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lunes, 13 de febrero de 2012

Ἀντιγόνη


Antígona, hija y hermana de reyes, mira espantada el final del camino por el que guió los pasos, hasta su muerte, del rey que, ciego, marchó al exilio. La menor de cuatro hermanos que la antecedían en la línea sucesoria; nieta de Yocasta, su madre, desposada premonitoria y trágicamente con Edipo, su padre, Antígona es la gran heroína de la cultura occidental y su figura ejemplifica de forma embrionaria el lento nacimiento del sujeto moderno.


¿Y por qué Antígona?


Porque Antígona es el espejo donde deberían mirarse los hombres de hoy en día; porque la nuestra es una cultura erigida sobre el gesto trágico de su heroísmo; porque la suya es esta mirada que ha de guiar nuestra cultura y porque su valor para sobreponerse a lo dado ha de servir de ejemplo a todas las generaciones que, tras su llanto, han de enfrentar la vida con los ojos abiertos de par en par.


La pobreza de nuestra experiencia, diagnostica por Benjamin, y la decadencia de nuestra cultura obligan, de alguna manera, a reeditar los pasos que nos llevan a la prolífica variación temática de la escena trágica en el mundo clásico, pese a aquella estructura formal tan delimitada, para advertir que la nuestra es una cultura que tras sus aspiraciones de universalidad pretende reducir, como si de una aspiración metafísica se tratase, tal y como opera nuestra ciencia, la vida a un mínimo común denominador. Nietzsche tuvo el valor de escribir una tesis sobre este asunto, y, por cierto, casi le cuesta su carrera.


Yo no soy especialista en el mundo clásico, de hecho, en su momento, cuando tuve que estudiar a aquellos primeros filósofos de la naturaleza, nunca los tomé en serio. Más tarde, descubrí, leyendo a Nietzsche u otros pensadores del siglo xx, la gran pérdida que supone nuestro desconocimiento de los presocráticos. Y fue más tarde, también, cuando descubrí el amplio sentido de la vida que tuvieron aquellos individuos: inmersos en un mundo en transición, que ya no era su mundo, pero que tampoco, entonces, podía ser el nuestro. Me fascina esa capacidad para llevar a representación la amplitud de conflictos a los que está abocada la condición humana, y la humanidad de su mirada. Y, de todos ellos, siempre, me fascina el de Antígona; porque mi heroína escenifica como nadie el nacimiento de esta nueva episteme, tan cercana a nuestra experiencia, que al mismo tiempo no puede otra cosa que ser representada mediante estrategias o lugares comunes a una vieja forma de representar el mundo y al individuo frente al mundo; porque Antígona, a quienes ahora la leemos, nos habla de una tragedia que pasó de largo para los románticos, puesto que no supieron ver en ella más que una tensión esencialmente moderna (el del individuo enfrentado a la Ley), cuando éste es un conflicto posterior al de una subjetividad que está en camino, en proceso, de ser eso.


Y Antígona es este conflicto.


Siempre siguiendo, cómo no, el texto de Sófocles (a su lado, las obras dramáticas de Víctor Hugo pueden parecer infantiles representaciones para todos los públicos), Antígona, nuestra heroína, se halla inmersa en la querella que enfrenta a sus dos hermanos, Eteocles y Polinices, ambos herederos alternos al trono de Tebas. Porque Eteocles no cumple con esta alternancia, rompe el pacto, y Polinices, que reclama el trono, acude a Argos, una ciudad rival a Tebas, y forma un ejército para vencer al hermano y destronarlo. Tal y como estaba predicho, ambos mueren enfrentados en la batalla, por lo que su tío, Creonte, asume el trono y decreta que Polinices, acusado de traición por encabezar a una ejército enemigo contra la ciudad, sea privado del derecho (y la exigencia divina) a ser enterrado con honores fúnebres, arrojando su cuerpo fuera de las murallas de la ciudad, expuesto a la intemperie.


antígona. Y, ¿cómo no, pues? ¿No ha juzgado Creonte digno de honores sepulcrales a uno de nuestros hermanos, y al otro tiene en cambio deshonrado? Es lo que dicen: a Etéocles le ha parecido justo tributarle las justas, acostumbradas honras, y le ha hecho enterrar de forma que en honor le reciban los muertos, bajo tierra. El pobre cadáver de Polinices, en cambio, dicen que un edicto dio a los ciudadanos prohibiendo que alguien le dé sepultura, que alguien le llore, incluso. Dejarle allí, sin duelo, insepulto, dulce tesoro a merced de las aves que busquen donde cebarse. Y esto es, dicen, lo que el buen Creonte tiene decretado, también para ti y para mí, sí, también para mí; y que viene hacia aquí, para anunciarlo con toda claridad a los que no lo saben, todavía, que no es asunto de poca monta ni puede así considerarse, sino que el que transgreda alguna de estas órdenes será reo de muerte, públicamente lapidado en la ciudad. Estos son los términos de la cuestión: ya no te queda sino mostrar si haces honor a tu linaje o si eres indigna de tus ilustres antepasados.


