No había cumplido aún 25 años el día en que llegué a Barcelona. Atrás dejaba una primera juventud invertida en bibliotecas y aulas de universidad; en los bares, cafés y restaurantes en los que trabajé para pagar mis estudios y mantenerme, refugiado en la fantasía de una vida que estaba en otra parte.
miércoles, 24 de julio de 2013
Rai
No había cumplido aún 25 años el día en que llegué a Barcelona. Atrás dejaba una primera juventud invertida en bibliotecas y aulas de universidad; en los bares, cafés y restaurantes en los que trabajé para pagar mis estudios y mantenerme, refugiado en la fantasía de una vida que estaba en otra parte.
Había dado pasos erráticos por otras ciudades, por otras
universidades… pero cinco años antes de pisar Barcelona, volví a recalar en mi
ciudad de origen para comenzar la carrera de Filosofía.
Tras dos años de carrera y una “crisis” que casi termina
conmigo y que comenzó una noche que cayó en mis manos un ensayo de Nietzsche
(y de la que logré curarme encerrado un año y medio pintando cuadros que
regalaba a todo aquel que viniera a visitarme), sin habérmelo propuesto,
comencé a obtener altas calificaciones en gran parte de las asignaturas. Era
intuitivo, caótico (asistemático lo llaman algunos) y lo suficientemente
neurótico como para establecer originales referencias y conexiones en torno a
todas aquellas teorías. Y así me hice, cada día, más iconoclasta; mientras
comenzaba a salir de mi mundo. Me licencié y, gracias a este esfuerzo, a
aquella pasión con que viví esos años, obtuve una beca para comenzar los
estudios de doctorado en Barcelona.
Durante unos meses, los únicos de mi vida, casi pude
acariciar esa vida que siempre antes había estado en otra parte. Fueron años
introspectivos, también muy reflexivos, dedicados esencialmente a temas que no
suelen ocupar las mentes de quienes tienen por prioridad mantenerse con vida
hasta el final del día; así, uno tras otro.
No sé muy bien cómo o cuándo la frenética sucesión de
acontecimientos desembocó en el punto en el que ahora arranca esta voz que
escribe. Las miradas se quiebran y los parasiempres
son meros juegos de palabras… No está bien trazar estas causalidades.
El caso es que llegó ese día en que comencé a ver cómo cada
puerta, todas ellas, se cerraba sin que yo pudiera cruzar el umbral del lugar
que nos(me) habían prometido,
mientras yo corría, subido a alguna bicicleta, robada o legítima, tratando, en
vano, de anteponerme a lo que, retrospectivamente, ha dado forma a este hado.
Sin haberlo previsto, sin necesidad y con una juventud que
cada día que pasa se me escapa aún más de entre las manos, comenzó esta nueva
gira errática que quienes me visitáis habréis podido reconstruir con mis
palabras de los últimos meses (¿o van ya tres años?).
No sé.
Mientras todo esto sucedía, mientras cada giro o truco de
magia con el que agónicamente intentaba escapar a esta humanidad que nos acecha
era rechazado con una bofetada, en el mejor de los casos, y el continuo fracaso
se convertía en una constante en mi vida, el destino sepultaba a la persona en
la que me había convertido y un halo de inseguridad se ha ido apoderando de
cada una de mis palabras y mis decisiones.
La peor de las desconfianzas es la que uno se da a sí mismo.
Todas las estaciones han sido de paso, pocas cosas han
quedado y esas pocas han sido las que me han salvado la vida una y otra vez.
Y así me asomaba a la ventana, como el animal herido, para
observar incrédulo y rencoroso la facilidad con que todos a mi alrededor
medraban y cumplían sus ciclos vitales cuando yo era expulsado cada día del
paraíso sin que nadie alcanzara a ofrecer una explicación. Porque cada día se
sorteaba la suerte de la gracia o la desgracia y mi nombre, en muchas
ocasiones, ni tan siquiera se encontraba en ese bombo.
Luego llegó todo lo demás, por inercia, porque yo estaba
allí y porque en un principio, en aquellos días, todo parecía posible. Y hubo
algún instante en que casi llegamos a tocar el cielo
Volvió la sed y el frío; esta insoportable sed que me abrasa
la garganta y me hace decir idioteces; este frío que me paraliza incluso
algunas noches de verano (como ésta).
No malinterpretéis mis palabras. Ya os lo dije, nosotros no
somos ángeles; yo menos, yo no soy nada.
No me arrepiento de mis palabras. No arrepentirme de ninguna
decisión es otra de tantas decisiones. El único reducto de mi libertad es este
espacio, en el que, aunque cada día sea menos anónimo, me niego a la
autocensura. Los funcionarios de los cuerpos de seguridad no saben cómo
tomarme, y eso es divertido. Los que me visitáis, gran parte, no me conocéis, y
eso me hace ser aún más libre, puesto que no me veo en la obligación de ser
fiel a mí mismo y puedo hacer cuantas pruebas quiera en esto que para mí
no es más que un laboratorio de experimentación (en el que he aprendido mucho)
y un bizarro y constante ensayo de mí mismo.
Yo soy Rai y me sienta mal cualquiera de los trajes con los
que hay que salir a la calle; dejadme, al menos, ser aquí. Mi única promesa es
que, a cambio, y como podéis comprobar, siempre comparezco desnudo. Y todos
sabemos que, hoy en día, las comparecencias escasean y los cuerpos tienen hambre,
sed y sueño.