sábado, 24 de octubre de 2015

Fuga sin fin


De todas las novelas de Roth (Joseph), por esas extrañas e intangibles afinidades que se crean como lenguas (hirientes, la gran mayoría) de lava en las fallas del sentido, la que más me maravilla y conmueve es la de Franz Tunda, antiguo oficial del desaparecido Imperio Austrohúngaro. Ésta es, claro, una valoración subjetiva; si me atengo a la opinión de los críticos. Todo hay que decir, soy lo suficientemente cabezón como para haber sostenido durante una década (y con vehemencia) que la mejor novela de Marsé no era Si te dicen que caí (cosa de la que ahora sí estoy convencido).

(Lo más enigmático de estas desavenencias resulta ser el hecho de que a ambos autores se les haya acusado –constantemente, diría– de escribir siempre la misma novela.)

¿Sólo se trataría de dilucidar cuál de ellas es la mejor lograda, la que, de manera más rica y certera, logra expresar con mayor precisión aquello que el resto de sus novelas simplemente rondan y tantean sin llegar a delimitarlo con claridad?

Quizá, pero cuál sería el “aquello” (este “lo” siniestro que se aúpa a los verbos) en el caso de nuestro escritor apátrida –en el doble sentido–.

Hay quienes atribuyen a los temas de Roth la nostalgia siempre presente por el desaparecido sistema de valores que un día representó el Imperio Austrohúngaro, disuelto tras la Gran Guerra.

Esta idea, a su vez, guarda estrecha relación con la opinión de quienes interpretan que en su obra subyace una idea nostálgica de Europa que no es del todo desechada o dada por perdida, en tanto en cuanto sus personajes, escenarios y líneas cronológicas, parecen querer trazar un nuevo mito de Europa, esta vez asentado sobre ruinas y no sobre sólidas y centenarias columnas como palacios del tiempo: aquella imagen (con todos los rituales, boato y puesta en escena que esto conlleva) que quizá tuvo su oportunidad, pero que, dramáticamente, no fue posible.

No hay que olvidar que sin mito no hay meta ni ordenamiento en el camino. Y efectivamente esto es lo que sucede en las novelas de Roth: ese mapa conocido, jalonado por grandes capitales, fastuosas plazas y arboladas avenidas, junto al claro discurrir de sus habitantes y sus días, es ahora un lugar tan inhóspito como el campo de batalla sembrado de cascotes de mortero una noche de lluvia y silencio. Para una generación de europeos, disgregados, exiliados, a veces (incluso) sin una lengua propia a la que asirse y respirar por fin, el mundo que habían conocido, junto a las vidas que habían imaginado, ese suelo firme bajo sus pies y ese claro horizonte que antaño anunciaba las lluvias por venir, no es ahora más que un campo de batalla por el que vagar sin rumbo fijo, atentos únicamente al suelo por el que se arrastran sus pies y predispuestos a la absurda zancadilla que nuevamente, una vez más, ha de dar con su cara en el barro.

En ocasiones sonríen (buscan nuestra complicidad), aunque también les oigamos maldecir, encogerse de hombros y, finalmente, guardar silencio, como Franz Tunda, engullido por el frenético e implacable ritmo de la ciudad, sentado frente a la Madeleine como quien observa partir a todo el mundo desde la estación sin oportunidad jamás para tomar un tren que hace ya mucho partió sin él.

La obra de Joseph Roth conforma uno de los mejores esbozos que se han hecho de sujeto contemporáneo, del sujeto de entreguerras, del sujeto escindido, exiliado, extranjero, al que durante cincuenta años tratamos de sanar bajo la inocente promesa de que nunca, jamás, Franz Tunda volvería a emprender esa absurda huida cuyo final no puede ser otro que el de una vida anulada antes de tiempo.

No es más que cuestión de suerte: unos son sacrificados para que el resto sonría famélicamente.

(A mí sus risas, en ocasiones me dejan perplejo, como a Franz Tunda cuando lo comprende todo, en otras… soy yo quien sonríe, porque como Franz Tunda he visto la facilidad con que todo se quiebra, la frialdad con que algunos son capaces de echar por tierra el más honesto de los proyectos, y que un tropiezo inesperado o un atajo complicado pueden llevarte de cara a la plaza frente a Madeleine. Lo que no soporto es lo otro: la indigencia por todas partes, la cobardía con que se ha estandarizado la precariedad, la teatralización con que observamos morir, ateridos de frío, a quienes se dejan caer frente a la alambrada de una frontera, el sarcasmo con que cualquier treintañero sonríe cuando preguntas por el mañana…)

¿Mañana?

