jueves, 24 de diciembre de 2009

El último Neandertal


El problema fundamental del darwinismo ha sido concebir la idea de la evolución en general y de nuestra especie en particular como una historia unívoca, progresiva, de perfeccionamiento de los organismos. La evidencia de que las especies actuales tienen su origen en otras especies anteriores en el tiempo, algunas de ellas ya extintas, es una premisa del darwinismo, pero no constituye en absoluto el darwinismo. Ante el muestrario óseo actual, frente a los datos recogidos por paleoantropólogos a lo largo del planeta, el darwinismo pide a gritos ser repensado y es preciso, ya mismo, un nuevo paradigma capaz de dar explicación a la nueva interpretación de los hechos y que ceje en su empeño u obsesión por “adaptarlos” al viejo gradualismo y a la selección natural como motor exclusivo de esa evolución.


Éste fue el error que nos llevó a pensar, cuando nos encontramos, nuevamente, ante el Homo neanderthalensis, que nos hallábamos ante una especie “anterior” a ese linaje que conduce al nuestro; un estadio precedente, desde un punto de vista evolutivo, que no había alcanzado la forma definitiva, el grado de perfección hacia el que nuestra especie, de forma teleológica, estaba predestinada.


Más tarde rectificamos: Neandertal no constituía, como especie, un estadio anterior al nuestro, Neandertal fue una especie que se hizo fuerte de forma paralela a la nuestra, con la que llegamos, incluso, a coincidir en el espacio y el tiempo; Neandertal, bien fuera desde un punto de vista fisológico, era el resultado de una adaptación adecuada y efectiva a su entorno y, desde un punto de vista cognitivo, especulan quienes lo estudian cada día, no tenía nada, a simple vista, que envidiar al Homo sapiens; simplemente era diferente.


Esta historia desmiente el carácter lineal y progresivo con que nos la representamos y nos muestra un árbol ramificado, de intentos, fracasos e injusticias, por qué no, de las variaciones a las que nuestra estirpe se vio sometida. Al final, sólo quedamos nosotros, ellos se extinguieron; ya no están, los habíamos olvidado.


Nunca es tarde para rendir homenaje a los héroes de la historia.


Nunca es tarde para recordar a quienes formaron parte de nuestra historia.


En determinado momento de la historia nuestros caminos se bifurcaron: nosotros permanecimos en la sabana africana... bueno, nosotros no, aquéllos que fuimos nosotros y también fueron Neandertal; un antepasado común a ambas especies. Ellos, sin embargo, colonizaron todo el continente europeo, su aspecto cambió, también sus formas de representación e interrelación sufrieron modificaciones complejas. De forma paralela, en el hemisferio Sur, nosotros sufrimos otras variaciones.


Dos especies, ante la misma oportunidad, nacieron.


La suerte estaba echada.


Pero en esta historia, que no deja de ser trágica, hay un enigma: el fin de su estirpe coincide, en el tiempo y en el espacio, con el re-encuentro entre ambas especies. Cientos de años de separación y de intercambio genético independiente, probablemente, hicieron que ambas especies no pudieran mezclarse, intercambiar genes, reconocerse como iguales.


Nunca conoceremos esta historia: la de dos seres que fueron uno y ya apenas lograban reconocerse mutuamente.


Un hecho siniestro: ellos se expandieron por todo el continente durante un estadio interglacial, aprovechando unas temperaturas menos gélidas que las del último pico glacial. Durante miles de años, sus genes, su morfología, su cultura, fue “pulida” por un clima adverso, “seleccionadas” sus variantes y “premiados” aquellos intentos que mejor resultados obtenían frente al estado de cosas que los rodeaba; durante cientos de años exploraron el continente, descubrieron sus ciclos estacionales, su fauna y vegetación... aprendieron a desplazarse, como en un baile a dos, de forma rítmica, según los compases de este baile. Ellos, de alguna manera, estaban mejor preparados que ninguna otra especie para sobrevivir a las condiciones adversas que el nuevo pico glacial habría de proponer. Eran hijos de la intemperie, la obstinación y las ansias por sobrevivir; habían llegado donde pocos lo habían hecho, reinaban en todo el continente. Su mirada era la del guerrero. Nosotros, tristemente, agasajados por un clima templado, esculpidos de forma distinta, ganamos la batalla.


