viernes, 23 de diciembre de 2011

Ordenar y Castigar


Con un título similar (Vigilar y Castigar), Michel Foucault realizó un estudio -que no deberíamos olvidar- sobre la historia de las instituciones de castigo, que hacía, a su vez, evidentes los vínculos, reales, entre Saber y Poder (entre Ciencia e Institución), las formas en que el Poder se apropia del discurso (de los discursos) para dominar y ejercer la violencia, que es el poder usurpado (cualquier poder en manos de una institución, es un poder ilegítimo), y la manera en que toda esta lógica da lugar al discurso o ciencia psiquiátrica, que establece los límites entre razón y locura/salud y enfermedad.


Hago esta pequeña síntesis de lo que constituye la obra y pensamiento del sociólogo francés como forma de introducción a un asunto del que ya, alguna vez, me habréis oído hablar, y que hace unos días me llevó al quiosco para comprar el número 286 de El viejo topo. En este número aparece un artículo firmado por Clara Valverde (hija del catedrático Estética de la Universidad de Barcelona, José María Valverde, quien tuvo que tomar el camino del exilio a finales de los años cincuenta, y traductor al castellano de Hölderlin, Novalis, Goethe, Rilke, Dickens, T.S. Eliot, Walt Whitman o Joyce) titulado “El lenguaje positivo como ‘sentido común’ o el consentimiento del neoliberalismo”*.


Quienes me conocéis ya sabréis qué es lo que despertó mi interés cuando me hablaron de este artículo y la razón por la que, yo, que jamás gasto un solo céntimo en comprar algo que se puede encontrar de forma gratuita en las bibliotecas, me hice con un ejemplar de la revista (algo que podría haberme ahorrado, puesto que el artículo carece del desarrollo y tratamiento profundo del asunto al que mis expectativas se habían hecho a la idea y, además, a día de hoy, podéis encontrar múltiples versiones digitales por Internet). Aunque, igualmente, quisiera, aquí, exponer un breve resumen del artículo de Clara antes de hacer un par de observaciones sobre este tema.


Partiendo de tesis que, como hemos visto antes, podemos encontrar en Foucault o en Bourdieu, Valverde establece un paralelismo en la forma en que el Poder impone una determinada forma unívoca de ser y de pensar, para, posteriormente, criminalizar todo aquel discurso que, de alguna manera, plante cara al discurso dominante, y de cómo esta lógica (que es presuntamente neurótica o caldo de cultivo para la neurosis) es la que ha sido impuesta en el contexto de crisis social, económica y política de los últimos tiempos. Nos las vemos, efectivamente, como apunta ella, con que cualquier crítica vertida hacia las medidas neoliberales, o el discurso que culpabiliza a unas élites y excluye a las clases más bajas de los esfuerzos para salir de la crisis, es perseguido y condenado como “negativo” en loor de lo que hoy día ha sido llamado “pensamiento positivo”.


Ella atribuye esta exigencia de “pensamiento positivo” al modelo neoliberal, un sistema social que, ante períodos críticos como el que estamos viviendo, delimita discursivamente las actitudes promoviendo modelos de esfuerzo y competitividad (un claro ejemplo lo pudimos observar hace unos meses cuando el antiguo gobierno puso en marcha aquella campaña publicitaria que tenía por eslogan “junto podemos”, o ahora, que el antiguo Ministerio de Economía ha sido reconvertido en el nuevo Ministerio de Economía y Competitividad, incluyendo este concepto, el de “competitividad”, como contenido curricular en las escuelas de primaria y secundaria).


Efectivamente, nosotros somos los culpables… culpables de no creer, de no “emprender” ese esfuerzo, de no apretarnos el cinturón, de haber vivido ese sueño de la pasada década… Nosotros somos los culpables, nuestra negatividad ante los acontecimientos, es la culpable de los acontecimientos.


¡Ésta es la falacia! ¡Ésta es extrapolación! ¡Éste es el posterior atentado contra la ciudadanía!


Valverde se empeña en ligar este discurso al modelo neoliberal y rastrea su origen en Estados Unidos, donde impera la idea de que cualquiera de las injusticias o catástrofes no han de ser pensadas ni se ha de buscar a los culpables o sus causas, puesto que constituyen, en sí mismas, nuevas oportunidades. Trae el ejemplo de un cartel que podía leerse en una oficina pública norteamericana: “Los pensamiento positivos cambian la realidad”, y pone el énfasis en la falacia de esta “ley de la atracción” (los pensamientos positivos “atraen” aquello que se desea), concluyendo: “El pensamiento positivo predicado por el neoliberalismo anima a negar la realidad y asegura que si se piensa, por ejemplo, en tener dinero, el pensamiento en sí ya lo atraerá” (p. 35). Así, el reverenciado “espíritu emprendedor” con el que el Poder nos trata de seducir y a través del cual polariza la realidad con categorías morales culpabiliza de los hechos a los sujetos que sufren sus consecuencias.


Podemos observar esta lógica en cualquiera de las esferas sociales. Valverde hace especial hincapié en el ámbito sanitario: gran parte de las terapias cognitivo-conductuales que se practican hoy en día se basan en la “recompensa” ante pensamientos positivos y el “castigo” cuando se trata de pensamientos negativos. Se impone, como modelo de éxito social y empresarial, una actitud por encima de la realidad, que parte de una premisa (errónea) que atribuye el malestar (su causa) a la actitud negativa y no a esa realidad que la genera, de la que es deudora, y que es negada, ocultada, por un discurso, no sólo coercitivo (con las cosas y las personas), sino, además, violento.


Así, pues, el pensamiento negativo (ya sea el pesimismo o la crítica) es culpabilizado, criminalizado y atribuido al individuo, como patología, cuando, en realidad, es una pensamiento originado por un contexto, por una realidad social que lo provoca, de la que es deudor y en la que centra toda su atención. Condenar esta actitud, negarla, es una forma de ocultar esa realidad, para que, a su vez, las posibles causas, los factores que las han producido, que la han hecho posible, no sean debidamente identificadas, extrapolando la causalidad al sujeto que la padece. Por esta razón, nos recuerda Valverde, en las consultas de psiquiatría no se le hace hablar al paciente, no se le invita a comunicarse o a hacer comprender su malestar, a verbalizarlo y sacarlo a la luz; todo lo contrario, se lo reprime, se le ordena callar en su negatividad, se le medica y se le muestra un Powerpoint sobre la importancia del pensamiento positivo mientras que se le culpabiliza y criminaliza por su actitud negativa.


“El resultado es que la persona duda de sus verdad y de sus sentimientos sobre la situación y se siente juzgada por pensar lo que piensa. También se siente culpable por causarse su depresión. Sobretodo, después de asistir a las doce sesiones, la persona deprimida o con ansiedad estará aún más lejos de cuestionar la realidad socieconómica en la que vive.” (p. 38)


No voy a negar el hecho de que el modelo neoliberal haya recurrido a esta ideología, a esta moda positivista, como estratagema para desviar la atención sobre una realidad concreta y los culpables de esa realidad, pero atribuir esta lógica, que, por cierto no es novedosa, de forma exclusiva al modelo neoliberal encubre, de alguna otra forma, un fenómeno que forma parte de lo humano probablemente desde el mismo momento en que nuestra naturaleza trocó en condición. Cualquier terapia, ya sea cognitiva, conductual o una síntesis de ambas, constituye una forma de dominio, de vigilar y castigar al sujeto cuando se ve incapaz de imbricarse en un tejido social del que él, ya sea como excluido o como miembro de pleno derecho de esa sociedad, es una consecuencia, un producto de la misma. Desde un punto de vista histórico, cualquier sociedad que analicemos ha instado a autocensurar o castigar el pensamiento crítico: cualquier forma de discurso que muestre la contingencia de la realidad que lo circunscribe, las relaciones históricas que la han constituido o la sintomatología del sujeto resultante de esa realidad. Pese a que la actitud crítica y la percepción negativa en torno a lo dado ha sido y es el auténtico motor de esta historia, a día de hoy, en los albores de la postmodernidad, es la modernidad tardía, es esta reacción constante ante lo posible, ante lo que podría ser de otra forma plantando cara y enfrentándose a la necesidad que no es tal, la que criminaliza y excluye del ámbito del discurso la crítica a un estado de cosas que es el verdadero origen de esa crítica.


Pero vayamos por partes: precisamente porque vivimos en una sociedad coercitiva, que reprime y criminaliza determinados discursos negando una realidad percibida por el sujeto, la neurosis, el malestar irrevocable de nuestra cultura, ha propiciado temperamentos depresivos vinculados a actitudes negativas. Dichas actitudes, junto a la sospecha que las ampara, tienen la legitimidad de ser expresadas, pero pueden, a su vez, impedir la acción del sujeto; razón por la cual, determinadas terapias actúan contra la disposición creada en un sujeto a pensar en la incapacidad de poder-hacer. A ello, y también vinculado a ese malestar, se le suma la aparición o apropiación de modelos culturales externos a nuestra cultura, que cumplen la misma función que las terapias positivas, pero desde un punto de vista espiritual-religioso. Su aparición señala un malestar, la patología de una sociedad que vive de espaldas a la realidad, pero en ningún caso es privativa de un modelo neoliberal que lo ha instrumentalizado en un contexto muy concreto donde este discurso ha logrado incrustarse a la perfección.


En otras palabras, y como ya dije un día, nunca abraces ninguna ideología que prescriba como norma un estado de ánimo o actitud.


Nosotros no somos los culpables, nosotros somos la consecuencia. Y sí, podemos, negativamente, transformar esta realidad, pero no poniendo todo nuestro esfuerzo en sacarla adelante, sino sentando en el banquillo, señalando con el dedo, escribiendo con nombres y apellidos quiénes son los culpables. Y sí, podemos hablar, podemos contar, como suma, como relato, nuestro malestar, nuestra impotencia, nuestra rabia y, por supuesto, su historia, su origen, y, por qué no, su final.



Algún día.



