a ver cómo cada puerta, todas ellas, se cerraba sin que yo pudiera cruzar el umbral del lugar que nos(me) habían prometido, mientras yo corría, subido a alguna bicicleta, robada o legítima, tratando, en vano, de anteponerme a lo que, retrospectivamente, ha dado forma a este hado.

Sin haberlo previsto, sin necesidad y con una juventud que cada día que pasa se me escapa aún más de entre las manos, comenzó esta nueva gira errática que quienes me visitáis habréis podido reconstruir con mis palabras de los últimos meses (¿o van ya tres años?).

No sé.

Mientras todo esto sucedía, mientras cada giro o truco de magia con el que agónicamente intentaba escapar a esta humanidad que nos acecha era rechazado con una bofetada, en el mejor de los casos, y el continuo fracaso se convertía en una constante en mi vida, el destino sepultaba a la persona en la que me había convertido y un halo de inseguridad se ha ido apoderando de cada una de mis palabras y mis decisiones.

La peor de las desconfianzas es la que uno se da a sí mismo.

Todas las estaciones han sido de paso, pocas cosas han quedado y esas pocas han sido las que me han salvado la vida una y otra vez.

Y así me asomaba a la ventana, como el animal herido, para observar incrédulo y rencoroso la facilidad con que todos a mi alrededor medraban y cumplían sus ciclos vitales cuando yo era expulsado cada día del paraíso sin que nadie alcanzara a ofrecer una explicación. Porque cada día se sorteaba la suerte de la gracia o la desgracia y mi nombre, en muchas ocasiones, ni tan siquiera se encontraba en ese bombo.

Luego llegó todo lo demás, por inercia, porque yo estaba allí y porque en un principio, en aquellos días, todo parecía posible. Y hubo algún instante en que casi llegamos a tocar el cielo

Volvió la sed y el frío; esta insoportable sed que me abrasa la garganta y me hace decir idioteces; este frío que me paraliza incluso algunas noches de verano (como ésta).

No malinterpretéis mis palabras. Ya os lo dije, nosotros no somos ángeles; yo menos, yo no soy nada.

No me arrepiento de mis palabras. No arrepentirme de ninguna decisión es otra de tantas decisiones. El único reducto de mi libertad es este espacio, en el que, aunque cada día sea menos anónimo, me niego a la autocensura. Los funcionarios de los cuerpos de seguridad no saben cómo tomarme, y eso es divertido. Los que me visitáis, gran parte, no me conocéis, y eso me hace ser aún más libre, puesto que no me veo en la obligación de ser fiel a mí mismo y puedo hacer cuantas pruebas quiera en esto que para mí no es más que un laboratorio de experimentación (en el que he aprendido mucho) y un bizarro y constante ensayo de mí mismo.

Yo soy Rai y me sienta mal cualquiera de los trajes con los que hay que salir a la calle; dejadme, al menos, ser aquí. Mi única promesa es que, a cambio, y como podéis comprobar, siempre comparezco desnudo. Y todos sabemos que, hoy en día, las comparecencias escasean y los cuerpos tienen hambre, sed y sueño.





jueves, 20 de junio de 2013

Violencias (II)



No recuerdo en qué medio me hice con esta imagen, representa a un grupo de jóvenes de esa incipiente clase media turca sobrepasando una de las muchas barricadas que han sido levantadas con adoquines estos días en Ankara u otras ciudades de la república. En primer plano podemos observar a una chica joven tratando de sortear un adoquín de gran tamaño, de los que se utilizan para construir los bordes de las aceras, con el brazo derecho en alto, haciendo el signo, supongo, de la victoria. En segundo plano ondea una bandera turca, la media luna y la estrella; no se aprecia el rostro de la persona que la levanta; es un chico, parece joven.

Publiqué esta misma fotografía en una red social con el epígrafe “Escenificando antiguos mitos; repensando a Delacroix”.

(Ya lo sé, a veces soy un friqui.)