Son muchas las hipótesis que tratan de dar cuenta de este hecho trágico. Algunos apuntan a lo más evidente: exterminio. Nuestra superioridad cognitiva (oda al antropocentrismo) se hizo valer y acabamos con quienes nos disputaban el nicho ecológico; a ello ayudaron nuestras conocidas y ya probadas artes disuasorias con quienes no nos identificamos o no pertenecen a nuestro clan y la consabida selección natural, que hizo de las suyas y “premió” a la especie mejor adaptada. Esta hipótesis, que no se sostiene por muchas razones, pierde fuerza; una de ellas es que, si fuera así, deberíamos encontrar, en un estrato de tiempo que represente unos diez mil años, lo que bien conocemos y llamamos “fosas comunes”. No es así. Tampoco la superioridad cognitiva puede ser esgrimida como argumento, puesto que está contenida en la tesis de la selección natural como motor evolutivo sobre la cual se apoya, pescadilla que se muerde la cola, para mantenerla como hipótesis. Hay quienes especulan con un desgaste genético: Neandertal dejó de existir a causa de la endogamia. El descenso progresivo de la temperatura hizo que los “contactos” o el encuentro entre clanes fuera en detrimento; lo cual perjudicaría su deriva genética y menoscabaría, hasta anularlos, sus índices de natalidad.


Es curioso cómo ambos, sobre las premisas darwinistas, se hacen eco de un antropocentrismo y una determinada visión de la historia. Hay una tercera opción, algo inocente: Neandertal no murió; nosotros lo salvamos, lo acogimos y mezclamos nuestros genes. Esta hipótesis, más darwinista que ninguna, no se sostiene de ninguna manera; por no decir que los biogenetistas que han codificado completo el genoma Neandertal excluyen toda posibilidad de hibridación o de híbridos fértiles.


Nunca sabremos por qué una especie mejor preparada que nosotros para sobrevivir en aquellas condiciones y con un universo cognitivo, si no igual, al menos equivalente, no logró pasar, con nosotros, a la historia. De ser así, la historia, tal y como la conocemos, hubiera sido completamente diferente. Las únicas explicaciones posibles sólo tienen lugar en el espacio de la ficción, en el de las hipótesis, en el de la poesía, en definitiva.


Aquí va la mía: ambos nos encontramos, tarde o temprano nos reconocimos (quienes marchamos, quienes los vieron marchar, otra vez frente a frente –por qué no presuponer un mundo simbólico/mítico rudimentario capaz de relatar esta distancia-), en algunos casos hubo enfrentamientos, en otros, reconocimiento y, progresivamente, comunicación, como fuera. Así continúan siendo las relaciones hoy en día.


¿Qué sucedió entonces?


Aquí viene la tesis contraria a la hibridación, que tampoco se pliega a la del exterminio. Quienes no quieren caer en ese antropocentrismo y, en voz baja, comienzan a poner en duda la exclusividad de la selección natural como motor de la evolución, hablan de determinadas cualidades emocionales en el Homo sapiens, separadas de cualquier ámbito cognitivo, con las que pudieron crear un sistema de formas sociales más complejo que el de la especie neandertal y mediante el cual lograron sobrevivir.


No lo creo, atribuir una cualidad, aunque no sea cognitiva, a una especie para explicar su “victoria” evolutiva no deja de ser una actitud antropocéntrica, basada en axiomas biológicos que, continuamente, se están poniendo en duda cada día a la luz de los nuevos descubrimientos, que, a su vez, interfieren, modifican, la interpretación de los hechos tal y como hasta ahora narraban nuestros libros de biología. Por no decir que no podemos probar de ninguna manera un mayor desarrollo emocional entre especies, puesto que eso no se puede medir y no es de recibo; va más allá de la especulación científica y roza el terreno bíblico. Recurrir al surgimiento del Arte para ello tampoco lo es. Este asunto debe ser estudiado mucho más concienzudamente, dar con nuevas evidencias y datar correctamente sus manifestaciones, para excluir manifestaciones similares en la especie Neandertal (aunque quizá las tengamos frente a nuestras narices y no las reconozcamos por cuestiones de inconmensurabilidad entre especies...).


