sábado, 30 de octubre de 2010

El rayo que no cesa


No me gustan las efemérides, no soy de quienes piensan que la Memoria ha de tener un día en el calendario para recordar los hechos o las personas; ésa no es más que una memoria baldía, institucional, que más que rescatar a la vida ensalza el carácter pétreo de lo finado.


La memoria viva, como una sonrisa o mirada noble, viste con la aureola de la espontaneidad.


(Pero haz una excepción.


A eso vamos.)


Hoy se cumplen cien años del nacimiento del poeta oriolano Miguel Hernández –uno de los pocos escritores que han sabido acercarme a este género-. El poeta cabrero. El poeta del pueblo. El poeta levantino. Todo esto han dicho de él.


Miguel Hernández era hijo de un pequeño comerciante de ganado y pasó gran parte de su vida pastando rebaños de cabras entre la sierra de Orihuela, conmovido por el paisaje de la huerta del Segura y enamorado de esa luna de la que, más tarde, sería perito. Fue un idealista, es cierto, en muchos sentidos, y no tanto ese “poeta puro” del que hablaba Neruda; pero que no nos engañen las apariencias, no seamos nosotros idealistas, este poeta cabrero no pasó desapercibido durante su escolarización obligatoria, que tuvo que abandonar para ayudar a su familia en la cría de las cabras, y mientras pastaba por las sierras o caminaba por los márgenes de ese río que, por aquel entonces, sostenía un vergel a su paso, leía ferozmente a los autores del Siglo de Oro, a los místicos y, más tarde, a los grandes poetas contemporáneos suyos.


Así se forjó el poeta inolvidable, el luchador incansable, el obstinado idealista, autor de poemas memorables como la Elegía compuesta a la muerte de su amigo el falangista (qué poco maniqueo fue en este asunto y qué gran amigo) Ramón Sijé, las Nanas de la cebolla, El niño yuntero, Para la libertad… ¡Son tantos!


Su compromiso con la República al inicio de la guerra y, posteriormente, con la revolución paralela, hizo que se alistara en las filas republicanas desempeñando labores de comisario cultural, arengando a las tropas con poemas entusiastas que incitaban a la épica, muy distantes de aquel primer lirismo e inocencia que lo caracterizan.


No hay mayor y más destructora rabia que la de la inocencia pervertida.


Dada la guerra por perdida, Miguel Hernández trata de huir de España pasando a Portugal, pero es interceptado y comienza su periplo por varias cárceles españolas, en las que no dejará de escribir poemas (muchos de estos, los más bellos de su poemario). Su filiación pública y notoria con la causa republicana y la falta de un reconocimiento internacional hacia su figura, fueron la causa de que el nuevo régimen no se viera obligado a ponerlo en libertad a cambio de una declaración de arrepentimiento (cosa que, dudo mucho, hubiera llegado a hacer).


Murió el 28 de marzo de 1942, en una cárcel de Alicante, a los treinta y un años de edad, este Hombre, con mayúsculas, que nunca renunció a ser un niño.




*


Aquí os dejo dos poemas –que adoro- de su poemario El rayo que no cesa, escrito durante los dos años previos a la contienda española y publicado el mismo año en que dio comienzo.



***



II


¿No cesará este rayo que me habita
el corazón de exasperadas fieras
y de fraguas coléricas y herreras
donde el metal más fresco se marchita?

¿No cesará esta terca estalactita
de cultivar sus duras cabelleras
como espadas y rígidas hogueras
hacia mi corazón que muge y grita?

Este rayo ni cesa ni se agota:
de mí mismo tomó su procedencia
y ejercita en mí mismo sus furores.

Esta obstinada piedra de mí brota
y sobre mí dirige la insistencia
de sus lluviosos rayos destructores.



VI


Umbrío por la pena, casi bruno,
porque la pena tizna cuando estalla,
donde yo no me hallo no se halla
hombre más apenado que ninguno.

Sobre la pena duermo solo y uno,
pena es mi paz y pena mi batalla,
perro que ni me deja ni se calla,
siempre a su dueño fiel, pero importuno.

Cardos y penas llevo por corona,
cardos y penas siembran sus leopardos
y no me dejan bueno hueso alguno.

No podrá con la pena mi persona
rodeada de penas y cardos:
¡cuánto penar para morirse uno!




… pues eso.


domingo, 24 de octubre de 2010

La verdad más allá de nuestras fronteras


Releo una observación (una sentencia de las suyas) de Wittgenstein que, pese a guardar todavía cierta filiación con las ideas fundamentales con que, más tarde, se desarrollaría el positivismo del Círculo de Viena, incluye un matiz que lo distancia de aquella escuela emergente y lo inscribe en la problemática sobre la experiencia en torno a la cual trabajaría hasta su muerte.


“Los resultados de la filosofía son el descubrimiento de algún simple sinsentido y abolladuras que el entendimiento se ha buscado al embestir contra el límite del lenguaje. Ellas, las abolladuras, nos permiten reconocer el valor de dicho descubrimiento.” (Ludwig Wittgenstein: Investigaciones Filosóficas; § 119.)