* Valverde, C.: “El lenguaje positivo como ‘sentido común’ o el consentimiento del neoliberalismo”. En: El viejo topo, 2011; nº 286: pp. 33-39.

lunes, 28 de noviembre de 2011

Paradigmas (II)


Este pasado jueves fallecía Lynn Margulis, una de las grandes biólogas de los últimos tiempos, además de una persona lo suficientemente crítica, valiente y lúcida como para enfrentarse a la doxa científica poniendo en entredicho al neodarwinismo (o al menos sacándole los colores) y proponiendo una alternativa al paradigma.


Si hay alguien lo suficientemente aburrido como para haber seguido todas las entradas de este blog y además les ha prestado atención, se habrá percatado de que quien suscribe, siempre que puede, tratar de poner en evidencia el paradigma darwinista. No, no se alarmen, no voy a plantear una encendida defensa del creacionismo ni erigirme como iluminado new age planteando una teoría alternativa y autocomplaciente que nos abra a alguna forma de trascendencia ni nada por el estilo; soy un animal en peligro de extinción, pero no estoy tan tarado.


Antes de rendir homenaje y explicar en qué sentido los estudios de Margulis parecen ofrecer una vía alternativa útil para el nuevo paradigma que se está creando sin que ustedes, pobres mortales, sepan nada ni hayan oído hablar del caso en los medios de comunicación, quisiera, dentro mis limitadas cualidades doctrinales, aclarar unos cuantos puntos y malentendidos en torno a lo que significa “ser darwinista”.


Para empezar, no está de más concretar en qué consiste el creacionismo, que fue el paradigma previo al darwinismo, a nuestro paradigma. El creacionismo, muy sucintamente, viene a explicarnos que todas las especies que hoy habitan este planeta siempre han estado ahí, desde que fueron creadas por un dios monoteísta cualquiera, de andar por casa, y siempre han sido tal y como ahora son. Como es evidente, por mucho que algunos estados norteamericanos se empeñen en desmentirlo, el registro fósil que se encuentra por todo el planeta, viene a decirnos todo lo contrario: que hubo otras especies que ya no están y que muchas de las que ahora sí están, antes, hace miles de años, eran distintas; lo que a los herejes nos lleva a pensar que habían ido variando con el tiempo.


Muchos años antes de que Darwin emprendiera aquel famoso viaje con el Beagle, el evolucionismo ya era una hipótesis en boga dentro de la biología que trataba de explicar el registro fósil; el problema, básicamente, consistía en que, para que el evolucionismo, como paradigma, sustituyera al creacionismo, era necesario que éste, como teoría, fuera más explicativo y capaz de llevar a cabo mejores predicciones. Algo que, en aquel momento, puesto que ni las leyes de Mendel habían sido formuladas ni, por tanto, alcanzado la difusión necesaria, ni las observaciones de Darwin habían tenido lugar, no podía ser aceptado. Si así era, si las especies eran el resultado de distintas variaciones y los huesos fosilizados de aquellos extraños animales no eran más que antepasados de las mismas especies con las que, en aquel momento, convivíamos en el planeta, ¿por qué razón cambiaban? ¿Acaso algún factor desconocido tenía la osadía de tratar de “perfeccionar” o “corregir” la obra divina?


En otras palabras: vale, las especies cambian, varían, evolucionan quizás, pero… ¿Por qué? ¿A qué se debe ese cambio? ¿Con qué objetivo?


Darwin, como os digo, no fue el padre del evolucionismo (que lo único que afirma es que las especies evolucionan y cambian), de hecho, su abuelo fue evolucionista y Lamarck también lo era, pero erraban en el planteamiento y enfocaron mal el análisis del cómo y el por qué lo hacían. Fue Darwin, efectivamente, el que dio con un cómo y un porqué capaces de hacer predicciones sobre la deriva especiativa de un grupo de individuos de la misma clase y, a su vez, explicar sus variaciones precedentes. Darwin no es el padre del evolucionismo, Darwin simplemente dio con una explicación coherente y válida de cuál era el motor de esa evolución: la presión del entorno sobre los organismos, la variabilidad entre los individuos de una misma especie y la selección natural como juez que dictamina quiénes de esos individuos tendrá más descendencia y, por tanto, más probabilidades de transmitir sus genes de generación en generación hasta que dichas cualidades se tornan dominantes; lo cual hacía implícito que este proceso era lento y gradual, mucho (más incluso que la revolución de mayo en España). Fue más tarde, con la Teoría sintética (nuestro paradigma actual, una mescolanza de darwinismo y resultados de investigaciones genéticas), cuando otra intuición de Darwin fue consolidándose como ortodoxia dentro del paradigma: las distintas familias que hoy pueblan el planeta, como sabía Darwin, muchas provenían de una misma especie, probablemente, incluso, del mismo individuo, pero nuestro paradigma actual va mucho más allá: nuestro paradigma nos dice que todos los organismos de este planeta descienden de una única y singular célula, que todas las grandes familias de seres vivos del planeta provienen, son descendientes lejanos, siempre de un mismo individuo, cuyas mutaciones, fueron heredaras por sus descendientes, transmitidas durante milenios y variando a su vez mientras daban lugar a la diversidad biológica que hoy tanto nos deslumbra.


Todo esto parece ser cierto: todo lo que a día de hoy vive en este planeta proviene de una única primera célula eucariota (las demás no tuvieron una larga descendencia), y todos los organismos que hoy compartimos mesa provenimos de algún único organismo medio complejo que tuvo una larga descendencia tras la explosión cámbrica mientras sus compañeros de viaje iban viendo cómo su descendencia menguaba y sobrevivía menos tiempo, hasta que desaparecían. Esto está probado, porque, en cierta manera, todos los organismos de este planeta compartimos, en mayor o menor medida, código genético; algunos más cercanos entre sí, otros más alejados, todos somos hijos de una única célula eucariota que apareció en un momento preciso, dejó descendencia, sus genes se impusieron a los genes de otras células similares, hasta que solamente quedaron sus hijos, que iban cambiando, acumulando variaciones, sometidas a la especiación a la que nos constriñe el ambiente.


¿Cuál ha sido siempre, desde su aceptación, el problema del Darwinismo?


Una de las primeras objeciones que surgieron fue la referente al tiempo: el modelo lento y gradual podía explicar la especiación, la variabilidad de subespecies dentro de una misma especie; pero si las grandes familias biológicas eran también el resultado de una evolución lenta y gradual, las cuentas no salían y la edad de la Tierra tendría que ser necesariamente diez mil veces mayor de lo que hasta el momento se creía. Hoy sabemos la edad de nuestro planeta con cierta seguridad, y su edad es mucho mayor de lo que se creía en época de Darwin, pero aún así, no lo suficiente como para que las grandes familias fueran el resultado de un proceso lento y gradual (o así lo creen algunos).


La segunda objeción es que, si es cierto que el registro fósil nos muestra distintas etapas, por ejemplo, evolutivas de nuestra especie, éste, siempre da lugar a especies con variaciones pero siempre muy estables, nunca aparecen los dichosos y famosos eslabones de la cadena. De igual manera sucede con las grandes familias, que aparecen en el registro fósil “de repente” o con las grandes revoluciones biológicas: la aparición de las eucariotas y la explosión cámbrica. El registro fósil hace pensar que existen saltos evolutivos o revoluciones genéticas que el modelo darwinista no es capaz de explicar.


Una de las teorías que tratan de sustituir o complementar al darwinismo es la Teoría del equilibro puntuado (propuesta, principalmente, por Stephen Jay Gould), mucho más atenta al registro fósil. Resumida, es una teoría evolucionista, en el sentido ya explicado, pero de un gradualismo menos severo, puesto que apunta a que la formación de nuevas especies no tiene por qué ser resultado de un proceso lento y lineal, sino, en algún sentido, revolucionario; como si existiera una especie de reloj interno que marca las variaciones genéticas y, cuando una especie permanece relativamente estable, parece acogerse al gradualismo darwinista, pero cuando, por razones que desconocemos, se trata de una diversificación mayor, lo hace de forma radical, en muy pocas generaciones. Esta forma evolutiva no dibuja un modelo lineal, sino ramificado; lo cual explicaría lo que hoy en día sabemos que es un hecho: que en la línea evolutiva que antes describíamos como una sucesión de individuos y especies que iban sustituyéndose por otras nuevas, más adaptadas, muchas de esas especies convivieron en el tiempo y en el espacio. La prueba de ello, ya sabéis: el homo sapiens neanderthalensis y homo sapiens convivieron durante miles de años; del mismo modo que las distintas variantes de homo ergaster o las decenas de australopitecus.


Cada vez que estas especies se miran a los ojos, la ortodoxia darwinista se estremece.


Esta controversia, aunque no esté siendo aireada (lo cual me parece adecuado –y más con los tiempos que corren-), flota en el ambiente cada vez que salen a la luz los resultado de las excavaciones que de primavera a otoño, por lo general en verano, se llevan a cabo en los principales yacimientos del planeta. Y también, volviendo a Margulis, atañe a otros campos de investigación. Conozco a grandes rasgos las investigaciones de Margulis porque las he visto citar a quienes postulan un paradigma alternativo a la Teoría sintética o neodarwinismo, un paradigma que en algunos lugares he visto llamar Teoría modular de la evolución. Esta teoría viene a decir que sólo la especiación procede de forma gradual sometida a un contexto ecológico y que las grandes transformaciones se deben a la transmisión, duplicación o alteración de “paquetes” o “módulos” genéticos que, por sí mismos, cumplen ya una función compleja y que se implementan en el sistema genético de un organismo modificando sus cualidades. Dichas estructuras o módulos pudieron ser en su día producto de una evolución gradual según el paradigma darwinista (o también fruto de una evolución modular), pero, entonces, claro, continúa, para el nuevo paradigma, faltando un porqué y un cómo. (Damos por hecho que a estas altura nadie continúa pensando que las variaciones o derivas genéticas tienen un sentido o forman parte de un proyecto –como sabemos, con la historia sucede los mismo-. El Espíritu, en todo caso, vaga, como un animal errante, como nunca hemos dejado de hacer.)


