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lunes, 6 de mayo de 2013

Ευρώπη (II)


Es como volver la vista atrás (y no es la primera vez) y no dar crédito.

Te preguntas cuándo fue el momento exacto, el punto de inflexión en que todo se vino abajo.

(¿Cuántas veces has repetido esta historia?)

Todas las historias son la misma Historia.


*
No hay manera, es imposible, por mucho que ahora rastrees los acontecimientos, por mucho que ahora cobren sentido, nada entonces parecía presagiar que el mundo en el que habías crecido pudiera deshacerse entre tus manos, como quien entra en un mal sueño, del que no tendremos la certeza de despertar.

Europa ya no es un continente ni una confederación de países con una historia conjunta de encuentros y desencuentros; Europa es, una vez más, un escenario improvisado para la barbarie y la infamia.

Hoy, más que nunca, todos nosotros somos ángeles, como el del cuadro de Klee, como el de la tesis de Benjamín.


*
Grecia se desangra, supura hasta la última lágrima; es un pueblo muerto, sacrificado en nombre de Nadie, mientras los medios de comunicación hacen oídos sordos a sus últimos estertores.

(El listado de culpables es cada día más amplio.)

El estado griego está siendo desmontado y subastado en la Gran lonja europea; con su soberanía entregada, tras un memorandum de la Troika, hoy no es más un feudo periférico por el que nadie parece dar la cara. Su población, enferma y enloquecida, se disputa alimentos que los mismos productores reparten para boicotear los dictados de la Cancillería Europea, mientras el fascismo se extiende y sus jóvenes caen en manos de mafias o exponen sus días de rabia y vagabundeo por plazas y calles tan deterioradas como ellos mismos, ya sin la esperanza de un golpe de mano por parte de la población. El ejército de la Troika en el país comete torturas impunemente y sus gentes sólo son capaces de actuar de forma conjunta para saquear supermercados y asaltar las empresas públicas, hoy en manos de capital privado.

Portugal está a las puertas; sus propios tribunales han declarado ilegales las medidas impuestas. Hace unos días, sólo unos días, su primer ministro, Passos Coelho, fue interrumpido en el Parlamento por un grupo de ciudadanos que había asistido al pleno; cantaban Grândola, Vila Morena, la canción de Zeca Afonso, el himno de la Revolución de los claveles. Coelho se frota las manos, los deja cantar, incluso sonríe, con amargura, como sólo los portugueses (y tú) saben hacer: siente nostalgia y vergüenza de sí mismo.

Cruzan la frontera, vienen a España, saben que aquí también todo está perdido. Te preguntan, no sabes qué contestar; son humildes y orgullosos a un mismo tiempo. Les invitas a las calles, señalas las plazas y les cuentas cómo nos organizamos aquí, sin apenas esperanza, todo hay que decirlo. Te miran fijamente, ya no hacen falta palabras… te encoges de hombros y sonríes, como sonríe Coelho -pero con la conciencia en calma-, y cantas borracho Grândola, Vila Morena buscando su complicidad. Entonces vuelven a mirarte, con esos ojos enormes, y te siguen. Ellos la cantan mejor.


*
Aquí los acontecimientos se repiten: arrestos ilegales, torturas y barrios sitiados o tomados, literalmente, por escuadrones de pretorianos que hielan la sangre cada vez que los ves desfilar por las calles estrechas de Gràcia.

La única partida de presupuestos públicos que ha aumentado en Europa estos últimos años ha sido seguridad y defensa.

Una chica joven inquiere en plena manifestación a uno de los miembros de las UIP, éste la mira, quiebra la boca con sarcasmo y se jacta de que cobra 150 euros por hora cada vez que “salen a la calle”.

En privado nos damos ánimos o nos decimos que esto no puede seguir así, que se nos va a ir a todos de las manos. Por momentos, aquí todo parece que vuelve a la calma, para amanecer al día siguiente en un ambiente tenso y de rabia contenida que nadie sabe cómo podremos calmar ni si lo lograremos antes de que finalice el día.

Algunos nos negamos a sobrevivir como ratas escondidas en los barrios rebuscando entre sus desechos; las sobras de un sistema que nunca jamás podrá volver a ser admitido por gran parte de la población europea. También sabemos que, a día de hoy, lo otro… no es factible y que, además, lo esperan, para legitimar el exterminio sistemático de dos generaciones.

España está a un pequeño paso del colapso y la catástrofe. Luego viene Italia y, horas más tarde, Francia. Ésta es la macabra secuencia que nos anuncia el futuro. El hedor del cadáver es profundo, recorre toda Europa, como un mal presagio, pues, al parecer, no hay alternativa entre la barbarie del fascismo y el Régimen feudal recientemente instaurado.

