sábado, 31 de octubre de 2009

En el mismo río entramos y no entramos, pues somos y no somos [los mismos]*

Canta la Odisea/Iliada, relato de viajes, un episodio triste que, en manos de Homero, por diversos factores, en cierta manera contradictorios, alcanza un final “feliz”, como había de ser, para el héroe clásico: dado el carácter cíclico que el concepto de tiempo tuvo en época clásica, fuera como fuera, Ulises, regresa a Itaca, pero, a su vez, en contra de ese concepto de tiempo, alcanza el reconocimiento.

Evidentemente, lo que para nuestra forma de ver, el paso del tiempo, el punto de no retorno que constituye cualquier forma de subjetividad, no podía ser representado de forma alguna en una episteme donde la subjetividad, como tal, apenas se dejaba desligar de la polis, e, incluso, la unidad corporal sólo era comprendida como una agregado de órganos y los “cualia”, determinados estados mentales, atribuidos a instancias externas que lograban “afectar” al cuerpo y como tales eran tratados: como afecciones.

Es por esta razón por la que, para representar el cambio, el transcurso del tiempo, la no-identidad de Ulises, el que regresa, recurre el poeta a circunstancias externas que obligan al héroe a transfigurar su apariencia: sólo así Ulises no puede ser reconocido; sólo así Ulises es algo distinto a quien un día marchó. Hasta tal punto el poeta trata, con este remedio, de expresar un cambio subjetivo, que recurre, a su vez, a otra estratagema para dejarlo bien claro: su perro Argos, reconoce el cuerpo, el olor de Ulises; ni su hijo ni, posteriormente, Penélope (la única Itaca), logran reconocerlo en un principio. Para ello, para alcanzar reconocimiento, el héroe sólo puede tratar de romper la brecha del tiempo: retornar al pasado, traerlo ante sí:

Creció dentro del patio un olivo de alargadas hojas, robusto y floreciente, que tenía el grosor de una columna. En torno suyo labré las paredes de mi cámara, empleando multitud de piedras: la cubrí con excelente techo y la cerré con puertas sólidas, firmemente ajustadas. Después corte el ramaje de aquel olivo de alargadas hojas; pulí con el bronce su tronco desde la raíz, haciéndolo diestra y hábilmente; lo enderecé por medio de un nivel para convertirlo en pie de la cama, y lo taladré todo con un barreno. Comenzando por este pie, fui haciendo y pulimentando la cama hasta terminarla; la adorné con oro plata y marfil; y extendí en su parte interior unas vistosas correas de piel de buey, teñidas de púrpura. Tal es la señal que te doy (Odisea, XXIII, 183-205).

Penélope logra “reconocer” a Ulises porque advierte el paso del tiempo: el mendigo que tiene frente a sí, de alguna forma, es idéntico y no-idéntico con el héroe que dejó el hogar. Sólo lo idéntico podía conocer un relato que sólo ellos conocían; pero sólo en una concepción temporal podía lo no-idéntico alcanzar la identidad del quien marchó.

¿Qué hubiera sucedido si Penélope no hubiera podido “captar” el paso del tiempo? ¿Qué hubiera sucedido si Homero no hubiera sabido representar algo completamente innovador para la episteme de la época? ¿Qué hubiera sucedido si la Iliada, de alguna forma rudimentaria, no estuviera, como supieron advertir Adorno y Horkheimer, anunciando la emergencia de un nuevo tipo de subjetividad: un nuevo tipo de héroe?

Sencillamente, Penélope y Ulises jamás hubieran vuelto a reconocerse mutuamente. En el poema clásico, el elemento moderno es Ulises; es él quien ha cambiado o sufrido el azote, no sólo de las mareas y los vientos, sobretodo, del tiempo. Penélope permanece estática, inmutable, a la espera; y del mismo modo “espera” a un Ulises idéntico al de su recuerdo. Pero, éste, como sabemos, no coincide con el Ulises que marchó, su mirada es temporal, sufre un desajuste y su regreso sólo es posible si logra transmitir esta concepción temporal a Penélope. En el fondo, la auténtica epopeya de la Iliada consiste en introducir la novedad del tiempo, de su transcurso, para destronar la inmutabilidad de lo que es idéntico; ποταμοις τοις αυτοις εμβαινομεν τε και ουκ εμβαινομεν, ειμεν τε και ουκ ειμεν τε,* dirá el Oscuro...