Y en esta querella aparece Margulis, proponiendo una hipótesis que en nada se asemeja a la lectura darwinista. No olvidemos que el darwinismo dibuja la deriva evolutiva como si de una guerra eterna se tratara, donde las especies compiten entre sí para hallar su espacio en el nicho ecológico y los individuos de una misma especie compiten a su vez por los bienes que aseguren su perpetuidad genética. Que nuestras sociedades sean así no quiere decir que la naturaleza deba ser así, ni todo lo contrario. El gradualismo y la competencia existen; la naturaleza, nuestra naturaleza, nunca ha sido ese lugar añorado. En la naturaleza, como en la vida, hay de todo; sólo que, además, no es de recibo aplicarle categoría morales.


La hipótesis de la endosimbiosis, de la “cooperación” entre organismos para la supervivencia, no ha de entenderse según un criterio, antropocéntrico, estético-moral: para que exista cooperación ha de existir plena consciencia y voluntad de llevar a cabo un mismo proyecto mediante alguna forma de comunicación; algo que, siento decir, no hacen las células procariotas. Quizá podamos llamar comunicación a un intercambio químico, o cooperación a la unión simbiótica, pero esto son usos poéticos de la palabra. Porque ésta es la hipótesis de Margulis: la sorprendente y enigmática aparición de la célula eucariota, así como lo que se ha llamado la explosión cámbrica, pudo ser el resultado de un proceso simbiótico entre protocélulas (las procariotas), para el caso de las células eucariotas, u organismos celulares simples para dar lugar a otros más complejos. Sabemos que antes de aparecer la célula eucariota (todos los seres vivos complejos estamos compuestos de células eucariotas) sólo existían dos o tres tipos de células procariotas, más simples y menos eficaces en su reproducción; por no hablar de que no pueden unirse para formar organismos complejos como nosotros. La ciencia nunca ha sabido explicar de dónde surgieron estas células con un núcleo definido, y explicar su evolución desde una célula procariota simple partiendo del paradigma darwinista conducía a un callejón sin salida. Además, si hubo gradualismo y evolución en un sentido darwinista, alguien debería explicar por qué las células procariotas continúan entre nosotros.


Las razones que aduce Margulis para justificar su hipótesis y demostrarla es que las partes de las células eucariotas parecen responder, cada una, a módulos o estructuras (esta terminología es usada por quienes tratan de apoyar la evolución modular con las tesis de Margulis) que corresponden a tipos de células procariotas. De modo que su aparición, su novedad, no fue el producto de un proceso selectivo y gradual, sino el resultado de “fusiones” o “incorporaciones” entre células, que dieron como resultado una célula más compleja capaz de realizar funciones, a su vez, más complejas. Los defensores de la evolución modular sostienen que este proceso que Margulis describe podría ser el primer caso de evolución modular y el auténtico motor de la evolución, mientras que las tesis darwinistas, no serían más que un añadido, un complemento o forma de especiación, a este proceso.


Desconozco quién, en este caso, se llevará el gato al agua. La tesis de Margulis es muy explicativa y parece acomodarse a la perfección a esta hipótesis modular, que a su vez parece contrarrestar algunas anomalías que, desde un inicio, ya soportaba el paradigma darwinista. El problema principal con este asunto es que, en cierta manera, nos sentimos involucrados en ello; de alguna manera, es nuestro propio ser el que se está definiendo cuando tratamos de dar con una teoría que explique nuestra condición y nuestro lugar en la naturaleza. El darwinismo es un paradigma digno heredero de su época, donde la Historia fue campo de batalla para la realización del Espíritu, mientras que las hipótesis que tratan de reemplazarlo parecen adecuarse más a los tiempos que corren, pero, como decía en mi anterior entrada, un paradigma no será reemplazado por otro hasta éste no se vea seriamente amenazado y estas amenazas supongan una clara ventaja para el nuevo paradigma adecuándose a sus explicaciones. Lo que sí parece una señal inequívoca de que nos hallamos en un periodo revolucionario, en todos los sentidos, es que aquellos paradigmas consolidados a lo largo del siglo xix, muestran claras señales de agonía, puesto que, si hasta hace poco más de cien años muchas de las ciencias positivas se consideraban prácticamente acabadas (nadie pensaba que la Física podría dar mucho más de sí hasta que Einstein propuso la Teoría de la relatividad, del mismo modo que nadie pensaba que los nuevos hallazgos fósiles pudieran poner en entre dicho, todo lo contrario, la teoría sintética), hoy en día, todos estos campos de estudio, aportan resultados y conclusiones fundamentalmente problemáticos para los viejos paradigmas.


Desconozco si Margulis, quien, evidentemente adolece de cierto espíritu sesentayochista, tiene o no razón, pero valoro su valentía a la hora de hacer frente a la ortodoxia y plantar cara a toda una comunidad científica que, mientras no pudo valorar en qué forma sus tesis podían consolidar un nuevo paradigma, no supo ver en ella más que a la que fue esposa de Carl Sagan.


Como dije, son muchos los paradigmas que necesariamente han de entrar en crisis.


lunes, 3 de octubre de 2011

Paradigmas


Leía, hace unos días, el artículo de prensa de un dominical que dedicaba dos páginas al experimento del CERN, que tanto revuelo o interés (repentino) ha despertado entre los medios de comunicación. La noticia había corrido como la pólvora, decía un blogero cursi: uno de los fundamentos (upsss, supongo que quería decir “axiomas”) de la Teoría de la Relatividad había sido puesto en entre dicho. Y los medios de comunicación, por supuesto, afilaron sus plumas y anunciaron con vehemencia que un grupo de científicos “había puesto en jaque” a “la mente más brillante del siglo xx” –¡Toma ya!


Podemos dar por sentado que todos ellos habían leído el paper que se había publicado (“Measurement of the neutrino velocity with the OPERA detector in the CNGS beam”), incluso, siendo completamente condescendientes, podríamos decir que lo habían entendido y que, la forma de anunciar lo que sólo es un experimento, se debía, quizá, a la falta de noticias interesantes esa semana. Pero no, esa semana, si no recuerdo mal, estaban sucediendo otras cosas en el mundo, sobre todo en Europa… En fin, no seamos mal pensados, es mucho suponer que alguien haya tomado la decisión de tergiversar o exagerar una noticia y anunciarla durante días (no es habitual que una noticia científica abra la cabecera de un informativo o entre en portada de un periódico de tirada nacional -a menos que se tratara del desarrollo probado de una vacuna para el SIDA-) para desviar la atención de lo que está sucediendo a pie de calle.


El hecho es el siguiente: unos tipos con bata blanca que trabajan en el CERN (un laboratorio financiado con presupuesto europeo para la investigación nuclear y cuyas instalaciones en Suiza ya han despertado sospechas en contadas ocasiones, ya que allí es donde se encuentra el mayor acelerador de partículas del mundo) habían llevado a cabo un experimento con neutrinos (al parecer querían investigar un fenómeno de oscilación de este tipo de partículas). Para ello lanzaron varias de estas partículas desde el CERN dirigidas hacia otro laboratorio, el LAGS, en Italia. Resumiendo, fuera cual fuera el tiempo que esas partículas deberían tardar en recorrer esa distancia (eso era lo que estaban midiendo), nadie esperaba que esa velocidad fuera mayor que c.


¿Y qué es c? Pues, como todos sabemos ahora (o hemos recordado de nuestras clases de instituto), c es la velocidad de la luz, que, según la Teoría de la Relatividad, no puede ser superada; no hay objeto en el mundo, ni masa ni densidad que pueda viajar a una velocidad mayor que c. Se trata de una ley física, esto no es como la modas, los apetitos o las relaciones humanas; las leyes de la naturaleza han de ser siempre válidas y, por ello mismo, ser capaces de hacer “predicciones”. No es de recibo que el agua hierva a 100º sólo los jueves, sábados y domingos; el agua tiene que hervir siempre que alcance ese punto de ebullición. Y esto se convierte en ley en el mismo momento en que puedo hacer la predicción de que, pasando por alto ciertas variables que pueden hacer oscilar esta temperatura, sea el día de la semana que sea, y sea la hora que sea, lo hagas en tu casa o en la mía… siempre, siempre, el agua hierve a 100º -por mucho que uno trate de ser positivo y se abrace a algún elefante disfrazado con plumas mientras recita un mantra y quiera que hierva a 50º para reducir la factura del gas.


¿Qué sucedió en el CERN? Sencillamente que la predicción no se ha cumplido. Quienes allí trabajan esperaban, como es evidente, llegar a alguna conclusión, obtener resultados, una cifra, un parámetro, una constante… Eso es lo que espera la Ciencia cuando se pone bravucona. Pero nadie esperaba, porque no estaba predicho, que nuestros queridos neutrinos se nos subieran a las barbas literalmente y tuvieran la poca consideración de llegar a su destino unos segundos antes de lo esperado; pero no cualquier segundo antes, sino unos segundos antes de lo que tardan unos fotones (que viajan a la velocidad de la luz).


Se rumorea que alguien (no era un becario, éstos no suelen sonreír, sería alguien de los que están bien pagados), comentó con sorna, ante la estupefacción de sus colegas, que no debían preocuparse, que lo preocupante hubiera sido que los neutrinos hubieran llegado a su destino antes de ser lanzados. Pero lo cierto es que, desde un punto de vista teórico o epistémico, es tan fantástico y fuera de lo común que esos neutrinos llegaran unas décimas de segundo antes que los fotones como si hubieran llegado antes de ser lanzados. Desde el marco teórico la anomalía ha sido registrada, está ahí, no importa su grado, de cualquiera de las formas, ese hecho sobrepasa nuestro paradigma, lo pone en evidencia.