[…]

Desde hace más de un año, el gobierno húngaro abolió cualquier vestigio democrático de su constitución. Desde hace unas semanas, aparecen pintadas en Berlín “invitando” a los españoles a marcharse del país. Meses antes, alguien escribió en la fachada del Instituto Cervantes “Tú país no existe”.

[…]


*
Nadie sabe lo que va a suceder; quien se aventure a ello es un demente o ha vendido su alma al diablo.

Cicerón murió hace dos milenios; la Historia ya no es maestra de nada ni de nadie, es ese simple relato de absurdos encadenados. Nuestra única opción es permanecer agazapados a la espera de acontecimientos, de una oportunidad, del kayrós, con los ojos abiertos de par en par, como ángeles de la historia, para que allí donde unos tan sólo vean “una cadena de acontecimientos”, nosotros veamos “una catástrofe única que amontona ruina sobre ruina” arrojada a nuestros píes.

Sólo si somos capaces de vivir con este espanto, estaremos preparados para el momento, que llegará, en el que tengamos que erigirnos en sujetos de la historia, portadores de la antorcha con que han de desbocarse los acontecimientos.

sábado, 16 de junio de 2012

Ευρώπη (Europa)


Hace poco más de un mes asistía a una charla-encuentro organizada con motivo del aniversario del 15 de mayo en Barcelona e impartida por el economista Arcadi Oliveres. Oliveres se ha convertido en una especie de estrella mediática para los asamblearios, lo adoran y adulan como a una estrella del rock, pese a que casi siempre repita, palabra por palabra, el mismo “texto” y lo amenice con los mismos chistes. Algo que al público (o a sus grupis) parece no molestar, ya que todo eso no quita que tenga razón, que sus análisis de la situación financiera que estamos atravesando sean del todo acertados y que sus amplios conocimientos en este campo hagan de él un interlocutor imprescindible aquí en Cataluña.

Quiero recordar aquella tarde porque, esta vez, Oliveres, con la artesanía de quien está acostumbrado a enfrentarse a un público entregado y sabe medir los tiempos y pulsar el ánimo de su auditorio, introdujo de forma un tanto tendenciosa al final de la charla, en el turno abierto de preguntas con el que se daba paso a un debate, una cuestión novedosa a las numerosas charlas y encuentros en los que a lo largo de este año se ha prodigado.

Os ubico un poco, el encuentro tenía lugar en las escalinatas de acceso a la “majestuosa” sede central del BBVA que hay en Plaza Cataluña. Era domingo 13, la noche anterior varios miembros del movimiento 15M habían acampado y hecho suya, como hace un año, la céntrica plaza (una ocupación pactada con el Ayuntamiento, que dio de plazo hasta el día 15 para despejar la plaza). El día amaneció soleado e hizo que las convocatorias, a decenas, que se habían organizado fueran secundadas por cientos de vecinos, simpatizantes, detractores, gente que pasaba por ahí, vendedores ambulantes… La charla de Oliveres, centrada en cuestiones económicas, había sido programada en el único lugar de la plaza donde, a esa hora, las cinco de la tarde, protegía la sombra de los casi 35º que teníamos de media por aquellos días en Barcelona; era un lugar simbólico (la sede central en Barcelona de uno de los mayores bancos del país), con un ponente de renombre, aunque intuyo que esa sombra de la que os hablo tuvo mucho que ver para que casi un millar de personas decidieran asistir a esa hora a una charla sobre macroeconomía en un día de resaca como aquél (eso y la Ley de Atracción de la Muchedumbre).

Llegados al final de la charla, después de que un universitario apasionado, que previamente había hecho de maestro de ceremonias, diera paso al turno abierto de preguntas, Oliveres tomó otra vez el micrófono como solamente él sabe hacer y pidió orientar el debate siguiente en torno al futuro del euro. Quienes hayan participado en algún evento masivo de estas características organizado desde del 15M pueden hacerse una idea de lo que sucedió: tras unos inagotables segundos en los que todos agachamos la cabeza o decidimos que debíamos fijar nuestra vista en algún punto lejano en la plaza al que, hasta el momento, no le habíamos prestado la suficiente atención, y llegados al momento en el que unos y otros nos miramos con caras de circunstancia, comenzaron las intervenciones. El primero en hablar fue un tipo de mediana edad y estética okupa que, tambaleándose con una cerveza en la mano, agarró el micrófono para decir con voz ronca “yo… soy marxista” (reproduzco con puntos suspensivos el espacio de tiempo dejado entre el sujeto y el predicado de la frase tal y como llegó a mis oídos), dicho lo cual devolvió el micrófono al joven universitario que sonrojado buscaba una esquina donde esconderse o alguien dispuesto a tomar el micrófono con la intención de continuar con la línea de debate abierta por Oliveres. Hubo suerte, una chica que conozco, estudiante de economía, completamente azorada ante un público tan variopinto y numeroso, dijo… pues eso: que era estudiante de económicas y que no tenía claro cuál debía ser el futuro del euro o si, de alguna forma, el euro había traído algo bueno.