No era el único, claro está, que había estableció esta similitud. Pude ver comentarios por el estilo bajo esta misma imagen en otras páginas web, foros… Lo curioso de todo es que las diferencias con el cuadro de Delacroix y la imagen son muchas; menciono de pasada alguna de ellas: desde un punto de vista compositivo, el cuadro de Delacroix tiene una estructura triangular, con una base de cadáveres sobre los que parece precipitarse una multitud encolerizada y guiada en primer plano por la Marianne con los pechos al descubierto que, al parecer, representa/simboliza (ya sabéis algunos que soy un auténtico descreído para eso que llaman iconografía) la Libertad, mientras yergue la bandera tricolor francesa. Cuentan que Delacroix decidió esta composición como referencia a la Le Radeau de la Méduse de Théodore Géricault, un pinto romántico francés; pero esto también forma parte de esa malla imposible de descifrar que es el sentido y de la que algunos pretenden hacer una ciencia por medio de la semiótica, la iconografía o vete a saber qué otras teorías, naturalistas o no, sobre la significación. Lo cierto es que ambas obras se asemejan porque una nos trae a la otra en recuerdo. Del mismo modo que la fotografía de Ankara nos recuerda a la La Liberté guidant le peuple; pese a que, como digo, hay más diferencias que similitudes. Una similitud podría ser que, efectivamente, quienes van en la cabeza en ambas imágenes es una o varias personas que parecen representar más bien a la clase burguesa (algún día escribiré algo sobre este concepto, que yo quiero reivindicar; para expurgarlo de cualquier semántica de tradición marxista). En el cuadro de Delacroix, detrás de la figura del burgués, están representadas otras clases sociales, como fórmula para representar la unión del pueblo frente a las instituciones del ancien régime. Sabemos, y no por lo poco que se filtra o los medios oficiales de comunicación nos cuentan, que la de Turquía no es, como pudieron ser los acontecimiento de mayo de hace dos años en España u otras manifestaciones similares que se están dando en todos los continentes, una revuelta de la clase media. Sabemos que, entre la multitud, a estos que los medios de comunicación oficiales llaman “minoría violenta”, se encuentran, en mayor medida, aunque no siempre sea así, integrantes de las clases más bajas de Ankara; pese a que en esta fotografía no se los observe en segundo plano, como en el cuadro de Delacroix.


Pero la mayor diferencia entre ambas imágenes es la actitud de los personajes y lo que éstos se llevan entre manos. En el lienzo de Delacroix observamos a un “burgués” (repito que hay que tener mucho cuidado con este término) con escopeta y a gentes del pueblo llano con sables y cuchillos en alto; el niño que acompaña a la mujer dispara al cielo mientras sostiene una pistola, también de pequeño calibre, con la otra mano. En la imagen de Ankara los personajes no llevan nada en las manos; bueno, uno lleva una botella de agua y otro, incluso, sube por la barricada con las manos en los bolsillos…

Después de re-pensarlo, quizá ambas imágenes no tengan nada en común y sea, precisamente, como afirma Derrida, la diferencia (y no una esencia compartida o una presencia unívoca) lo que establece la referencia a partir de la cual se nos da la significación. Aun así, y eso es lo que tiene el sentido, la referencia es tozuda; quizá sea la bandera hondeando en lo alto de la imagen, quizá sea la coincidencia de una base en forma de barricada, inestable, y cierta triangularidad compartida (que en la fotografía no es tan evidente), quizá simplemente sea un deseo… Lo cierto es que, entre ambas imágenes, parece levantarse un puente o un lazo que hace que una nos remita a la otra y –ahora– viceversa.

No hay manera.

Hace unos meses titulé una entrada con el mismo título que ésta (la he releído y es un tostón). Y ahora, que todavía estoy perplejo por lo fácil que me dejo llevar por ciertos juegos significativos, sean estos premeditados o casuales, vuelvo a dar vueltas al concepto.

La violencia es algo malo, que todos estamos llamados a condenar; pese a estar extremadamente ligada a nuestra condición. “Que eso no se dice, que eso no se hace, que eso no se toca…” Porque esto que ahora llaman violencia forma parte de nuestra cultura (“No hay documento de la cultura que no sea a la vez un documento de la barbarie”…). ¿Acaso nadie se ha preguntado, entonces, por qué una escena tan “violenta” como la del cuadro de Delacroix permanece en un lugar de honor en el Louvre; por no hablar no hablar de la letra del himno francés?

O nuestro concepto de “violencia” ha cambiado (y nosotros no hemos vuelto más civilizados) o aquí sucede algo que permanece oculto.

Pero hoy no quiero hablar (exclusivamente) sobre la violencia, aunque esta entrada lleve ese título, ya que hace mucho tiempo que estoy convencido de que la peor violencia es la que se ejerce para transfigurar un concepto con la intención de reprimir o trastocar la realidad. Ya lo he dicho mil y una veces: la violencia sólo puede ejercerla alguien en condiciones de superioridad con respecto al objeto o sujeto de la misma, cuando, además, hay ensañamiento; no al contrario, ya que, cuando así sucede, como por ejemplo, cuando una multitud armada como bien puede se enfrenta a un ejército urbano con la intención de re-conquistar su soberanía, se está ejerciendo la “fuerza” que de la multitud emana, no así la violencia. Sin embargo, dejamos que nos adoctrinen cada vez que denominan, erróneamente, a la guardia pretoriana “fuerzas de seguridad”. ¿Nos os llama la atención la violencia con que ha sido transmutada la significación de uno a otro concepto? Ellos reconocen que existe una forma de “fuerza” legítima y que toda la que nos tal, es “violenta”. En otras palabras, encubren la violencia evidente que doscientas personas protegidas con armadura y armadas pueden ejercer sobre una multitud desarmada, para más tarde, legitimarla como fuerza en contraposición a la “ilegítima”, que es tildada de violenta.