Como sabréis, quienes me leéis (o intuís), la importancia que doy al lenguaje dentro de todo el campo experiencial de la condición humana sobrepasa, con mucho, la simple expresión fonética del resultado de nuestro procesos cognitivos internos (pensamientos). Ya me habéis leído hacer, más de una vez, observaciones tan extrañas o heterodoxas como que el pensamiento está ahí fuera o que nuestro lenguaje no cumple ninguna tarea subsidiaria al mismo, sino que es, en sí mismo, fundamental para la cognición; que pensamiento y lenguaje son la misma cosa.


Estas ideas no son mías, o lo son en el sentido de que puedo “verlas”, “sentirlas”, y, por ello mismo, “comprender” a quienes, de un modo u otro, han tratado de expresar este límite irrebasable en el pensar/decir. Y Wittgenstein ha sido uno de quienes con más lucidez, nada exenta de oscuridad, por supuesto, nos conminó a adentrarnos y observar este límite mismo del que hablo y a través del cual pretendo hacer un par de observaciones en torno a la experiencia como crítica a cierta moda (yo diría que agónica) de nuestros días.


El arquitecto y lógico austriaco tenía una forma algo excéntrica de exponer sus argumentos, ya difícil, incluso para quienes pertenecemos a la logia, de desentrañar, así que voy a tratar de hilar todo esto para que mis berridos posteriores tengan algo de sentido y no resulten gratuitos.


En primer lugar, como digo, él parte de la conciencia epistémica de que todo nuestro conocimiento es fenoménico en el sentido de que toda nuestra captación del mundo, de la vida, de lo que somos, está determinada cognitivamente, y que, esa determinación, en vez de estar ubicada, como había hecho toda la tradición idealista alemana, en un interior trascendental (en otras palabras: una suerte de sujeto de laboratorio del que todos participamos, que todos somos, como concreciones particulares de esa subjetividad universal), hunde sus raíces en un sistema orgánico, histórico y social como es el lenguaje.


Es el lenguaje el que da-forma y determina nuestra cognición en su relación con los objetos del mundo.


Echando una ojeada más atrás en las Investigaciones Filosóficas concluye:


“Cuando pienso en el lenguaje, no rondan en mi cabeza ‘significados’ al lado de la expresión lingüística; sino que el lenguaje mismo es el vehículo del pensamiento.” (Ludwig Wittgenstein: Investigaciones Filosóficas; § 329.)


Si se “percibe”, se “ve”, esta identidad entre lenguaje y pensamiento, comprendemos, de una vez, por qué afirmaba en el aforismo que he presentado al principio que gran parte de los problemas filosóficos que han preocupado a nuestra especie desde el mismo día en que tuvo tiempo libre para devanarse la cabeza con estas cuestiones no son más que simples malentendidos causados por nuestra natural inclinación a rebasar lo límites del lenguaje (que son los límites del mundo). La tarea de la Filosofía, tal y como la entendía Wittgenstein en su época, no era otra que la de des-hacer estos malentendidos mediante un análisis del lenguaje en su imbricación con la cognición; proyecto que, de alguna manera, estaba siendo iniciado por los miembros del Círculo de Viena cuando se impusieron el programa de diseñar un lenguaje lógicamente perfecto con el que poder referir el estado de cosas del mundo sin caer en estos malentendidos, sin rebasar los límites justos del lenguaje e incurrir en desvaríos metafísicos tan habituales entre quienes sostienen una vivencia religiosa de la vida o entre quienes se suman al saco sin fondo de los orientalismos, ya que, como quienes conocen la filosofía anterior de Wittgenstein antes de reorientarse con la Investigaciones Filosóficas sabrán, “los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo” (Tractatus; § 5.6).


Wittegenstein, como digo, ha sido uno de los tipos más lúcidos de los últimos tiempos y se distanció de esta escuela en cuanto pudo advertir que dicho lenguaje lógico no era posible y pudo comprender que es precisamente esa tendencia a rebasar los límites, esta indeterminación poiética de nuestros lenguajes naturales, lo que hace posible que nosotros, individuos, podamos participar de un mundo de la vida y disfrutar de cierto margen de maniobra creativo. Eso sí, siempre teniendo en cuenta cuáles eran esos límites; razón por la cual él siempre prescribía que, pese a la distancia, su primera obra, el Tractatus Logico-Philosophicus, no debía dejarse de lado, puesto que el séptimo enunciado continuaba teniendo vigencia dentro de su filosofía: “Sobre lo que no podemos hablar debemos guardar silencio” (“Wovon man nicht sprechen kann, darüber muß man schweigen”. Tractatus Logico-Philosophicus, § 7).