Pero no es así, de ambas formas existe un ajuste, en el reconocimiento homérico o en el no-reconocimiento planteado. Ahora bien, se da otra posibilidad: ¿Qué sucedería si Ulises, consciente del paso del tiempo, no lograra transmitir dicha concepción a Penélope, si pese a todos sus intentos por alcanzar un reconocimiento, Penélope se empecinara en la identidad de quien marchó y en la negación de la idea que comenzaba a cristalizar y que sería planteada posteriormente por Heráclito? Tendríamos una tragedia, apunto, además, postmoderna: Ulises se presentaría a la amada, su visión, modificada, su apariencia, distinta, las aguas fluyendo, harían de él algo no-idéntico con el recuerdo de Penélope, quien espera, y he aquí la tragedia, lo inevitable en el desajuste anunciado, a Ulises, no al viajero. Ulises se anunciaría a Penélope y ésta, como en la canción de Serrat, sólo podría decir: “Tú no eres quien yo espero”.

La originariamente trágico, lo inevitable, es no poder discernir de modo alguno qué hay de Penélope y de Ulises en cado uno de nosotros.

viernes, 30 de octubre de 2009

Des-encuentro


Sucede que, en ocasiones, “tropiezas” con algo o alguien con quien, de alguna manera, con sólo un roce, con un simple intercambio de palabras, un par de miradas o un mero gesto, te sientes cercano o en casa. Una experiencia que carece de cualquier sentido místico o trascendente; de hecho, corresponde a parámetros epistémicos de andar por casa –de hecho, quizá por ello, experimentamos la sensación de sentirnos como en casa-. Cuando esto sucede acontece esta suerte de familiaridad en la que algo lejano, desconocido, distinto a lo anterior, resulta de alguna forma sensible o intuitiva, cercano, frecuentado e identificado con experiencias pretéritas para ser subsumido: investido de Tiempo.


La cosa lejana y distinta no deja de ser, en todo caso, desconocida; somos nosotros quienes percibimos esa extraña familiaridad. Por ello, no deja de ser absurdo el desconcierto que nos produce que tarde o temprano esa familiaridad se enturbie o quede apartada por la no-identidad o la diferencia real sobre la que fue construida. Tras el desencuentro no podemos dejar de hacernos esta pregunta: ¿cómo lo familiar se ha vuelto extraño?, pero erramos en su planteamiento. Lo cierto es que, en cualquier desencuentro, nos enfrentamos, más que nunca, ante la cosa en sí misma y que la familiaridad que “vimos” en ella no era más que eso: una forma de darle nombre a lo que no es idéntico; vana técnica de la subsumción. Precisamente, con el desencuentro, la cosa misma deja de ser desconocida y se nos presenta como tal; puesto que la pérdida de esa familiaridad anhelada da paso a la percepción de lo ajeno para incorporarlo a nuestra experiencia.


En algunos casos éste es el comienzo de un auténtico encuentro; en otros, sencillamente, un retorno al desencuentro primero, ocultado, no percibido; una historia que se repite cada día.


Nunca deja de ser triste que algo que fue, de alguna manera, nuestro se aleje de nosotros. Nunca deja de ser triste que aquello que creímos parte de nosotros, irremediablemente, nunca pueda ser una parte de nosotros. Nunca deja de ser triste que los gestos que creímos familiares cobren nueva significación. Nunca deja de ser triste abrirse a la distancia de todo lo que nos rodea.


No, no deja de ser triste; un desencuentro nunca deja de ser triste.


domingo, 18 de octubre de 2009

Gregarios


La RAE, institución gregaria donde las haya, define el término gregario, en su tercera acepción, de esta forma: “Dicho de una persona que, junto con otras, sigue ciegamente las ideas o iniciativas ajenas”. Amén.


No hace falta ser antropólogo, basta con tener ojos y practicar el noble, denostado y poco ejercitado arte de “mirar” para comprobar que todas las especies de mamíferos, nosotros incluidos –que nadie mire a otro lado- han desarrollado un instinto gregario, suponemos, como estrategia de supervivencia: Todos podemos más que Uno: paroxismo evolutivo.