Terminada su intervención todos volvimos a mirarnos a las caras, más de uno hubiera querido decir algo, pero también intuíamos, al menos yo, que los derroteros a que Oliveres había reconducido el debate estaban más que cercados y que, en caso de intervención, el debate dejaría de ser un debate y se transformaría en una disputa ante un interlocutor contra el que no teníamos nada que hacer y sí mucho que perder. Dicho y hecho, Oliveres, con cierto desdén, que no sé si muchos pudieron apreciar, volvió a tomar la palabra y de forma escueta, con un catalán imposible, dijo algo así como que jamás tendríamos que haber aceptado una moneda única dentro de una unión de países con economías y regímenes fiscales diferentes, que esto era lo que nos estaba llevando a la ruina y que la UE lo mejor que podía hacer era disolverse.

Volvía a casa con unos compañeros de la asamblea de barrio y daba vueltas a las últimas palabras de Oliveres. Todos, a estas alturas, o al menos muchos de nosotros, hemos llegado a la conclusión de que la unión económica ha de ser disuelta sin demora para que cada país pueda afrontar algún tipo de futuro digno según su propia coyuntura, puesto que no existe ninguna intención de cooperación por parte de determinados estados de la Unión, temerosamente sumisos a otros intereses. Pero me negaba, quizá porque yo sí, al menos, albergo ese sentimiento de pertenencia o identidad, a admitir la disolución de Europa, sea lo que quiera que sea ser europeo.

Durante estas semanas no he dejado de pensar en ello y, releyendo un artículo firmado por Francisco Jarauta en 2010 (“El futuro de Europa”*), me he animado a mí mismo a escribir esta entrada, quizá como forma autocomplaciente de convencerme a mí mismo de que sí existe algo así como un espíritu europeo que, de forma estratégica, aún tiene mucho que decir ante los nuevos acontecimientos, quizá porque es mi propia identidad la que está en juego.

La realidad es que Grecia, nuestra idealizada cuna, a la que hoy dejamos desasistida y a su suerte, mientras unos miran para otro lado y otros nos lamemos displicentes, pero incapaces de dar un golpe en la mesa, las heridas, no sólo construyó esta Europa geográfica que hoy en día conocemos, sino que dio a la Historia un modelo de pensamiento y un sistema de formas arcaico sobre el cual, mejor o peor, con mayor o menor suerte, con todas sus taras, ha sido construida la identidad que puso a Europa como garante o epicentro de la cultura occidental.

Durante siglos así fue, la Historia tuvo un único centro de protagonismo y fue escrita a la medida y voluntad de una cultura que se laureó a sí misma como modelo central y único garante de universalidad. Fue el Proyecto Ilustrado traído por la Modernidad el que dio lugar a una primera experiencia de Globalización e impuso un único sistema de formas universalizado, oteando en el horizonte, ante la variabilidad cultural a que se enfrentaban los colonizadores; constituyéndose a sí misma, en palabras de Francisco Jarauta, en “centro del saber, del nombrar y del interpretar, [como unidad] de poder y dominio”. Así es como fue sucediéndose cualquier experiencia colonial: imponiendo un único modelo que haría de Occidente la cultura dominante de un mapamundi que, conforme pasaba el tiempo, parecía estrecharse. Pero este modelo entra en crisis tras la I Gran Guerra y, aunque durante el periodo de entreguerras, muchos fueron quienes trataron de re-instaurar la hegemonía europea re-pensando nuestra identidad, tras el segundo intento de matarnos entre todos, finalizada la II Gran Guerra, cunde el pesimismo entre todos aquellos intelectuales o artistas que trataron, quizá en vano, de evitar que el viejo navío zozobrara y de recomponer lo que Valéry llamó l’esprit de l’Europe.

La vieja Europa, enfrentada a sus propios traumas, que como viejos fantasmas se apropiaban de la mansión, dividida en bloques, endeudada con los vencedores, un excéntrico campo abonado al resentimiento, incapaz de cerrar sus propias heridas que, como los cascotes precipitados de sus más afamados símbolos, hacían mella en sus calles mientras se anunciaba una epidemia de hambre y miseria que duraría dos décadas, sufre una grave crisis de identidad que afecta a todos los campos del conocimiento y que tuvo una profunda repercusión en el marco político y geoestratégico mundial.

Éste fue el nuevo horizonte neoliberal que ha terminado por imponerse y ante el que los esfuerzos de Europa por mantener cierto espíritu heredado de la Revolución francesa y del Proyecto Ilustrado, dando lugar a lo que hasta hace un par de años llamábamos el “estado del bienestar” y esas clases medias, que, por momentos, hicieron enorgullecer a la Socialdemocracia europea, hoy en día ha entrado una vez más, y parece que por siempre, en crisis.