Nos vimos, nos encontramos (hasta aquí todos de acuerdo), en algún caso nos matamos mutuamente y en otros intercambiamos información, modos y técnicas de supervivencia (hay pruebas que no excluyen todo esto). Quizá, para Neandertal, ese periplo, aquella aventura evolutiva que supuso su colonización del continente europeo -quizá tengan razón en eso-, pudo suponer su acta de defunción genética. Pero, ¿algún antropólogo se ha preguntado alguna vez por qué tuvo que ser así, por qué los dejamos morir? Aducimos que nosotros, si no cognitivamente, esgrimimos frente al tribunal evolutivo una cualidad que nos diferenciaba: nuestra humanidad; la solidaridad con los de nuestra especie; sin embargo, no la tuvimos, si es que fue eso, con Neandertal en los casos en que se dio el “encuentro”.


Los dejamos morir; ésta es mi hipótesis. Suponían una carga para nosotros, no entraban en nuestros planes... Tras el encuentro, tras la euforia primera por re-conocer a quienes vimos marchar, tras intercambiar nuestras historias, describir nuestras afecciones, representar nuestros rituales frente a frente, nombrar en voz alta a nuestros espíritus y compartir nuestro saber, sencillamente, llegado el momento, la hora del juicio evolutivo, les dimos la espalda y continuamos nuestro camino.


Tuvimos que olvidarlos, para soportarnos a nosotros mismo, puesto que nuestra humanidad, aquello que nos hace creer tan especiales, pudo estar fundada en una barbarie que hemos repetido una e innumerables veces a lo largo de nuestra historia: a la hora de la verdad, es raro encontrar un sapiens que no piense sólo en sí mismo, a la hora de la verdad, sapiens, es tercamente ambicioso y sólo actúa según sus aspiraciones. Ésta es, en todo caso, aquella cualidad con la que vencimos en el tribunal evolutivo.


Nuestra historia está atravesada por este hecho fundador, de neandertales está repleta nuestra historia. Sobre hechos similares puede estar fundada nuestra propensión a la culpabilidad y al olvido; otro más de nuestros siniestros bailes.


Siempre sentiré profunda simpatía por los de su(nuestra) especie. Siempre sentiré, de algún modo, que yo también soy uno de ellos. Siempre sentiré compasión y cariño por los que me tropiezo (los hay).


Quizá Benjamin tenía razón y, de alguna manera, nuestra humanidad nunca logrará realizarse mientras continúe atormentándonos el recuerdo de centenares de neandertales a los que dimos la espalda, dejamos morir para continuar nuestro camino y a los que, por mucho que nos empeñemos, no podremos olvidar.


Su recuerdo poblará de voces sin rostro nuestros sueños, nuestro mañana.


[Feliz Navidad]


jueves, 17 de diciembre de 2009

Variaciones en una misma melodía


En el mundo clásico la Historia no constituía una disciplina, tal y como actualmente la concebimos, a causa de la representación que del tiempo habían fundado aquellas civilizaciones.


Nuestra noción del Tiempo está necesariamente vinculada, pues, a un concepto sin parangón en el mundo clásico, la idea de “progreso”; responsable directa de nuestra propensión a concebir históricamente nuestros avatares.


Para la humanidad pre-historiadora, el presente era el resultado trágico, una degradación devenida a partir de un punto de partida idealizado, un momento de plenitud que constituía, por ello mismo, un horizonte hacía el que la acción debía estar dirigida. El Tiempo no era más que la abstracción de un ciclo eterno, la secuencia que describía el devenir y retorno, a partir de una inflexión, al lugar de partida.


Fue el judaísmo, por medio de su variante cristiana, la religión que impuso una noción aberrante, con la que aquella concepción del tiempo como una secuencia de ciclos, retorno y variación, fue olvidada, sustituida; encubierta. El presente dejó de estar fundado, orientado, visto e interpretado a partir de un momento pasado, para enfocarse hacia un futuro prometido (bien fuera el Reino de Dios, la venida de un Mesías, la realización del Espíritu, la sociedad justa...). El tiempo dejó de ser considerado como una serie de acontecimientos que se repiten y comenzó a pensarse como horizonte histórico en el que habría de materializarse dicha promesa, en un futuro, distinto, no idéntico, con el pasado. Occidente no es más que una civilización de historiadores empecinados en interpretar, hallar el sentido oculto de la historia, para marcar el camino correcto hacia esa promesa; a ello se vincula nuestra noción de “progreso” y nuestra concepción del tiempo como una sucesión lineal de hechos relacionados de manera causal.