Aunque lo cierto es que el término que nos ocupa contiene, como toda palabra, en su densidad semántica, ciertos matices que lo distancian, para quienes ya estaban dando botes en su butaca y preguntando al espejo, espejito, espejito, cuál es la especie más bella de entre todas las especies, del concepto de “cooperación”.


Gregario es quien renuncia a algo, quizá a otros instintos, sensibilidades, placeres, y se somete a los instintos, sensibilidades y placeres del grupo a cambio de un bienestar y de la tranquilidad que supone dormir con los ojos cerrados. Y, como todos sabemos, otra cualidad de los grupos es la figura del líder, de quien ostenta de alguna forma, bien sea por sangre, por derecho –en el menor casos- o por la fuerza, el “poder”. El grupo es la morada, el líder es quien tiene el poder, custodia las llaves, cierra y abre puertas, dictamina, alienta, tergiversa, juzga e impone condenas. Quien no se pliegue a su voluntad, irremediablemente, está condenado a la intemperie, a la soledad, al peligro que, más allá de la manada, supone el lobo (siempre pensé que el lobo, no necesariamente el estepario, era un paradigma de representación del Ángel expulsado; ahora sé que, también él, en su errancia y soledad, éste, es animal de manada. Todos los somos: no hay manera, hommines sum).


Los ciclistas llaman “gregario” a aquellos corredores cuya labor consiste en suministrar comida o bebida al líder, protegerlo, replegarse a su alrededor para cortar el viento y que sus pedaladas supongan menor esfuerzo (cuando ya están extenuados, al final de la carrera, nuestro líder, todavía con fuerzas suficientes, avanza hacia la victoria y los deja en la estacada); su finalidad no es otra que garantizar el podio para el líder y consideran su triunfo una victoria del grupo. Esto lo supo ver muy bien Hanna Arendt, lo que no quiere decir que no la escandalizara, cuando fue encargada por The New Yorker para cubrir el juicio contra Adolf Eichmann en Israel. Dejando a un lado los pormenores de la historia –sobre cómo la Ley está, siempre, por encima del Derecho (o ambos se solapan para sostener sus propias incongruencias) y sobre cómo cazador y presa son términos opuestos que sólo designan un estado de cosas que no atienden a la esencia de la materia obstensible que los representa en un eje espacio-temporal-, tanto ella, como el público o el tribunal que juzgaba a Eichmann quedaron escandalizados ante el relato de quien afirmaba, contra toda evidencia o intuición natural de lo que es la conducta humana –aquel sujeto cartesiano/kantiano dueño de sus actos, reflexivo...-, que todas las acciones por las que era juzgado no podían ser atribuidas a su voluntad o a su persona, sino al grupo, a la Alemania nazi en su conjunto o, en todo caso, a su líder, a quienes tanto él como la inmensa mayoría del pueblo alemán había entregado su voluntad. Eichmann, al parecer, se reconocía lector de Kant, un trabajador ejemplar, pertenecía a esa sociedad ilustrada alemana a la que se le pre-suponía la capacidad de discernimiento, la voluntad y, por tanto, las herramientas para guiar a su civilización a un mayor alto grado de la misma. Sin embargo, Eichmann, como la mayoría del pueblo alemán, entregó de forma gregaria su voluntad a un líder. Heilt Hitler!


Arendt, lúcidamente, supo separar la paja del trigo en todo este asunto y el resultado fue Eichmann en Jerusalén: un estudio sobre la banalidad del mal. En él, esta pensadora de origen judeo-alemán, no atribuye lo acontecido al carácter gregario de los funcionarios alemanes, al hecho de que una serie de personas, sin reflexión alguna, entregaran su poder a una sola persona; como vengo diciendo, como ella supo ver, el “mal” carece de esencia y tampoco tiene una referencia obstensible más allá de la dicotomía con que se opone a su contrario conceptual. Lúcidamente, Arendt llevó más tarde a cabo un análisis del concepto de lo político, sobre el que circunscribe las circunstancias han dado lugar a fenómenos como el Totalitarismo; quizá, su análisis, podría haber ido más lejos señalando fenómenos de este tipo que atraviesan nuestra intrahistoria evolutiva (si hemos de reprocharle algo).


