domingo, 24 de octubre de 2010

La verdad más allá de nuestras fronteras


Releo una observación (una sentencia de las suyas) de Wittgenstein que, pese a guardar todavía cierta filiación con las ideas fundamentales con que, más tarde, se desarrollaría el positivismo del Círculo de Viena, incluye un matiz que lo distancia de aquella escuela emergente y lo inscribe en la problemática sobre la experiencia en torno a la cual trabajaría hasta su muerte.


“Los resultados de la filosofía son el descubrimiento de algún simple sinsentido y abolladuras que el entendimiento se ha buscado al embestir contra el límite del lenguaje. Ellas, las abolladuras, nos permiten reconocer el valor de dicho descubrimiento.” (Ludwig Wittgenstein: Investigaciones Filosóficas; § 119.)


Como sabréis, quienes me leéis (o intuís), la importancia que doy al lenguaje dentro de todo el campo experiencial de la condición humana sobrepasa, con mucho, la simple expresión fonética del resultado de nuestro procesos cognitivos internos (pensamientos). Ya me habéis leído hacer, más de una vez, observaciones tan extrañas o heterodoxas como que el pensamiento está ahí fuera o que nuestro lenguaje no cumple ninguna tarea subsidiaria al mismo, sino que es, en sí mismo, fundamental para la cognición; que pensamiento y lenguaje son la misma cosa.


Estas ideas no son mías, o lo son en el sentido de que puedo “verlas”, “sentirlas”, y, por ello mismo, “comprender” a quienes, de un modo u otro, han tratado de expresar este límite irrebasable en el pensar/decir. Y Wittgenstein ha sido uno de quienes con más lucidez, nada exenta de oscuridad, por supuesto, nos conminó a adentrarnos y observar este límite mismo del que hablo y a través del cual pretendo hacer un par de observaciones en torno a la experiencia como crítica a cierta moda (yo diría que agónica) de nuestros días.


El arquitecto y lógico austriaco tenía una forma algo excéntrica de exponer sus argumentos, ya difícil, incluso para quienes pertenecemos a la logia, de desentrañar, así que voy a tratar de hilar todo esto para que mis berridos posteriores tengan algo de sentido y no resulten gratuitos.


En primer lugar, como digo, él parte de la conciencia epistémica de que todo nuestro conocimiento es fenoménico en el sentido de que toda nuestra captación del mundo, de la vida, de lo que somos, está determinada cognitivamente, y que, esa determinación, en vez de estar ubicada, como había hecho toda la tradición idealista alemana, en un interior trascendental (en otras palabras: una suerte de sujeto de laboratorio del que todos participamos, que todos somos, como concreciones particulares de esa subjetividad universal), hunde sus raíces en un sistema orgánico, histórico y social como es el lenguaje.


Es el lenguaje el que da-forma y determina nuestra cognición en su relación con los objetos del mundo.


Echando una ojeada más atrás en las Investigaciones Filosóficas concluye:


“Cuando pienso en el lenguaje, no rondan en mi cabeza ‘significados’ al lado de la expresión lingüística; sino que el lenguaje mismo es el vehículo del pensamiento.” (Ludwig Wittgenstein: Investigaciones Filosóficas; § 329.)


Si se “percibe”, se “ve”, esta identidad entre lenguaje y pensamiento, comprendemos, de una vez, por qué afirmaba en el aforismo que he presentado al principio que gran parte de los problemas filosóficos que han preocupado a nuestra especie desde el mismo día en que tuvo tiempo libre para devanarse la cabeza con estas cuestiones no son más que simples malentendidos causados por nuestra natural inclinación a rebasar lo límites del lenguaje (que son los límites del mundo). La tarea de la Filosofía, tal y como la entendía Wittgenstein en su época, no era otra que la de des-hacer estos malentendidos mediante un análisis del lenguaje en su imbricación con la cognición; proyecto que, de alguna manera, estaba siendo iniciado por los miembros del Círculo de Viena cuando se impusieron el programa de diseñar un lenguaje lógicamente perfecto con el que poder referir el estado de cosas del mundo sin caer en estos malentendidos, sin rebasar los límites justos del lenguaje e incurrir en desvaríos metafísicos tan habituales entre quienes sostienen una vivencia religiosa de la vida o entre quienes se suman al saco sin fondo de los orientalismos, ya que, como quienes conocen la filosofía anterior de Wittgenstein antes de reorientarse con la Investigaciones Filosóficas sabrán, “los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo” (Tractatus; § 5.6).