Los alemanes, cuya obsesión clasificatoria ha quedado constatada y corroborada en su historia reciente, tienen, claro, palabras para todo y distinguen entre Erfahrung y Erlebnis para designar dos acepciones (entre las muchas otras que podría tener) que también acoge el concepto castellano de “experiencia”.


(Como me he propuesto tratar de dejar de ser el chico malo de la blogosfera, admitiremos que la razón de ello no es que los alemanes, o su lengua, tengan palabras para todo, ni tampoco que hayan "construido" esas dos palabras distintas para marcar esta distancia de sentido gracias a su gran tradición en el estudio en torno al problema de la experiencia. Yo, como soy wittgensteiniano, apuesto a que la razón por la que la experiencia como problema haya sido un asunto central en la Filosofía alemana moderna se debe más bien a la existencia de esta palabras y no al revés… ¿Los límites del lenguaje son los límites de mi mundo, no?)


El caso es que podríamos decir que la Erfahrung puede ser traducida como “experiencia”, en su acepción ordinaria, de un acontecimiento fáctico, ligada a los sentidos, y la Erlebnis como “vivencia”, traducción que en castellano no ha tenido nunca muy buena prensa por el simple hecho de guardar cierta cercanía semántica con nuestra larga, obsesiva y desquiciante tradición místico-religiosa (aunque es la mejor traducción posible, porque señala el ámbito subjetivo en el que se desarrolla, porque implica la transformación del sujeto que la “vive” y porque continúa guardando todas los matices que el concepto de ordinario de experiencia contiene).


La tradición filosófica, como la mística, está repleta de devaneos dialécticos por desentrañar aquellos problemas a que nos conduce la Erlebnis (el sentido del Ser, la Unidad de todas las cosas del Mundo, Dios…), y la tarea de la Filosofía, hoy, repito, en base a ello, consiste en des-hacer-nos de estos desvaríos propios de la experiencia cuando ésta trata de sobrepasar sus propios límites, que son los límites del mundo, los límites del entendimiento o del lenguaje.


Ésta es la razón por la que a un tipo tan sensible como yo le irrita sobre manera toda esta mistificación (evidentemente colonialista; porque nuestra fascinación por lo exótico guarda estrecha relación con nuestra tradición imperialista) y gusto por lo que yo llamo los orientalismos: un refrito de filosofías y religiones orientales; puesto que para empeñarse en ver gigantes donde no hay más que viejos molinos de viento, para eso, me quedo con mis gigantes, no tengo por qué recurrir a los del vecino (a menos que me fascine su exotismo, a menos que represente, una vez más, ese paternalismo imperialista de quien llega frente a la tribu salvaje y lo primero que hace es pintarse, ponerse un tapa rabos y adornar su cuerpo con objetos similares –como si ellos no supieran y vieran a la legua que ese zángano descontextualizado e intempestivo es un extranjero).


Pintarme la piel para hacer el indio, eso, dejé de hacerlo hace algunos años –cuando advertí que aquel palo de escoba no era un caballo y que subido a él no engañaba a nadie, sólo a mí mismo.


Todos estos sucedáneos new age juran ante su caja de inciensos y mirras, o frente a su gran elefante dorado y vestido como un pájaro, participar de una Erlebnis al repetir mantras, practicar la meditación, dejarse diagnosticar y recetar según prácticas chamánicas, alimentarse imitando gastronomías de países donde la Coca-Cola es, hoy día, la máxima expresión de refinamiento y modernidad… todo ello para alcanzar, por medio de estas Erlebnis, una verdad más allá de nuestras fronteras, siempre revestida por ese discurso pseudo-filosófico (no es más que poesía, y de la mala) que tanto esperan de mí quienes descubren tener a nada más y nada menos que un filósofo frente a sus narices.


Se equivocan.


De entre todas sus verdades de mercadillo de jueves por la mañana, la que más me irrita es la creencia y la experiencia ligada a ella (propagada habitualmente por los cada vez más prolíficos y santorales manuales de autoayuda) de quienes afirman que sonriendo y manteniendo una actitud positiva, esta “energía positiva” (¡ups!) te será revertida (piensa como agua y serás agua, déjate abrazar por el viento y volarás como un pájaro que fluye, como el agua, cuando eres agua… bla, bla, bla, bla, bla). De origen oriental, esta creencia parte de la base psicológica de que cuando tienes una actitud negativa ante un acontecimiento, dicha actitud influye en tu capacidad de “actuación” para provocarlo o desencadenarlo; lo cual es cierto: una actitud negativa, en el sentido de “yo no creo que pueda…”, puede provocar que ni siquiera lo intentes, o no con todo el empeño, pero de ahí a afirmar que si quieres algo y te mentalizas, ese algo, se materializará media un abismo. En otras palabras, esta creencia parte de una concepción mágica, característica de las sociedades primitivas y común entre los niños, de que los acontecimientos pueden ser persuadidos según una normas, un conjuro o un ritual (como cuando las tribus autóctonas de Norteamérica bailaban determinada danza para persuadir al dios de la lluvia, o como cuando el alcalde de la ciudad en que nací se viste el traje negro y saca en romería a nuestra patrona en abril –un mes de las lluvias, tradicionalmente- para que no haya sequía esa primavera).