***

Acostumbramos a concebir nuestra identidad con una visión idealista: Platón, Descartes, Kant... son polvo que abona la tierra, también en las bibliotecas o en esa carrera imposible de relevos –en la que también participan gregarios- que llamamos “pensamiento”. Concebir nuestra identidad desde un exterior resulta, seamos newtonianos por un momento, más explicativo. Fenómenos como el de Adolf Eichmann son contraintuitivos porque no se adecúan a nuestra visión natural de lo que es la identidad o la reflexión; continuamos creyendo que nuestra identidad se halla en un interior y que nuestra reflexión es indeterminada o determinada por instancias trascendentales, más allá de lo particular, de la contingencia, del tiempo, en definitiva: de lo que nos atemoriza.


Lo cierto es que no es así, ya he hablado, en muchas ocasiones, de todo ello. No existe la raza judía, existe una religión; fueron los nazis quienes atribuyeron, otorgaron dicha identidad a quienes ellos creyeron pertinente; de igual modo que son los “judíos” ahora quienes se la atribuyen a quienes reconocen y dan legalidad al sinsentido de su estado. La obra de Michel Foucault escenifica muy bien estas maniobras (Dialéctica de la Ilustración de Adorno y Horkheimer también es un ejemplo de lo que trato de decir, si es que alguna vez lo consigo): categorización/distinción/atribución y acción correctora dentro de una episteme. Así, el individuo, la persona, deja de ser tal, para convertirse en homosexual, machista, arrogante, feminista, insensible, inmigrante, pobre, disidente, judío, solidario, charnego/murciano, justo, peruano, vengativo, extraño, bueno, catalán, bello, alemán, malo... Lo individual, lo complejo, las aristas indeterminadas, variables, sujetas a circunstancias, se ven anuladas por el concepto y ese concepto condiciona la relación que un Otro, en ese mismo instante, pueda entablar. Paroxismo al cuadrado.


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Quienes nos hemos asomado últimamente a los diarios, hemos sabido (no solamente se escandalizan los tribunales israelíes) de un hecho denigrante: africanos que, conforme arriban a la península, al mundo libre y civilizado, son identificados, fichados como inmigrantes, según tratados de extradición, y puestos en cuarentena de libertad. Acto seguido, estas personas, aconsejadas por quienes ya tienen cierto bagaje en tierra prometida, se amputan los dedos o liman periódicamente sus huellas dactilares, no como acto de rebeldía ante una identidad que no los contempla como individuos, sino, sencillamente, para no poder ser identificados y quedar en un limbo legal: su piel, su lengua, sus ilusiones, el hambre... todo lo que hace de ellos lo que son en un momento determinado, deja de ser prueba real de identidad, testimonio de una barbarie; tan sólo un documento institucional, una ficha homogénea emitida y reproducida por inmigración, donde un nombre mal escrito, con fecha de arresto junto al grabado en tinta azul marino de sus huellas dactilares, solamente eso, es la prueba de sus existencia ante nuestros ojos: nuevo certificado de identidad. Paroxismo al cubo.


Ellos quisieran “ser” como nosotros, vivir en nuestros hogares, celebrar nuestras fiestas, reír con nuestros triunfos... lo han visto en televisión, lo han oído contar a sus mafias. Quisieran pertenecer a nuestro grupo, agregarse a nuestra masa, ser uno con nosotros en nuestros campos de fútbol (por ello arriban con camisetas falsificadas de nuestros equipos, con la triste ilusión de que, con ello, los reconoceremos como iguales; no son inocentes, son peliagudamente humanos).


Pero desconocen, apenas intuyen, que, para pertenecer al grupo, no basta una camiseta y la voluntad de identificarse. Desconocen que, en el grupo, habrá quien decida su identidad, quien ejerza de juez para dictaminar su legalidad en nuestro territorio, quien abrirá o cerrará puertas, quien ronroneará sus cualidades... Hay quienes lo hacen, pues temen lo desconocido.


