jueves, 20 de junio de 2013

Violencias (II)



No recuerdo en qué medio me hice con esta imagen, representa a un grupo de jóvenes de esa incipiente clase media turca sobrepasando una de las muchas barricadas que han sido levantadas con adoquines estos días en Ankara u otras ciudades de la república. En primer plano podemos observar a una chica joven tratando de sortear un adoquín de gran tamaño, de los que se utilizan para construir los bordes de las aceras, con el brazo derecho en alto, haciendo el signo, supongo, de la victoria. En segundo plano ondea una bandera turca, la media luna y la estrella; no se aprecia el rostro de la persona que la levanta; es un chico, parece joven.

Publiqué esta misma fotografía en una red social con el epígrafe “Escenificando antiguos mitos; repensando a Delacroix”.

(Ya lo sé, a veces soy un friqui.)

No era el único, claro está, que había estableció esta similitud. Pude ver comentarios por el estilo bajo esta misma imagen en otras páginas web, foros… Lo curioso de todo es que las diferencias con el cuadro de Delacroix y la imagen son muchas; menciono de pasada alguna de ellas: desde un punto de vista compositivo, el cuadro de Delacroix tiene una estructura triangular, con una base de cadáveres sobre los que parece precipitarse una multitud encolerizada y guiada en primer plano por la Marianne con los pechos al descubierto que, al parecer, representa/simboliza (ya sabéis algunos que soy un auténtico descreído para eso que llaman iconografía) la Libertad, mientras yergue la bandera tricolor francesa. Cuentan que Delacroix decidió esta composición como referencia a la Le Radeau de la Méduse de Théodore Géricault, un pinto romántico francés; pero esto también forma parte de esa malla imposible de descifrar que es el sentido y de la que algunos pretenden hacer una ciencia por medio de la semiótica, la iconografía o vete a saber qué otras teorías, naturalistas o no, sobre la significación. Lo cierto es que ambas obras se asemejan porque una nos trae a la otra en recuerdo. Del mismo modo que la fotografía de Ankara nos recuerda a la La Liberté guidant le peuple; pese a que, como digo, hay más diferencias que similitudes. Una similitud podría ser que, efectivamente, quienes van en la cabeza en ambas imágenes es una o varias personas que parecen representar más bien a la clase burguesa (algún día escribiré algo sobre este concepto, que yo quiero reivindicar; para expurgarlo de cualquier semántica de tradición marxista). En el cuadro de Delacroix, detrás de la figura del burgués, están representadas otras clases sociales, como fórmula para representar la unión del pueblo frente a las instituciones del ancien régime. Sabemos, y no por lo poco que se filtra o los medios oficiales de comunicación nos cuentan, que la de Turquía no es, como pudieron ser los acontecimiento de mayo de hace dos años en España u otras manifestaciones similares que se están dando en todos los continentes, una revuelta de la clase media. Sabemos que, entre la multitud, a estos que los medios de comunicación oficiales llaman “minoría violenta”, se encuentran, en mayor medida, aunque no siempre sea así, integrantes de las clases más bajas de Ankara; pese a que en esta fotografía no se los observe en segundo plano, como en el cuadro de Delacroix.


Pero la mayor diferencia entre ambas imágenes es la actitud de los personajes y lo que éstos se llevan entre manos. En el lienzo de Delacroix observamos a un “burgués” (repito que hay que tener mucho cuidado con este término) con escopeta y a gentes del pueblo llano con sables y cuchillos en alto; el niño que acompaña a la mujer dispara al cielo mientras sostiene una pistola, también de pequeño calibre, con la otra mano. En la imagen de Ankara los personajes no llevan nada en las manos; bueno, uno lleva una botella de agua y otro, incluso, sube por la barricada con las manos en los bolsillos…

Después de re-pensarlo, quizá ambas imágenes no tengan nada en común y sea, precisamente, como afirma Derrida, la diferencia (y no una esencia compartida o una presencia unívoca) lo que establece la referencia a partir de la cual se nos da la significación. Aun así, y eso es lo que tiene el sentido, la referencia es tozuda; quizá sea la bandera hondeando en lo alto de la imagen, quizá sea la coincidencia de una base en forma de barricada, inestable, y cierta triangularidad compartida (que en la fotografía no es tan evidente), quizá simplemente sea un deseo… Lo cierto es que, entre ambas imágenes, parece levantarse un puente o un lazo que hace que una nos remita a la otra y –ahora– viceversa.

No hay manera.

Hace unos meses titulé una entrada con el mismo título que ésta (la he releído y es un tostón). Y ahora, que todavía estoy perplejo por lo fácil que me dejo llevar por ciertos juegos significativos, sean estos premeditados o casuales, vuelvo a dar vueltas al concepto.