Esa palabra, en otro tiempo, sonaba a esperanza, hoy no es más que algo vacío, una propuesta impertinente, un estandarte que te retrotrae a la infancia y duele mucho más que nada porque en algún momento de ella depositaste todas tus ilusiones en ese mañana como forma de evadirte del presente.

Imagino que ahí es donde comienzan todas las huidas, sobre todo las que no tienen fin.

La de Franz Tunda, en palabras de Roth, termina así:

“Era 27 de agosto de 1926, a las cuatro de la tarde, las tiendas estaban llenas, las mujeres se precipitaban en los almacenes, en los salones de moda giraban los maniquíes, en las confiterías charlaban los desocupados, en las fábricas zumbaban las ruedas, en las orillas del Sena se espulgaban los mendigos, en el Bois de Boulogne se besaban las parejas, en los parques iban los niños en los tiovivos. En  ese momento, allí, estaba mi amigo Franz Tunda, 32 años, sano y despierto, un hombre joven y fuerte con todo tipo de talentos, en la plaza delante de la Madeleine, en el medio de la capital del mundo, y no sabía qué hacer. No tenía ni profesión, ni amor, ni alegría, ni esperanzas, ni ambición, ni siquiera egoísmo. Nadie en el mundo era tan superfluo como él.”


sábado, 18 de abril de 2015

Raro


En mi memoria nadie había escrito este cerro, este promontorio xerófito de tierra arcillosa y yerma, bruñido por el mismo sol inclemente que provoca el vahído con que acaudillo mis pasos por el sustrato pedregoso de su materia sedimentaria; ni el desamparado paisaje de casas-torres hace ya mucho tiempo venidas abajo.

Su pendiente agreste, ufanada de cascotes y maleza urticaria, dibuja -sin pretensiones- la vela de un barco, parece, encallado en el horizonte de las verdes sierras que franquean el perfil de una ciudad presunta, casi al alcance de mis manos, pero tan ausente y lejana… en los límites de la ciudad misma.

Sus caminos, como los pliegues de una sábana, forman hondas de tierra petrificada que se desprenden a cada paso por las faldas de una loma que ya nadie toma en serio, ni tan siquiera los habitantes del barrio que cuelga de ellas y que se extiende a sus pies. Sus hijos, a veces, se dejan llevar por la cita atávica que, como un grito o una orden venida del interior mismo de sus entrañas, les hace precipitarse por sus contornos para lanzar piedras o piñas al vecino y desandar el camino subidos a las tapas de los contenedores que el ingenio ha transformado en trineos improvisados.

Tus pasos, más hecho al asfalto y adoquín, delatan la melancolía con que la inercia de tu mirada escruta ese horizonte de ciudad extraviada, mientras los días pasan, como una secuencia de hojas en blanco, como ese pequeño cuaderno que duerme sin esperanza en el bolsillo. Y la rutina, poderosamente impuesta, no (se) basta para enfrentarse al vacío de la trama, a la elección del tema o al conflicto con la estructura, que te atormentan y acomplejan, y que amenaza con terminar  con todo, porque lo que está en juego es mucho más que una forma de vida: es una forma de ser, sin la cual, la voluntad que se enfrenta a la ausencia de sentido no sería más que esa joven mendaz y fantasiosa que tarde o temprano descubre la fiel nadería del destino: la común historia de todos los humanos de ayer y hoy; la falta de privilegios.

Como una síntesis que resulta infructuosa, en este triste y loco metabolismo incapaz de soportar el frío y la insistencia de la furia que con rivaliza, mi cuerpo tiembla y se quiebra ante la visión del abismo y la mañana, del camino de retorno y de cada inflexión muscular que ha de regresarte a casa o la estancia que la suple.

Sensación bien conocida, que te ha acompañado siempre, y que ahora, a la luz de los últimos acontecimientos, cobra nuevo sentido y explica tu querencia por la quietud, las páginas escritas y las conversaciones contigo mismo -hablo con el hombre que siempre va conmigo- para esclarecer a alguien, que también pudiste ser tú, la falta de secretismo con que la realidad se disfraza, despierta nuestra atención y glorifica los días.