Pero es que yo soy un puñetero descreído y tengo siempre, muy presente, dónde quedan mis límites, los de mi entendimiento y los del mundo. Yo, a mi manera, también tengo mis Erlebnis, experiencias en torno a esos límites del lenguaje y de mí mismo como frontera de ese mundo, del lenguaje, que me han ayudado a comprender la creación (subjetiva) de estas mismas experiencias; razón por la cual ya no necesito ser atado a ningún mástil para hacer oídos sordos a cualquier canto de sirena.


Su canto siempre llega a mis oídos, pero se descompone en cuanto escucho su gramática adecuadamente como un barco de papel arrojado para remontar el río.


No hay ninguna verdad más allá de nuestras fronteras (sólo el vacío, o la nada; experiencias que tratan de sobrepasar los límites mismos de la experiencia).


Quizá tenía toda la razón el bueno de Benjamin y la pobreza de nuestra experiencia moderna ha dado lugar a ese agonismo con el que hoy en día, quienes han dejado de lado la tradición místico-religiosa de su propia cultura, acuden como domingueros en caravana a las tiendas para turistas occidentales y comprar sus nuevas y exóticas Erlebnis: estampas místicas, conceptos religiosos y rituales imposibles con los que llenar una existencia insoportablemente vacía.



lunes, 18 de octubre de 2010

Jaque mate


Ya he visto repetidas veces esta disposición de las piezas sobre el tablero; con sólo dos movimientos las blancas ganan. A partir de este punto, inevitablemente, siempre ganan.


Yo puedo demorar la agonía y proteger a mi rey sacrificando este arfil, mi más leal guerrero, que siempre hace estragos entre sus filas mientras mis obedientes peones tratan, siempre, también, sin fortuna de alcanzar el extremo del tablero.


Pero es inútil, su rey siempre se enroca, apenas da la cara, y su reina es como una mantis religiosa, embaucadora, mientras da muerte a mis caballos abriendo mis filas y desatando una carnicería en el centro mismo de mis defensas.


A estas alturas de la partida, ya no hay marcha atrás y ya sólo nos queda la gesta o la renuncia: la rendición.


Debo pensar muy bien cuál de ha de ser mi próximo movimiento, puesto que mis horas están contadas y sólo me resta dilatar este tiempo de agonía con cierto final.


No hay alternativa, he barajado todas las posibilidades; mis torres han caído, los peones agonizan fuera del tablero y mi único caballo yace amputado sin ningún margen de maniobra. Nunca he sabido manejar a mi reina, una de las primeras piezas que abandonan el tablero en mis partidas, como si pudiera presentir el momento seguro de la derrota.


Hagas lo que hagas las blancas darán jate al rey, en dos movimientos si no sacrificas a tu arfil; unos cuantos más si te revuelves, ya sabes, como tú solo sabes hacer.


Sonrríe.


Ya está.


Tu arfil ha caído, amenaza con tu último caballo a su rey, que presienta su aliento, que al menos se manche de sangre.


Hecho, pero apenas titubea; ya ha dado muerte a ese caballo.


Repliega esos dos peones, trata de sacar de ahí a tu rey.


Es lo mismo, aquí o allá…


No, no es lo mismo; nosotros siempre jugamos a perder pero nunca vendemos a cualquier precio nuestra derrota. Echa a ese peón del tablero. Muy bien. Ahora haz retroceder la torre y no pierdas de vista sus ojos, oblígale a hacerlo de frente, cuando te aseste el golpe mortal.


Jaque mate.





jueves, 14 de octubre de 2010

Reminiscencias


La experiencia del dolor, el dolor físico, puede servir de alegoría para explicar otro tipo de experiencias cuya mediación intelectiva no resulta tan evidente como así lo es dentro del amplio abanico de experiencias que somos capaces de registrar.


¿Quién no ha sufrido alguna vez un corte, profundo y aparatoso, en alguna de sus extremidades, o se ha torcido el tobillo cuando trataba de esquivar en el parque mientras corría a una anciana que permanecía oculta y agazapada tras un matorral para salirte al paso en ese preciso instante?


Durante una fracción de segundo contemplamos cómo es rasgada limpiamente nuestra dermis hasta alcanzar el nivel subcutáneo y un elemento extraño penetra en nuestro interior, cómo en unos segundos comienza a manar de dicho lugar un elemento líquido, denso y rojizo; pero no sentimos dolor -no, al menos, durante esos segundos-. De igual modo, algo semejante ocurre con el otro ejemplo: durante un instante contemplamos cómo la arquitectura muscular de una articulación de nuestro cuerpo cede y se quiebra mientras apoyamos el peso del mismo sobre el Maléolo Fibular (puede sonar muy aséptico, pero doy fe de que el dolor –el posterior- es insoportable); pese a todo ello, tampoco sentimos dolor, ni durante el breve periodo en que “contemplamos” la estampa de nuestro cuerpo, o una parte de él, roto e, incluso, ni tan siquiera los minutos posteriores. Comúnmente se dice que así es porque “estamos en caliente”; expresión que a mí siempre, por muchos motivos, me ha desconcertado (puesto que se usa para todo y a mí siempre me ha irritado jugar con comodines).