Puedes renunciar a todo, amputar tus dedos, limar tus huellas, abrasarte la piel o desteñirla; quizá todo valga para ser aceptado, incluso renunciar a lo que has querido, insultarlo, ignorarlo, rechazarlo... Olvidarlo. Hay quienes lo hacen, para sobrevivir.


Puedes ejercer resistencia: vivirás solo o de la compasión de quien te saluda a solas y vuelve la cabeza cuando trasunta en manada.


Sea como sea, no existe el mal como cualidad humana, no seamos banales, son las circunstancias, quienes se refugian o someten a ellas, contra lo que debemos luchar.


Yo, que conste en acta, me niego a amputar mis dedos, a limar mis huellas, a callar cuando no debo, a no reír cuando me enfrento a lo absurdo, a no gritar cuando me horrorizo, a no besar cuando hay cariño, a no llorar cuando me duele... y prefiero beber en un banco vino en cartón junto a seres sin dedos que sobrevivir en bares de diseño, orientes de cartón-piedra, sonrisas fingidas, egolatrías sin límite y caníbales emocionales.


¡Ave a mi inconsciencia, los que van a morir te saludan!



R.I.P


sábado, 10 de octubre de 2009

Solamente (y ni más ni menos) Poesía

La paloma

Se equivocó la paloma.
Se equivocaba.

Por ir al Norte, fue al Sur.
Creyó que el trigo era agua.
Se equivocaba.

Creyó que el mar era el cielo;
que la noche la mañana.
Se equivocaba.

Que las estrellas eran rocío;
que la calor, la nevada.
Se equivocaba.

Que tu falda era tu blusa;
que tu corazón su casa.
Se equivocaba.

(Ella se durmió en la orilla.
Tú, en la cumbre de una rama.)

Rafael Alberti, Entre el clavel y la espada, Buenos Aires, Losada 1941.

La poesía nada tiene que ver con la belleza de las palabras emulando la naturaleza o aquellos sentimientos de tipo espiritual con que nos enorgullecemos, no sin cierto hedonismo, de nosotros mismos, de nuestra especie.

La poesía no es expresión medida, estructurada musicalmente y re-vestida de domingo con bellas palabras encabalgadas y sinuosas, como cantos de sirena, de un interior con el quisiéramos ser vistos y, creemos, interior.

La poesía muestra y oculta, como ninguna otra práctica, la maquinaria del sentido, el artificio de ser, la posibilidad de hacer mundo y la verdad (¡ups!) que se halla tras cualquier palabra; también la distancia y el dolor que ello supone, la imposibilidad y la soledad de ser uno mismo: sujeto volitivo, sensitivo, somnoliento y anhelante: especimen.

La poesía dice esto para referir cualquier cosa y, al hacerlo, dice que esto podría ser cualquier otra cosa.

Al parecer, Alberti, dedicó estos versos, incluidos dentro de su poemario Entre el clavel y la espada, a Pablo Neruda, con la “intención” de “expresar” el naufragio de un ideario, el fin de la juventud, espacio de ilusión, anhelos... –ya sabéis-, desprevenido de avatares, contingencia... (A quienes les gusten estos derroteros que busquen monográficos, los encontrarán y serán felices.)

De modo, que no creáis lo que, a simple vista, dicen estas palabras: donde tú lees un quejido amoroso, una paloma despechada, que se equivocaba ([...] que tu corazón su casa / Se equivocaba), Neruda leía el fin de un proyecto y Alberti... vete a saber qué (preguntar a sus devotos, que son quienes dedican su tiempo a “traducir” e “interpretar” la simbología de su poemario). No viene de nuevo, conocer es traducir y la traducción, del mismo modo que la lectura, no es más que una reescritura: mero juego de equivalencias; en otras palabras: ansias de sentido.

Esto sucede con todos los poemas y, si somos estrictos, con cualquier acontecimiento lingüístico; la nuestra es una existencia artística en este sentido epistemológico. Descubrí esto con un poema de Antonio Machado:

A un olmo seco


Al olmo viejo, hendido por el rayo
y en su mitad podrido,
con las lluvias de abril y el sol de mayo
algunas hojas verdes le han salido.


