sábado, 30 de octubre de 2010

El rayo que no cesa


No me gustan las efemérides, no soy de quienes piensan que la Memoria ha de tener un día en el calendario para recordar los hechos o las personas; ésa no es más que una memoria baldía, institucional, que más que rescatar a la vida ensalza el carácter pétreo de lo finado.


La memoria viva, como una sonrisa o mirada noble, viste con la aureola de la espontaneidad.


(Pero haz una excepción.


A eso vamos.)


Hoy se cumplen cien años del nacimiento del poeta oriolano Miguel Hernández –uno de los pocos escritores que han sabido acercarme a este género-. El poeta cabrero. El poeta del pueblo. El poeta levantino. Todo esto han dicho de él.


Miguel Hernández era hijo de un pequeño comerciante de ganado y pasó gran parte de su vida pastando rebaños de cabras entre la sierra de Orihuela, conmovido por el paisaje de la huerta del Segura y enamorado de esa luna de la que, más tarde, sería perito. Fue un idealista, es cierto, en muchos sentidos, y no tanto ese “poeta puro” del que hablaba Neruda; pero que no nos engañen las apariencias, no seamos nosotros idealistas, este poeta cabrero no pasó desapercibido durante su escolarización obligatoria, que tuvo que abandonar para ayudar a su familia en la cría de las cabras, y mientras pastaba por las sierras o caminaba por los márgenes de ese río que, por aquel entonces, sostenía un vergel a su paso, leía ferozmente a los autores del Siglo de Oro, a los místicos y, más tarde, a los grandes poetas contemporáneos suyos.


Así se forjó el poeta inolvidable, el luchador incansable, el obstinado idealista, autor de poemas memorables como la Elegía compuesta a la muerte de su amigo el falangista (qué poco maniqueo fue en este asunto y qué gran amigo) Ramón Sijé, las Nanas de la cebolla, El niño yuntero, Para la libertad… ¡Son tantos!


Su compromiso con la República al inicio de la guerra y, posteriormente, con la revolución paralela, hizo que se alistara en las filas republicanas desempeñando labores de comisario cultural, arengando a las tropas con poemas entusiastas que incitaban a la épica, muy distantes de aquel primer lirismo e inocencia que lo caracterizan.


No hay mayor y más destructora rabia que la de la inocencia pervertida.


Dada la guerra por perdida, Miguel Hernández trata de huir de España pasando a Portugal, pero es interceptado y comienza su periplo por varias cárceles españolas, en las que no dejará de escribir poemas (muchos de estos, los más bellos de su poemario). Su filiación pública y notoria con la causa republicana y la falta de un reconocimiento internacional hacia su figura, fueron la causa de que el nuevo régimen no se viera obligado a ponerlo en libertad a cambio de una declaración de arrepentimiento (cosa que, dudo mucho, hubiera llegado a hacer).


Murió el 28 de marzo de 1942, en una cárcel de Alicante, a los treinta y un años de edad, este Hombre, con mayúsculas, que nunca renunció a ser un niño.




*


Aquí os dejo dos poemas –que adoro- de su poemario El rayo que no cesa, escrito durante los dos años previos a la contienda española y publicado el mismo año en que dio comienzo.



***



II


¿No cesará este rayo que me habita
el corazón de exasperadas fieras
y de fraguas coléricas y herreras
donde el metal más fresco se marchita?

¿No cesará esta terca estalactita
de cultivar sus duras cabelleras
como espadas y rígidas hogueras
hacia mi corazón que muge y grita?

Este rayo ni cesa ni se agota:
de mí mismo tomó su procedencia
y ejercita en mí mismo sus furores.

Esta obstinada piedra de mí brota
y sobre mí dirige la insistencia
de sus lluviosos rayos destructores.



VI


Umbrío por la pena, casi bruno,
porque la pena tizna cuando estalla,
donde yo no me hallo no se halla
hombre más apenado que ninguno.

Sobre la pena duermo solo y uno,
pena es mi paz y pena mi batalla,
perro que ni me deja ni se calla,
siempre a su dueño fiel, pero importuno.

Cardos y penas llevo por corona,
cardos y penas siembran sus leopardos
y no me dejan bueno hueso alguno.

No podrá con la pena mi persona
rodeada de penas y cardos:
¡cuánto penar para morirse uno!




… pues eso.