Sea como sea, lo cierto es que el dolor, ya se manifieste como un pinchazo caliente e intermitente que a intervalos crece o decrece en intensidad, bien sea como un calor intenso que ejerce una presión difícil de discernir en la zona dañada, ese dolor, es posterior, una reminiscencia del momento en que surge la herida; una forma de recordatorio, una manera obstinada de hacerse presente, a cada momento, el instante en que nuestro cuerpo cedió de una vez por todas.


Uno de los grandes aciertos de David Hume cuando emprendió la tarea de elaborar su Tratado de la naturaleza humana –que, por cierto fue un fiasco y tuvo que reescribirlo y publicarlo bajo el nombre de Investigaciones sobre el entendimiento humano- fue la diferenciación que establecía entre “impresión” y “percepción”; distinción que, a la postre, daría lugar al fenomenismo moderno. Las “impresiones”, según Hume, consistían en una serie de datos in-mediatos (no mediados) de tipo sensible que se nos ofrecían de manera “vivaz e instantánea”; mientras que nuestras “percepciones” (o aquello que nosotros llamamos “percepciones”) eran el resultado posterior de una mediación establecida por medio del entendimiento, por la cual, dichas impresiones, eran sometidas a una doblez, una copia de las mismas, que las remedaba de manera que transformaba en “ideas”: la materia mediante la cual era conformada nuestra experiencia, nuestra memoria. Esta distinción fue asumida más tarde por uno de los padres de nuestra cultura moderna, Immanuel Kant, bajo dos facultades polarizadas, una activa (el entendimiento) y otra pasiva (la sensibilidad), dando lugar a la fórmula que sincretizaba toda una serie de intuiciones sobre nuestro conocimiento o experiencia del mundo y que sintetiza como ninguna esta tradición de la que hablo.


“Los pensamientos sin contenido son vacíos; las intuiciones son concepto son ciegas.” (Ésta es la idea que se repite hasta la saciedad, como un salmo, en la Crítica de la razón pura.)


Toda esta perorata, una vez más, viene a cuento para ejemplificar el hecho incontrovertible de que nuestra memoria de un acontecimiento es similar al dolor posterior, físico, que sentimos cuando nos herimos. Los hechos, nuestras primeras y primarias impresiones de los mismos (no hablo de impresiones o intuiciones puras, no mediadas, porque yo soy un fenomenista radical; lo que se puede traducir como un escéptico insoportable) se nos presentan de manera vivencial en su instante, en su acontecer, y es esta misma instantaneidad, esta falta de mediación lo que los hace estar “fuera de todo sentido”, mostrarse en su yectitud, en su ser-ahí; en su afectar, sin más, casi inocuo, puesto que carece de sentido (qué sentido tiene una piel sangrante y abierta en canal). Y, de igual modo que el dolor físico del que hablábamos, sólo adquieren una forma narrativa y se inscribe dentro de una secuencia significativa de imágenes que nosotros mismos nos narramos para construirlos o narramos a otros para afirmar nuestra narración y que como tal sea reconocida más allá de nosotros.


Nuestra memoria, esta colección personal de sinopsis que nosotros mismos, de forma automática, reforzamos, generando cierto tipo de proteínas que las harán mantenerse en el tiempo, por esta razón, se asemeja más a un cadáver conservado en formol que a los hechos mismos que trata de evocar. Está compuesta de imágenes muertas, como fotografías que nosotros mismos hemos “tomado”, a las que tratamos de dar vida cinematográfica concatenándolas y solapando una con otra según una gramática cuya lógica nada o poco tiene que ver con el mundo (de ahí la razón por la que, de alguna u otra forma, sintamos la repentina necesidad de narrarlas y comprobar si superan la prueba de aceptación).


Cada paso que damos en este sentido, dejamos a un lado y olvidamos la brecha para acercarnos poco a poco al corte causante de nuestro dolor, y es la imagen manufacturada, editada, más incluso que la herida misma, la que es capaz de desatar la alerta dolorosa, la respuesta que ha de protegernos.


Pero, a veces, sucede algo que de alguna forma contraría todo este esquema y cuyo análisis, en gran parte, os voy a ahorrar: al final del día, tras un acontecimiento concreto… vienen a nosotros una serie de imágenes, en principio triviales, de manera fragmentaria, recurrente y arbitraria; reminiscencias plásticas y sensoriales no convocadas por la memoria (puesto que carecen de sentido –y ésta es la clave-). Parece que las vivencias que las desencadenan ofrecieran extraña y desconcertante, siniestra, resistencia a su manufactura, a su aprehensión y subsunción en una experiencia/memoria que las signifique –por ello nos desvelan-; como si de alguna forma, dichas impresiones, estuvieran empeñadas en continuar siendo sucesos vivos, que no dejan de suceder, y no simples remedos.


