lunes, 17 de enero de 2011

Contorsión

Si me viera contra las cuerdas, en la obligación de fechar o señalar un acontecimiento para el inicio de la Edad Moderna –en verdad, no creo aconsejable este ejercicio- se me ocurre que el 14 de enero, miércoles, si es que no me equivoco, de 1506 (estaba nublado, necesariamente, pero no hacía demasiado frío) es una fecha oportuna.


(Se me ocurren otras fechas, como por ejemplo la fecha de la impresión de El Quijote, pero ésta puede valer.)



Ese día fue desenterrada en una de las viñas que se extendían por lo que hoy es la ciudad de Roma lo que parecía o resultó ser “la obra de arte más grande de todos los tiempos creada a partir de una sola pieza de mármol”, según describe Plinio el Viejo El Laooconte en su Historia Natural.



Esta escultura, junto a las circunstancias, irrumpe en el panorama de la época dando lugar a una contorsión, a una vuelta de tuerca en el “(in)tranquilo” discurrir de los acontecimientos que, inevitablemente, estaban modificando el mundo en general y las cosas en particular, la mirada de los hombres que las pretendían, ahora mirada, y las instituciones que regían esos dominios.


Un nuevo elemento en discordia parece entrometerse en los inicios de la ya “clásica” querella que nosotros traducimos en los términos de clasicistas contra modernos, aunque, por aquel entonces, esta oposición hacía referencia a una disputa metodológica surgida un siglo antes al llevar a cabo la imitatio entre los humanistas partidarios de seguir el modelo ciceroniano y los defensores de practicar un estilo ecléctico. Todos eran modernos, en el sentido de que todos concebían la Edad Media como un periodo de oscuridad y la Época Clásica como un momento de esplendor perdido. De ahí la vieja metáfora que nos describía como “enanos a hombros de gigantes”, sólo que estos últimos, de esta manera, estaban más seguros de lograr ver más allá.


En cierto modo, los anticiceronianos, sin perder de vista toda la cultura clásica que tanto les había vuelto a abrir al mundo, comienzan a desmitificar a los clásicos, en un principio según cuestiones de carácter filológico, pero que más tarde repercuten en otros ámbitos (principalmente desde un punto de vista ético y por lo que respecta al conocimiento). Tan sólo quedaba una de las esferas, aunque, para algunas cuestiones, quizá la más importante: aquel mundo clásico, apolíneo (como lo escribirá Nietzsche más tarde), geométrico y mesurado se hace añicos frente al El Laooconte, donde la expresividad, el detalle llevado hasta el rizo, contorsiona y hace evidente el otro polo de la cultura griega: el mundo dionisiaco.


Cuando el cándido de Winkelmann describe la escultura como ejemplo del equilibrio y control de la pasiones que caracteriza la cultura clásica sólo ve lo que quiere ver. Lessing fue más lúcido: tras observar El Laooconte llegamos a la conclusión de que los clásicos no pueden ser el refugio al que huir del horror del mundo ni de la melancolía que comienza a invadir la época.


Recientemente ha sido presentado un estudio que pone bajo sospecha que la escultura que hoy conocemos con el nombre de El Laooconte pertenezca al mundo clásico y atribuyen su autoría, y el engaño, al propio Miguel Ángel. Fuera como fuera, su datación ha sido, desde que fue desenterrada e hiciera tambalearse la imagen de armonía y contención que el humanismo había creado en torno a los clásicos, problemática por ello mismo: pues esta escultura podría adecuarse al estilo del periodo helénico, ya tardío, pero la tradición que nos había hablado de ella hasta su “descubrimiento” solía datarla mucho antes. Lo que sí es evidente (sea un engaño y su factoría moderna o sea clásica) es el espíritu de la época que desenterró e interpretó El Laooconte de determinada manera.



Desde entonces, la Edad Moderna, pese a los múltiples intentos que, como proyectos, han intentado “ocultar” la contorsión y la tensión, está plagada de representaciones barrocas, quebradas y monstruosas, donde el mundo se presenta como un lugar inhóspito y los pliegues del hombre como un límite para la razón.



Y aquí tenemos la clave de todo este batiburrillo de conceptos enfrentados; en este punto exacto de la modernidad surge la respuesta ilustrada: en el periodo en que el clasicismo está perdiendo la querella que los enfrentaba ya hace un siglo (que todavía continúa, a decir verdad) el mundo clásico comienza a dar signos de debilidad ante quienes lo habían mitificado y el mundo en general, y no sólo la época en particular, comienza a mostrar ese rostro infinito y temporal, monstruoso a veces, incompresible la mayoría, apasionado y desapasionado, peligroso y placentero: precario e incierto.