No, ambas imágenes no se parecen en nada. Delacroix ejemplifica un paradigma que hoy en día, parece, resulta poco operativo; ya que si repito lo que cabo de decir en cualquier círculo, habrá quien me interrumpa, me cuente una fábula de hormigas, me señale una pera podrida a cambio de doctrina barata y me llame violento, anti-demócrata, marxista (¡y esto sí que no!) trasnochado… Durante la Edad Moderna, que ha sido una etapa de re-conquista, imágenes como las del cuadro de Delacroix concentraban en sí un aspecto romántico, ya que representaban la exaltación de unas pasiones en pos de una idea que había sido legitimada por una amplia comunidad que las aplaudía. La nuestra es otra época y el pueblo sólo se deja guiar por el miedo. Por esta razón escuché no hace mucho de labios de una persona que ya tiene poco que perder y mucho que contar, que lo nuestro era aun peor que lo suyo: ellos soportaron cuarenta años de silencio, pero al menos perdieron una guerra, ofrecieron resistencia, lloraron a sus muertos y vivieron una muerte en vida con el vago pero persistente recuerdo de que hubo un día, una época, en que su dignidad pesó más que cualquier otro aspecto razonable de sus vidas. Nosotros, al contrario, estamos condenados a una forma de totalitarismo más sutil, cierto, pero tanto o más devastador y violento, sin haber pegado un solo tiro, sin haber plantado cara, sin haber ejercido el derecho legítimo de resistencia ante la ocupación, expolio y secuestro de nuestras vidas.

Por esta razón, el clima y las escenas de nuestras vidas cotidianas no son las que habría de esperar en una Europa pre-bélica, sino que se asemejan, y cada vez más, a las estampas que todos conocemos de la posguerra: el tiempo de los vencidos.

Lo curioso, ahora que lo verbalizo, es que algo parecido, en otro contexto, comentaba con una persona hace dos años tratando de analizar el mercado editorial en plena vorágine financiera. No recuerdo bien el hilo de la conversación, pero por aquel entonces, cuando aún mi vida no había, del todo, tocado fondo, daba vueltas a la idea de rescatar aquel cine o literatura de posguerra. Cuando era niño me gustaban las películas de aquella época (crecí viendo cine, no me gustaban los dibujos animados en exceso) porque me hacían reír, en algunos casos, y eran enternecedoras, en otros. Fuera como fuera, se trata de unos productos culturales que, en su época, tuvieron por objeto, más que representar una realidad histórica (que era silenciada), evadir a la población, cuando se trataba de comedias, de la triste e insoportable realidad en la que transcurrían sus vidas, o sentirse identificados (“mal de muchos…”) y verse representados para reincorporarse a esas vidas, de alguna forma, renovados. La mía era otra mirada y el efecto que en mí producían era también diferente. Supongo que donde ellos reían, yo no entendía nada; donde ellos lloraban, quizá yo reía…

Hace unos días, después de releer algunas novelas de la época, estuve viendo una de esas películas y, quizá porque mi mirada también ha cambiado y ya no es la misma, quizá porque ahora se asemeje más al tipo de mirada para el que fueron hechas, no lograba sonreír viendo las mismas escenas con las que en otro tiempo sí lo hacia, o si lo conseguía, la sonrisa y la sensación era de amargura, de complicidad… pues reconocía como vividas muchas de esas escenas, que cobraban nuevo significado.

Y es que hace meses que todos vivimos una posguerra (sin haber dado un solo tiro), basta con salir a la calle para darse cuenta. Quienes, por ahora, han conseguido eludir la condena, miran hacia otro lado muertos de miedo, o esconden ese miedo “tratando” de proseguir con sus vidas como si nada hubiera sucedido. Pero algo ha sucedido y somos muchos los que no estamos dispuestos al olvido. A veces pienso que la principal culpable de la futura y presente miseria de buena parte de la población europea, algo así como dos generaciones completas, es la clase media, que ha visto reducido su poder adquisitivo junto a sus derechos más básicos, pero se ha negado a salir en masa e insistentemente a la calle para deponer a sus gobiernos y dar un vuelco a los acontecimientos. Por contraposición, parece que han desaparecido lo que tradicionalmente se llamaban las “clases bajas”; ahora el mundo se divide de otra forma: entre quienes han tenido suerte –por el momento– y quienes no.