La gran mayoría de veces, las imágenes y sensaciones a que da lugar esta experiencia (a decir verdad no se trata de una experiencia, por todo lo comentado anteriormente) gradualmente van perdiendo frescura y fuerza, capacidad de im-presionar, hasta su distorsión, para adquirir ese carácter grotesco y confuso de la experiencia onírica. En muchas ocasiones, llegados a este punto, alcanzamos la inconsciencia o el suceso deja de ser relevante y ponemos, nuevamente, nuestra atención en otro nuevo suceso.


Si tuviera que ajustar este fenómeno al esquema fenomenista que defiendo habitualmente, tendría que plantear la hipótesis de que nos hallamos, bajo consciencia, frente al proceso mismo de manufactura y narratividad que, al parecer, suele acontecer durante el sueño: somos espectadores de nuestra propia inercia cognitiva y la sensación de extrañeza viene dada por la ausencia de sentido de aquello que, en ese momento, nos afecta; un caos de sensaciones e imágenes desnudas, reminiscencias que, más tarde, formarán parte de nuestro mundo onírico cuando hayan sido desechadas por la estructura secuencial y causal que las ha de significar, editar, otorgándoles un lugar, con mayor o menor prestigio, dentro de nuestra experiencia (de nuestra memoria).


Pero, por qué sucede eso; por qué no siempre somos conscientes y espectadores de esta mediación; por qué no siempre –menos mal- esta avalancha inoportuna de imágenes nos roba horas de sueño.


Si he de ser sincero, no lo sé; puesto que, como digo, este fenómeno no está ligado, necesariamente, a hechos relevantes que pudieran explicar alguna dificultad en su asunción (la última vez que me sucedió, anoche, la trivialidad y cotidianeidad de las imágenes estaba fuera de toda sospecha, fuera o no freudiana -lo más probable es que sea el mismo fenéomeno el que nos esté alertando de algo, más que las imágenes aleatorias que lo acompañan).


Quizá simplemente sea eso, que todo lo vivo está movido por el afán de preservar su propia vigencia, de no perecer, de seguir con vida y resistirse hasta la muerte a ser declinado como mero recuerdo; como estampas perdidas en un cajón.



(Demasiado suponer -me temo.)


viernes, 8 de octubre de 2010

El cielo abierto a nuestros pies


“La tradición de los oprimidos nos enseña que la regla es el «estado de excepción» en el que vivimos. Hemos de llegar a un concepto de la historia que le corresponda. Tendremos entonces en mientes como cometido nuestro provocar el verdadero estado de excepción; con lo cual mejorará nuestra posición en la lucha contra el fascismo. No en último término consiste la fortuna de éste en que sus enemigos salen a su encuentro, en nombre del progreso, como al de una norma histórica. No es en absoluto filosófico el asombro acerca de que las cosas que estamos viviendo sean «todavía» posibles en el siglo veinte. No está al comienzo de ningún conocimiento, a no ser de éste: que la representación de historia de la que procede no se mantiene.” Walter Benjamin, Tesis de Filosofía de la Historia, § 8.



El final de la segunda Gran Guerra, pese a como haya sido narrado en muchas ocasiones y a expensas de la autocomplacencia con que fue representado por el cine o la literatura norteamericana y británica (un paseo triunfal de las tropas aliadas y soviéticas por las principales avenidas y arterias de Berlín, agasajadas como libertadores por un pueblo repentinamente arrepentido de sus errores), no puede, de ninguna manera, ser presentado por los libros de Historia como un triunfo del Derecho, la Justicia o la Libertad –sobran mayúsculas, sea como sea-. Seamos francos y digamos que, en todo caso, con ello se dio paso a una nueva constelación de relaciones geopolíticas que promovieron, y continúan haciéndolo, el final de las soberanías nacionales para beneficio de determinadas instituciones supraestatales mediante las cuales el concepto ilustrado de Razón de Estado ha ido cobrando una amplitud significativa que oscurece, como la sombra siniestra de una guillotina proyectada sobre el suelo por el que más tarde rodarán nuestras cabezas, cualquier posibilidad de futuro.


La secuencia de hechos se somete a la lógica que siempre ha envuelto la conspicua, pero no menos oscura, relación entre vencedores y vencidos, cuyos roles se ven alternados en esta danza macabra que es la Historia.


(Y es que, a estas alturas, no podemos prometer si llegará el día en que lograremos escribir una hISTORIA –pequeñita- en la que los vencidos sea capaces de tomar la palabra sin ocupar el asiento de los vencedores para colmar sus ansias de revancha.)