Desde el inicio de la Unión, tras toda la retórica ilustrada y post-revolucionaria con que disfrazaron la forma en que Europa, tratado tras tratado, claudicaba y perdía su hegemonía ante el Nuevo Orden mundial, el viejo continente siempre ha centrado todos los debates en torno a cuestiones domésticas (económicas, políticas y sociales), muchas veces demorando hasta el exceso su ampliación territorial y la inclusión de muchas de aquellas naciones que por historia y tradición participaban de ese sentimiento de identidad, y casi siempre dejando a un lado la reflexión del papel que debía asumir dentro del Nuevo Régimen, acrecentando, aun más si cabe, esta pérdida de hegemonía en un marco geopolítico globalizado.

“Pocas épocas como la nuestra se han visto sometidas a procesos de transformación tan profundos y acelerados que afectan por igual a sus estructuras económicas, políticas, sociales y culturales […] un nuevo orden mundial que ha transformado cualitativamente el sistema de poder heredado de la Segunda Guerra Mundial.”

Así describe Francisco Jarauta el contexto previo a la crisis sistémica que hoy nos afecta y que ha sido su detonante. Este Nuevo Orden mundial al que se enfrentaba Europa no hace mucho, digamos, hace cinco años, había dado lugar a una seria y preocupante transformación de lo político, principalmente a la transformación del “espacio” político clásico. Los estados-nación se habían visto superados (hoy es más que evidente) por instancias de poder supraestatales, y las decisiones políticas, aquellas conflictos de interés que sólo podían ser dirimidos en un espacio político (con todo lo que esto conlleva), estaban siendo sustituidas (y supeditadas) por la nueva lógica de intereses creados en torno a agentes económicos y financieros. Se trataba, como vemos, como estamos viendo hoy, de un Mundo gestionado por un sistema de intereses ajeno por completo a cualquier horizonte histórico o al bien común.

¿Por qué sufre así Europa? ¿Por qué el espíritu europeo se ve impotente e incapaz de dar un golpe en la mesa y se deja llevar por un juego de intereses que nos conducen a la barbarie?; dejando a un lado el hecho de que, una vez más, sean los de siempre los que, parece, nos van a abocar a una nueva guerra, como si a los europeos nos encantara, de forma cíclica, matarnos los unos a los otros, como una cita inexcusable con la historia, como un campeonato continental de un deporte que, de vez en cuando, todos también practicamos en nuestras casas, como hacen las culturas mediterráneas en la noche de san Juan, obligadas a arrojar a la hoguera, a las llamas, las cargas de todo el año, como forma de purificación para recomenzar una nueva vida.

La razón de todo esto se halla en una paradoja de la que los europeos no hemos sido del todo conscientes, resultado de habernos engañado a nosotros mismos. Superada la II Gran Guerra, Europa entera queda en deuda con EE UU y durante años vive periodos de escasez y miseria. Su prosperidad económica ha sido reciente; no olvidemos que hasta hace tres décadas, Alemania no había sido reunificada y que su actual apogeo económico comienza cuando termina de pagar sus deudas, como país vencido, a los vencedores. Durante la construcción de la Unión, debido al lugar estratégico que ocupaba como frontera de los dos bloques, le fueron concedidos unos privilegios que hicieron valer cada vez que un nuevo tratado era rubricado… Los factores por los que Europa fue configurada como lo fue durante la segunda mitad del siglo xx son múltiples y muy complejos, de modo que podemos ahorrarnos el reparto de poder dentro de la misma Unión. Lo importante, lo que quisiera destacar, fue el resultado: de todas estas concesiones, la consecuencia fue, en palabras de Jacques Le Goff, una unión con un “fuerte poder económico” y un “débil poder político” en un marco global donde los poderes financieros supranacionales, regido por su propia lógica de intereses, han secuestrado la potestad decisoria que anteriormente tan solo era facultativa de los estados-nación mediante imperfectos e insuficientes, pero más dignos, sistemas de representación. Esta paradoja es ahora a la que se enfrentan todos los estados-nación del planeta.

Son muchos quienes abogan (Francisco Jarauta cita varias alternativas y autores) por un cosmopolitismo de orientación kantiana capaz de reinstaurar lo político, amparado en nuevos espacios jurídicos e institucionales, dentro de este des-concierto post o supranacional. Y quizá, entre todo lo que se está escuchando últimamente, sea la salida más digna, puesto que la otra alternativa es la barbarie, el horror de dejarnos guiar hacia el abismo sin más orientación que unos intereses particulares carentes de toda legitimidad para enfocar el futuro de toda una especie.