No sé si alguna vez he hablado de Thomas Kuhn, un autor cuya lectura debería ser obligada entre todas aquellos que se dedican al periodismo científico. La estructura de las revoluciones científicas (1962), una obra imprescindible tanto para aquellos que estudian humanidades como ciencias, fue redactada para analizan los distintos estadios de “desarrollo” científico desde un punto de vista sociológico o epistemológico. Enmarcada en el contexto estructuralista de la época, señala la inconmensurabilidad entre paradigmas (que representaría estadios o epistemes históricas) y pone en suspenso la idea de “progreso” mediante la cual ha sido analizada la historia del conocimiento. A grandes rasgos, Kuhn se dio cuenta de que los factores que hacían que un paradigma científico o cosmovisión del mundo (una episteme, en definitiva) fuera modificado o sustituido por otro no eran, exclusivamente, internos, a los problemas de un campo de estudio. En otras palabras, un paradigma científico no es sustituido por otro a raíz de la acumulación de nuevas observaciones o datos empíricos, sino que existían una serie de factores externos, históricos además, que solían precipitar un cambio de paradigma. Es la episteme la que modifica el paradigma y no el paradigma el que da lugar a una nueva episteme.


Cuando surge una nueva episteme aparecen anomalías que, en principio, tratan de ser asumidas por el paradigma, tratan de ser explicadas; pero que tarde o temprano darán lugar a un nuevo paradigma. De modo que los grandes paradigmas científicos de la historia de la humanidad no habrían sido más que construcciones subjetivas de sus correspondientes epistemes históricas que, durante un periodo de tiempo (pueden ser cientos de años) se mantiene en consenso, dando lugar a lo que él llama fases de “ciencia normal” (cuando una ciencia, según un paradigma, va consolidando aún más ese paradigma mediante observaciones o experimentaciones), o fases de “ciencia revolucionaria” (cuando un paradigma comienza a ser puesto en evidencia por una o varias anomalías mientras se consolida el nuevo modelo epistémico al que han de acoplarse y hallar un orden según un nuevo paradigma).


Siempre pongo el mismo ejemplo (Kuhn también solía utilizar ejemplos de esa época, porque está repleta de ellos y porque suelen ser muy plásticos): hasta los siglos xvi y xvii, la respuesta a la pregunta sobre por qué los objetos celestes, los planetas y estrellas, no se precipitaban sobre nuestras cabezas, era solventada por el paradigma aristotélico-ptolemaico: existía un sistema de esferas cristalinas de diversos tamaños sobre el que se iba engarzando los astros y los mantenía siempre dentro de su eje de traslación (concepto, este último, que, en realidad, pertenece ya al paradigma por el que fue reemplazado). Lo importante de un sistema de representación, paradigma o episteme, es que sea coherente, que no incurra en contradicciones y que, dentro de la simplicidad, sea explicativo en todos los casos; y ese sistema de esferas cristalinas del modelo ptolemaico, además de explicar por qué el cielo, como temían los galos del tebeo, no se nos viniera sobre nuestras cabezas, daba explicación a otro tipo de hechos, observaciones que, a su vez, se correspondían con una episteme particular que en el siglo xvi ya no era del todo válida y estaba siendo reemplazada. Por ello surgió la anomalía, aquello que Kuhn denominaba una observación “dramáticamente contrafáctica”: En el año 1577 un cometa fue documentado por Tycho Brahe, Michael Maestlin y otros filósofos de la naturaleza atravesando la bóveda celeste.


Que se trataba de una observación dramática no cabe duda: la visión de un cometa campeando a sus anchas por la bóveda celeste, atravesando, sin llegar a romper, estas ¿esferas?... ¿Cómo es posible, entonces, que el cielo no se viniera sobre nuestras cabezas? Era dramática porque ponía en evidencia el paradigma, y contrafáctica porque, de no haber esferas, ¿por qué no se precipitaban los cuerpos celestes sobre la tierra?, ¿qué era aquello que los detenía o mantenía en suspenso?


Pero, para este cambio de paradigma, que, como vemos, nada tiene que ver con la obtención de nuevos datos, hacía falta un cambio epistémico, que ya se estaba dando. ¿Cómo si no podemos justificar que en los doscientos mil años que llevaba nuestra especie pateando sabanas y estepas nadie hubiera visto a ese cometa cruzar la bóveda celeste (más aún cuando, además, estos cometas tienen una trayectoria fija y entran en nuestro campo de visión de forma periódica)? ¿Acaso ese cometa apareció de repente, sin avisar, y vino para quedarse? ¿Acaso gracias a ese “nuevo” dato (que era tan viejo como el mismo polvo que pisamos) la ciencia progresaba hacia un más adecuado modelo de la naturaleza?


La respuesta la tenemos en el hecho de que muchos de los inquisidores que quisieron observar con sus propios ojos ese cometa “no lo vieron”; usaron el mismo instrumental, tenían la vista en buen estado, pero donde los nuevo filósofos de la naturaleza veían un cometa cruzar la bóveda celeste, los detractores del nuevo modelo, no veían ninguna anomalía, sino fenómenos que podían ser explicados, aunque de forma rocambolesca, por el viejo paradigma (o directamente desprestigiaban al instrumental de observación). La diferencia entre unos y otros, la distancia que no podía ser salvada, estaba en la forma de mirar y no en lo mirado (no era un contencioso cognoscitivo, eran otras cosas las que estaban en juego). Cuando Newton propuso su heurística matemática y vio cómo era capaz de dar lugar a nuevas leyes tan explicativas como las del antiguo paradigma y con mayor capacidad de predicción, esa transformación epistémica era ya un hecho y el nuevo paradigma (la mecánica clásica), junto con la nueva ley (la de la Gravitación Universal), podía explicar y superar el contrafáctico de que, sin existir dichas esferas, el cielo no se habría de precipitar sobre nuestras cabezas.


¿Ha sucedido esto en el CERN (porque esto es lo que parece, según los medios de comunicación, que ha pasado)? Sí y no. Me explico: La Teoría de la Relatividad ha roto con el viejo paradigma de la mecánica clásica y es evidente que quienes hemos sido testigos de los acontecimientos que se están viviendo en el mundo en los últimos ciento cincuenta años somos protagonistas de un cambio de episteme que todavía no ha sido consolidado; de modo que no debemos tener miedo de que nuevas observaciones constituyan anomalías con respecto al paradigma anterior (de hecho tienen que seguir dándose, y cada día más, porque, precisamente, lo que nos falta es un nuevo paradigma). La relatividad de Einstein, como teoría, ya es el resultado de un cambio epistémico, pero no constituye en sí misma un nuevo paradigma, sino que ha abierto la investigación y los objetos de estudio dentro de su campo para que se den nuevas observaciones que, necesariamente, y poco a poco -por lógica lo serán más-, dan lugar a anomalías o contrafácticos (como el que podría ser si nuestros neutrinos hubieran llegado antes de ser lanzados; aunque el hecho de que superasen la velocidad de la luz –si es que realmente lo hicieron- ya es un contrafáctico). Por esta razón, una vez publicados los resultados del experimento (hay quien critica que hayan sido publicados en esta fase –muy temprana- y apunta a que con su publicación se ha estado llamando la atención para que no se le recorten los fondos o para recibir nuevos fondos privados) han comenzado a surgir explicaciones venidas de todos los ámbitos de la física que a día de hoy se postulan y compiten por sustituir al antiguo paradigma (la Teoría Cuántica, la de Cuerdas...); uno de ellos, por ejemplo, contempla la posibilidad de que estos neutrinos, por alguna razón, tomaran un “atajo” y no hubieran recorrido todo ese espacio, curvando el espacio-tiempo y demostrado que la distancia entre dos puntos no siempre es la línea recta…


En definitiva, una vez más, no lo sabemos y tardaremos mucho en saberlo; pero lo cierto de todo esto es que, cuando lo “sepamos”, la explicación que demos o el modelo representativo que lo subsuma no tendrá nada que ver con la realidad o con una adecuación a ella, sino con un nuevo modelo epistémico, con una nueva forma de mirar las cosas que a día de hoy no está consolidada.


Los investigadores del CERN replicaron, creo, una quince mil veces el experimento; y siempre, las quince mil, los dichosos neutrinos tenían la poca sensibilidad de llegar antes de tiempo. Todo hay que decirlo, este tipo de mediciones son estadísticas, en el CERN se han podido equivocar con su modelo de medición o a la hora de calibrar el instrumental (que es lo más probable); por ello es necesario, antes de publicar ningún paper, que sea replicado en otros centros o laboratorios (para comprobar que este fenómeno no sólo ocurre cuando el CERN envía neutrinos a Italia). Si así fuera, habría que replantear el experimento, para llevarlo a cabo de otro modo, y, en el caso de que los neutrinos perseveraran en su desobediencia, volver a replicarlo en otros laboratorios. Si los resultados continúan siendo positivos, habría que comenzar a pensar en posibles fenómenos físicos, desconocidos hasta ahora, que pudieran explicarlo (en otras palabras, tratar de adecuarlo al paradigma que tenemos o a uno nuevo) y sólo en el caso de que no fuera posible, publicar el paper, y abrir un amplio espacio de reflexión en toda la comunidad científica sobre las consecuencias de ello y sobre nuevas observaciones o teorías (hasta el momento alternativas o no oficiales) que sean capaces de desarrollar una explicación sobre el fenómeno. Lo que traducido en tiempo puede llevar una o dos décadas.


Desconozco el alcance que tendrá realmente este experimento (quizá no vuelva a ser replicado en otro laboratorio y se descubra un error en el modelo de cálculo del CERN; lo cual sería ya es una buena noticia, puesto que al menos sabríamos que nuestra ciencia anda a tientas, equivocándose, pero sin miedo a rectificar). Desconozco si la expectación que ha tenido en los medios de comunicación era debida al experimento en sí o a otras cuestiones que nada tenían que ver con él o con la ciencia. No lo sé, pero comienzo a sospechar (y no me van nada las teorías conspiranoides) que mientras continúe la crisis social, política y económica que estamos viviendo, no tardarán en salir a la luz pública noticias de este tipo; no me sorprendería en exceso ver a alguien dando una conferencia de prensa junto a un hombrecillo verde mientras el G 20 vuelve a reunirse para determinar el valor del aire que respiramos. Aunque, por ahora, tengamos que conformarnos con unos tristes neutrinos empeñados en desoír una de las leyes fundamentales de la física, lo que ya es irreversible es que nos encontramos en un periodo de transición y que, por suerte o por desgracia, serán muchos los paradigmas que veamos entrar en crisis.


jueves, 1 de septiembre de 2011

Abtrünnigkeit (II)


Con este título dediqué hace casi dos años una entrada al ensayista austriaco Josef Werner –por quien reconozco que siento cierta debilidad- y a su obra (Die Passagen der Wüste), un compendio de ensayos o textos breves de carácter expresionista que sincretizan, con la maestría de un poeta y con la lucidez de los filósofos oscuros, un diagnóstico prematuro de nuestro tiempo.