Yo he visto cosas que no hace falta creer (¡ups!), que todos vosotros podríais ver con sólo salir a la calle y mirar donde hay que mirar, pues hoy lo sórdido no tiene velo. Todo esto no es presunción. Abajo, en la calle, esta misma noche, doctores en física se disputan verdura podrida en un contenedor de basura con abogados recién licenciados y jubilados peligrosos cuando de conseguir una col enmohecida se trata. En nuestros barrios hay edificios ocupados por las bravas por miembros de hasta cinco generaciones distintas; muchos de sus integrantes, hace cinco años, firmaban hipotecas y decoraban sus casas con muebles suecos. Hoy rectan por las calles arrastrando su vergüenza y los despojos de quienes no ven o no quieren mirar. Un desconocido se parte la cara por otro desconocido; alguien grita al fondo del callejón, es un sonido gutural, con un sentido más diáfano que el de cualquier palabra; hermanos y amigos se la juegan unos a otros –no quieren ser apartados de la competición–, por conseguir un trabajo de setecientos euros por cuarenta y cinco horas semanales. Una madre empapa pan duro en agua y lo introduce en la boca de su hijo…

¿Acaso así podemos mentir el hambre?

Hemos comprendido la gran diferencia entre el hambre y las ganas de comer, y que el hambre no se quita, tan sólo, comiendo.

Este hambre no cesa ni cesará –es como mi sed.

(… por eso aquel niño no dejaba de llorar.)

En estos últimos tiempos hemos visto todo lo que no querríamos ni hubiéramos esperado ver, menos aún vivir. Y ésta es la razón por la que no puedo evitar sentir el deseo de que todo esto, tarde o temprano, les estalle en la cara.

Lo único bueno es que todo lo superfluo desaparece. No te cabe duda de cuáles son las cuatro cosas buenas de esta vida y que aquellos que te miran ordinariamente a la cara, los que nunca se han ido, esos son los que merecen la pena.

Todo lo demás no es más que lo demás.


***

Estos versos son de Miguel Hernández, quizá no sean su mejor poema, pero siempre han despertado mi atención. Anteriormente los había interpretado de una manera, la otra noche les di otro sentido; ahora creo que es una de las mejores cosas que se han escrito en castellano en el último siglo (el pasado, ya sabéis que el futuro no existe). Cualquiera de los dos sentidos me los guardo, pero os dejo el poema.




Canción última

Pintada, no vacía:
pintada está mi casa
del color de las grandes
pasiones y desgracias.

Regresará del llanto
adonde fue llevada
con su desierta mesa,
con su ruinosa cama.

Florecerán los besos
sobre las almohadas.

Y en torno de los cuerpos
elevará la sábana
su intensa enredadera
nocturna y perfumada.

El odio se amortigua
detrás de la ventana.

Será la garra suave.

Dejadme la esperanza.

(El hombre acecha, 1938-39)

lunes, 6 de mayo de 2013

Ευρώπη (II)


Es como volver la vista atrás (y no es la primera vez) y no dar crédito.

Te preguntas cuándo fue el momento exacto, el punto de inflexión en que todo se vino abajo.

(¿Cuántas veces has repetido esta historia?)

Todas las historias son la misma Historia.


*
No hay manera, es imposible, por mucho que ahora rastrees los acontecimientos, por mucho que ahora cobren sentido, nada entonces parecía presagiar que el mundo en el que habías crecido pudiera deshacerse entre tus manos, como quien entra en un mal sueño, del que no tendremos la certeza de despertar.

Europa ya no es un continente ni una confederación de países con una historia conjunta de encuentros y desencuentros; Europa es, una vez más, un escenario improvisado para la barbarie y la infamia.

Hoy, más que nunca, todos nosotros somos ángeles, como el del cuadro de Klee, como el de la tesis de Benjamín.


*
Grecia se desangra, supura hasta la última lágrima; es un pueblo muerto, sacrificado en nombre de Nadie, mientras los medios de comunicación hacen oídos sordos a sus últimos estertores.

(El listado de culpables es cada día más amplio.)

El estado griego está siendo desmontado y subastado en la Gran lonja europea; con su soberanía entregada, tras un memorandum de la Troika, hoy no es más un feudo periférico por el que nadie parece dar la cara. Su población, enferma y enloquecida, se disputa alimentos que los mismos productores reparten para boicotear los dictados de la Cancillería Europea, mientras el fascismo se extiende y sus jóvenes caen en manos de mafias o exponen sus días de rabia y vagabundeo por plazas y calles tan deterioradas como ellos mismos, ya sin la esperanza de un golpe de mano por parte de la población. El ejército de la Troika en el país comete torturas impunemente y sus gentes sólo son capaces de actuar de forma conjunta para saquear supermercados y asaltar las empresas públicas, hoy en manos de capital privado.

Portugal está a las puertas; sus propios tribunales han declarado ilegales las medidas impuestas. Hace unos días, sólo unos días, su primer ministro, Passos Coelho, fue interrumpido en el Parlamento por un grupo de ciudadanos que había asistido al pleno; cantaban Grândola, Vila Morena, la canción de Zeca Afonso, el himno de la Revolución de los claveles. Coelho se frota las manos, los deja cantar, incluso sonríe, con amargura, como sólo los portugueses (y tú) saben hacer: siente nostalgia y vergüenza de sí mismo.