¡El olmo centenario en la colina
que lame el Duero! Un musgo amarillento
le mancha la corteza blanquecina
al tronco carcomido y polvoriento.


No será, cual los álamos cantores
que guardan el camino y la ribera,
habitado de pardos ruiseñores.

Ejército de hormigas en hilera
va trepando por él, y en sus entrañas
urden sus telas grises las arañas.


Antes que te derribe, olmo del Duero,
con su hacha el leñador, y el carpintero
te convierta en melena de campana,
lanza de carro o yugo de carreta;
antes que rojo en el hogar, mañana,
ardas en alguna mísera caseta,
al borde de un camino;
antes que te descuaje un torbellino
y tronche el soplo de las sierras blancas;
antes que el río hasta la mar te empuje
por valles y barrancas,
olmo, quiero anotar en mi cartera
la gracia de tu rama verdecida.

Mi corazón espera
también, hacia la luz y hacia la vida,
otro milagro de la primavera.


Antonio Machado, Campos de Castilla, 4 de mayo de 1912.


A simple vista, vemos otra retahíla de temas universales: el paso inexorable del tiempo, la fugacidad de la vida, el papel de la naturaleza y la acción humana en todo ello... también la esperanza y, quizá, cierto vitalismo que comprende el tránsito necesario, requerido, del ciclo entre la vida y muerte y la muerte para la vida... bla, bla, bla, bla. Con una perorata similar obtuve un sobresaliente en Literatura en bachiller. Más tarde supe, que este poema no hablaba de nada de eso, o sí, mejor dicho, se apropiaba de todo eso, para hablar, quizá, de otra cosa: A finales de abril, principios de mayo de 1912, Antonio y su mujer, Leonor, dejan París y regresan a Soria a causa de una enfermedad contraída por ésta, hemoptisis, con la esperanza de que el clima y el “aire puro” lograran prevenirla de una muerte inminente. Al parecer, la mañana del 4 de mayo, Leonor presenta cierta mejoría (mi corazón espera [...]/ otro milagro de la primavera); Antonio, supongo, esperanzado, también exaltado, quizá también, probablemente, necesitado de ausentarse por un momento de un ambiente a todas luces doloroso, deja el domicilio familiar con la excusa de tomar el aire. Cuentan sus biógrafos que, seguramente, en el paseo de San Saturnino se “encontró” el poeta con aquel olmo centenario, al cual, suponemos, también, de forma paralela, afectado por alguna enfermedad, “algunas hojas verdes le han salido”... (el poema se escribió en ese momento.)


***


Esto es la poesía: un acontecimiento que nos apropiamos como escritura, huella de un signo, natural, sintagmático, simbólico... por el cual, de forma alegórica, trazamos un puente sobre el abismo irremediable; paralelismo, equivalencia, ruptura temporal que, a su vez, subraya el tiempo de la distancia, y ambas orillas adquieren una nueva significación, cobran sentido para quien lo ha transformado y para quien logre leerlo, con nuevo sentido, más adelante.


Esto es un poeta: aquel que sabe, comprende y juega con este mecanismo, para mostrarlo y dejar su huella y la de quienes le rodean; sujeto del acontecimiento poético, mero transmisor de una "epifanía".


En esto consiste leer: re-significar, poetizar lo ya poetizado; tomar el testigo, apropiarse de los ropajes viejos y crear esculturas con materiales reciclados; seguir el camino de la huella que, inevitablemente, se desvanece tras nuestras pisadas.


****


De modo que no os llevéis, palomas, a engaño, ni hoy es primavera ni reverdecen olmos centenarios en mi calle...


(Ella se durmió en la orilla / Yo en la cumbre de una rama.)


Que nunca hubo equívoco, solamente (y ni más ni menos) poesía.


jueves, 8 de octubre de 2009

La piel del cazador


Arguellen los naturistas que a nuestra propensión a ocultar el cuerpo subyacen una serie de pre-juicios, culturales, muchos de ellos, de índole moral; tildan, por ello, de hipócritas a quienes denuestan dicha práctica y emprenden acciones legales para su prohibición.