Mirad la contorsión, no perdáis detalle de cómo se pliegan, extienden o doblegan los miembros, los rostros, las miradas. A veces descubrimos ironía, en otras ocasiones languidez y en más de una conmoción. Son las mismas escenas, los mismos ojos, que recorren pinturas o grabados, retratos, fotogramas de guerra... No, no es geometría, es la tensión que responde a la quiebra, a la pérdida petrificada, y ese dolor marmóreo es el de quien ha de recomenzar, de quien advierte y amenaza con ademanes que tras esta contorsión tiene ganado de sobra el derecho a ser sujeto de la historia.



Qué importa el nombre, es su furia lo que os ha de alarmar.


miércoles, 12 de enero de 2011

Insubordinación


Detengo entre mis manos la última reimpresión de Paidós de La promesa de la política de Hannah Arendt. Observo el diseño de la cubierta, sobrio, gris, enmarcando una fotografía en blanco y negro y en primer plano de la pensadora alemana, ya anciana, recostada, al parecer, en lo que se adivina un sofá, mirando a la cámara con un gesto inescrutable, en el que presumo cierto sarcasmo y algo de melancolía, conjugados con esa actitud de firmeza que mantienen quienes están convencidos de que sus palabras guardan la fuerza necesaria con que la historia habrá de hacerlas persuasivas, mientras sostiene un cigarrillo entre los dedos. Una imagen que, en otro tiempo, pudo estar preñada de glamour, pero que, a día de hoy, no puede ser otra cosa que subversiva.


El texto es una vuelta de tuerca más a su concepto de lo político: una desmitificación del pensamiento occidental y una revisión de todas aquellas actitudes y categorías que, de alguna manera, han logrado anular la capacidad de transformación que todo individuo, por pertenecer a la condición humana, alberga en derecho y posibilidad.


Arendt, mujer lúcida donde las haya, nada maniquea, poco fanática y profundamente conocedora de la condición humana, vertebra, esta vez, su reflexión, en torno a un interrogante clásico: la paradoja actual de que el individuo occidental, obligado a vivir en comunidad, en la polis, “puede vivir al margen de la política”.


No es un hecho nuevo. Bien mirado, es evidente que en los estados occidentales, “democráticos”, la relación entre la ciudadanía y sus instituciones no es, de modo alguno, representativa, sino delegativa, concesionaria (es cada cuatro años cuando renovamos dicha concesión por la cual, de forma voluntaria, “delegamos” nuestro poder de transformación, nuestra capacidad de acción, negando una parte de nuestra condición: la política).


El origen de este “desprendimiento”, de esta tradición que sella nuestra obediencia en detrimento de nuestra capacidad de acción, hunde sus raíces, como ya me habéis escuchado más de un vez –o como se puede observar a lo largo de toda la obra de Arendt-, en el mundo clásico y en la episteme occidental. No vamos a extendernos, a quien le interese que lea otras entradas mías o, mejor, el pensamiento de esta autora (aquí no hay libros sagrados, no estoy del todo de acuerdo con algunas de las conclusiones de Arendt, pero, a grandes rasgos, la desmitificación, la genealogía de esos mitos y costumbres y su imbricación con ciertas tendencias cognoscitivas, hacen de su obra un aparato crítico fundamental para nuestra época).


La anulación de lo político ha dado como resultado este enquistamiento en que se hallan hoy en día las democracias occidentales, que han posibilitado los últimos acontecimientos y que se muestran incapaces ante ellos. Las razones por las que la cuestión en torno a la conveniencia o no de un sistema concreto, y las formas de vida inherentes al mismo, que en ciento cincuenta años no ha hecho más que mostrar sus taras, alcanzando un grado de deshumanización de la vida del hombre nunca hasta entes visto, ha sido desplazada por el debate, que no es más que una cortina de humo, sobre quién ha de gestionar “en nuestro lugar” el presente o a quién otorgamos la concesión de “producir” el futuro incierto que nos espera, podemos hallarlas en la ausencia absoluta en nuestros días de un espacio político que posibilite la acción y la falta de costumbre, consecuente con esa ausencia, por alcanzar una comprensión de los hechos que han de determinar esta acción sobre la que, no sabemos, los individuos de a pie somos sus legítimos custodios.