Cruzan la frontera, vienen a España, saben que aquí también todo está perdido. Te preguntan, no sabes qué contestar; son humildes y orgullosos a un mismo tiempo. Les invitas a las calles, señalas las plazas y les cuentas cómo nos organizamos aquí, sin apenas esperanza, todo hay que decirlo. Te miran fijamente, ya no hacen falta palabras… te encoges de hombros y sonríes, como sonríe Coelho -pero con la conciencia en calma-, y cantas borracho Grândola, Vila Morena buscando su complicidad. Entonces vuelven a mirarte, con esos ojos enormes, y te siguen. Ellos la cantan mejor.


*
Aquí los acontecimientos se repiten: arrestos ilegales, torturas y barrios sitiados o tomados, literalmente, por escuadrones de pretorianos que hielan la sangre cada vez que los ves desfilar por las calles estrechas de Gràcia.

La única partida de presupuestos públicos que ha aumentado en Europa estos últimos años ha sido seguridad y defensa.

Una chica joven inquiere en plena manifestación a uno de los miembros de las UIP, éste la mira, quiebra la boca con sarcasmo y se jacta de que cobra 150 euros por hora cada vez que “salen a la calle”.

En privado nos damos ánimos o nos decimos que esto no puede seguir así, que se nos va a ir a todos de las manos. Por momentos, aquí todo parece que vuelve a la calma, para amanecer al día siguiente en un ambiente tenso y de rabia contenida que nadie sabe cómo podremos calmar ni si lo lograremos antes de que finalice el día.

Algunos nos negamos a sobrevivir como ratas escondidas en los barrios rebuscando entre sus desechos; las sobras de un sistema que nunca jamás podrá volver a ser admitido por gran parte de la población europea. También sabemos que, a día de hoy, lo otro… no es factible y que, además, lo esperan, para legitimar el exterminio sistemático de dos generaciones.

España está a un pequeño paso del colapso y la catástrofe. Luego viene Italia y, horas más tarde, Francia. Ésta es la macabra secuencia que nos anuncia el futuro. El hedor del cadáver es profundo, recorre toda Europa, como un mal presagio, pues, al parecer, no hay alternativa entre la barbarie del fascismo y el Régimen feudal recientemente instaurado.

[…]

Desde hace más de un año, el gobierno húngaro abolió cualquier vestigio democrático de su constitución. Desde hace unas semanas, aparecen pintadas en Berlín “invitando” a los españoles a marcharse del país. Meses antes, alguien escribió en la fachada del Instituto Cervantes “Tú país no existe”.

[…]


*
Nadie sabe lo que va a suceder; quien se aventure a ello es un demente o ha vendido su alma al diablo.

Cicerón murió hace dos milenios; la Historia ya no es maestra de nada ni de nadie, es ese simple relato de absurdos encadenados. Nuestra única opción es permanecer agazapados a la espera de acontecimientos, de una oportunidad, del kayrós, con los ojos abiertos de par en par, como ángeles de la historia, para que allí donde unos tan sólo vean “una cadena de acontecimientos”, nosotros veamos “una catástrofe única que amontona ruina sobre ruina” arrojada a nuestros píes.

Sólo si somos capaces de vivir con este espanto, estaremos preparados para el momento, que llegará, en el que tengamos que erigirnos en sujetos de la historia, portadores de la antorcha con que han de desbocarse los acontecimientos.

miércoles, 24 de abril de 2013

Spleen (v)


He pasado estos meses repitiendo eso de que yo ya no escribo, que soy un mercenario y que, a menos que me paguen por ello y no me obliguen a fingir entusiasmo, no hago otra cosa que encogerme de hombros y esperar con afán el final de cada día.

He pasado meses repitiendo a todo el mundo eso de que soy un escritor que no escribe y que serlo es un arte en sí mismo y, en ocasiones, hasta una profesión, como todas, mal comprendida.

He pasado meses mintiéndome a mí mismo para eludir la responsabilidad de asumir la derrota y contarla, como haría cualquier escritor que sí escribe.

Sí, eso creo; han pasado demasiados meses y los días se eternizan y persiste esta desafección por la palabra, cualquiera.

Ésta no es una encrucijada de la vida, apenas me atormentan cuestiones existenciales; es una encrucijada de palabras, conceptos y sonidos que forcejean inútilmente por ver en ellos un sentido que, me temo, nunca más les será restituido.

Como un mulo de carga, lo echo todo a cuestas, investido por ese silencio de quien sabe que lo único asible a su alrededor es negarse a agachar la cabeza frente a la infamia del sacrificio de una generación quemada de antemano y arrastrada por los pelos hacia callejón de sus sueños.

Y así estrangulo las palabras, bordando frases tratadas industrialmente para su consumo y dominio público, deshechas de toda luz y listas para su distribución.