Werner atravesaba las disciplinas y las fronteras entre géneros, era un maestro de las palabras, un viajero en la Historia y lector compulsivo de las miradas, de los cuerpos, de “los espíritus nerviosos”, como él los llamaba. Indagaba en los acontecimientos para dar con la huella o la muesca con que lograr transgredir la línea espacio-temporal, desenredando la madeja y abriéndonos a un plano temporal donde los acontecimientos se nos muestran en su acontecer, más allá de toda relación causal, donde adquieren valor en sí mismos, dentro de la constelación de elementos que, como una estructura camaleónica que acompaña lo humano, siempre oculta, paciente espera su oportunidad, su implacable constancia en el ser.


De Werner todo está por decir, pues apenas se ha dicho nada de él; si acaso podemos encontrar alguna referencia a su obra o su persona en interminables listados bibliográficos de literatura alemana del siglo veinte, entre cientos de nombres de escritores o pensadores de segunda o tercera fila. Lo que, probablemente, para él sería todo un orgullo.


Su obra, como ya aventuré, todavía no ha sido (y dudo que llegue a serlo) traducida al castellano. Las escasas ediciones alemanas que existen suelen ser sufragadas con fondos públicos –lo cual, hoy en día, dificulta aún más que vuelvan a ser reeditadas- y los pocos ejemplares que salen de imprenta apenas si se distribuyen en contadas librerías especializadas, mientras, por lo general, acaparan polvo en algún anaquel olvidado entre las pocas bibliotecas municipales alemanas que tienen la suerte (sin saberlo) de guardar el legado de uno de los grandes alemanes del siglo veinte.


Una pequeña editorial independiente alemana (por el momento no puedo dar el nombre) estudia en estos momentos la viabilidad de publicar su correspondencia (inédita en cualquier lengua hasta la fecha), que, mientras tanto, permanece olvidada en algún archivo bajo llave en la Biblioteca Estatal de Berlín. Su directora editorial, una vieja amiga, me comenta que, hasta el momento, todos los informes de lectura que se han llevado a cabo son elogiosos, en cuanto al estilo y el contenido de la misma, pero muy poco favorables a su publicación, dada la escasa salida que tiene este tipo de literatura en los circuitos comerciales y las muy pocas posibilidades de que la editorial obtenga algún tipo de subvención otorgada por el Ministerio de Cultura alemán para su publicación. Con todo, y dada su insistencia, se hacía necesario un informe positivo, que ya está redactado y enviado, para su tramitación. Ojalá haya suerte en este caso.


Aquí os dejo, traducida, una de las misivas que Werner escribió a la que fuera su amante de juventud (de la que sólo sabemos, por medio de su correspondencia, su nombre: Andrea). Está fechada sólo dos años antes de su muerte, pero rememora acontecimientos de principios de siglo, entrelazándolos con el presente en el que escribe a una interlocutora casi ficticia, pues es más que improbable que su vieja amante, de estar todavía viva en ese momento, mantuviera ningún tipo de intercambio epistolar con Werner. Como gran parte de su correspondencia, jamás fue enviada, y apareció, junto con muchas otras cartas, en el interior de una caja abandonada en un altillo de la que fuera su última residencia conocida (la habitación de un hostal, ya desaparecido, de Berlín). Fue una auténtica suerte que no se perdiera entre los escombros del edificio, pues su periplo merece una mención aparte: alguien las encontró, todas ellas en su sobre, con sello oficial, destino y remitente; años después fueron vendidas en una feria de filatelia y, sólo entonces, un coleccionista supo reconocer el nombre en la firma de su autor. Hoy permanecen inéditas, algunas de ellas son realmente bellas, otras delirantes y todas, en su conjunto, testimonios de otra época que, pese a la distancia, no deja de solaparse a la nuestra, como si el destino de Europa no pudiera dejar de ser uno, indisoluble, cualquiera que sea ese destino.




***



Berlín, 19 de septiembre de 1927




¿Recuerdas, Andrea, aquella madrugada de fin de siglo?


Entonces éramos todavía jóvenes, y ni los pretorianos del que nunca tornaría a ser kaiser ni el hiriente soplo de viento que, gélido, circunda la vida cuando marca el paso de las épocas, podían hacer mella en unos espíritus que creyeron eternos aquellos instantes que hoy sólo son memoria anegada por los suburbios que ahora me contemplan aquejado por estas fiebres otoñales en mi atalaya de llamas y escombros. Llovía en Berlín, los carruajes cruzaban a la velocidad de un rayo las empedradas avenidas de nuestra vieja ciudad, nuestra por siempre -¿recuerdas?-, despidiendo el tiempo que se nos iba y despertando augurios para el nuevo siglo; los niños descalzos trasteaban sin malicia por sus calles robando brasas de los hachones y prendían antorchas con las que iluminaban nuestros pasos a cambio de unas cuantas monedas devaluadas; más tarde se disputarían, entre sombras, por los callejones traseros, las sobras de los tugurios que contienen y resguardan la furia de la indiscreción a altas horas, mientras ojos enrojecidos planificaban el nuevo asalto al palacio real.


Sí, entonces solos nos bastábamos para cruzar aquel espejo.


¿Recuerdas? Aquellas calles fueron nuestro hogar: por la ciudad nevada, buscábamos el calor abrazados a alguna botella de licor diestramente robada por aquella dulce niña de cabellos de fuego, que reclamaba huellas oraculares a los felinos que bien nos hacían grata compañía a la luz de los faroles y al olor de su aceite. ¿Lo recuerdas, Andrea? Compartíamos viandas con la más alta nobleza de los espíritus incendiarios, recorríamos la ciudad en busca de la solución a un acertijo que leíste en la fachada ennegrecida y cartelada de aquel pabellón forjado que nunca estuvo ahí; saciábamos el hambre con el calor de nuestros cuerpos, alguna noche, bajo las sábanas de una alcoba prestada para la ocasión…


Fuimos los príncipes sin blasón de aquellas calles sin nombre, sin dueño, por las que eludíamos a menudo las grandes avenidas.


Sé que hubo, más tarde, otras madrugadas de plenitud; recibí tus palabras*, junto a las fotografías, relatando tu paso por Roma –qué bella es la Fontana di Trevi cuando tú posas a su lado-, las ruinas de Aleppo o la ciudad esculpida en Petra. Lástima que este nuevo invento, testigo indiscutible de los nuevos tiempos, sólo sea capaz de captar las imágenes de nosotros mismos en tonos grises, qué tristeza no poder contemplar una vez más tu rostro ceñudo, famélico y lechoso tal y como lo percibieron, por aquel entonces, mis sentidos, y no esta fantasmagoría fotográfica en que se ha transformado nuestras vidas.


Nunca pude hacerme con un artilugio semejante para retratarte, como tanto te gusta, y siempre maldecía a aquellos hijos de la burguesía por los que abandonabas nuestro lecho para dejarte agasajar con dulces de cacao, mientras aguardábamos, la madrugada y yo, tu regreso con la luz pálida del día siguiente.


Recuerdo el gris marino de tus ojos desafiando la mirada esquiva, indecisa, de los míos; tu risa desconcertante, histérica, mientras te esforzabas por encaramarte al cerco con el que los pretorianos protegía la gran plaza de indeseables de bravo corazón y rostros barbados.


Pocos meses después embarcaste con aquella compañía teatral tras un futuro más allá de nuestra miseria. Yo debía permanecer en Berlín, objeto de mi obra, mi escritura, que, como un ser vivo, se transfigura con los tiempos y deviene otro. Difícilmente reconocerías hoy nuestra ciudad. Todos se han marchado, la nueva república fue sólo espejismo. Muchos murieron en la Gran Guerra o, como tú, huyeron en busca de otros climas menos severos (Grecia, Italia, el sur de Francia o España); aquí sólo permanezco yo, como un espíritu condenado, custodiando la vieja mansión. Hay rumores de coup d'état, de hecho un militar iluminado de baja graduación ya lo ha intentado, su partido cada día tiene más adeptos y sus memorias propagan ideas aberrantes.


Andrea, el mundo, tal y como tú y yo lo conocimos, ya no existe. Observa a tu alrededor, sea donde quiera que sea que te encuentres. Lo verdaderamente trágico es que cada día se asemeja menos al mundo en el que tú y yo hubiéramos querido vivir.


Márchate, continúa tu huída y no mires atrás, haz oídos sordos al rumor de sables que se escucha a tus espaldas, o vuelve, vuelve a Berlín, y escoge, una vez más, morir a mi lado, diferenciados de quienes permanecen en silencio, de frente a los acontecimientos, mientras entregamos la vida como si aún estuviéramos vivos, como aquella vez, ¿recuerdas?, en que estuvimos vivos. Ésta será nuestra última y mejor función, el papel que nos han dado a interpretar.




Josef




* Entre la correspondencia de Werner que pudo recuperarse no se ha encontrado ninguna carta remitida por la destinataria de este epistolario; sí se halló correspondencia mantenida con otras personas y, gracias a ello, ha podido ser recuperada gran parte de la misma.


miércoles, 10 de agosto de 2011

Acuse de recibo


(En respuesta al comentario publicado en la anterior entrada.)