Wittegenstein, como digo, ha sido uno de los tipos más lúcidos de los últimos tiempos y se distanció de esta escuela en cuanto pudo advertir que dicho lenguaje lógico no era posible y pudo comprender que es precisamente esa tendencia a rebasar los límites, esta indeterminación poiética de nuestros lenguajes naturales, lo que hace posible que nosotros, individuos, podamos participar de un mundo de la vida y disfrutar de cierto margen de maniobra creativo. Eso sí, siempre teniendo en cuenta cuáles eran esos límites; razón por la cual él siempre prescribía que, pese a la distancia, su primera obra, el Tractatus Logico-Philosophicus, no debía dejarse de lado, puesto que el séptimo enunciado continuaba teniendo vigencia dentro de su filosofía: “Sobre lo que no podemos hablar debemos guardar silencio” (“Wovon man nicht sprechen kann, darüber muß man schweigen”. Tractatus Logico-Philosophicus, § 7).


Los alemanes, cuya obsesión clasificatoria ha quedado constatada y corroborada en su historia reciente, tienen, claro, palabras para todo y distinguen entre Erfahrung y Erlebnis para designar dos acepciones (entre las muchas otras que podría tener) que también acoge el concepto castellano de “experiencia”.


(Como me he propuesto tratar de dejar de ser el chico malo de la blogosfera, admitiremos que la razón de ello no es que los alemanes, o su lengua, tengan palabras para todo, ni tampoco que hayan "construido" esas dos palabras distintas para marcar esta distancia de sentido gracias a su gran tradición en el estudio en torno al problema de la experiencia. Yo, como soy wittgensteiniano, apuesto a que la razón por la que la experiencia como problema haya sido un asunto central en la Filosofía alemana moderna se debe más bien a la existencia de esta palabras y no al revés… ¿Los límites del lenguaje son los límites de mi mundo, no?)


El caso es que podríamos decir que la Erfahrung puede ser traducida como “experiencia”, en su acepción ordinaria, de un acontecimiento fáctico, ligada a los sentidos, y la Erlebnis como “vivencia”, traducción que en castellano no ha tenido nunca muy buena prensa por el simple hecho de guardar cierta cercanía semántica con nuestra larga, obsesiva y desquiciante tradición místico-religiosa (aunque es la mejor traducción posible, porque señala el ámbito subjetivo en el que se desarrolla, porque implica la transformación del sujeto que la “vive” y porque continúa guardando todas los matices que el concepto de ordinario de experiencia contiene).


La tradición filosófica, como la mística, está repleta de devaneos dialécticos por desentrañar aquellos problemas a que nos conduce la Erlebnis (el sentido del Ser, la Unidad de todas las cosas del Mundo, Dios…), y la tarea de la Filosofía, hoy, repito, en base a ello, consiste en des-hacer-nos de estos desvaríos propios de la experiencia cuando ésta trata de sobrepasar sus propios límites, que son los límites del mundo, los límites del entendimiento o del lenguaje.


Ésta es la razón por la que a un tipo tan sensible como yo le irrita sobre manera toda esta mistificación (evidentemente colonialista; porque nuestra fascinación por lo exótico guarda estrecha relación con nuestra tradición imperialista) y gusto por lo que yo llamo los orientalismos: un refrito de filosofías y religiones orientales; puesto que para empeñarse en ver gigantes donde no hay más que viejos molinos de viento, para eso, me quedo con mis gigantes, no tengo por qué recurrir a los del vecino (a menos que me fascine su exotismo, a menos que represente, una vez más, ese paternalismo imperialista de quien llega frente a la tribu salvaje y lo primero que hace es pintarse, ponerse un tapa rabos y adornar su cuerpo con objetos similares –como si ellos no supieran y vieran a la legua que ese zángano descontextualizado e intempestivo es un extranjero).