Escribo esto a pocos días de la posibilidad de que Grecia decida abandonar la Unión (pese a las presiones y el intento de influir, con el miedo, por parte de la Troika, en los próximos resultados electorales que se celebrarán dentro de dos días) o de que la inviten a marcharse, de que sean los bárbaros quienes se apoderen de Europa en nombre de la civilización y la legalidad, en nombre de Europa.

Desconozco cuál será o deba ser el futuro de Europa, y mi ansiedad jamás ha mirado a la capacidad de influencia que ésta pueda llegar a tener en ese futuro desde un punto de vista geopolítico. Lo cierto es que pintan bastos. Lo cierto es que, tras Grecia, todas las culturas del Mediterráneo, las mismas que dieron un día nombre y cara al continente, pueden verse dejadas a su suerte, excluidas de su propia identidad, expulsadas de su propia casa. Lo cierto es que, tras todas las reclamaciones, de orientación ilustrada, que exigen la constitución de Nuevo Orden legal internacional capaz de restaurar lo político en un nuevo espacio supranacional, la ciudadanía está exigiendo como alternativa todo lo contrario: capacidad directa de decisión sobre aquellos asuntos que les incumben; capacidad de autogestionar los recursos y una radical descentralización del espacio político.

El debate que Oliveres propuso (¿Europa o no Europa?), creo, trataba de ocultar el auténtico debate: ¿qué Europa?

En todo esto pensaba hace unos días de vuelta a casa tras la charla de Arcadi Oliveres. Pensaba en que Europa se merecía a sí misma, en que valía la pena y en que Europa como proyecto debía ir mucho más allá de una unión económica, de un club exclusivo de amigos ricos al que solamente pueden pertenecer aquellos que han pagado puntualmente sus deudas. Pensaba que el Proyecto Ilustrado ha dado a su fin por agotamiento, por falta de ideas (además de otras razones más oscuras de las que muchas otras veces os he hablado). Pensaba que la auténtica paradoja no era la de un poder político supeditado a un poder económico; pensaba que la paradoja consistía en que quienes tienen la capacidad y el poder de decisión, quienes detentan el discurso y, por tanto, marcan la frontera de lo común cuando éste se hace sentido, abogan por un cosmopolitismo que restituya lo político más allá de cualquier frontera, cuando la población, todo lo contrario, encabeza de forma legítima la exigencia de encarnar y protagonizar el espacio político prescindiendo de cualquier instancia nacional o supranacional.

Pensaba, en definitiva, en que el mundo, hasta ayer, era muy aburrido y que, de improviso, nuestra generación se ha convertido en espectador e invitado de excepción de esta novela caprichosa y sin fin que es la Historia. Pensaba en una solución, a sabiendas de que los problemas, los acertijos, nunca tienen solución, simplemente se crean o se enuncian. Pensaba en que el futuro se dirimiría en los próximos meses, que probablemente no estaba escrito y que, pese al despotismo y fe ciega con que gobiernos e instancias nos estaban abocando a la miseria, al mismo tiempo tampoco existía la intención de llevarnos al precipicio, al cruce de caminos que suele arrastrar al mamífero a dejarse cazar o luchar hasta la muerte. Pensaba que Plaza Cataluña, una vez más, era una burbuja, y que todos aquellos que pasaban la tarde sentados en las abarrotadas terrazas de Rambla Cataluña ni tan siquiera podían entrever las tribulaciones con que me dejaba llevar y retomaba el camino a casa con cierta apatía. Pensaba, memos mal, que había hecho bien en callarme; que mi timidez ante las masas, en esta ocasión, había sido buena consejera. Pensaba en mi mañana y no veía nada, e incluso pensaba que era demasiado joven para eso y que era una pena. Pensaba también en lo cansado que me encuentro, cuando todo esto no ha hecho más que empezar.


Pensaba en que últimamente todos nos las vemos con sentimientos encontrados.







Barcelona, 15 de junio de 2012




* El artículo de Paco fue publicado por Le Monde diplomatique en diciembre de 2010, nº 182. Desconozco si puede encontrarse en Internet, pero yo tengo un PDF y se lo puedo adjuntar por mail a quien desee leerlo.

domingo, 3 de julio de 2011

Violencias


Hay en la bibliografía un controvertido experimento dirigido y llevado a cabo por el catedrático de Psicología Social de la Universidad de Standford, Philip Zimbardo, que, pese a todo lo que se haya dicho y escrito sobre él –existe un película y mucha literatura en torno a este caso- arroja cierta luz y viene a corroborar algunas evidencias en torno a la condición humana que, si se es un buen observador –querer ver, pese a que no te guste lo que ves-, saltan a la vista. Zimbardo se definió a sí mismo cuando diseñó este proyecto, pero también es cierto que cualquier historia sobre el conocimiento, sus formas y vicisitudes, en distintas ciencias, no puede ser precisamente una historia de humanidad y buenos modos. En realidad, este investigador lo que hizo fue reproducir a pequeña escala una serie de condiciones que se han dado a lo largo de nuestra historia repetidas veces y se continúan dando, con todas sus consecuencias, por supuesto.