Tras la gran ofensiva llevada cabo por las tropas aliadas contra el Tercer Reich, a finales de abril de 1945, la capital del que fue concebido como nuevo Imperio, Berlín, queda sitiada. El 29 o el 30 de ese mismo mes, tras contraer matrimonio con la que fuera su amante, Eva Brown, el que fuera autoproclamado Führer, según cuenta esa Historia, hizo que lo que tenía que hacer: ambos, al parecer, se suicidan (sus cuerpos no fueron encontrados entre las ruinas).


Berlín fue “ocupada” (el general alemán Helmuth Weidling entregó la ciudad al dar la guerra definitivamente por perdida), en un principio, por las tropas soviéticas el dos de mayo y Alemania se rindió pocos días después a los Aliados. Un mes más tarde, las potencias aliadas y los vencidos firmaron el documento que certificaría y daría carta de naturaleza al nuevo orden internacional que, a día de hoy, continúa vigente; por lo que atañía a Alemania, ésta quedó dividida en cuatro zonas. Apenas cuatro años más tarde, la zona soviética se constituyó en la hoy extinta Alemania Oriental (RDA) y las otras tres zonas dominadas por los Aliados se convertían en la Alemania Occidental (RFA). Berlín, también dividida, sufrió como pocas ciudades este reparto de poderes y fue una ciudad resquebrajada y ocupada militarmente hasta hace apenas dos décadas, cuando, por fin, fue restituida la soberanía del pueblo alemán (dentro de los márgenes limitados de soberanía que hoy disfrutan las potencias occidentales).


Durante años apenas quedó testimonio de lo que allí ocurrió; la versión oficial fue aquella que “culpabilizaba” a toda la ciudadanía alemana de complicidad, silencio y colaboración con los crímenes cometidos. El fenómeno o los fenómenos por los cuales un pueblo de fuerte tradición ilustrada como el alemán fue capaz de esta connivencia con el aparato de poder y guerra nazi fue trabajado con anterioridad por Hannah Arendt. No es asunto que nos ocupe ahora; forma parte de la condición humana y sobra, para el caso, cualquier intento maniqueo de exculpación o condena. Pero recientemente ha sido publicado en castellano por Galaxia Gutenberg un estudio llevado a cabo por el británico Giles MacDonogh (Después del Reich. Crimen y castigo en la posguerra alemana) en el que se detalla esa otra historia que hasta ahora había quedado relegada al ostracismo: la historia en la que los vencedores se convierten en vencidos.


Los ciudadanos alemanes que inocentemente pensaron que con la ocupación de Berlín la vida ordinaria volvería a su cauce, que la guerra, por fin, había terminado para todos y que, de una vez por todas, podrían volver a sus hogares y comenzar a fraguar en la intimidad ese sentimiento de culpabilidad con que crecieron las siguientes generaciones, como era de esperar, se equivocaban: miles de alemanes fueron enviados a los mismos campos de concentración que unas semanas antes habían gestionado con diligencia germana y que habían sido previamente ocupados por todos aquellos que el Reich consideraba sus enemigos; cientos de mujeres fueron violadas (sistemáticamente) y asesinadas en los meses que siguieron a la ocupación; sus casas saqueadas o expropiadas; millones fueron expulsados y desplazados a otras regiones… todo un país fue humillado, torturado y sometido a un racionamiento estricto de alimentos similar al sufrido por los enemigos del Reich. Las cifras, como siempre, son escalofriantes: 16 millones de desplazados, 8 millones perdieron sus casas en los bombardeos, alrededor de 2 millones de niños habían quedado huérfanos y se contabilizan 200.000 nacimientos durante el primer año de ocupación a raíz de la violación masiva de la población.


En todo ello intervinieron tanto las tropas soviéticas como las aliadas. Aunque, al parecer, detalla MacDonogh, con algunas diferencias de forma que ya comenzaban a marcar las nuevas fronteras: mientras que en la Alemania Occidental, que había quedado en manos de las tropas americanas y británicas, el número de violaciones y torturas fue menor (al menos las denuncias a corto plazo; más tarde se supo la verdad), en la Alemania Oriental, ocupada por lo soviéticos, la brutalidad con que se nos presentan los hechos produce nauseas. Y todo ello no se debe, para quien ya estén frotándose las manos, a ninguna noción más amplia de Justicia por parte de los Aliados o a su carácter democrático; sencillamente, las razones cobran tremenda actualidad y no nos resultan tan lejanas: la extremada disciplina británica, el sometimiento de los soldados a sus oficiales, y el temor al caos o posibles revueltas, frenaron las violaciones y asesinatos (al menos los asesinatos posteriores; violaciones las hubo), la venganza y la revancha (porque ésta es una Historia, como todas las historias, de revancha y venganza), y por lo que atañe a los americanos…ya sabemos cómo se las gastan: no tuvieron que usar la fuerza, simplemente “compraban” los favores sexuales o la colaboración del pueblo a cambio de comida, tabaco, alcohol…