Toda esta historia se enreda, tiene sus vicisitudes, pero no quiero dormir a nadie. El resultado de ella es que, pese a la evidencia de que no sólo los fenómenos naturales tienen sus ciclos, nos resulta difícil pensar nuestras vidas de forma cíclica. Esa idea siniestra de repetirnos, constantemente, a nosotros mismos, de vivir, una y otra vez, el mismo momento, nos resulta aterradora, precisamente, porque la facticidad de lo que se nos presenta nos resulta contraintuitiva, cocha frontalmente con nuestra representación de lo que somos (conciencias independientes y completamente dueñas de sus actos). Pero el hecho es que nos repetimos día tras día a nosotros mimos, con variaciones que, más o menos, están en nuestra mano. Hay quienes se repiten sin más. Nuestras vidas están orquestadas de forma cíclica, anudadas según rituales, fundamentalmente, ligados a cambios estacionales. Repartimos amor y fraternidad con el solsticio de invierno y volvemos a enfrentarnos con los mimos rostros, a sentir los mimos olores, a comer los mismos platos... realizamos una y otra vez los mismos rituales, vinculados, del mismo modo, al equinoccio de primavera o al solsticio de verano. Un día de nuestras vidas podría condensar un año o una vida en sí misma; esto lo supo ver de forma soberbia Virginia Wolf.


Ésta es la lectura que de Nietzsche hizo uno de los tipos más lúcidos que han pasado a la historia del pensamiento del siglo XX. Me refiero a Bataille, que llevó a cabo una lectura antropológica de la oposición que hizo valer el filólogo alemán para confeccionar su tesis sobre la tragedia griega y que sería la base fundamental de toda su filosofía posterior. En El origen de la Tragedia griega, Nietzsche ofrece una visión del mundo griego, para la época en que fue escrito (si no recuerdo mal, lo años setenta del siglo XIX), descabellada: aquella Grecia esplendorosa de Pericles que comenzamos a representarnos en los siglos XV y XVI, con su canon de belleza, sus antiguas escuelas de filosofía y la blancura de sus esculturas y arquitectura... era una tergiversación de lo que fue el mundo clásico. Nietzsche ofrece una visión radicalmente distinta: la Grecia de los rituales dionisiacos, la de los autores trágicos, la de los filósofos oscuros, la que decoraba con colores vivos sus edificios y obras de arte. Su tesis central, a grandes rasgos, consistía en que Grecia no podía ser identificada con el espíritu apolíneo, basado en el orden y la forma, pero tampoco, exclusivamente, con el espíritu dionisiaco, que pretendía la ruptura con el estado de cosas apolíneo. En este sentido, la apertura sensorial con que el griego acudía a ver representar y vivir la catarsis de la obra trágica no era contradictoria con el canon de belleza que nos había llegado ni con el orden geométrico que sus obras de arte nos trasmitían. Ambos espíritus constituían la doble cara de un pueblo y la Tragedia cristalizaba esa tensión; un equilibrio perdido de una humanidad por la que Nietzsche siempre sentirá cierta nostalgia.


Este análisis fue extrapolado por Bataille para elaborar lo que sería una visión antropológica de nuestra especie, una serie de rasgos estructurales que, con variables, establecían una función que se repetía en cualquier manifestación cultural de nuestra especie. La oposición, en este caso, está fijada con los conceptos de “derroche” y “ahorro” y la idea es una interpretación de la idea nietzscheana de la que parte: en cualquier sociedad existe un ciclo de ahorro y posterior derroche, ya sea de bienes, de pulsiones... De esta forma, la función que los periodos festivos cumplen dentro del sistema cultural no es más que la de derroche de unos vienes acaparados, descarga de determinadas pulsiones que han sido contenidas, ahorradas, según el ciclo mesura-exceso, orden-desconcierto, ahorro-derroche: Apolo-Dionisos. Por esta razón, aquello que caracteriza a todos los periodos de fiesta, fueran cuales fueran, es la ruptura con el orden de cosas previo, la suspensión de los límites.