Zimbardo escogió, de forma aleatoria, de entre un grupo representativo, de clase media, cuya única exigencia común era que fueran universitarios, a veinticuatro sujetos que habían superado de forma satisfactoria una serie de pruebas psicológicas. Posteriormente, también de forma aleatoria, el grupo fue dividido entre “prisioneros” y “guardias”. Su intención era averiguar si las conductas o roles forman parte del individuo o si, por el contrario, es el ambiente el que determina ciertas conductas; en otras palabras, ¿es el individuo violento o son las circunstancias las que determinan ciertas conductas?


El experimento se realizó en el mismo departamento de la Universidad de Standford, en el sótano del edificio, que Zimbardo había trasformado para emular una prisión, con sus celdas, pabellones… El tipo se lo tomó muy en serio, había cuidado hasta el último detalle, uniformes, puesta en escena…; los “prisioneros” fueron arrestados en sus domicilios y llevados a la “prisión”, en la que, desde el primer momento, fueron tratados como tales.


El primer día transcurrió sin ningún incidente reseñable, todo hacía pensar que el experimento había sido una pérdida de tiempo y que no sacarían nada en claro con él. Y quizá fue el aburrimiento lo que provocó que, paulatinamente, los “guardias” comenzaran a comportarse de una forma cruel con los “prisioneros”, dando lugar a que el segundo día, éstos, organizaran una rebelión en toda regla que fue repelida y sofocada de forma violenta en poco tiempo. Llegados a este punto, que es cuando Zimbardo debería haber dado por concluido su experimento y haber reinado el sentido común, los acontecimientos se precipitaron: quienes participaban, tanto unos como otros, se afianzaron aún más en su papel.


No voy a entrar en detalles, hasta la Wikipedia tiene un apartado dedicado al caso, pero el hecho fue que, tanto “guardias” como “prisioneros”, asumieron sus roles como si su destino no hubiera podido ser otro y el ambiente patibulario llegó a adquirir tintes dramáticos. Los “guardias” comenzaron a cometer vejaciones y humillaciones en torno a la figura de los “prisioneros” y éstos, a su vez, a asumir conductas de resistencia –llegaron incluso a preparar un plan para escapar de la “prisión”- para, más tarde, mostrar signos de trastorno emocional, episodios depresivos, ligados a la desesperación y la rabia, por lo que, cinco días más tarde del inicio del experimento, Zimbardo se vio obligado a “liberar” a dos de ellos, aquejados por crisis de ansiedad, prácticamente al borde del colapso, mientras uno de ellos se declaró en huelga de hambre. El sexto día de experimento el esperpento era tal que, presionado por una de sus colaboradoras, estudiante de postgrado, Zimbardo tuvo que darlo por suspendido.


Dejando a un lado las implicaciones éticas que estudios de este tipo pudieran tener, y dando por hecho que toda ciencia es violenta por necesidad, sobre todo cuando, además, su objeto de estudios somos nosotros, el experimento llevado a cabo en Standford arrojó luz en torno a muchas de nuestras intuiciones, pero no pudo, por supuesto, ofrecer una respuesta satisfactoria y contundente que llevara a algún tipo de principio capaz de ofrecer predicciones sobre nuestra conducta. Es más, este experimento trató de volverse a realizar y no pudo ser replicado (como experimento, digo; basta con acudir a cualquier prisión convencional para comprobar que se replica cada día).


Si había o no una predisposición de tipo genético hacia determinadas conductas, este experimento no podía ofrecer una respuesta; pero lo que sí parecía haber confirmado era que, fuera como fuera, nuestras conductas están estrechamente ligadas al contexto en que se enmarcan y guardan un vínculo fuerte con el lugar que ocupa el sujeto dentro de ese contexto; identidad que se transforma en desindividuación cuando, como en este caso, estamos hablando de grupos y no de sujetos concretos, ya que las actitudes y conductas se extienden entre todos quienes lo forman, asumiendo una identidad grupal.


Quienes todavía ponen sobre la mesa la vieja querella entre naturaleza e historia para comprender la condición humana, es que no comprenden nada, y quienes, además ni tan siquiera la cuestionan y toman parte por una de ellas para hablar de la “naturaleza violenta” de un individuo o grupo de individuos es que además están ciegos.