Ésta es la tensión a la que se enfrenta Antígona, según interpretaban los románticos: Antígona, como si ya representara una subjetividad moderna, no puede faltar al amor que procesa a su hermano y a su familia, pese a que la Ley la obliga a ello. Éste es el agón (γών) del sujeto moderno, uno de los primeros en formalizarlo fue Pascal con aquel aforismo (“El corazón tiene razones que la razón ignora”), pero no olvidemos que éste fue el argumento que usó también Lutero cuando se negó, frente a la máxima autoridad eclesiástica y civil, a retractarse de sus doctrinas (argumentó que era en razón a su conciencia por lo que no podía renunciar a sus palabras y los actos que las habían acompañado).


Pero, de forma previa a este conflicto, nos hallamos en un cruce de caminos sin retorno; porque para enfrentarse a ello, Antígona ha de saber y haber mirado en su interior para advertir que no es ninguna ley “externa” la que la impele a desobedecer la ley. Y para expresar con palabras esta otra tensión anterior, para decir lo que, a falta de palabras, en ese momento, no podía ser dicho, ha de recurrir al lenguaje con el que, antes del sujeto moderno, el sujeto clásico expresaba una subjetividad que no era tal, pero que, con la voz de Antígona, ya apunta a una subjetividad emergente.


creonte. Y, así y todo, ¿te atreviste a pasar por encima de la ley?

antígona. No era Zeus quien me la había decretado, ni Dike, compañera de los dioses subterráneos, perfiló nunca entre los hombres leyes de este tipo. Y no creía yo que tus decretos tuvieran tanta fuerza como para permitir que solo un hombre pueda saltar por encima de las leyes no escritas, inmutables, de los dioses: su vigencia no es de hoy ni de ayer, sino de siempre, y nadie sabe cuándo fue que aparecieron. No iba yo a atraerme el castigo de los dioses por temor a lo que pudiera pensar alguien: ya veía, ya, mi muerte –y ¿cómo no?—, aunque tú no hubieses decretado nada; y, si muero antes de tiempo, yo digo que es ganancia: quien, como yo, entre tantos males vive, ¿no sale acaso ganando con su muerte? Y así, no es, no desgracia, para mí, tener este destino; y en cambio, si el cadáver de un hijo de mi madre estuviera insepulto y yo lo aguantara, entonces, eso sí me sería doloroso; lo otro, en cambio, no me es doloroso: puede que a ti te parezca que obré como una loca, pero, poco mas o menos, es a un loco a quien doy cuenta de mi locura.


El sujeto clásico solía atribuir lo que nosotros consideramos afecciones del espíritu a demonios o espíritus externos, que habían, de algún modo, intervenido en su psique o entrado, sin consentimiento, en su cuerpo; gran parte de lo que nosotros consideramos pasiones humanas, de forma inmanente, eran, casi, privativas de las historias que narraban los mitos acerca de la vida de los dioses (en la mayoría de casos con una función moral). Y por esta razón, interpreto, Antígona, justifica su desobediencia en orden a la ley divina que, como tal, habría de imponerse al designio humano, al decreto de Creonte. Observamos una subjetividad emergente que carece de aparato lingüístico, del orden de un juego de lenguaje que designe aquello por lo que realmente, parece, justifica su negativa a obedecer la ley. Son los dioses quienes ordenan dar digna sepultura a los familiares, quizá porque sólo los dioses parecen sin grandes consecuencias ciertas pasiones según la cuales pueden obrar a su libre albedrío y son principio y guardianes del orden que todo lo rige. En otras palabras: existe una extrapolación. Antígona siente como sienten los dioses y es en razón a esa ley divina por la que ella proclama su derecho a desobedecer lo que, de ninguna manera, puede obedecer.


antígona. ¿Qué esperas, pues? A mí, tus palabras ni me placen ni podrían nunca llegar a complacerme; y las mías también a ti te son desagradables. De todos modos, ¿cómo podía alcanzar más gloriosa gloria que enterrando a mi hermano? Todos éstos, te dirían que mi acción les agrada, si el miedo no les tuviera cerrada la boca; pero la tiranía tiene, entre otras muchas ventajas, la de poder hacer y decir lo que le venga en gana.

