jueves, 8 de octubre de 2009

La piel del cazador


Arguellen los naturistas que a nuestra propensión a ocultar el cuerpo subyacen una serie de pre-juicios, culturales, muchos de ellos, de índole moral; tildan, por ello, de hipócritas a quienes denuestan dicha práctica y emprenden acciones legales para su prohibición.


Evidentemente, no pongo en duda sus argumentos; eso es lo que tienen los argumentos, que adquieren su propio peso y no voy a ser yo quien los adelgace. Últimamente me siento cansado, apenas tengo fuerzas para la gimnasia dialéctica y decir que todo el mundo tiene razón me crea más enemigos que adoptar una posición, lo cual solamente suele enfrentarte con la otra mitad de la humanidad.


¿Nuestros ropajes tienen un origen práctico o espiritual? Esta pregunta se las trae, como cualquiera de este tipo de preguntas. Hay quien podría argumentar que su origen es práctico, venido de la experiencia, de la observación y, quizá, de la casualidad durante un juego propiciado tras el banquete como celebración del triunfo de una cacería. Pero aquí, ya, nos hallamos con el origen del problema: ¿comenzamos a cubrir nuestros cuerpos para remedar la cacería y representar, cubiertos de pieles, el espíritu, las fuerzas totémicas, del animal al que dimos muerte? ¿Acaso, el uso de las pieles no guardaba, de alguna forma, la creencia, de que con ellas, dichas cualidades (la fuerza, la bravura, la velocidad...) nos serían, de algún modo mágico, infantil, transmitidas?


Todos, de niños, y quienes no lo han hecho nunca fueron niños, hemos jugado a vestirnos con las ropas de nuestros mayores, a afeitar una mejilla imberbe con la cuchilla usada cuando estábamos a salvo de cualquier mirada. Es un juego ritual, que, por alguna manera obtusa, ha de ser emprendido en soledad; como si estas cualidades pretendidas sólo pudieran ser transmitidas con el hermetismo de un acto que anuncia que, esas mismas cualidades, son herméticas en sí mismas y cualquier reconocimiento externo no las arrebataría. Vestidos de esta manera, con las mejillas irritadas y su posterior picor, dichas cualidades, sólo son vistas por el sujeto del ritual, pertenecen a lo oculto, ajenas a miradas: sólo él sabe que están ahí y la condición de su permanencia, de la mágica investidura, es su hermetismo, la ignorancia del otro al respecto, la subjetividad que las construye.


Quizá nuestra propensión a ocultar nuestros cuerpos, a “vestirlos”, generar modas, “investirnos” de una subjetividad externa, hunda sus raíces más allá del hecho práctico o la necesidad ante la intemperie; sin duda, el naturismo no es más que otra forma de vestir nuestros cuerpos: la desnudez.


Si alguien me pregunta, sencillamente, yo cubro mi cuerpo porque ahí fuera hace mucho frío y porque estas pieles, no se lo digáis a nadie, me invisten de ciertas fuerzas, cualidades espirituales, totmémicas -por qué no-, que me armarán de valor para la próxima cacería.