Pintarme la piel para hacer el indio, eso, dejé de hacerlo hace algunos años –cuando advertí que aquel palo de escoba no era un caballo y que subido a él no engañaba a nadie, sólo a mí mismo.


Todos estos sucedáneos new age juran ante su caja de inciensos y mirras, o frente a su gran elefante dorado y vestido como un pájaro, participar de una Erlebnis al repetir mantras, practicar la meditación, dejarse diagnosticar y recetar según prácticas chamánicas, alimentarse imitando gastronomías de países donde la Coca-Cola es, hoy día, la máxima expresión de refinamiento y modernidad… todo ello para alcanzar, por medio de estas Erlebnis, una verdad más allá de nuestras fronteras, siempre revestida por ese discurso pseudo-filosófico (no es más que poesía, y de la mala) que tanto esperan de mí quienes descubren tener a nada más y nada menos que un filósofo frente a sus narices.


Se equivocan.


De entre todas sus verdades de mercadillo de jueves por la mañana, la que más me irrita es la creencia y la experiencia ligada a ella (propagada habitualmente por los cada vez más prolíficos y santorales manuales de autoayuda) de quienes afirman que sonriendo y manteniendo una actitud positiva, esta “energía positiva” (¡ups!) te será revertida (piensa como agua y serás agua, déjate abrazar por el viento y volarás como un pájaro que fluye, como el agua, cuando eres agua… bla, bla, bla, bla, bla). De origen oriental, esta creencia parte de la base psicológica de que cuando tienes una actitud negativa ante un acontecimiento, dicha actitud influye en tu capacidad de “actuación” para provocarlo o desencadenarlo; lo cual es cierto: una actitud negativa, en el sentido de “yo no creo que pueda…”, puede provocar que ni siquiera lo intentes, o no con todo el empeño, pero de ahí a afirmar que si quieres algo y te mentalizas, ese algo, se materializará media un abismo. En otras palabras, esta creencia parte de una concepción mágica, característica de las sociedades primitivas y común entre los niños, de que los acontecimientos pueden ser persuadidos según una normas, un conjuro o un ritual (como cuando las tribus autóctonas de Norteamérica bailaban determinada danza para persuadir al dios de la lluvia, o como cuando el alcalde de la ciudad en que nací se viste el traje negro y saca en romería a nuestra patrona en abril –un mes de las lluvias, tradicionalmente- para que no haya sequía esa primavera).


Pero es que yo soy un puñetero descreído y tengo siempre, muy presente, dónde quedan mis límites, los de mi entendimiento y los del mundo. Yo, a mi manera, también tengo mis Erlebnis, experiencias en torno a esos límites del lenguaje y de mí mismo como frontera de ese mundo, del lenguaje, que me han ayudado a comprender la creación (subjetiva) de estas mismas experiencias; razón por la cual ya no necesito ser atado a ningún mástil para hacer oídos sordos a cualquier canto de sirena.


Su canto siempre llega a mis oídos, pero se descompone en cuanto escucho su gramática adecuadamente como un barco de papel arrojado para remontar el río.


No hay ninguna verdad más allá de nuestras fronteras (sólo el vacío, o la nada; experiencias que tratan de sobrepasar los límites mismos de la experiencia).


Quizá tenía toda la razón el bueno de Benjamin y la pobreza de nuestra experiencia moderna ha dado lugar a ese agonismo con el que hoy en día, quienes han dejado de lado la tradición místico-religiosa de su propia cultura, acuden como domingueros en caravana a las tiendas para turistas occidentales y comprar sus nuevas y exóticas Erlebnis: estampas místicas, conceptos religiosos y rituales imposibles con los que llenar una existencia insoportablemente vacía.