[…]

antígona. ¡Ay tumba! ¡Ay, lecho nupcial! ¡Ay, subterránea morada que siempre más ha de guardarme! Hacia ti van mis pasos para encontrar a los míos. De ellos, cuantioso número ha acogido ya Perséfona, todos de miserable muerte muertos: de ellas, la mía es la ultima y la más miserable; también yo voy allí abajo, antes de que se cumpla la vida que el destino me había concedido; con todo, me alimento en la esperanza, al ir, de que me quiera mi padre cuando llegue; sea bien recibida por ti, madre, y tú me aceptes, hermano querido. Pues vuestros cadáveres, yo con mi mano los lave, yo los arreglé y sobre vuestras tumbas hice libaciones. En cuanto a ti, Polinices, por observar el respeto debido a tu cuerpo, he aquí lo que obtuve... Las personas prudentes no censuraron mis cuidados, no, porque, ni se hubiese tenido hijos ni si mi marido hubiera estado consumiéndose de muerte, nunca contra la voluntad del pueblo hubiera sumido este doloroso papel. ¿Que en virtud de qué ley digo esto? Marido, muerto el uno, otro habría podido tener, y hasta un hijo del otro nacido, de haber perdido el mío. Pero, muertos mi padre, ya, y mi madre, en el Hades los dos, no hay hermano que pueda haber nacido. Por esta ley, hermano, te honré a ti mas que a nadie, pero a Creonte esto le parece mala acción y terrible atrevimiento. Y ahora me ha cogido, así, entre sus manos, y me lleva, sin boda, sin himeneo, sin parte haber tenido en esponsales, sin hijos que criar; no, que así, sin amigos que me ayuden, desgraciada, viva voy a las tumbas de los muertos: ¿por haber transgredido una ley divina?, ¿ y cuál? ¿De qué puede servirme, pobre, mirar a los dioses? ¿A cuál puedo llamar que me auxilie? El caso es que mi piedad me ha ganado el título de impía, y si el título es valido para los dioses, entonces yo, que de ello soy tildada, reconoceré mi error; pero si son los demás que van errados, que los males que sufro no sean mayores que los que me imponen, contra toda justicia.


Antígona no sólo es un ideal femenino o la representación de un conflicto moderno, Antígona muestra la transición, el no-lugar, hacia ese conflicto, puesto que concentra todas las contradicciones, disyuntivas y fortalezas de la condición humana. Antígona, desempeñando un acto de desobediencia, construye todo lo que hay de digno y bello en el sujeto contemporáneo. Y frente al gesto de Antígona, que es nuestro gesto, puesto que acapara todo lo humano, están los que no pueden más que avergonzarse de sí mismos o miran hacia otro lado (como su padre, Edipo), o quienes aguantan, con la sonrisa cómplice de quien comprende, su mirada, acompañando su acto, puesto que no olvidan, no pueden, no saben dejar de ser leales a sí mismos, y miran a la vida de frente.


"Hombre con los pies en el suelo u hombre con la cabeza en las nubes, ésa es la alternativa." Así proclama Adorno (en El ensayo como forma) la tensión del sujeto contemporáneo, sin advertir que no hay disyuntiva para el caso, puesto que es Antígona quien nos muestra que se puede vivir a un mismo tiempo con los pies en el suelo y la cabeza en las nubes.


Toda la suerte para quienes estos días saben vivir con los pies en el suelo y la cabeza en las nubes, pues su desobediencia ante el decreto inaceptable de Creonte allana el sendero, la única alternativa que resta en este conflicto recurrente ante el cual, una vez más, es el destino lo que está en juego.


lunes, 17 de enero de 2011

Contorsión

Si me viera contra las cuerdas, en la obligación de fechar o señalar un acontecimiento para el inicio de la Edad Moderna –en verdad, no creo aconsejable este ejercicio- se me ocurre que el 14 de enero, miércoles, si es que no me equivoco, de 1506 (estaba nublado, necesariamente, pero no hacía demasiado frío) es una fecha oportuna.


(Se me ocurren otras fechas, como por ejemplo la fecha de la impresión de El Quijote, pero ésta puede valer.)



Ese día fue desenterrada en una de las viñas que se extendían por lo que hoy es la ciudad de Roma lo que parecía o resultó ser “la obra de arte más grande de todos los tiempos creada a partir de una sola pieza de mármol”, según describe Plinio el Viejo El Laooconte en su Historia Natural.