La violencia no es legítima ni ilegítima; la violencia tiene sus contextos. Reaccionar de forma agresiva ante un asedio reiterado y constante sobre quien lo padece forma parte del guión en que se enmarca; si golpeas y humillas constantemente a un animal, lo normal es que te tema hasta que llegue el momento en que reaccione de forma agresiva. Algo que muy bien sabe el Conseller d’Interior de la Generalitat de Catalunya, y éstas han sido las razones que ha aducido para justificar las agresiones y contenciones violentas llevadas a cabo por sus pretorianos: de un movimiento como el surgido en el mes de mayo en España sólo se puede esperar que quienes lo integran “reaccionen” de forma violenta. Este individuo cometió un lapsus linguae cuando tildó la “naturaleza violenta” de los asamblearios, ya que las estrategias de acción de los Mossos d’Escuadra están pensadas como si fueran a reaccionar de tal modo y no como si fueran, por naturaleza, violentos. Porque son conscientes: si las reacciones en la calle están justificadas, si los sujetos que las integran, en muchos casos, están desesperados, si es la indignación lo que mueve a la resistencia y si esta resistencia es una forma de reacción ante formas menos evidentes de violencia desatada contra la ciudadanía europea; si, además, los rechazamos a golpes, es estúpido suponer que su reacción no sea violenta. De modo que desatan la violencia explícita previendo una reacción violenta ante la violencia tácita; lo cual anticipa la reacción violenta de quienes, en principio, tratan de ofrecer una resistencia pacífica. Porque lo que estamos viviendo es un despliegue encubierto de acciones violentas dirigidas contra la ciudadanía, una llamada al orden y la obediencia, propia de quien ve cómo se le suben a las barbas y quiere dejar bien claro quién manda aquí: los golpes de estado que se están llevando subrepticiamente a cabo en Europa llaman a la rebelión de su ciudadanía; los paulatinos recortes de nuestros derechos que se están aprobando a nuestras espaldas en los parlamentos son violencia; el marco de condiciones sociales y laborales cada día se estrecha más, y esto también es violencia; la usurpación de nuestra soberanía es violencia.


Nuestros amigos en Grecia, la resistencia real que se está manifestando en sus calles ante lo que es un golpe de estado, puesto que su parlamento ha de aprobar una serie de medidas y leyes que no emanan del mismo, a lo que se suma que ha de hacerlo escoltado por un ejército para proteger a los “representantes” de a quienes dicen “representar”, tienen toda la legitimidad para reaccionar y ofrecer resistencia ante lo que no es más que una toma violenta y mercantil de sus futuros y sus vidas durante varias décadas. En el caso de España pintan bastos, por supuesto, aunque la sangre, todavía no ha llegado al río, quizá porque, en nuestro sótano, los “guardias”, por ahora, mantienen las formas, dentro de lo que cabe, y nosotros continuaremos siendo “prisioneros” modélicos mientras no interioricemos del todo el rol que nos ha tocado en suerte.


El movimiento surgido en España tiene la cualidad de ser pacífico porque nuestras circunstancias económicas no son las griegas, y porque quienes lo integran creen profundamente en la posibilidad democrática de que nuestra soberanía nos sea restituida, algo que en Grecia, es evidente, no va a suceder. Pero equivocamos los términos: no existen, ni pueden existir actitudes violentas cuando la ciudadanía ejerce su legítima oposición a la violencia desencadena de unos pocos contra todos. El poder que presumimos en los estados u otras instancias supranacionales emana de su ciudadanía, en palabras de Hannah Arendt, el poder es la “capacidad humana para actuar concertadamente. El poder nunca es propiedad de un individuo, pertenece a un grupo y sigue existiendo mientras que el grupo se mantenga unido. Cuando alguien está en el poder, en realidad tiene el poder de cierto número de personas para actuar en su nombre. Cuando el grupo desaparece, desaparece su poder”. Así pues, hablar de la “naturaleza violenta” de un grupo, no sólo es una estupidez, sino una inversión de términos que trata de ocultar una realidad esencial: sólo una masa ciudadana pede generar el poder que legitima al estado, quien, a su vez, puede desatar la violencia si ve amenazado el poder que trata de usurpar.


Cualquier exceso cometido por un estado contra su pueblo es una usurpación del poder delegado, pues la “violencia aparece donde el poder está en peligro”. De la masa, de la ciudadanía sólo pueden surgir estructuras y relaciones de poder –que a su vez puede ser transferido-, pero la violencia, como concepto político, es exclusiva de unos pocos contra otros muchos a quienes se pretende incautar el poder de-legado.