Esta alteridad, de ser uno y otro, según convenga, tiene la contrapartida de requerir la noche para ajustar mi cuerpo a la alta traición.

… de ser todos, ya no soy ninguno, y el tiempo de mi recreo nocturno apenas logra devolverme una imagen cabal de mí mismo.

No creo que desertar sea una solución, no quiero arrastrar conmigo el estigma de la derrota. Sé que mi destino está ligado al futuro que nos espera, y esto lo dice alguien que ya no cree en el futuro.

Este viento del norte, ese manto gris nocturno… ¡ojalá falte poco!


No tenemos remedio.

miércoles, 27 de febrero de 2013

Spleen (IV)



Hay épocas o días en que no pienso en nada; simplemente atiendo las necesidades de este cuerpo que soy yo y gasto las horas haciendo de maestro de ceremonias con cuantas domésticas sensaciones nos salen al paso.

Ésta es la forma en que estar vivo se convierte en un trastorno severo, el cual me obliga a andar somnoliento durante el día y a alargar la siesta, para cerrar el ciclo que, necesariamente, me arrastra a lacerantes y continuadas noches en blanco que, a la larga, terminarán por arruinar mi salud.

Y por esto, por beber de este fármaco al que me conjuro, me doy a la palabra que, inevitablemente, me deposita, como un estrato más de la misma historia, en terreno común, que es terreno de nadie, pese a la esperanza intacta de ascender a la falla donde se quiebra el lenguaje, las palabras enmudecen y sabes que no hace falta decir nada, que todo está dicho.


*
Madrugué el otro día y, mientras fumaba distraído y auspiciado por un sol tenue e incapaz de enfrentarse y vencer a estos días de escarcha, remedaba la misma sensación de incomodidad que me asaltaba de niño cada mañana camino de la escuela. Saboreaba esta afección de los sentidos como un triunfo, como un regalo o una caricia que alguien me brindaba. De vuelta a casa, pude dormir varias horas seguidas sin interrupciones.

Había pasado unos días con fiebre, una de estas madrugadas me sorprendí delirando y abrazado a mi almohada; horas después, asomado al pasillo, pronuncié en voz alta una palabra y me detuve unos segundos esperando la respuesta. Luego, estuve un tiempo indeterminado tumbado recreándome en el silencio.

Otra noche llamé a una puerta, pero alguien me despidió diciendo que estaba ocupada, que durmiera y que mañana sería otro día. “Alguien” no recordaba que me horrorizan las noches en blanco y que todos los días se parecen demasiado a sí mismos. “Días” más tarde creí ver un fantasma subido a una de las bicicletas del Ayuntamiento, si no fuera porque sé que ningún fantasma respeta los pasos de cebra cuando se circula a toda prisa.

Apenas he salido a correr por el parque estos dos últimos meses, el frío y la desidia me tienen aletargado. Bien abrigado, hay días que me la juego y salgo a caminar. Este domingo crucé la ciudad persiguiendo el manto blanco de nieve con que estaban cubiertos los montes que la rodean. Desde una de sus laderas, casi sin aliento, con un cigarrillo entre los dedos que apenas me atrevía a apurar, observaba hipnotizado las calles inclinadas e interminables que hacen que esta zona de la ciudad me recuerde a las postales de San Francisco.

Esta tarde me ha extrañado la familiaridad con que me he emocionado escuchando canciones que, hace mucho tiempo, no escuchaba.


*
No hay nada de mágico o extraño en todo ello. Todo lo contrario, forma parte de la experiencia prosaica de estar vivo. En todo caso, simplemente te recuerda… eso, que estás vivo.

Yo no soy un ángel, nunca he querido serlo; supongo que por eso siempre he antepuesto la prosa a la poesía.


*
 

martes, 5 de febrero de 2013

— eine Ethik


El otro día regresaba a casa –y ya sabéis algunos cómo son mis regresos a casa- acompañado por esta reiterada sensación (tan mía) de que la vida está en otra parte y de que vago por la vida hablando un lenguaje que muy pocos comprenden. Había mantenido una conversación con un par de personas, qué más da el contexto o las circunstancias; una conversación sobre asuntos de actualidad que cualquiera puede imaginar y que, no sé muy bien cómo, derivó en un soliloquio mío sobre los males del idealismo que pretendía concluir, sin mucha pompa, con una proclama vitalista y escéptica semejante a las que suelo dejar escritas en estas páginas. No recuerdo muy bien, pero, al parecer, entre mis rimbombantes palabras dejé escapar algunos nombres. Sólo sé que, antes de que pudiera terminar lo que estaba diciendo y aprovechando el vacío que dejó mi voz mientras yo, como me suele ocurrir, trataba de ordenar de alguna manera el caos de razonamientos que me asaltan cuando quisiera expresar una idea, alguien cortó la conversación de forma tajante con un ¿Heidegger, pero ése no era nazi?