Tras unos meses recogiendo la cosecha y proveyéndonos para el invierno, antes, nos debemos un exceso... hasta la próxima primavera, claro.



[Disculpar por la perorata.]



*****


El peso más grande


¿Qué ocurriría si, un día o una noche, un demonio se deslizara furtivamente en la más solitaria de tus soledades y te dijese: Esta vida, como tú ahora la vives y la has vivido, deberás vivirla aún otra vez e innumerables veces, y no habrá en ella nunca nada nuevo, sino que cada dolor y cada placer, y cada pensamiento y cada suspiro, y cada cosa indeciblemente pequeña y grande de tu vida deberá retornar a ti, y todas en la misma secuencia y sucesión -y así también esta araña y esta luz de luna entre las ramas y así también este instante y yo mismo-. ¡La eterna clepsidra de la existencia se invierte siempre de nuevo y tú con ella, granito del polvo!? ¿No te arrojarías al suelo, rechinando los dientes y maldiciendo al demonio que te ha hablado de esta forma? ¿O quizás has vivido una vez un instante infinito, en que tu respuesta habría sido la siguiente: Tú eres un dios y jamás oí nada más divino? Si ese pensamiento se apoderase de ti, te haría experimentar, tal como eres ahora, una transformación y tal vez te trituraría; ¡la pregunta sobre cualquier cosa: “¿Quieres esto otra vez e innumerables veces más? pesaría sobre tu obrar como el peso más grande! O también, ¿cuánto deberías amarte a ti mismo y a la vida para no desear ya otra cosa que ésta última, eterna sanción, este sello? (Friedrich Nietzsche, La Gaya Ciencia, 341).


Al contrario que la algarabía de filosofías orientales que se nos ofertan de saldo, el tono sacerdotal, condescendiente y carente de tensión sanguínea de la moda New Age o los eclécticos e inefables manuales de autoayuda, Nietzsche, Friedrich Nietzsche, el más desenfadado de los trágicos, el más plañidero de todos los optimistas y el más temperamental de los hombres mansos, marca el camino de una renovada actitud vital que nada sabe de doctrinas de mercadillo o sonrisa por estandarte, ni menos aún de vidas sin pasado o de pasados enclaustrados en vitrina, con calzador.


El Tiempo, su tiempo y nuestro tiempo, ha de ser el fantasma que aliente nuestra conciencia de lo que ha-sido y ahora-es, como imagen mental, producto de nuestra memoria. Sin origen ni brújula, el viaje trueca en camino.


El enigma está servido.


Su contingencia, su precariedad formal o maleabilidad como condición de ser-imagen-de-lo-que-ha-sido-y-ya-no-es, sólo puede ser tratada de superar en su afirmación y en el deseo de ser esto-presente y no otra-cosa. Cualquier valor de ser, adquiere su eternidad en la autoafirmación de quienes quieren esto otra vez e innumerables veces; en esto consiste el vitalismo.


Todo lo demás es una neurosis. (¿Me estoy repitiendo?)


¿Quiere esto decir que la Historia, la memoria, nunca podrá ser maestra de la vida, que, por muchos esfuerzos que empeñemos, nunca, de modo alguno, podremos dejar de repetirnos a nosotros mismos?


Bonita pregunta, pero aquí, este demonio que en la más solitaria de mis soledades me conmina a vivir mi vida aún otra vez e innumerables veces no me pregunta sobre mi futuro, sino sobre mi pasado, o lo que podría ser mi pasado; sobre la genealogía de lo que ahora-es. Ya he hablado de todo esto: sólo la voluntad, ante la contingencia de lo afirmado, puede preñar de valor la decisión que carece de criterios para sí misma; sólo una vida o un acontecimiento que pueda regirse bajo este principio merece la pena vivirla o realizarlo una e innumerables veces.


Non, rien de rien

Non, je ne regrette rien.