Esta escultura, junto a las circunstancias, irrumpe en el panorama de la época dando lugar a una contorsión, a una vuelta de tuerca en el “(in)tranquilo” discurrir de los acontecimientos que, inevitablemente, estaban modificando el mundo en general y las cosas en particular, la mirada de los hombres que las pretendían, ahora mirada, y las instituciones que regían esos dominios.


Un nuevo elemento en discordia parece entrometerse en los inicios de la ya “clásica” querella que nosotros traducimos en los términos de clasicistas contra modernos, aunque, por aquel entonces, esta oposición hacía referencia a una disputa metodológica surgida un siglo antes al llevar a cabo la imitatio entre los humanistas partidarios de seguir el modelo ciceroniano y los defensores de practicar un estilo ecléctico. Todos eran modernos, en el sentido de que todos concebían la Edad Media como un periodo de oscuridad y la Época Clásica como un momento de esplendor perdido. De ahí la vieja metáfora que nos describía como “enanos a hombros de gigantes”, sólo que estos últimos, de esta manera, estaban más seguros de lograr ver más allá.


En cierto modo, los anticiceronianos, sin perder de vista toda la cultura clásica que tanto les había vuelto a abrir al mundo, comienzan a desmitificar a los clásicos, en un principio según cuestiones de carácter filológico, pero que más tarde repercuten en otros ámbitos (principalmente desde un punto de vista ético y por lo que respecta al conocimiento). Tan sólo quedaba una de las esferas, aunque, para algunas cuestiones, quizá la más importante: aquel mundo clásico, apolíneo (como lo escribirá Nietzsche más tarde), geométrico y mesurado se hace añicos frente al El Laooconte, donde la expresividad, el detalle llevado hasta el rizo, contorsiona y hace evidente el otro polo de la cultura griega: el mundo dionisiaco.


Cuando el cándido de Winkelmann describe la escultura como ejemplo del equilibrio y control de la pasiones que caracteriza la cultura clásica sólo ve lo que quiere ver. Lessing fue más lúcido: tras observar El Laooconte llegamos a la conclusión de que los clásicos no pueden ser el refugio al que huir del horror del mundo ni de la melancolía que comienza a invadir la época.


Recientemente ha sido presentado un estudio que pone bajo sospecha que la escultura que hoy conocemos con el nombre de El Laooconte pertenezca al mundo clásico y atribuyen su autoría, y el engaño, al propio Miguel Ángel. Fuera como fuera, su datación ha sido, desde que fue desenterrada e hiciera tambalearse la imagen de armonía y contención que el humanismo había creado en torno a los clásicos, problemática por ello mismo: pues esta escultura podría adecuarse al estilo del periodo helénico, ya tardío, pero la tradición que nos había hablado de ella hasta su “descubrimiento” solía datarla mucho antes. Lo que sí es evidente (sea un engaño y su factoría moderna o sea clásica) es el espíritu de la época que desenterró e interpretó El Laooconte de determinada manera.



Desde entonces, la Edad Moderna, pese a los múltiples intentos que, como proyectos, han intentado “ocultar” la contorsión y la tensión, está plagada de representaciones barrocas, quebradas y monstruosas, donde el mundo se presenta como un lugar inhóspito y los pliegues del hombre como un límite para la razón.



Y aquí tenemos la clave de todo este batiburrillo de conceptos enfrentados; en este punto exacto de la modernidad surge la respuesta ilustrada: en el periodo en que el clasicismo está perdiendo la querella que los enfrentaba ya hace un siglo (que todavía continúa, a decir verdad) el mundo clásico comienza a dar signos de debilidad ante quienes lo habían mitificado y el mundo en general, y no sólo la época en particular, comienza a mostrar ese rostro infinito y temporal, monstruoso a veces, incompresible la mayoría, apasionado y desapasionado, peligroso y placentero: precario e incierto.



Mirad la contorsión, no perdáis detalle de cómo se pliegan, extienden o doblegan los miembros, los rostros, las miradas. A veces descubrimos ironía, en otras ocasiones languidez y en más de una conmoción. Son las mismas escenas, los mismos ojos, que recorren pinturas o grabados, retratos, fotogramas de guerra... No, no es geometría, es la tensión que responde a la quiebra, a la pérdida petrificada, y ese dolor marmóreo es el de quien ha de recomenzar, de quien advierte y amenaza con ademanes que tras esta contorsión tiene ganado de sobra el derecho a ser sujeto de la historia.



Qué importa el nombre, es su furia lo que os ha de alarmar.