Hubo unos segundos en que hubiera querido explicar que me importa un bledo la vida (privada o pública) de Heidegger y que, si lo había nombrado, eso no quería decir que yo estuviera de acuerdo (ni todo lo contrario) con todo lo que él tuvo a bien o mal dejar dicho. También me hubiera gustado "apuntalar" algunas cuestiones sobre el fenómeno de la cita en sí mismo y las distintas intencionalidades con que nos podemos encontrar tras cualquier acto referencial de este tipo… Hubiera querido decir muchas cosas, sí, pero es que, antes de que pudiera decir nada, mi interlocutor volvió a la carga con la libertaria sentencia yo no leo a nazis, mientras me observaba de arriba abajo con desconfianza, como si fuera la primera vez que me viera o como si fuera la primera vez que "realmente" me hubiera visto.

Desarmado ante tamaña elocuencia, aplomado por la Verdad cuando se me muestra junto a algún epígrafe categorial de buen uso y acompañada de esa actitud hostil con que el moralista cree necesario impartir su justicia imperecedera, volvía a casa, ya digo, con la profunda sensación de que si me dispusiera a gritar de forma que mi aullido pudiera traspasar los lindes de la ciudad, pocos podrían escucharlo, y de que esta sed me acompañará hasta el último día.

Ya en casa, en mi cuarto, por fin aturdido con un pitillo ardiente entre los labios, busqué el panfleto que había tratado de recordar todo el camino de regreso. Recordaba su inicio, — eine Ethik, también alguna de sus líneas. Volví a leerlo, como aquella noche de hace quince años, pero aquél, que era yo, ahora era otro, no era yo.

Todos hemos sido, alguna vez, idealistas, forma parte de nuestra condición. No los odio, pese a que me irriten (porque yo también sufrí esta enfermedad y me recuerdan a mí mismo). Sí odio el moralismo (ya sea el conservador o el de las izquierdas), no lo soporto.

El moralismo es una consecuencia inevitable del idealismo, cuando se es un idealista consecuente, aunque también es un fenómeno de su tiempo. Volví a leer el texto, mi atención, esta vez, no podía evitarlo, se desviaba tratando de discernir qué palabras pertenecían a Hegel, a Schelling o a Hörderlin; aquella lectura ya no era posible.

Eran jóvenes e idealistas, ansiaban otro mundo, otras formas que la época ya demandaba con insistencia. Años más tarde, Marx y Engels, emulando a sus predecesores, escribirían el Manifiesto comunista.

Hegel, Schelling y Hörderlin, en un gesto muy platónico, proclamaban la necesidad mesiánica de una filosofía-poética, en el sentido estético y epistémico que ya anticipan en su manifiesto y que más tarde irían desarrollando cada uno desde su propio lugar. La historia o el destino hizo que este testigo fuera tomado por un economista, que asumió una variante positiva, materialista, de ese idealismo.

Cuando levanto la vista y me enfrento al día, me pregunto con insistencia qué es lo que queda todo aquello, de esos documentos de cultura de los que hablaba Benjamin, de estas actas fundacionales que nos hicieron memorizar con orgullo en escuelas, institutos o universidades. No es una pregunta inocente. Nada es inocente a estas alturas (nunca confiéis en una frase hecha).

Basta con echar la vista atrás, contemplar los documentos fundacionales de nuestra cultura, para advertir el colapso, la decadencia, de nuestra especie y de lo que creímos una gran obra histórica. El final ya está dado; es la imprecisión de su visión lo que nos atormenta.

Aparté el panfleto y quise olvidar a los idealistas alemanes, pero cada vez que me venía a la cabeza el lamentable espectáculo que estamos presenciando, no podía evitar repetir en voz alta — eine Ethik.

No soy el primero, como es evidente, que ha señalado que la crisis de Occidente no es sólo económica; ya lo hicieron ellos hace más de dos siglos.

El espíritu de la época ya no es el mismo: nadie se asomará a la historia para demandar la necesidad de otra ética, pese a que la ética capitalista ya sólo agrada a sus gestores y beneficiarios.

No creo en la posibilidad de "... una ética" en el sentido en que la exigieron estos idealistas alemanes y, por esta razón, las palabras de Hegel, Schelling y Hörderlin retumban a cada paso que doy desde entonces, como anuncio de una catástrofe que no cesa, de esta catástrofe anunciada que yo quisiera, llevado por un instinto sacrílego de muerte, acelerar para erguirme sobre sus ruinas y por fin, esta vez sí, prorrumpir a carcajadas en un delirio ensordecedor que atormentaría por siempre a los hijos de nuestros hijos.


No puedo evitar soñar con una noche sin fin.
Y yo quisiera, eternamente, abrazarme a ella.



(¿Entendéis ya por qué no escribo?)