Saber que también la naturaleza escribe con faltas de ortografía y que, en tales casos, rara vez nos sorprende con bellos versos. (Por mucho que lo intentes, jamás lograrás poner ese acento que falta en las cadenas de ácido desoxirribonucleico de todas las células que componen tu cuerpo.)

Saber que quizá sea esta la razón: rivalizar en ingenio, oponerme a su nefasta escritura y reescribir con bella caligrafía los párrafos más hermosos de toda una vida, capaces de sintetizar, sin malograr ni una sola de sus encinas, un torrente discursivo competente para persuadirnos del gran proyecto artístico con que fue fundada la existencia, y que, por fin, todas sus partes dancen coordinadamente sin que una sola de ellas cometa la errata con la que inevitablemente envenenamos nuestros cuerpos.

Mientras tanto, en fin, todo esto, como yo mismo, resulta, cuanto menos, raro.

jueves, 1 de enero de 2015

Héroes (III)



La del Nen de la Rutlla es una plaza semicircular, ajardinada, tras la cual se yerguen anchas escalinatas que dan acceso a un parque construido en terraza a las faldas del Turò de la Rovira.

Toma su nombre de una anodina escultura de los años sesenta: es un niño de bronce, que mira de soslayo hacia la avenida Mare de Déu de Motserrat, mientras lleva consigo un aro rodante que impulsa ayudado con un palo. Un juego propio de la postguerra al que, de buen seguro, muchos de los niños que se criaron en estas barriadas de Barcelona, jugaron por esas calles inclinadas que aún guardan cierto aire de pista forestal tras el olor de las acacias y un urbanismo improvisado y chabolista.

Tiene su propia leyenda, pero aunque apenas resulta verosímil (cuando conoces la secuencia de casualidades conjugadas para que esta escultura terminara con un manto de flores a sus pies en esta esquina perdida de la ciudad), sin embargo ha arraigado en el barrio y son muchos los vecinos del Guinardó que cuentan, sin mucho convencimiento, todo hay que decirlo, que, a principios de siglo, uno de esos niños haraposos que fueron sus abuelos o padres fue atropellado por un carro mientras jugaba a la rueda en ese mismo lugar.

Sobre cómo llegué a conocer este rincón de Barcelona y a la heroína de esta historia, podría hablar sin descanso y nada de lo que dijera resultaría novedoso. El caso es que, hará unos meses, durante una de mis erráticas incursiones por las angulosas calles que se extienden más allá de la barriada de la Salut, y una vez que logré orientarme por el ensortijado laberinto urbanístico del Carmel, mis pies se detuvieron, llevados por un leve temblor, junto a uno de los árboles que dan sombra a los caminos que, como una cascada emocionante, desembocan en la Plaça del Nen de la Rutlla.

Creo recordar que era un día laborable y que, por esta razón, la estampa que se desarrollaba ante mis ojos, despertó mi atención. La niña tendría entre cinco o seis años; andaba distraída, unos metros separada de que la que, di por hecho, era su madre. Ésta se detuvo en lo alto de las escaleras que rodean un estanque que hay en la parte alta del parque y a partir del cual se canaliza el agua que desemboca en la Font del conte. La niña: pequeña, flaca, morena, de ojos grandes y tremendamente despiertos… distraía sus esfuerzos en introducir la mano bruscamente en el estanque para salpicarse a sí misma. La madre, con paciencia y mirada de complicidad, la dejaba hacer.

Durante unos segundos, embebí mi atención en la brisa con olor a salitre que parecía haber arrastrado a una gaviota distraída hasta la parte alta de la ciudad, la cual sobrevolaba el parque como tratando de desentrañar la naturaleza muerta de su apostada geometría. Cuando quise darme cuenta, ambas, chapoteaban entre risas en el interior del estanque lazándose agua la una a la otra, hasta que, unos minutos después, reemprendían su camino por la sinuosa subida del Carrer Garriga i Roca. Mientras me decidía a emprender yo el mío de vuelta a casa con la vista fija en la imagen de ellas dos de espaldas, la niña giró la cabeza y fijó sus ojos en los míos cuando, de la mano, era llevada por su madre calle arriba hasta que doblaron la esquina y desaparecieron del campo de visión.

Han sido muchas las horas que, en los meses siguientes, he pasado en la plaza y senderos de este parque del Ginardó. Meses durante los cuales hemos ido trazando una extraña amistad, más permitida por su madre, con la que alguna vez he intercambiado alguna palabra, que por su padre, a quien no parece hacer ninguna gracia que su hija converse animadamente a menudo con ese extraño señor del parque que dice ser poeta.