Estoy de acuerdo con muchas de las observaciones tratadas en el artículo que me recomienda [http://manueldelgadoruiz.blogspot.com/2011/08/fundamentalismo-democratico-del-15m-y.html], no con todas, y, aunque no es mi especialidad, conozco algunos detalles teóricos e históricos surgidos en el contexto de las guerras de religión que apunta su autor (en el caso concreto de Savonarola, lo estuve estudiando para mi Montaigne).


Con todo, antes de entrar al trapo, quisiera hacer una observación, una vez más. La Atenas anterior al siglo V a. C. –también la del siglo V a. C.- era una sociedad política y democrática en un sentido muy diferente al que nosotros aplicamos a dichos conceptos. En este periodo, del que nuestras sociedades occidentales se dicen herederas, no existía, en cierto modo, la política como praxis (o al menos no como la entendemos ahora), sino más bien lo político como acontecimiento, estrechamente ligado, a su vez, a un espacio público. De modo que tanto lo político como lo público eran conceptos de semántica indistinguible; aunque hay que destacar que la frontera entre lo público y lo privado no se corresponde con nuestras fronteras contemporáneas. En este contexto pre-platónico, ese espacio público era espacio de la doxa, en el que se intercambiaban pareceres y opiniones (estereotipos), cuya victoria en dicho contexto agonal venía legitimada por la persuasión (retórica) y no por una mayor adecuación de una de las partes con la Idea (lo que sería el sentido platónico de la Verdad) o con las cosas (en un sentido positivo). Cuando Platón denuesta la doxa y la contrapone al concepto clásico de episteme, no sólo está imponiendo un nuevo “método” de pensamiento o constituyendo una nueva episteme (en este caso, mi uso del concepto es moderno), sino que está consolidando una ontología con la que ha de legitimar este método (presupone aquello que quería demostrar, para fundamentarlo, en la demostración; no hace más que esconder una cosa para luego convencerme de que la ha encontrado).


La doxa tenía muchas cualidades: como la dialéctica agonal se dirimía según la fuerza persuasiva/retórica de uno de los contrincantes (o de las opiniones enfrentadas), dicho proceso ponía en evidencia el carácter contingente y retórico de todo lo que es –algo que a un idealista como Platón le sacaba de quicio, escenificando, una vez más, el conflicto abierto en torno al Ser que había enfrentado el poema de Parménides con las observaciones de Heráclito)-, lo que venía a ser un escándalo ontológico o, en palabras de uno de los personajes de la cinta de José Luis Cuerda, Amanece que no es poco, un sindios. Y es precisamente en base a esta otra ontología (relativista) por lo que la doxa era espacio para acuerdos “temporales”, ya que expresiones como “ciencia política” o “filosofía política”, según ésta, se nos presentarían como un oxímoron.


Como bien es sabido, el pensamiento positivo, en base al concepto de “verdad” occidental, ha de ser “adecuado” con las cosas y capaz de llegar a principios universales: atemporales: válidos en todo tiempo y espacio. Es Platón, con su ontología y su epistemología –transmitidas en occidente por la religión cristiana-, quien sienta la bases para que la política occidental asuma esta praxis, se convierta en institución y haya dado constantemente lugar a sistemas de pensamiento cerrados en sí mismos cuya estructura vertical constituía (y constituye) sociedades de tipo totalitario. Curiosamente, esta exaltación del filósofo (aquél capaz de vislumbrar la Verdad, el Ser) como Rey Político (la estructura vertical es evidente) confirma, entonces, la anulación de lo político, que, en su sentido clásico pre-platónico, hacía referencia precisamente a lo contrario: al acontecer de lo variable, del devenir en el ser. En otras palabras: cuando acontece lo político, el filósofo debe callar, a menos que asuma y compadezca como ciudadano, sin aureolas, consciente de que es la Nada, no el Ser, aquello que nos cobija.


Nunca me ha interesado la filosofía política, yo era de quienes entraron en la logia porque pretendía buscar la Verdad (suena enternecedor, ¿verdad?) y dar respuesta a la pregunta fundamental de nuestra especie: ¿Qué es Ser? (que no te engañe el texto de la República, el objeto de la filosofía es éste; “salvar la polis” es una cuestión secundaria, pragmática, de este anhelo inicial. Quizá porque la polis no hay quien la salve, si no nos salvamos primero a nosotros de nosotros mismos, quizá porque la pregunta en torno al Ser nos ha enmudecido, la Filosofía murió el día que Nietzsche encabezó con su fábula uno de sus ensayos más breves: Sobre verdad y mentira en sentido extramoral). De modo que hay que conocerme un poquito para saber que siempre que yo tomo la palabra lo hago como humilde escritor (o escribiente, o poeta, en un sentido heideggeriano o benjaminiano), y que las raras veces que me presento como filósofo, algo que no puedo dejar de ser (lo reconozco), estás ante un presocrático, post-ilustrado, post-moderno… Llámame como quieras.


Dicho todo esto, sin lo cual es imposible comprenderme jamás, quisiera hacer otra observación. Mis queridos amigos los teóricos (¡oh, Julien, acostúmbrate, los filósofos nunca se han llevado bien con los “teóricos de”!) no sé hasta qué punto son conscientes de que el movimiento asambleario que ha surgido (no se sabe por cuánto tiempo) en nuestro país carece de unidad formal o teórica y que los distintos grupos que lo conforman, en muchos casos, sí la tienen, pero no representan al conjunto. En concreto, en este artículo se está criticando principalmente a DRY (también es cierto que critica esta renovada moda New Age, que tanto detesto, como sabes; aunque ésta, dentro del movimiento, tiene un carácter más bien individual, no grupal), pero las taras de un discurso no pueden extenderse por principio a todo un movimiento tan heterogéneo que ni los propios asamblearios se atreven a definir. De hecho, me parece muy interesante que la identidad del movimiento se funde en la cuestión por su identidad. Aunque tampoco hay que retrotraerse a los hugonotes para criticar a DRY. Si lo piensas bien, DRY tiene muchos nexos en común con otro fenómeno mucho más reciente en Europa y que en el caso de España se manifestó en la ideología falangista: ambos son movimientos surgidos en el contexto de una crisis económica, política y social; ambos propugnan una superación de la lucha de clases que, en el caso de DRY –al igual que la Falange, con sus diferencias, claro está,-, parece, propone una especie de democracia directa dentro de una sociedad sin clases de tipo aristocrático (puesto que, como he podido confirmar, muchos de ellos consideran que deben ser técnicos, especialistas en distintas materias, los encargados de administrar las diferentes parcelas del Estado…).


En fin, me repito: carecemos de perspectiva para interpretar lo que está sucediendo y más aún para preveer futuros acontecimientos. Lo único seguro es que ahí fuera, en las plazas, en las calles, se está haciendo historia y se están sucediendo acontecimientos políticos que, a día de hoy, se resisten a ser pensados. Tenemos varias opciones: darnos coscorrones contra la pared; empecinarnos en adecuar la novedad a lo ya conocido a costa de violentar, transfigurando, la realidad para asimilarla a nuestro querer, a nuestra mítica, a nuestros anhelos románticos sobre cómo habrían de sucederse las cosas y a nuestra verdad; o bien, bajar a la plaza y participar, dejar nuestra huella y estampar nuestra firma en este mural que estamos coloreando y que sentará las bases para que nuevas generaciones hagan suya la potestad de que cada generación tenga el derecho inalienable de construir para sí el mundo en el que quiere vivir.


Así pues, trataré, honesta y humildemente de contestar a tus preguntas.


En primer lugar no estoy diciendo que no haya clases sociales, ni todo lo contrario; que nuestra sociedades están repletas de contrastes, y que tras la opulencia nos las vemos, casi siempre, con la miseria que ésta comporta, es algo evidente. Estoy diciendo que el motor de la historia no es la lucha de clases (y lo siento, sobre todo por Hegel), que la historia no tiene sentido (el sentido lo ponemos nosotros), que no es cíclica, ni tampoco lineal. Que la Historia, como la vida, sencillamente se despliega y sólo puede ser pensada a posteriori. Es la exigencia de sentido la que hace del acontecimiento presente una urgencia del pensamiento, y, a su vez, la que ilumina, preñando de sentido, un pasado que se nos escapa, que en sí mismo es hermético (algo de todo esto hay en Benjamin).


En segundo lugar, ningún discurso es neutro, como sabes, aunque sí existen discursos que ponen en evidencia, desnudando, los discursos. Éste no es uno de ellos (tampoco el anterior), pero la “ideología”, por llamarlo de alguna manera, que se intuye detrás suyo sí es contra-discursiva. El principal problema (y su mayor virtud) de la epistemología contemporánea es su paradoja: cómo poner en evidencia el lenguaje si no es mediante el lenguaje; cómo señalar la imbricación entre lenguaje y pensamiento si el discurso metalingüístico (el de un pensamiento que se piensa) que pretende mostrar los procesos de representación no deja de ser en sí mismo un discurso más, una representación como otra cualquiera.


En este sentido, la experiencia contemporánea es necesariamente paradójica y dramática; en este sentido, el malestar en nuestra cultura sobrepasa lo social.


En tercer lugar, ¿puritano? En ningún sentido (el del artículo; menos aún en el habitual, ya lo sabes), pero una estructura horizontal y asamblearia que vuelva a instituir lo político en nuestra sociedades es una necesidad de nuestro tiempo, no un reclamo, al menos por mi parte, estético u ontológico de lo que ha de ser la democracia (interpretarlo así, es no haber comprendido nada de la primera parte de esta entrada que comienza a adquirir tintes barrocos a estas alturas). Un idealista es alguien convencido de la posibilidad de adquirir, y de la legitimidad y “verdad” de, ciertos principios cuya consistencia ontológica los hace irrefutables; y se convierte en un moralista cuando, además, exige que éstos sean los que han de regir la experiencia (lo que es habitual). En este sentido, un moralista es un idealista consecuente.