*

Primer programa de un sistema del idealismo alemán (1796/97?) [Hegel, Schelling y Hörderlin]

... una ética. Puesto que, en el futuro, toda la metafísica caerá en la moral, de lo que Kant dio sólo un ejemplo con sus dos postulados prácticos, sin agotar nada, esta ética no será otra cosa que un sistema completo de todas las ideas o, lo que es lo mismo, de todos los postulados prácticos. La primera idea es naturalmente la representación de mí mismo como de un ser absolutamente libre. Con el ser libre, autoconsciente, emerge, simultáneamente, un mundo entero —de la nada—, la única creación de la nada verdadera y pensable. Aquí descenderé a los campos de la física; la pregunta es ésta: ¿Cómo tiene que estar constituido un mundo para un ser moral? Quisiera prestar de nuevo alas a nuestra física que avanza dificultosamente a través de sus experimentos.

Así, si la filosofía da las ideas y la experiencia provee los datos, podremos tener por fin aquella física en grande que espero de las épocas futuras. No parece como si la física actual pudiera satisfacer un espíritu creador, tal como es o debiera ser el nuestro.

De la naturaleza paso a la obra humana. Con la idea de la humanidad delante quiero mostrar que no existe una idea del Estado, puesto que el Estado es algo mecánico, así como no existe tampoco una idea de una máquina. Sólo lo que es objeto de la  libertad se llama idea. ¡Por lo tanto, tenemos que ir más allá del Estado! Porque todo Estado tiene que tratar a hombres libres como a engranajes mecánicos, y puesto que no debe hacerlo debe dejar de existir. Podéis ver por vosotros mismos que aquí todas las ideas de la paz perpetua, etc., son sólo ideas subordinadas de una idea superior. Al mismo tiempo quiero sentara aquí los principios para una historia de la humanidad y desnudar hasta la piel toda la miserable obra humana: Estado, gobierno, legislación. Finalmente vienen las ideas de un mundo moral, divinidad, inmortalidad, derrocamiento de toda fe degenerada, persecución del estado eclesiástico que, últimamente, finge apoyarse en la razón, por la razón misma. La libertad absoluta de todos los espíritus que llevan en sí el mundo intelectual y que no deben buscar ni a Dios ni a la inmortalidad fuera de sí mismos.

Finalmente, la idea que unifica a todas las otras, la idea de la belleza, tomando la palabra en un sentido platónico superior. Estoy ahora convencido de que el acto supremo de la razón, al abarcar todas las ideas, es un acto estético, y que la verdad  y la bondad se ven hermanadas sólo en la belleza. El filósofo tiene que poseer tanta fuerza estética como el poeta. Los hombres sin sentido estético son nuestros filósofos ortodoxos. La filosofía del espíritu es una filosofía estética. No se puede ser ingenioso, incluso es imposible razonar ingeniosamente sobre la historia, sin sentido estético. Aquí debe hacerse patente qué es al fin y al cabo lo que falta a los hombres que no comprenden [nada de las] ideas y que son lo suficientemente sinceros para confesar que todo les es oscuro, una vez que se deja la esfera de los gráficos y de los registros.

La poesía recibe así una dignidad superior y será al fin lo que era en el comienzo: la maestra de la humanidad; porque ya no hay ni filosofía ni historia, únicamente la poesía sobrevivirá a todas las ciencias y artes restantes.

Al mismo tiempo, escuchamos frecuentemente que la masa [de los hombres] tiene que tener una religión sensible. No sólo la masa, también el filósofo la necesita. Monoteísmo de la razón y del corazón, politeísmo de la imaginación y del arte: ¡esto es lo que necesitamos! Hablaré aquí primero de una idea que, en cuanto yo sé, no se le ocurrió aún a nadie: tenemos que tener una nueva mitología, pero esta mitología tiene que estar a servicio de las ideas, tiene que transformarse en una mitología de la razón.

Mientras no transformemos las ideas en ideas estéticas, es decir en ideas mitológicas, carecerán de interés para el pueblo y, a la vez, mientras la mitología no sea racional, la filosofía tiene que avergonzarse de ella. Así, por fin, los [hombres] ilustrados y los no ilustrados tienen que darse la mano, la mitología tiene que convertirse en filosófica y el pueblo tiene que volverse racional, y la filosofía tiene que ser filosofía mitológica para transformar a los filósofos en filósofos sensibles. Entonces reinará la unidad perpetua entre nosotros. Ya no veremos miradas desdeñosas, ni el temblor ciego del pueblo ante sus sabios y sacerdotes.

Sólo entonces nos espera la formación igual de todas las fuerzas, tanto de las fuerzas del individuo [mismo] como de las de todos los individuos. No se reprimirá ya fuerza alguna, reinará la libertad y la igualdad universal de todos los espíritus. Un espíritu superior enviado del cielo tiene que instaurar esta nueva religión entre nosotros; ella será la última, la más grande obra de la humanidad.