Evidentemente, no pongo en duda sus argumentos; eso es lo que tienen los argumentos, que adquieren su propio peso y no voy a ser yo quien los adelgace. Últimamente me siento cansado, apenas tengo fuerzas para la gimnasia dialéctica y decir que todo el mundo tiene razón me crea más enemigos que adoptar una posición, lo cual solamente suele enfrentarte con la otra mitad de la humanidad.


¿Nuestros ropajes tienen un origen práctico o espiritual? Esta pregunta se las trae, como cualquiera de este tipo de preguntas. Hay quien podría argumentar que su origen es práctico, venido de la experiencia, de la observación y, quizá, de la casualidad durante un juego propiciado tras el banquete como celebración del triunfo de una cacería. Pero aquí, ya, nos hallamos con el origen del problema: ¿comenzamos a cubrir nuestros cuerpos para remedar la cacería y representar, cubiertos de pieles, el espíritu, las fuerzas totémicas, del animal al que dimos muerte? ¿Acaso, el uso de las pieles no guardaba, de alguna forma, la creencia, de que con ellas, dichas cualidades (la fuerza, la bravura, la velocidad...) nos serían, de algún modo mágico, infantil, transmitidas?


Todos, de niños, y quienes no lo han hecho nunca fueron niños, hemos jugado a vestirnos con las ropas de nuestros mayores, a afeitar una mejilla imberbe con la cuchilla usada cuando estábamos a salvo de cualquier mirada. Es un juego ritual, que, por alguna manera obtusa, ha de ser emprendido en soledad; como si estas cualidades pretendidas sólo pudieran ser transmitidas con el hermetismo de un acto que anuncia que, esas mismas cualidades, son herméticas en sí mismas y cualquier reconocimiento externo no las arrebataría. Vestidos de esta manera, con las mejillas irritadas y su posterior picor, dichas cualidades, sólo son vistas por el sujeto del ritual, pertenecen a lo oculto, ajenas a miradas: sólo él sabe que están ahí y la condición de su permanencia, de la mágica investidura, es su hermetismo, la ignorancia del otro al respecto, la subjetividad que las construye.


Quizá nuestra propensión a ocultar nuestros cuerpos, a “vestirlos”, generar modas, “investirnos” de una subjetividad externa, hunda sus raíces más allá del hecho práctico o la necesidad ante la intemperie; sin duda, el naturismo no es más que otra forma de vestir nuestros cuerpos: la desnudez.


Si alguien me pregunta, sencillamente, yo cubro mi cuerpo porque ahí fuera hace mucho frío y porque estas pieles, no se lo digáis a nadie, me invisten de ciertas fuerzas, cualidades espirituales, totmémicas -por qué no-, que me armarán de valor para la próxima cacería.


martes, 6 de octubre de 2009

Ante la duda (Acuse de Recibo)


Yo, a estas alturas, no abrazo ideas; sólo personas.


Apenas hablo en voz alta, no sea que me escuchen, ni declamo, autocomplaciente, palabras que adormecen, calman y acarician a oídos sedientos, cobardes. Me basta con demostrarme a mí mismo.


Si me asomo al espejo no es más que con la intención de saludar el paso del tiempo, de buscar otra mirada, con la mirada del reflejo.

Apenas sé dónde está mi ombligo.


No acudo a fiestas a las que hay que ser invitado y mi pasaporte, caducado, nunca fue sellado por agentes corruptos de adunas en ninguna ciudad de Oriente Medio.


Soy torpe con las lenguas de los hombres, perdonadme, pero diestro en las lectura de los cuerpos.


No soy capaz de hacer daño ni aunque esté mi vida en juego; mi aguijón, embotado, suele andar clavado sobre mi concha, supurando cierto líquido viscoso que el tiempo me ha enseñado a ocultar con la capa zurcida con retazos hallados en esta travesía.


Nunca oposité a judicaturas y, por ello mismo, mi condición peregrina ha legitimado esta propensión a maldecir circunstancias, instituciones o determinantes, en ningún caso personas.


Yo sé bien que este yo no es más que un requerimiento gramatical, gracias a todo no soy anglosajón, y pertenezco a esta estirpe de quienes conjugan el verbo ser no sin cierta sonrisa irónica o añorante; lo mismo da.


