jueves, 14 de octubre de 2010

Reminiscencias


La experiencia del dolor, el dolor físico, puede servir de alegoría para explicar otro tipo de experiencias cuya mediación intelectiva no resulta tan evidente como así lo es dentro del amplio abanico de experiencias que somos capaces de registrar.


¿Quién no ha sufrido alguna vez un corte, profundo y aparatoso, en alguna de sus extremidades, o se ha torcido el tobillo cuando trataba de esquivar en el parque mientras corría a una anciana que permanecía oculta y agazapada tras un matorral para salirte al paso en ese preciso instante?


Durante una fracción de segundo contemplamos cómo es rasgada limpiamente nuestra dermis hasta alcanzar el nivel subcutáneo y un elemento extraño penetra en nuestro interior, cómo en unos segundos comienza a manar de dicho lugar un elemento líquido, denso y rojizo; pero no sentimos dolor -no, al menos, durante esos segundos-. De igual modo, algo semejante ocurre con el otro ejemplo: durante un instante contemplamos cómo la arquitectura muscular de una articulación de nuestro cuerpo cede y se quiebra mientras apoyamos el peso del mismo sobre el Maléolo Fibular (puede sonar muy aséptico, pero doy fe de que el dolor –el posterior- es insoportable); pese a todo ello, tampoco sentimos dolor, ni durante el breve periodo en que “contemplamos” la estampa de nuestro cuerpo, o una parte de él, roto e, incluso, ni tan siquiera los minutos posteriores. Comúnmente se dice que así es porque “estamos en caliente”; expresión que a mí siempre, por muchos motivos, me ha desconcertado (puesto que se usa para todo y a mí siempre me ha irritado jugar con comodines).


Sea como sea, lo cierto es que el dolor, ya se manifieste como un pinchazo caliente e intermitente que a intervalos crece o decrece en intensidad, bien sea como un calor intenso que ejerce una presión difícil de discernir en la zona dañada, ese dolor, es posterior, una reminiscencia del momento en que surge la herida; una forma de recordatorio, una manera obstinada de hacerse presente, a cada momento, el instante en que nuestro cuerpo cedió de una vez por todas.


Uno de los grandes aciertos de David Hume cuando emprendió la tarea de elaborar su Tratado de la naturaleza humana –que, por cierto fue un fiasco y tuvo que reescribirlo y publicarlo bajo el nombre de Investigaciones sobre el entendimiento humano- fue la diferenciación que establecía entre “impresión” y “percepción”; distinción que, a la postre, daría lugar al fenomenismo moderno. Las “impresiones”, según Hume, consistían en una serie de datos in-mediatos (no mediados) de tipo sensible que se nos ofrecían de manera “vivaz e instantánea”; mientras que nuestras “percepciones” (o aquello que nosotros llamamos “percepciones”) eran el resultado posterior de una mediación establecida por medio del entendimiento, por la cual, dichas impresiones, eran sometidas a una doblez, una copia de las mismas, que las remedaba de manera que transformaba en “ideas”: la materia mediante la cual era conformada nuestra experiencia, nuestra memoria. Esta distinción fue asumida más tarde por uno de los padres de nuestra cultura moderna, Immanuel Kant, bajo dos facultades polarizadas, una activa (el entendimiento) y otra pasiva (la sensibilidad), dando lugar a la fórmula que sincretizaba toda una serie de intuiciones sobre nuestro conocimiento o experiencia del mundo y que sintetiza como ninguna esta tradición de la que hablo.


“Los pensamientos sin contenido son vacíos; las intuiciones son concepto son ciegas.” (Ésta es la idea que se repite hasta la saciedad, como un salmo, en la Crítica de la razón pura.)


Toda esta perorata, una vez más, viene a cuento para ejemplificar el hecho incontrovertible de que nuestra memoria de un acontecimiento es similar al dolor posterior, físico, que sentimos cuando nos herimos. Los hechos, nuestras primeras y primarias impresiones de los mismos (no hablo de impresiones o intuiciones puras, no mediadas, porque yo soy un fenomenista radical; lo que se puede traducir como un escéptico insoportable) se nos presentan de manera vivencial en su instante, en su acontecer, y es esta misma instantaneidad, esta falta de mediación lo que los hace estar “fuera de todo sentido”, mostrarse en su yectitud, en su ser-ahí; en su afectar, sin más, casi inocuo, puesto que carece de sentido (qué sentido tiene una piel sangrante y abierta en canal). Y, de igual modo que el dolor físico del que hablábamos, sólo adquieren una forma narrativa y se inscribe dentro de una secuencia significativa de imágenes que nosotros mismos nos narramos para construirlos o narramos a otros para afirmar nuestra narración y que como tal sea reconocida más allá de nosotros.