Lo político, como bien sabía Platón, nada tiene que ver con las instituciones y con el entramado de relaciones verticales que sirven de estructura a nuestras sociedades. Tampoco tiene que ver con la adhesión sin reservas a una u otra ideología, pues no hay acción más esencialmente política que la del disidente: la del crítico. Lo político no es, pues, la consecución de un programa o de una idea; lo político es un “acontecimiento” que se da en las relaciones humanas cuando son eso mismo: humanas, y, por esta razón, plurales, temporales, finitas, sujetas a la variación y muy, muy, sensibles con el presente que las auspicia (el amor y la amistad son la máxima expresión de la acción política). Es la ausencia, precisamente, de espacios políticos lo que ha dado lugar a nuestras sociedades actuales: en las cuales, los sujetos, la ciudadanía, ceden su capacidad de sublevación, su derecho a decir no con voz alta y clara, para establecer una relación de dependencia con la clase dirigente que, a su vez, mercadea guiada por la ley de la probabilidad con las acciones concretas mediante las cuales el sistema que los ampara y legitima a día de hoy trata de realizarse y repararse para dicha realización, y cuyo fin nada tiene que ver con la humanidad, sino con la ley de la inercia.


La situación actual no es un desmentido, todo lo contrario, constata esta realidad. El sentimiento a pie de calle es el de quien oscila entre la impotencia y la parálisis; impotencia cuando adquiere conciencia de que no halla medios a su mano para llevar a cabo una acción unitaria en el sujeto mediante la cual dar un vuelco a la situación, tomar las riendas y cuidar por sí mismo los acontecimientos que determinan su propia vida; y parálisis en tanto que asume la costumbre de “delegar” dicha acción en una clase política, en unas instituciones sobre las cuales recae la obligación de emprender dichas acciones. En otras palabras, el debate actual (qué medidas tomar y quiénes han de tomarlas) ejemplifica la ausencia de espacio político, la costumbre de ceder nuestra capacidad de acción para que sea una élite quien la gestione, a la vez que oculta y nos cierra a la comprensión de los acontecimientos: el hecho innegable de que el sistema de mercado es inhumano y de que no hay razón alguna para mantenerlo; que nuestra época precisa tomar las riendas de los acontecimientos, transformar el estado de cosas abriendo un nuevo espacio para la acción a partir de la interacción de todos los sujetos volitivos que forman parte de la ciudadanía y cuyas acciones ordinarias han de repercutir, sin dilación, en la forma que adquieran estos acontecimientos.


Mientras unos y otros juegan a ponerse la zancadilla, mientras la soberanía de algunos estados es puesta en entredicho -forzados a emprender nuevos e inhumanos planes de saneamiento bajo amenaza-, mientras parte de la ciudadanía acude a las casas de apuestas a comprobar a cuánto está hoy el índice de la culpa, a pie de calle hay individuos que tratan de quitarse la vida arrojando sus cuerpos frente a los miembros de un parlamento, un jubilado deja morir a su esposa y se suicida minutos más tarde, una madre hace lo mismo con su hijo de apenas meses y se deja caer cinco pisos dirección al asfalto bien lucido gracias al Plan E, cientos de familias son desalojadas de sus casas por los mismos que se han jugado nuestras vidas en la timba del último siglo, la juventud europea sestea sin ninguna esperanza en el futuro, funcionarios y sindicatos alzan su voz sólo cuando la bronca les ha tocado a ellos, decenas de profesiones son denigradas y la compensación por nuestro trabajo, quienes lo tienen, apenas alcanza para cubrir un ritmo de vida que nosotros no hemos marcado (en algunos casos, ni tan siquiera para nuestras necesidades más básicas, aquellas ligadas a la labor y al trabajo).


Europa, sin el Sur, no puede ser Europa.


Aunque resulte contradictorio, el único espacio efectivo de acción que nos resta es la insumisión: insumisión vecinal frente a los desalojos que están llevando a cabo los bancos en connivencia con las instituciones diariamente en nuestro territorio; insumisión a la hora de acatar las leyes sin que antes sean aprobadas directamente por la ciudadanía en espacios plurales; insumisión, la más importante, cuando seamos llamados a las urnas para deslegitimar a los gobiernos que quiera que sea que resulten mediante la invalidación, por falta de participación, en todos y cada uno de los referendos que se convoquen en Europa en los próximos años.