Yo seré muchas cosas, pero no soy un moralista. Precisamente, aquello que más me irrita del idealismo propio de nuestros sistemas de pensamiento es su moralismo. Y es, precisamente, esa in-moralidad de la que parto la que me arrastra, en este caso, a una exaltación del individuo contemporáneo (lo que no deja de ser una variante privada del vitalismo existencialista), del sujeto occidental, que es esencialmente burgués, en un sentido no marxista. Incluso el pensamiento contra-individualista moderno y contemporáneo es un pensamiento burgués; todas las formas de nuestra cultura contemporánea, junto con sus instituciones, son formas de la cultura burguesa (también el arte). La misma lectura silenciosa que acompaña a las ansias desinteresadas de conocimiento, el disfrute intelectual o estético que experimenta el sujeto cuya mirada ha sido formada para el “consumo” de la obra artística… ¡No hay estampas más burguesas e individualistas que éstas!


Considero que la experiencia epistémica de la individualidad es, a día de hoy, irrenunciable, por muy histórica que sea. El sujeto occidental no puede, epistemológicamente, a día de hoy, desubjetivarse en la tribu; ha podido, y todo ello en base a su subjetividad constantemente mirada mediante introspección, fragmentarse, disolver la subjetividad; pero este acto, esta experiencia fundamentalmente dramática para él, ha aumentado aún más su comprensión de la individualidad, de la temporalidad, del carácter irrepetible del acontecimiento del Yo.


Yo soy un tipo solitario, lo sabes, pero que aborrezca las masas no quiere decir que aborrezca a la gente ( a mí, como a aquél: me encantan las personas –algunas más que otras, es cierto-, pero de una en una). Estimo que cualquier individualidad es fundamentalmente mucho más valiosa y digna, en términos ontológicos y estéticos, que el mejor de todos los sistemas pensados; de igual modo que una mirada o una puesta de sol frente a cualquier tipo de mímesis representacional. Adoro las cosas y desprecio los conceptos, puesto que, aunque sin ellos no hay quien se haga entender, yo sólo aspiro a ganar la comprensión, del mundo, de mí mismo y de los otros (sobretodo a quienes quiero), y rubrico la cita de Arendt: yo no tengo por qué amar a priori a la humanidad, amo a mis amigos. Mi humanismo, como lo llama (ya he dicho arriba que si de poner conceptos sobre la mesa se trata, prefiero el del vitalismo existencialista), no tiene nada que ver con la moral o la ética, sino con la estética (de profunda admiración, cuando no embelesamiento –rara vez, es cierto-, al encontrarme con otras mónadas como ésta que dice “yo”); o mejor dicho, de quien es coherente con la identidad irrefutable entre ética y estética.


Vuelvo a repetirlo, y termino, por fin: cualquier tratamiento positivo de la sociedad nos conduce a la barbarie, el concepto político occidental se fundamenta en el oxímoron de que lo político puede ser pensado y proyectado según criterios o principios universales, cuando lo político es el espacio del devenir en las relaciones humanas, y los grandes sistemas de pensamiento político han sido construidos de forma dialéctica unos contra otros y guardan su lógica y verdad dentro del sistema de pensamiento que los pergeña en función de una concepción ontológica del mundo que hoy ya es insostenible por cualquier disciplina crítica del conocimiento. Lo interesante del movimiento surgido en España no es el “contenido” político o teórico de sus propuestas (y puedo asegurar que es gente muy lúcida, esté o no de acuerdo con ellos, la que está llevando a cabo esas propuestas), sino la “forma”, la manera de hacer, la renovada actitud política dentro del espacio público. ¡Es el cómo, no el qué!


Ya sé que esto a más de uno le parecerá un sindios, que no podemos dejar el destino de la polis en manos de la masa (gritarán los aspirantes a salvar la polis alzando el cetro que los distingue como Reyes Filósofos), pero es que nadie dijo que la vida ha de ser fácil, tampoco que hubiera de tener algún parecido con nuestras expectativas. Con todo, prefiero la doxa al despotismo, y no hablo de verdad, sencillamente me parece más sana. Yo no participo en las asambleas, sólo me siento a escuchar y apoyo con mi presencia las acciones con las que estoy de acuerdo y a las que puedo asistir, pero alguien, desde una esfera no política, ha de romper una lanza por ellos. Qué nos hace pensar que ellos no pueden darnos una lección, que no podemos aprender nada ellos… Será el tiempo el que dé respuestas a algunas cuestiones. Yo no hablo por mi razón o por sus razones, yo no quiero vencer en este nuevo episodio de vuestra guerra de palabras, yo sólo hablo por los gestos encontrados; por esos cuerpos famélicos que miran furiosos, desilusionados, desorientados; por esta desesperanza que tanto ellos como yo compartimos en el mañana…


Quien no sea capaz de comprender esto sí que es inmoral.


sábado, 6 de agosto de 2011

Estado de excepción (III)


Lo político, y esto lo dice alguien que es irremediablemente más filo que poli, no puede seguir estando dominado por espíritus contemplativos; lo político es necesariamente espacio de la acción. Ésta es la razón por la que una parte de politólogos o “teóricos” andan de los nerviosos cada vez que les toca componer su encabalgamiento habitual de paráfrasis con el que hacen pensar que tras su discurso hay una idea y no solamente nada: ejercicio que pone de manifiesto cuál hondo ha calado el idealismo en nuestra cultura.


Quienes echan en falta el sistema, quienes tiemblan cuando descubren que ahí fuera, en el espacio de lo real, los principios lógicos de sus mundos de hadas no rigen, sólo tienen dos salidas: claudicar o menospreciar.


Viven en mundos paralelos, cuya rigidez les impide ver más allá y descubrir el devenir de lo variable, la temporalidad fuera de Tiempo, el triunfo memorable de lo ahí frente al ser.


Ahí fuera no hay Verdad, razón por la que la dialéctica no tiene cabida e intercambiamos su exigencia agonal con nuestro baile de palabras, como un juego a veces dulce y otras amargo, puesto que la vida precede al entendimiento, con el que construimos mundos paralelos sujetos a la lógica con la que cosemos nuestras categorías, y sólo se deja comprender cuando quien lo intenta acepta el reto de haber realizado esta tarea previa consigo mismo. Sólo entonces adviertes el pacto amargo contraído con el Sentido. Sólo entonces te está dado poner contra las cueras sus límites y, en algún momento, acaso unos segundos, cruzar la frontera.


Y sólo así, es cierto, reconocemos la legitimidad y el poder de crear, que, por nuestra condición, no es propio. Así, en minúscula, que se siente el galerista, no avisen, por favor a ningún “teórico” del arte, o se lo llevarán a su mundo, lo arrastrarán a su terreno; lo expropiarán para sí. Dejémoslo ahí, cada uno tiene el derecho de vivir en el mundo en que quiere vivir, hay incluso quienes viven en mundos donde sólo existen ellos, pero nosotros queremos uno con mayor densidad demográfica –por aquello de evitar la endogamia, ya sabéis…-, y la contingencia de todo lo que nos rodea, es la piedra de toque con que exigimos y legitimamos el derecho a erigir uno hecho a nuestra medida con los materiales de deshecho que nosotros estimemos oportunos. Analizar el resultado de este collage bajo “modernas” categorías o lógicas de antiguos sistemas de pensamiento es inútil, tanto como tratar de comprender con nuestros análisis representacionales una pintura rupestre, o como si fuéramos capaces de retroceder en el tiempo con un Velazquez bajo el brazo hasta su tiempo e interrumpir al “artista” mientras sopla pigmentos sobre la piedra del interior de una cueva profunda y llamar su atención sobre el sentido del Velazquez.


Una de las cualidades de los asamblearios, a mi entender, reside en que, en muchos casos, han dejado atrás toda aquella retórica neomarxista en torno al concepto de “revolución” (o la propia lucha de clases –no hay clases, sólo individuos-: el sujeto de la historia es nuestra propia especie), saltando este paso de manera descarada –algo imposible dentro de un sistema de pensamiento- y dando paso a la autogestión modélica de una estructura alternativa, horizontal, construida sobre la marcha y según la orografía del terreno. Este movimiento sin nombre, porque es un movimiento ciudadano, es revolucionario no porque pretenda derrocar al sistema para dar lugar a un nuevo sistema “contemplado” de forma previa y positiva; las acciones que se están llevando a cabo tratan de poner en evidencia al sistema desplegando una estructura paralela cuyo orden orgánico con todas sus contradicciones trae de cabeza a todos aquellos que no están dispuestos a aceptar la contingencia del mundo que los cobija y creen necesario.


La revolución, en su caso, está consumada y ganada, podéis comprobarlo en los barrios; quizá falte que llegue a extenderse, que cada vez un mayor número de la ciudadanía vaya dejando poco a poco el mundo que hasta ahora creían inexorable para formar parte de un nuevo mundo, en el que al menos tendrá la oportunidad que nos han robado de enfrentarnos a nuestro destino. En ello deben centrarse ahora todos los esfuerzos: en naturalizar esta revolución social y extenderla progresivamente, y de forma paralela al orden establecido, con descaro, en más ámbitos públicos, hasta llegado el momento en que esa gran estructura paralela sea lo suficientemente tangible como para pueda ser pensada según nuevos parámetros.


Si de plantar cara se trata, si pretendemos poner a alguien en evidencia, si queremos hacer daño sin herir, creemos nuestro propio estado de excepción, más dulce, más humano, en todo caso. Olvidemos las ideas y dejemos de consultar el guión, la función, la más importante, ahora se escenifica sin ensayos previos en este espacio ganado al que todos estamos convocados.




Barcelona, 16 de julio de 2011


domingo, 3 de julio de 2011

Violencias


Hay en la bibliografía un controvertido experimento dirigido y llevado a cabo por el catedrático de Psicología Social de la Universidad de Standford, Philip Zimbardo, que, pese a todo lo que se haya dicho y escrito sobre él –existe un película y mucha literatura en torno a este caso- arroja cierta luz y viene a corroborar algunas evidencias en torno a la condición humana que, si se es un buen observador –querer ver, pese a que no te guste lo que ves-, saltan a la vista. Zimbardo se definió a sí mismo cuando diseñó este proyecto, pero también es cierto que cualquier historia sobre el conocimiento, sus formas y vicisitudes, en distintas ciencias, no puede ser precisamente una historia de humanidad y buenos modos. En realidad, este investigador lo que hizo fue reproducir a pequeña escala una serie de condiciones que se han dado a lo largo de nuestra historia repetidas veces y se continúan dando, con todas sus consecuencias, por supuesto.