Violento es quien recurre a un poder que no le pertenece, porque el poder no pertenece a los individuos, sino a un grupo de individuos, para perpetuar un estado de cosas, para mantenerse en el poder. Miles de ciudadanos asumiendo actitudes de resistencia sólo pueden poner de manifiesto el poder que, del número, emana; en ningún caso la violencia. La violencia, digámoslo claro, es la usurpación agresiva del poder cuando quien lo detenta deja de representar a quienes se lo han cedido transitoriamente. De modo que nos os dejéis engañar, las imágenes que nos llegan desde Grecia sólo representan la violencia desde una de sus partes; desde la otra, la de la ciudadanía, lo que observamos es el despliegue de poder originario, la fuerza, de un grupo amplio y representativo que exige sin miedo, con razón, lo que es suyo. Digámoslo claro, la violencia comienza allí donde se anula a la ciudadanía.


sábado, 25 de junio de 2011

El futuro ya no es lo que era


Europa siempre fue una encrucijada, por sus tierras, cuando todavía las fronteras no eran más que accidentes geográficos, han pasado, se han alimentado y le han servido como abono, millones de vidas, numerosas culturas, cientos de lenguas… Europa es un constante cruce de caminos volcado hacia el Mediterráneo frente al que, en más de una ocasión, nuestra especie, se ha jugado el destino.


Hoy, una vez más, Europa tiene la vez y, ante su disyuntiva, es su propia ciudadanía quien mantiene la respiración.


Una oleada de dignidad campea nuevamente por Europa, sin que la conjura de la otra Europa sepa interpretar y menosprecie a cada paso las razones por las que, exigimos, no ha lugar a dicha disyuntiva.


O somos Europa, y volvemos a mirar al Mediterráneo, o será el Atlántico, con sus mareas inestables, con sus aguas poco mansas, el que anegará de una vez por todas el sueño de Europa.


Con el futuro Pacto del Euro que los estados miembros se atreven a firmar sin haber sido sometido a referéndum, se cierra un ciclo de tratados y acuerdos que ponen fin al proyecto del sueño europeo, al proyecto cosmopolita vinculado al espíritu de la Revolución Francesa, y podemos entrever ahora el rostro de Mefistófenes quienes un día firmamos nuestra adhesión a la Unión sin saber que lo rubricado era un pacto con el diablo.


Los estados han visto anulada su soberanía a lo largo de estos años ante exigencias externas al espíritu que nos unió, mientras su ciudadanía permanecía en silencio, mirando hacia otro lado o haciendo el cálculo del incremento del precio de su vivienda en los años de bonanza… en los años venideros.


Nos han mentido y nos hemos mentido: el precio del progreso, de este progreso, es un creciente menoscabo de nuestra dignidad, de nuestra capacidad de acción y de nuestro desarrollo como individuos.


Con este último Fin de fiesta que nos tenían preparado, este empobrecimiento de la experiencia sensible y vital de nuestra ciudadanía comienza a asumir el sesgo melodramático, cuando no miserable, propio de las contrautopías noveladas durante la primera mitad del siglo pasado, con una diferencia, claro está. Aquellas novelas que nos mostraban mundos aparentemente felices, donde el individuo se veía enfrentado o coartado ante superestructuras tremendamente eficientes y erguidas en nombre del progreso o cualquier otro ideal, bien fuera social, tecnológico o espiritual, eran hijas de la sospecha en su forma más primordialmente repensada: ¿Ten cuidado con tus deseos, o podrían hacerse realidad?, parecía, que nos susurraban al oído.


Nos las veíamos con sociedades donde los individuos eran anulados por el sistema, ejemplificando una forma de reescritura macabra del pacto social, donde la comunidad o el Bien institucionalizado, donde la idea, se anteponía, de cualquier forma, a los individuos que la hacían posible. A cambio de ello, en contraprestación a su entrega, dichas sociedades, eran mundos felices en los que el dolor o la necesidad habían sido abolidos, por medio de un determinado orden social o desarrollo tecnológico.


A nosotros, en cambio, ni tan siquiera nos dan la posibilidad de participar en dicho intercambio: nuestro futuro, el que nos espera, no será el de un mundo feliz; pues el dolor, la miseria y la necesidad son el alimento de la Bestia que hemos creado, el de la Bestia que ha de firmar el acta de defunción de toda una generación y de su entrega, sin reservas ni distopías; también el sometimiento de las venideras, de nuestros hijos, a quienes no podremos mirar a la cara mañana.


Muchos de nosotros queremos un mañana con la cabeza erguida, que sepa ser ecuánime con el presente que lo posibilita, delicado con el fundamental valor de todo lo perecedero; un mañana sin esta presencia constante del mañana, cuando se cierne sobre nosotros como una amenaza. Otro mañana. Quizá, por todo ello, el domingo pasado leía en una pancarta que “El futuro ya no es lo que era”; quizá es que algunos hemos tomado consciencia de que todo lo que está en juego estos días es algo más que el futuro.



No, el futuro ya no es lo que era.


No, ni lo será. El futuro es nuestro, a menos que, esta vez, otra generación vuelva a dejarlo escapar.