-Sempre estàs aquí, no has d'anar a la feina? Ets el vigilant del parc?
-Algo parecido, soy poeta y puedo hacerlo en cualquier sitio, pero donde más me gusta trabajar es aquí en el parque.
-¿Pueta? Y què fan els puetas.
-Mnnn. Los poetas dicen mentiras, para poner en evidencia la verdad y que nadie se apropie de ella.
-Però la meva mare diu que no s’ha de mentir…

Valentina es una de esas personas que de vez en cuando aparecen y vuelven a reconciliarte con la vida. Tiene unos ojos negros enormes, un tanto rasgados, y es de estatura menuda. Sus brazos y piernas son fuertes y no hay nada que le guste más en el mundo que hacer preguntas y colgarse de los árboles, además de imaginar que se adentra en un mundo mágico cuando juega en el parque que hay cerca de casa. De mayor, dice, con ese tono grave que sólo los niños pueden esgrimir en nuestros días, quiere ser ninja y escalar montañas. A veces también quiere ser princesa, pero eso lo dice sólo a media voz, cuando la madre no la escucha, porque, asegura, ella es ripublicana i no li fan gràcia les princeses.

-I em faràs una cançó de pueta per mi?

Pensaba en cómo rectificar y corregirme, para puntualizar que cuando dije “poeta” quise decir “escritor”, que ambas cosas son lo mismo, aunque se utilicen para designar actividades diferentes, pese a que ni yo mismo tengo claro qué diferencia existe entre escribir en horizontal o en vertical.

-Los poetas no escriben canciones, escriben poemas, y los poemas no se cantan, se recitan.
-Però la meva mare té un disc en el que uns senyors canten cançons de puetas...
-Sí, es cierto, los poemas también pueden ser cantados.
-I em faràs un per mi?
-M’agradaria molt, petita, pero tengo un problema, molt geu, ya no escribo, tampoco poemas.
-També t'has quedat sense feina? El meu pare també s'ha quedat sense feina, abans feia dibuixos a l'ordinador, de cases i ponts... És divertit perquè tenim molt temps per jugar junts, però des que no té feina està molt trist.
-No, los poetas no tienen trabajo, la vida es su único jefe.
-M’agraden molt les coses que dius.
-Merci, petita. La verdad es que ya no escribo poemas porque he perdido mi pluma de poeta. Y sin pluma no se puede ser poeta. ¿Has visto alguna vez un poeta sin pluma?

Hay risas contagiosas, que surgen de un gesto, de una mueca espontánea y de algunas miradas claras, como la que esgrimía Valentina cuando afirmaba, con todo el peso del sentido común, que ella nunca había conocido un pueta como yo y que no sabía que tenir una puma era tan important per ser pueta.

Hacía semanas que no me dejaba caer por la Plaça del Nen de la Rutlla, el frío de estos días no lo aconseja, y nuestros encuentros y conversaciones se habían ido espaciando hasta quedar relegados a un saludo a lo lejos cuando mis andanzas me llevaban, casualmente, por esta zona de la ciudad. El domingo pasado hizo un día espléndido y decidí caminar hasta uno de los bancos orientados al sol que hay en este parque. Apenas llevaba unos minutos cuando, a lo lejos, vi aparecer su figura menuda corriendo hacia mí.

-Bon nadal, pueta!
-¡Feliz navidad, Valentina!
-Tinc una regal per tu, és la puma! La meva mare m'ha ajudat a fer-la. Ara podràs escriure molts puemes. I pot ser un per mi?

En su mano portaba una pluma larga de ave, pintada de colores, a la que había atado un pequeño lazo negro en el extremo, perquè el teu culò preferit és el negre.

De vuelta a casa, algo que se había encogido en mi interior en los últimos meses, volvía a ensancharse. Con la mano en el bolsillo, de vez en cuando, tanteaba o rozaba con los dedos el nervio rígido o las barbas plumosas, algo tiesas por la pintura de Valentina. Un sentimiento, que apenas recordaba, casi desbarata mi compostura, que, conforme, me acercaba a casa, estuvo, más de una vez, a punto de irse al traste y desbordar una cascada de emociones a la que no hubiera sabido poner freno.

De vuelta a casa, quizá, ya fraguaba, de alguna forma, la promesa de este poema para Valentina (y para su madre), con la clara conciencia de saber que quienes te escuchan no te ven y que quienes te ven jamás te miran.