Nuestra memoria, esta colección personal de sinopsis que nosotros mismos, de forma automática, reforzamos, generando cierto tipo de proteínas que las harán mantenerse en el tiempo, por esta razón, se asemeja más a un cadáver conservado en formol que a los hechos mismos que trata de evocar. Está compuesta de imágenes muertas, como fotografías que nosotros mismos hemos “tomado”, a las que tratamos de dar vida cinematográfica concatenándolas y solapando una con otra según una gramática cuya lógica nada o poco tiene que ver con el mundo (de ahí la razón por la que, de alguna u otra forma, sintamos la repentina necesidad de narrarlas y comprobar si superan la prueba de aceptación).


Cada paso que damos en este sentido, dejamos a un lado y olvidamos la brecha para acercarnos poco a poco al corte causante de nuestro dolor, y es la imagen manufacturada, editada, más incluso que la herida misma, la que es capaz de desatar la alerta dolorosa, la respuesta que ha de protegernos.


Pero, a veces, sucede algo que de alguna forma contraría todo este esquema y cuyo análisis, en gran parte, os voy a ahorrar: al final del día, tras un acontecimiento concreto… vienen a nosotros una serie de imágenes, en principio triviales, de manera fragmentaria, recurrente y arbitraria; reminiscencias plásticas y sensoriales no convocadas por la memoria (puesto que carecen de sentido –y ésta es la clave-). Parece que las vivencias que las desencadenan ofrecieran extraña y desconcertante, siniestra, resistencia a su manufactura, a su aprehensión y subsunción en una experiencia/memoria que las signifique –por ello nos desvelan-; como si de alguna forma, dichas impresiones, estuvieran empeñadas en continuar siendo sucesos vivos, que no dejan de suceder, y no simples remedos.


La gran mayoría de veces, las imágenes y sensaciones a que da lugar esta experiencia (a decir verdad no se trata de una experiencia, por todo lo comentado anteriormente) gradualmente van perdiendo frescura y fuerza, capacidad de im-presionar, hasta su distorsión, para adquirir ese carácter grotesco y confuso de la experiencia onírica. En muchas ocasiones, llegados a este punto, alcanzamos la inconsciencia o el suceso deja de ser relevante y ponemos, nuevamente, nuestra atención en otro nuevo suceso.


Si tuviera que ajustar este fenómeno al esquema fenomenista que defiendo habitualmente, tendría que plantear la hipótesis de que nos hallamos, bajo consciencia, frente al proceso mismo de manufactura y narratividad que, al parecer, suele acontecer durante el sueño: somos espectadores de nuestra propia inercia cognitiva y la sensación de extrañeza viene dada por la ausencia de sentido de aquello que, en ese momento, nos afecta; un caos de sensaciones e imágenes desnudas, reminiscencias que, más tarde, formarán parte de nuestro mundo onírico cuando hayan sido desechadas por la estructura secuencial y causal que las ha de significar, editar, otorgándoles un lugar, con mayor o menor prestigio, dentro de nuestra experiencia (de nuestra memoria).


Pero, por qué sucede eso; por qué no siempre somos conscientes y espectadores de esta mediación; por qué no siempre –menos mal- esta avalancha inoportuna de imágenes nos roba horas de sueño.


Si he de ser sincero, no lo sé; puesto que, como digo, este fenómeno no está ligado, necesariamente, a hechos relevantes que pudieran explicar alguna dificultad en su asunción (la última vez que me sucedió, anoche, la trivialidad y cotidianeidad de las imágenes estaba fuera de toda sospecha, fuera o no freudiana -lo más probable es que sea el mismo fenéomeno el que nos esté alertando de algo, más que las imágenes aleatorias que lo acompañan).


Quizá simplemente sea eso, que todo lo vivo está movido por el afán de preservar su propia vigencia, de no perecer, de seguir con vida y resistirse hasta la muerte a ser declinado como mero recuerdo; como estampas perdidas en un cajón.



(Demasiado suponer -me temo.)