(... ¡ojo! Ninguna interpretación de una partitura es igual a sí misma.)


viernes, 11 de diciembre de 2009

Spleen


Este término francés fue popularizado por Charles Baudelaire en su poemario, tras encabezar con él una serie de poemas, cuyo rasgo común era cierto estado de melancolía similar a la nausea sartreana o a la clásica angustia vital que enarboló como estandarte el existencialismo. Siempre hay alguien que encuentra un nombre para lo que es inconmensurable y no puede ser dicho. [ ] Su característica principal, aquello que lo distingue de cualquier otro estado de melancolía común o saudade es, precisamente, la falta de objeto, el elemento detonante que lo ha preceder en un esquema de relación causal. Se trata de un complejo estado de conciencia inmerso en un cruce de caminos entre la tristeza, la apatía, el miedo y la absoluta y desconcertante sobriedad; una claridad insoportable; cierta conciencia de vacío acompañada de una elaborada reflexión en torno a la experiencia misma y vinculada, a su vez, a esa experiencia interior que es nuestra vida emocional y que, de ninguna manera, podrá alcanzar la expresión.


[En ese sentido, todos, estamos solos.]


Me hallaba en un estado similar al descrito, o subsumido, para que alguien me comprenda, bajo el concepto, y frente a la pantalla del ordenador; buscaba un “excusa”, porque tomar la palabra consiste en ello, para comenzar a escribir, pero no había manera.


[Ser es la excusa que nos damos para existir.]


Hay días en que no hay manera, entre galeradas, artículos sobre mantenimiento industrial o contactología; folletos publicitarios y banners; solapas de libros que no he leído –o a penas he ojeado por encima- o revisión de sus fichas... Después de esto, sucede, al final del día, que ya no te quedan palabras o que éstas pierden su vida, su poder de seducción, su capacidad para impresionar o llamar tu atención; se nos muestran como objetos de un mundo que no nos pertenece, en el que el lenguaje no es más que un desván impensable en el que nos es imposible ordenar los trastos.


[El centro de gravedad del Universo es el punto de partida para su cartografía; extraviado, astros y constelaciones zozobran sin gravedad.]


En ese momento, sólo quedan las imágenes, los gestos -los de verdad-, las miradas... sólo eso, parece, nos devuelve a la vida; nos recuerda que estamos vivos. No se trata de ninguna experiencia espiritual en la que nuestra mente se distancia del cuerpo; más bien es nuestro cuerpo lo que se piensa a sí mismo y nos contemplamos, a nosotros, como cosas en sí mismas. Probablemente, ese malestar se deba a la falta de hábito de algo que no es nuevo, en el fondo.


[Comenzamos a ser algo en el preciso instante en que dejamos de estar frente a nosotros.]


Eso hacía, recordar, mirando estas viejas fotografías, las que siempre guardo envueltas en un plástico transparente y tan viejo como el papel de las imágenes, como las imágenes mismas... Soy yo, no me parezco en nada, pero soy yo; sólo un par de muecas, muy mías, me delatan. No hay duda: fui yo. Miraba esa imagen y sabía que no sería capaz, hoy, de escribir nada. Volvía a mirarla y alguna sinapsis incontrolada, clandestina, traía a mi mente un poema –no acostumbro a consumir versos- de alguien por quien proceso una gran simpatía.




***


Pues eso, cuando nada hay

que decir,

lo pertinente será callar...

dejar espacio al poeta.


**

El niño yuntero

Carne de yugo, ha nacido
más humillado que bello,
con el cuello perseguido
por el yugo para el cuello.

Nace, como la herramienta,
a los golpes destinado,
de una tierra descontenta
y un insatisfecho arado.

Entre estiércol puro y vivo
de vacas, trae a la vida
un alma color de olivo
vieja ya y encallecida.

Empieza a vivir, y empieza
a morir de punta a punta
levantando la corteza
de su madre con la yunta.

Empieza a sentir, y siente
la vida como una guerra
y a dar fatigosamente
en los huesos de la tierra.

Contar sus años no sabe,
y ya sabe que el sudor
es una corona grave
de sal para el labrador.

Trabaja, y mientras trabaja
masculinamente serio,
se unge de lluvia y se alhaja
de carne de cementerio.

A fuerza de golpes, fuerte,
y a fuerza de sol, bruñido,
con una ambición de muerte
despedaza un pan reñido.