Soy quien se muestra altivo ante los acontecimientos, mira cara a cara; dueño de mi conducta, sumiso a mis decisiones, editor de mis memorias y disidente de esta decadencia que llamamos nuevos tiempos.


Soy el de la fotografía, un cúmulo de píxeles manipulados; la imagen bizarra de un empaste impreciso, diluido y atrapado en lienzo.


Soy carácter, un rayo estridente de luz sobre un poliedro de aristas siempre e inevitablemente imprecisas.


Yo soy el bao de la mañana, que emerge de los sumideros de un parquin, cualquiera, soterrado; la sonrisa nocturna del vecino fumando tras la ventana de madrugada; soy quien marcial y complaciente saluda cada noche sin tropezar con el empedrado; esa sombra que proyecta tu farola.


Sí, eso, creo, soy yo.



[ ... für die Menschen wach. ]

jueves, 1 de octubre de 2009

Las ideas del arte. De Altamira a Picasso


Ha caído en mis manos, gracias a un muy buen amigo, la última edición de los Cuadernos del Observatorio de Análisis de Tendencias de la Fundación M. Botín. Se trata de una compilación, editada por Francisco Jarauta (Catedrático de Filosofía de la Universidad de Murcia), de las lecturas y seminarios que cada verano se desarrollan en Santander; éstas, concretamente, las que tengo entre manos, corresponden al verano de 2008.


Al parecer, en el mes de julio, cada año suelen darse cita en la ciudad cántabra “amigos” de todos los pelajes y disciplinas para disertar y compartir sobre temas o tendencias, desde un punto de vista transversal, alegórico o, en algún caso, directo, entorno a un ideario que nunca pierde de vista esa actualidad que nos llama y acucia a quienes saben escucharla; y doy fe de que, éstos, tienen el instrumento auditivo bien templado.


Con motivo/excusa de realizar un viaje por las ideas del arte, porque todos ellos son viajeros, como cada uno, a su modo, y dar cuenta de los escenarios que las determinaban y los contextos o epistemes, múltiples, que las han interpretado, nació la idea que dio nombre a los seminarios de aquel verano: “Las ideas del arte. De Altamira a Picasso”. Todo ello, claro, con la intención, siempre modesta, a estas alturas, poco ambiciosa, de desentrañar viejas cuestiones sobre la belleza, la práctica artística y su deriva contemporánea.


El resultado, son textos polimórficos, que nos invitan a admirar las impresionantes y bellísimas pinturas rupestres, remiten a cuestiones sobre iconografía y semiótica, nos retan a reflexionar sobre la categoría de lo “sublime” o sobre el contencioso, y siempre polémico, entre arte y naturaleza, o sobre la voluntad creadora como forma de hacer mundo y éste, como todo un universo de posibles; sin olvidar consideraciones, miraras, perfiles... que se adentran en los estudios de Warburg, la función museística actual o los gestos picassianos. Un cajón desastre donde, por ello mismo, cabe todo y todo lo abarca; un viaje no concertado, errático, como sus protagonistas, y lúcido por quienes lo miran y comparten su mirada. En definitiva, una lectura, más que recomendable, necesaria bajo este clima de seriedad y catástrofe, donde la risa –no a la que nos tienen hoy en día algunos ya acostumbrados- poco abunda y la lucidez suele habitar en lo oscuro y se refugia en verano en climas menos densos.


Su edición es preciosista, como los análisis que suele emprender y a los que ya nos tiene (mal)acostumbrados su editor, Francisco Jarauta; una edición en rústica, con un buen anexo de 103 ilustraciones a color, exquisitamente escogidas, y cuidadas traducciones realizadas por personas cercanas a la materia. En definitiva, un libro hecho entre amigos, con cariño, de los que ya apenas se distribuyen por las librerías, estas ediciones de los Cuadernos. Tendremos que esperar todo un año para disfrutar de lo que aconteció en el último de los seminarios del pasado verano o quizá animarnos y sumarnos a este grupo heterogéneo en los venideros; de lo que no hay duda es que libros y encuentros como éste justifican, sin lugar a dudas, que haya quien sigua preguntando o divagando sobre aquello que quiera que sea lo bello.