La violencia es algo malo, que todos estamos llamados a condenar; pese a estar extremadamente ligada a nuestra condición. “Que eso no se dice, que eso no se hace, que eso no se toca…” Porque esto que ahora llaman violencia forma parte de nuestra cultura (“No hay documento de la cultura que no sea a la vez un documento de la barbarie”…). ¿Acaso nadie se ha preguntado, entonces, por qué una escena tan “violenta” como la del cuadro de Delacroix permanece en un lugar de honor en el Louvre; por no hablar no hablar de la letra del himno francés?

O nuestro concepto de “violencia” ha cambiado (y nosotros no hemos vuelto más civilizados) o aquí sucede algo que permanece oculto.

Pero hoy no quiero hablar (exclusivamente) sobre la violencia, aunque esta entrada lleve ese título, ya que hace mucho tiempo que estoy convencido de que la peor violencia es la que se ejerce para transfigurar un concepto con la intención de reprimir o trastocar la realidad. Ya lo he dicho mil y una veces: la violencia sólo puede ejercerla alguien en condiciones de superioridad con respecto al objeto o sujeto de la misma, cuando, además, hay ensañamiento; no al contrario, ya que, cuando así sucede, como por ejemplo, cuando una multitud armada como bien puede se enfrenta a un ejército urbano con la intención de re-conquistar su soberanía, se está ejerciendo la “fuerza” que de la multitud emana, no así la violencia. Sin embargo, dejamos que nos adoctrinen cada vez que denominan, erróneamente, a la guardia pretoriana “fuerzas de seguridad”. ¿Nos os llama la atención la violencia con que ha sido transmutada la significación de uno a otro concepto? Ellos reconocen que existe una forma de “fuerza” legítima y que toda la que nos tal, es “violenta”. En otras palabras, encubren la violencia evidente que doscientas personas protegidas con armadura y armadas pueden ejercer sobre una multitud desarmada, para más tarde, legitimarla como fuerza en contraposición a la “ilegítima”, que es tildada de violenta.

No, ambas imágenes no se parecen en nada. Delacroix ejemplifica un paradigma que hoy en día, parece, resulta poco operativo; ya que si repito lo que cabo de decir en cualquier círculo, habrá quien me interrumpa, me cuente una fábula de hormigas, me señale una pera podrida a cambio de doctrina barata y me llame violento, anti-demócrata, marxista (¡y esto sí que no!) trasnochado… Durante la Edad Moderna, que ha sido una etapa de re-conquista, imágenes como las del cuadro de Delacroix concentraban en sí un aspecto romántico, ya que representaban la exaltación de unas pasiones en pos de una idea que había sido legitimada por una amplia comunidad que las aplaudía. La nuestra es otra época y el pueblo sólo se deja guiar por el miedo. Por esta razón escuché no hace mucho de labios de una persona que ya tiene poco que perder y mucho que contar, que lo nuestro era aun peor que lo suyo: ellos soportaron cuarenta años de silencio, pero al menos perdieron una guerra, ofrecieron resistencia, lloraron a sus muertos y vivieron una muerte en vida con el vago pero persistente recuerdo de que hubo un día, una época, en que su dignidad pesó más que cualquier otro aspecto razonable de sus vidas. Nosotros, al contrario, estamos condenados a una forma de totalitarismo más sutil, cierto, pero tanto o más devastador y violento, sin haber pegado un solo tiro, sin haber plantado cara, sin haber ejercido el derecho legítimo de resistencia ante la ocupación, expolio y secuestro de nuestras vidas.

Por esta razón, el clima y las escenas de nuestras vidas cotidianas no son las que habría de esperar en una Europa pre-bélica, sino que se asemejan, y cada vez más, a las estampas que todos conocemos de la posguerra: el tiempo de los vencidos.

Lo curioso, ahora que lo verbalizo, es que algo parecido, en otro contexto, comentaba con una persona hace dos años tratando de analizar el mercado editorial en plena vorágine financiera. No recuerdo bien el hilo de la conversación, pero por aquel entonces, cuando aún mi vida no había, del todo, tocado fondo, daba vueltas a la idea de rescatar aquel cine o literatura de posguerra. Cuando era niño me gustaban las películas de aquella época (crecí viendo cine, no me gustaban los dibujos animados en exceso) porque me hacían reír, en algunos casos, y eran enternecedoras, en otros. Fuera como fuera, se trata de unos productos culturales que, en su época, tuvieron por objeto, más que representar una realidad histórica (que era silenciada), evadir a la población, cuando se trataba de comedias, de la triste e insoportable realidad en la que transcurrían sus vidas, o sentirse identificados (“mal de muchos…”) y verse representados para reincorporarse a esas vidas, de alguna forma, renovados. La mía era otra mirada y el efecto que en mí producían era también diferente. Supongo que donde ellos reían, yo no entendía nada; donde ellos lloraban, quizá yo reía…