Cada nuevo día es
más raíz, menos criatura,
que escucha bajo sus pies
la voz de la sepultura.

Y como raíz se hunde
en la tierra lentamente
para que la tierra inunde
de paz y panes su frente.

Me duele este niño hambriento
como una grandiosa espina,
y su vivir ceniciento
resuelve mi alma de encina.

Lo veo arar los rastrojos,
y devorar un mendrugo,
y declarar con los ojos
que por qué es carne de yugo.

Me da su arado en el pecho,
y su vida en la garganta,
y sufro viendo el barbecho
tan grande bajo su planta.

¿Quién salvará a este chiquillo
menor que un grano de avena?
¿De dónde saldrá el martillo
verdugo de esta cadena?

Que salga del corazón
de los hombres jornaleros,
que antes de ser hombres son
y han sido niños yunteros.


[Miguel Hernández, Viento del pueblo (1936-1937)]


viernes, 4 de diciembre de 2009

En silencio


Hoy daba vueltas en torno a este concepto; mejor dicho, en torno a la fuerza significativa del silencio. Recorría este camino tantas veces frecuentado, giraba en falso, me extraviaba o entraba en callejones sin salida: una manera como cualquier otra de salir a pasear.


Resulta complicado recorrer un tren con el mismo tren que has de recorrer.


Vuelta a empezar.


En todo este galimatías hay una cuestión que siempre me resulta, de alguna manera, “significativa”, de la que siempre parto, precisamente porque marca un hiato, un silencio, y suele ser omitida o pasada por alto: por lo general, nuestra concepción natural, intuitiva, sobre la significación, la comunicación y el lenguaje nada tiene que ver con su funcionamiento real. Tratando, estéril, de tantear una teoría o dar con una explicación, me decía a mí mismo que no debía extrañarme de esa manera, ya que el lenguaje es la base de todo lo demás, de todo aquello que concierne a nuestra condición; una condición, como siempre digo, manufacturada, cuya enhiesta estructura es tan alta y compleja como débiles sus cimientos y vigas.


Un castillo de naipes, dentro de una vitrina, en medio de un huracán. Ésta es nuestra condición.


Hoy estoy espeso, echemos mano al libro...


¿Qué es entonces la verdad? Una hueste en movimiento de metáforas, metonimias, antropomorfismos, en resumidas cuentas, una suma de relaciones humanas que han sido realzadas, extrapoladas y adornadas poética y retóricamente y que, después de un prolongado uso, un pueblo considera firmes, canónicas y vinculantes; las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son; metáforas que se han vuelto gastadas y sin fuerza sensible, monedas que han perdido su troquelado y no son ahora ya consideradas como monedas, sino como metal. (F. Nietzsche, Sobre verdad y mentira en sentido extramoral.)


De igual modo que se nos hace imposible poder desentrañar los mecanismos del sueño mientras dormimos, todo lo que concierne a nuestra vida en común está entrelazado, conformado y dirigido por el lenguaje, es lenguaje; en palabras de Heidegger, “nuestra morada”. A simple vista bastaría con salir al exterior, posicionarse en un lugar cuya perspectiva nos ofrezca una panorámica de la casa y... Voilà, ya tenemos las respuesta que cientos de tipos aburridos y con mucho tiempo libre llevan buscando desde hace ya más de dos mil seiscientos años: hemos contemplado el ser, podemos dar respuesta a la pregunta fundamental con la que, una vez resuelta, tendremos el secreto del Bien y del Mal, la fórmula imposible de la felicidad y toda nuestra vida humana cobrará sentido en cuestión de segundos mecidos en esta epifanía. ¿Qué es ser? (¡ups!) Sólo que hay un problema; fuera, ahí fuera, apenas podemos soportar unos instantes, y no sólo por el desarraigo y la soledad que su vacío, la intemperie, amigablemente nos proporciona, sino, porque ahí fuera, todo está oscuro; sólo dentro de nuestra morada podemos mantener las ascuas vivas que iluminan esta estancia, entrar en calor: delimitar los contornos, distinguir las figuras, concretar los detalles de lo que se nos ofrece... fuera de ella, nuestra percepción, la reflexión, todo nuestro instrumental de aprehensión sencillamente no es, queda clausurado; razón por la cual, dicha experiencia ni tan siquiera conforma una experiencia, puesto que, para comunicarla, requerimos del lenguaje y nos alejamos, años luz, de ella. Si tuviera que expresarla, de alguna manera, su grafía sería ésta: des-estar/des-apercibirnos.