Zimbardo escogió, de forma aleatoria, de entre un grupo representativo, de clase media, cuya única exigencia común era que fueran universitarios, a veinticuatro sujetos que habían superado de forma satisfactoria una serie de pruebas psicológicas. Posteriormente, también de forma aleatoria, el grupo fue dividido entre “prisioneros” y “guardias”. Su intención era averiguar si las conductas o roles forman parte del individuo o si, por el contrario, es el ambiente el que determina ciertas conductas; en otras palabras, ¿es el individuo violento o son las circunstancias las que determinan ciertas conductas?


El experimento se realizó en el mismo departamento de la Universidad de Standford, en el sótano del edificio, que Zimbardo había trasformado para emular una prisión, con sus celdas, pabellones… El tipo se lo tomó muy en serio, había cuidado hasta el último detalle, uniformes, puesta en escena…; los “prisioneros” fueron arrestados en sus domicilios y llevados a la “prisión”, en la que, desde el primer momento, fueron tratados como tales.


El primer día transcurrió sin ningún incidente reseñable, todo hacía pensar que el experimento había sido una pérdida de tiempo y que no sacarían nada en claro con él. Y quizá fue el aburrimiento lo que provocó que, paulatinamente, los “guardias” comenzaran a comportarse de una forma cruel con los “prisioneros”, dando lugar a que el segundo día, éstos, organizaran una rebelión en toda regla que fue repelida y sofocada de forma violenta en poco tiempo. Llegados a este punto, que es cuando Zimbardo debería haber dado por concluido su experimento y haber reinado el sentido común, los acontecimientos se precipitaron: quienes participaban, tanto unos como otros, se afianzaron aún más en su papel.


No voy a entrar en detalles, hasta la Wikipedia tiene un apartado dedicado al caso, pero el hecho fue que, tanto “guardias” como “prisioneros”, asumieron sus roles como si su destino no hubiera podido ser otro y el ambiente patibulario llegó a adquirir tintes dramáticos. Los “guardias” comenzaron a cometer vejaciones y humillaciones en torno a la figura de los “prisioneros” y éstos, a su vez, a asumir conductas de resistencia –llegaron incluso a preparar un plan para escapar de la “prisión”- para, más tarde, mostrar signos de trastorno emocional, episodios depresivos, ligados a la desesperación y la rabia, por lo que, cinco días más tarde del inicio del experimento, Zimbardo se vio obligado a “liberar” a dos de ellos, aquejados por crisis de ansiedad, prácticamente al borde del colapso, mientras uno de ellos se declaró en huelga de hambre. El sexto día de experimento el esperpento era tal que, presionado por una de sus colaboradoras, estudiante de postgrado, Zimbardo tuvo que darlo por suspendido.


Dejando a un lado las implicaciones éticas que estudios de este tipo pudieran tener, y dando por hecho que toda ciencia es violenta por necesidad, sobre todo cuando, además, su objeto de estudios somos nosotros, el experimento llevado a cabo en Standford arrojó luz en torno a muchas de nuestras intuiciones, pero no pudo, por supuesto, ofrecer una respuesta satisfactoria y contundente que llevara a algún tipo de principio capaz de ofrecer predicciones sobre nuestra conducta. Es más, este experimento trató de volverse a realizar y no pudo ser replicado (como experimento, digo; basta con acudir a cualquier prisión convencional para comprobar que se replica cada día).


Si había o no una predisposición de tipo genético hacia determinadas conductas, este experimento no podía ofrecer una respuesta; pero lo que sí parecía haber confirmado era que, fuera como fuera, nuestras conductas están estrechamente ligadas al contexto en que se enmarcan y guardan un vínculo fuerte con el lugar que ocupa el sujeto dentro de ese contexto; identidad que se transforma en desindividuación cuando, como en este caso, estamos hablando de grupos y no de sujetos concretos, ya que las actitudes y conductas se extienden entre todos quienes lo forman, asumiendo una identidad grupal.


Quienes todavía ponen sobre la mesa la vieja querella entre naturaleza e historia para comprender la condición humana, es que no comprenden nada, y quienes, además ni tan siquiera la cuestionan y toman parte por una de ellas para hablar de la “naturaleza violenta” de un individuo o grupo de individuos es que además están ciegos.


La violencia no es legítima ni ilegítima; la violencia tiene sus contextos. Reaccionar de forma agresiva ante un asedio reiterado y constante sobre quien lo padece forma parte del guión en que se enmarca; si golpeas y humillas constantemente a un animal, lo normal es que te tema hasta que llegue el momento en que reaccione de forma agresiva. Algo que muy bien sabe el Conseller d’Interior de la Generalitat de Catalunya, y éstas han sido las razones que ha aducido para justificar las agresiones y contenciones violentas llevadas a cabo por sus pretorianos: de un movimiento como el surgido en el mes de mayo en España sólo se puede esperar que quienes lo integran “reaccionen” de forma violenta. Este individuo cometió un lapsus linguae cuando tildó la “naturaleza violenta” de los asamblearios, ya que las estrategias de acción de los Mossos d’Escuadra están pensadas como si fueran a reaccionar de tal modo y no como si fueran, por naturaleza, violentos. Porque son conscientes: si las reacciones en la calle están justificadas, si los sujetos que las integran, en muchos casos, están desesperados, si es la indignación lo que mueve a la resistencia y si esta resistencia es una forma de reacción ante formas menos evidentes de violencia desatada contra la ciudadanía europea; si, además, los rechazamos a golpes, es estúpido suponer que su reacción no sea violenta. De modo que desatan la violencia explícita previendo una reacción violenta ante la violencia tácita; lo cual anticipa la reacción violenta de quienes, en principio, tratan de ofrecer una resistencia pacífica. Porque lo que estamos viviendo es un despliegue encubierto de acciones violentas dirigidas contra la ciudadanía, una llamada al orden y la obediencia, propia de quien ve cómo se le suben a las barbas y quiere dejar bien claro quién manda aquí: los golpes de estado que se están llevando subrepticiamente a cabo en Europa llaman a la rebelión de su ciudadanía; los paulatinos recortes de nuestros derechos que se están aprobando a nuestras espaldas en los parlamentos son violencia; el marco de condiciones sociales y laborales cada día se estrecha más, y esto también es violencia; la usurpación de nuestra soberanía es violencia.


Nuestros amigos en Grecia, la resistencia real que se está manifestando en sus calles ante lo que es un golpe de estado, puesto que su parlamento ha de aprobar una serie de medidas y leyes que no emanan del mismo, a lo que se suma que ha de hacerlo escoltado por un ejército para proteger a los “representantes” de a quienes dicen “representar”, tienen toda la legitimidad para reaccionar y ofrecer resistencia ante lo que no es más que una toma violenta y mercantil de sus futuros y sus vidas durante varias décadas. En el caso de España pintan bastos, por supuesto, aunque la sangre, todavía no ha llegado al río, quizá porque, en nuestro sótano, los “guardias”, por ahora, mantienen las formas, dentro de lo que cabe, y nosotros continuaremos siendo “prisioneros” modélicos mientras no interioricemos del todo el rol que nos ha tocado en suerte.


El movimiento surgido en España tiene la cualidad de ser pacífico porque nuestras circunstancias económicas no son las griegas, y porque quienes lo integran creen profundamente en la posibilidad democrática de que nuestra soberanía nos sea restituida, algo que en Grecia, es evidente, no va a suceder. Pero equivocamos los términos: no existen, ni pueden existir actitudes violentas cuando la ciudadanía ejerce su legítima oposición a la violencia desencadena de unos pocos contra todos. El poder que presumimos en los estados u otras instancias supranacionales emana de su ciudadanía, en palabras de Hannah Arendt, el poder es la “capacidad humana para actuar concertadamente. El poder nunca es propiedad de un individuo, pertenece a un grupo y sigue existiendo mientras que el grupo se mantenga unido. Cuando alguien está en el poder, en realidad tiene el poder de cierto número de personas para actuar en su nombre. Cuando el grupo desaparece, desaparece su poder”. Así pues, hablar de la “naturaleza violenta” de un grupo, no sólo es una estupidez, sino una inversión de términos que trata de ocultar una realidad esencial: sólo una masa ciudadana pede generar el poder que legitima al estado, quien, a su vez, puede desatar la violencia si ve amenazado el poder que trata de usurpar.


Cualquier exceso cometido por un estado contra su pueblo es una usurpación del poder delegado, pues la “violencia aparece donde el poder está en peligro”. De la masa, de la ciudadanía sólo pueden surgir estructuras y relaciones de poder –que a su vez puede ser transferido-, pero la violencia, como concepto político, es exclusiva de unos pocos contra otros muchos a quienes se pretende incautar el poder de-legado.


Violento es quien recurre a un poder que no le pertenece, porque el poder no pertenece a los individuos, sino a un grupo de individuos, para perpetuar un estado de cosas, para mantenerse en el poder. Miles de ciudadanos asumiendo actitudes de resistencia sólo pueden poner de manifiesto el poder que, del número, emana; en ningún caso la violencia. La violencia, digámoslo claro, es la usurpación agresiva del poder cuando quien lo detenta deja de representar a quienes se lo han cedido transitoriamente. De modo que nos os dejéis engañar, las imágenes que nos llegan desde Grecia sólo representan la violencia desde una de sus partes; desde la otra, la de la ciudadanía, lo que observamos es el despliegue de poder originario, la fuerza, de un grupo amplio y representativo que exige sin miedo, con razón, lo que es suyo. Digámoslo claro, la violencia comienza allí donde se anula a la ciudadanía.