Hace unos días, después de releer algunas novelas de la época, estuve viendo una de esas películas y, quizá porque mi mirada también ha cambiado y ya no es la misma, quizá porque ahora se asemeje más al tipo de mirada para el que fueron hechas, no lograba sonreír viendo las mismas escenas con las que en otro tiempo sí lo hacia, o si lo conseguía, la sonrisa y la sensación era de amargura, de complicidad… pues reconocía como vividas muchas de esas escenas, que cobraban nuevo significado.

Y es que hace meses que todos vivimos una posguerra (sin haber dado un solo tiro), basta con salir a la calle para darse cuenta. Quienes, por ahora, han conseguido eludir la condena, miran hacia otro lado muertos de miedo, o esconden ese miedo “tratando” de proseguir con sus vidas como si nada hubiera sucedido. Pero algo ha sucedido y somos muchos los que no estamos dispuestos al olvido. A veces pienso que la principal culpable de la futura y presente miseria de buena parte de la población europea, algo así como dos generaciones completas, es la clase media, que ha visto reducido su poder adquisitivo junto a sus derechos más básicos, pero se ha negado a salir en masa e insistentemente a la calle para deponer a sus gobiernos y dar un vuelco a los acontecimientos. Por contraposición, parece que han desaparecido lo que tradicionalmente se llamaban las “clases bajas”; ahora el mundo se divide de otra forma: entre quienes han tenido suerte –por el momento– y quienes no.

Yo he visto cosas que no hace falta creer (¡ups!), que todos vosotros podríais ver con sólo salir a la calle y mirar donde hay que mirar, pues hoy lo sórdido no tiene velo. Todo esto no es presunción. Abajo, en la calle, esta misma noche, doctores en física se disputan verdura podrida en un contenedor de basura con abogados recién licenciados y jubilados peligrosos cuando de conseguir una col enmohecida se trata. En nuestros barrios hay edificios ocupados por las bravas por miembros de hasta cinco generaciones distintas; muchos de sus integrantes, hace cinco años, firmaban hipotecas y decoraban sus casas con muebles suecos. Hoy rectan por las calles arrastrando su vergüenza y los despojos de quienes no ven o no quieren mirar. Un desconocido se parte la cara por otro desconocido; alguien grita al fondo del callejón, es un sonido gutural, con un sentido más diáfano que el de cualquier palabra; hermanos y amigos se la juegan unos a otros –no quieren ser apartados de la competición–, por conseguir un trabajo de setecientos euros por cuarenta y cinco horas semanales. Una madre empapa pan duro en agua y lo introduce en la boca de su hijo…

¿Acaso así podemos mentir el hambre?

Hemos comprendido la gran diferencia entre el hambre y las ganas de comer, y que el hambre no se quita, tan sólo, comiendo.

Este hambre no cesa ni cesará –es como mi sed.

(… por eso aquel niño no dejaba de llorar.)

En estos últimos tiempos hemos visto todo lo que no querríamos ni hubiéramos esperado ver, menos aún vivir. Y ésta es la razón por la que no puedo evitar sentir el deseo de que todo esto, tarde o temprano, les estalle en la cara.

Lo único bueno es que todo lo superfluo desaparece. No te cabe duda de cuáles son las cuatro cosas buenas de esta vida y que aquellos que te miran ordinariamente a la cara, los que nunca se han ido, esos son los que merecen la pena.

Todo lo demás no es más que lo demás.


***

Estos versos son de Miguel Hernández, quizá no sean su mejor poema, pero siempre han despertado mi atención. Anteriormente los había interpretado de una manera, la otra noche les di otro sentido; ahora creo que es una de las mejores cosas que se han escrito en castellano en el último siglo (el pasado, ya sabéis que el futuro no existe). Cualquiera de los dos sentidos me los guardo, pero os dejo el poema.




Canción última

Pintada, no vacía:
pintada está mi casa
del color de las grandes
pasiones y desgracias.

Regresará del llanto
adonde fue llevada
con su desierta mesa,
con su ruinosa cama.

Florecerán los besos
sobre las almohadas.

Y en torno de los cuerpos
elevará la sábana
su intensa enredadera
nocturna y perfumada.

El odio se amortigua
detrás de la ventana.

Será la garra suave.

Dejadme la esperanza.

(El hombre acecha, 1938-39)