La única forma viable a día de hoy de restituir el orden de lo político en nuestras sociedades no es otra que amputar de mala gana y sin concesiones las instituciones, la lógica y el quehacer ordinario de la tradición política que nos ha sido impuesta y a cuya merced nos encontramos, pues tarde o temprano, habilitará aparatos de poder que restrinjan este espacio de acción que es el de la no-acción, el de la insubordinación como forma pasiva de acción frente a los acontecimientos y el estado de cosas.


lunes, 3 de enero de 2011

Amanecer


Abrió lo ojos y comenzó a gatear.


En un principio todo era incierto, apenas si podía corresponder a todos los estímulos que se abrían como un relámpago a su paso; temblaba, tenía –cómo no- hambre y frío, pero como no sabía de ello ni podía saber decidió llamarlo temor.


Los primeros días pudo sortear ovillado el obstáculo de estar vivo tratando de adoptar, sin mucho éxito, por cierto, la postura que recordaba natural antes de ser arrojado al páramo por el que ahora deambula ceñido a la amarga sensación de que tras el último paso un amplio sendero anuncia el horizonte incomprensible de una vida hecha de otros pasos, unos hacia delante y otros vueltos sobre sus propias huellas, de heridas sin lamento ni consuelo, uno tras otro, sin que nadie acertara a acariciar su nuca.


Pronto comprendió que cada animal herido sólo busca lamer sus propias heridas y que hacerlo por otro en nada implica una correspondencia por la otra parte.


El estado del mundo le perfilaba algunas cuestiones, que sus sentidos acogían con euforia o tristeza sin poder adivinar la diferencia entre una u otra, mientras presumía que cualquier exaltación no era más que uno de los distintos grados con que resultaba afectado de su contorsión contra el mundo a la vez que aprendía a caminar.


A veces centraba su mirada en otra, con esperanza, pero ésta se diluía siempre pronto, dándole la espalda. Entonces extraviaba la mirada, dirigida a todas partes sin realmente mirar, cuando su voz, entresueños, clamaba un nombre, un nombre sin referente ni patria; un nombre que no habría de tornar, que quizá nunca estuvo.


Entonces supo que se encontraba solo y que los distintos rostros que creía familiares no eran más que un juego de espejos que tan pronto se quebraban y resquebrajaban, un pliegue solipsista que proyectaba con ilusión para aplacar esa sed desgarradora que no es posible calmar en el manantial insalubre en el que hasta el momento había aprendido a abrevar.


Más tarde aprendió a mirar sus pensamientos sin huir de esta realidad que nunca atendía sus ruegos, su deseo, su querer, y mirando el pensamiento de su querer tomó consciencia de que sólo había permanecido pensando en querer, pues el objeto del pensamiento de su querer había desaparecido y, una vez vacío, el pensamiento señalaba el puro querer.


Sobrecogido por esta sensación de necesidad no correspondida, desde entonces, volvió a abrir los ojos, no como al principio, sino bien abiertos, de par en par –ya sabéis…-, y a caminar erguido, tanteando a cada paso, sin esperanza por abarcar las cosas del mundo, sin apenas pretensiones,


y así fue como el Caminante aprendió a dar sus primeros pasos.


Desde entonces jamás olvida las veredas del camino, las estaciones de paso, los abrazos que quedaron, el cariño recibido y las heridas que recuerdan cada tropiezo. En ocasiones olvida extender bien los brazos y andar con tiento; por eso alguna de ellas parecen no tener cura y vuelven a suturar como el primer día. Sabe que ha de anular la voluntad de querer, pero también que con ello anticipa su propio final. Pues qué es él, sino un compendio de deseo sin el cual apenas lograría diferenciarse de con quienes “tropieza”.


Amanece


y un cielo plomizo lo inspira, junto a la brisa fresca que le acerca el deseo perdido y le abre lo incomprendido; lo traslada de la madrugada y le recorre con la yema de los dedos el cabello hasta el cuello, luego le agarra de las manos y acaricia su falange, se detiene en sus uñas, rodea esa nueva cicatriz y le interroga con la mirada acerca de ella.


Entonces tuerce el gesto y mira hacía otro lado, perdido, sin apenas encontrar donde mirar; cada una de sus lágrimas son palabras que lo dicen todo, como un lenguaje exacto y pletórico, como esa lengua que nunca debió olvidar, pero es que nunca le enseñaron.


Guarda silencio, cierra los ojos a la mañana y se dirige a gatas a su cueva. Sabe que el día está perdido, ya no sueña con mañana, sólo sueña con el sueño.