No hay manera, apenas nos queda encogernos de hombros y permanecer en silencio.


En torno al silencio, aparte de la paja mental que me acabo de hacer en público, observo una paradoja: sucede que aquello que quisiéramos decir, esto que más ansiamos poder expresar, no puede ser dicho, momento en que el silencio nos induce al desasosiego; por contra, en algunos casos, precisamente en aquellos en que preferimos permanecer callados, por las razones que sea, eso que tratamos de ocultar es dicho por el silencio. En el primer caso, el silencio es signo de una carencia o de una imposibilidad, en el segundo, el silencio es signo lingüístico, gesto cargado de significación, de lo que nuestras palabras, en el caso de ser dichas, sólo tratarían de enmascarar y, por ello mismo, callamos; lo cual revela sin tapujos la naturaleza del signo lingüístico y el juego de contrapesos que se ponen en marcha cada día, cuando salimos del sueño para vivir somnolientos, entre tanteos y juegos de poder: juegos de palabras.


Hay silencios muy elocuentes.


Pensaba en todo esto desde un principio, confieso, con una imagen cinematográfica en mente y recordaba la relación de los dos personajes que la protagonizan, marcada por el silencio. El film se titula El tercer hombre, está dirigido por Carol Reed, con guión de Graham Greene, y la escena en cuestión está interpretada por Joseph Cotten y Alida Valli; él representa a un escritor americano al que no se le ocurre otra cosa que acudir a una ciudad europea, Viena, tras la segunda gran guerra, en busca de trabajo; ella encarna a la antigua amante de un amigo de él, precisamente el mismo que lo animó a presentarse en Viena con la promesa de un trabajo. Él no es más que un escritor de novelas baratas –así es como él mismo se describe- que, cuando llega a la ciudad, se encuentra con que su amigo ha muerto... El hecho es que, en determinado momento, él comienza a sospechar que su amigo ha podido ser asesinado y, presto, como los personajes de sus novelas, a descubrir al asesino, entabla amistad con la que fue su amante. Como dos y dos son cuatro, las protagonistas de aquellas películas solían ser muy bellas y los hombres cuando estamos solos en una ciudad, borrachos, desesperados y enfurecidos somos capaces de todo, hasta de enamorarnos, sucede lo previsible. En este contexto que, espero, para quienes han tenido la paciencia de leer hasta este punto, no os haya aburrido demasiado, transcurre la escena: nuestro don Juan, al que le ha picoteado un dedo un loro y ha engarzado con la borrachera del día anterior una nueva borrachera con todo el dinero que le quedaba, acude al apartamento de ella para despedirse... en cierto momento él se insinúa a la chica, bueno, miento, directamente le revela que está enamorado de ella –lo sabe- y ésta permanece en silencio. La frase es de él: Hay silencios muy elocuentes.


Esta escena nos traslada, a través del silencio, a la última escena del film. Los protagonistas se encuentran en el segundo entierro que presencian en una semana del mismo hombre; esta vez el hombre sí es el amante de ella y, esta vez, a ambos, los separa un abismo en el mismo encuadre. Frente a frente, no hay manera de romper esa distancia. En la siguiente secuencia, en una avenida arbolada que se pierde allí, donde el punto de fuga, él decide bajar de un automóvil para esperarla a ella, que se acerca andando, lentamente, pero con paso decidido, hacia la cámara; él está en primer plano, si no recuerdo mal –describo de memoria-, a la izquierda del encuadre, apoyado en un automóvil. Cuando ella alcanza su altura, gira a la derecha, tomando una curva imaginaria, y sale del plano.





Hay silencios que acogen una mayor densidad semántica que cualquier desfile de palabras.


(Por cierto, el primer silencio se debe a que ella no había olvidado todavía a su amigo; el segundo a que él, llegados a cierto momento, y por razones ajenas a ambos, lo había matado...)