Alemania, esta potencia económica de hoy, ayer se moría de hambre y frío mientras su población, famélica y sumisa, sin apenas ya poder ofrecer ninguna resistencia, con la cabeza agachada y avergonzada, aceptaba ser la piel sobre la que quedaría grabado el nuevo mapa del “orden” internacional. Una industria que había probado su eficiencia como maquinaria bélica en las dos grandes guerras que hasta el momento ya había presenciado el joven siglo; las ayudas económicas aceptadas, y que a la postre los postraría, aún más si cabe, frente al bando vencedor a cambio de ceder su territorio como frontera de los dos mundos que se estaban creando y la inmigración recibida de parte de aquellas naciones que no recibieron ninguna ayuda (España entre ellas) y que cubrió la mano de obra que requería su industria para ser el país que hoy es, dio lugar a lo que más tarde ha sido llamado el “milagro alemán” y que ha convertido a esta nación, junto con algunas otras (ligadas también al bando aliado), en el motor de arrastre económico de nuestra alianza europea, de nuestro selecto y exclusivo club de niños buenos y sumisos. Y es precisamente esta misma nación, en la que fue escenificado el nuevo orden internacional y consolidado el Capitalismo como nueva forma de totalitarismo encubierto, curiosamente (o de forma muy simbólica) la que hace alarde de su gestión, sin consideración ninguna y la mendacidad que le precede (olvidando el hambre y el frío de ayer), mientras se pliega a las instancias e intereses supraestatales que continúan empecinadas en representar a nuestra especie a expensas de nuestra especie: pues llegará el día en que nuestras monedas, oxidadas, apenas tengan manos de las que cambiar y el valor de sentido de su troquelado desaparezca para desintegrarse como simple metal.


La victoria aliada sobre el totalitarismo fascista fue también una victoria, aunque velada y extendida al tiempo, contra cualquier otra forma de totalitarismo o sistema que pudiera ofrecer resistencia y oponerse al Imperio del Capital: un orden in-forme, supraestatal y despersonalizado, un sistema deshumanizado cuya eficiencia en el control de las masas, índices de producción, “crecimiento” (por llamarlo de alguna forma) económico y gestión de los recursos humanos (ahora nos llaman así) está mostrando en los últimos tiempos su auténtica cara.


(… y el sistema es antepuesto a sus beneficiarios.)


Hay quienes a día de hoy se preguntan cómo es posible que, tras los últimos acontecimientos, la clase media europea, que ha sido la más castigada, puesto que su futuro ha quedado hipotecado por generaciones para pagar una deuda que no es suya, apenas se ha pronunciado y no haya ejercido su legítimo derecho de resistencia (y, cuando así ha sido, dentro del escaso espacio de actuación que le resta a nuestra ciudadanía, la represión ha sido violenta y legitimada políticamente).


Quienes, a estas alturas, no participamos de una representación idealista de la Historia, quienes hacemos oídos sordos a los cantos de sirena con que ha sido anunciada cualquier forma de dialéctica histórica, quienes no podemos hacer ya otra cosa que desestimar los viejos mitos de la Ilustración, sabemos que no podemos esperar una respuesta consecuente –y menos aún contundente- de la ciudadanía, puesto que el caso alemán ejemplifica como pocos que la Historia de nuestra especie no es condición necesaria y suficiente para alcanzar el grado de autoconciencia al que hizo referencia Hegel en su Fenomenología del Espíritu y cuya lógica sirvió de modelo e inspiró las dialécticas materialistas.


La ansiedad que padece nuestra ciudadanía, y por la cual se pliega a las instancias despersonalizadas e intangibles de los poderes fácticos, es debida a la imposibilidad que tiene el individuo para reconocerse como sujeto en un escenario tan complejo que apenas puede abarcar con su mirada para dar con una representación capaz de alimentar la comprensión de los hechos. Todo ello incurre en la impotencia que caracteriza al sujeto contemporáneo, inmerso, como los héroes trágicos, en una serie de designios que lo superan y ante los cuales carece de maniobra de actuación. La ciudadanía europea no puede sublevarse a las políticas estatales porque éstas están comandadas por instancias e intereses que trascienden a los estados mismos. El ámbito de lo político ha quedado deshumanizado, resquebrajado y desplazado al discurso de los sentimientos, de la impotencia, del hastío, el fatalismo… -apenas comprendo cómo nos sorprende que algunos, sencillamente, reaccionen con violencia, sea gratuita o no-; sometidos, como estamos, a un sistema que no puede tener en cuenta el ahora de los sujetos que lo sostienen, cualquier forma de autoconciencia sólo alcanza a mostrar el horror de quien se sabe a bordo de un tren apunto de descarrilar y del que, sin poder apearse, sólo le resta tratar de dormir y controlar a la fiera despierta.



(Pero la fiera es caprichosa e insaciable y, ni aun herida, hemos adquirido el valor para rematarla.)



No temáis; no es más que el cielo abierto a nuestros pies.