domingo, 18 de octubre de 2009

Gregarios


La RAE, institución gregaria donde las haya, define el término gregario, en su tercera acepción, de esta forma: “Dicho de una persona que, junto con otras, sigue ciegamente las ideas o iniciativas ajenas”. Amén.


No hace falta ser antropólogo, basta con tener ojos y practicar el noble, denostado y poco ejercitado arte de “mirar” para comprobar que todas las especies de mamíferos, nosotros incluidos –que nadie mire a otro lado- han desarrollado un instinto gregario, suponemos, como estrategia de supervivencia: Todos podemos más que Uno: paroxismo evolutivo.


Aunque lo cierto es que el término que nos ocupa contiene, como toda palabra, en su densidad semántica, ciertos matices que lo distancian, para quienes ya estaban dando botes en su butaca y preguntando al espejo, espejito, espejito, cuál es la especie más bella de entre todas las especies, del concepto de “cooperación”.


Gregario es quien renuncia a algo, quizá a otros instintos, sensibilidades, placeres, y se somete a los instintos, sensibilidades y placeres del grupo a cambio de un bienestar y de la tranquilidad que supone dormir con los ojos cerrados. Y, como todos sabemos, otra cualidad de los grupos es la figura del líder, de quien ostenta de alguna forma, bien sea por sangre, por derecho –en el menor casos- o por la fuerza, el “poder”. El grupo es la morada, el líder es quien tiene el poder, custodia las llaves, cierra y abre puertas, dictamina, alienta, tergiversa, juzga e impone condenas. Quien no se pliegue a su voluntad, irremediablemente, está condenado a la intemperie, a la soledad, al peligro que, más allá de la manada, supone el lobo (siempre pensé que el lobo, no necesariamente el estepario, era un paradigma de representación del Ángel expulsado; ahora sé que, también él, en su errancia y soledad, éste, es animal de manada. Todos los somos: no hay manera, hommines sum).


Los ciclistas llaman “gregario” a aquellos corredores cuya labor consiste en suministrar comida o bebida al líder, protegerlo, replegarse a su alrededor para cortar el viento y que sus pedaladas supongan menor esfuerzo (cuando ya están extenuados, al final de la carrera, nuestro líder, todavía con fuerzas suficientes, avanza hacia la victoria y los deja en la estacada); su finalidad no es otra que garantizar el podio para el líder y consideran su triunfo una victoria del grupo. Esto lo supo ver muy bien Hanna Arendt, lo que no quiere decir que no la escandalizara, cuando fue encargada por The New Yorker para cubrir el juicio contra Adolf Eichmann en Israel. Dejando a un lado los pormenores de la historia –sobre cómo la Ley está, siempre, por encima del Derecho (o ambos se solapan para sostener sus propias incongruencias) y sobre cómo cazador y presa son términos opuestos que sólo designan un estado de cosas que no atienden a la esencia de la materia obstensible que los representa en un eje espacio-temporal-, tanto ella, como el público o el tribunal que juzgaba a Eichmann quedaron escandalizados ante el relato de quien afirmaba, contra toda evidencia o intuición natural de lo que es la conducta humana –aquel sujeto cartesiano/kantiano dueño de sus actos, reflexivo...-, que todas las acciones por las que era juzgado no podían ser atribuidas a su voluntad o a su persona, sino al grupo, a la Alemania nazi en su conjunto o, en todo caso, a su líder, a quienes tanto él como la inmensa mayoría del pueblo alemán había entregado su voluntad. Eichmann, al parecer, se reconocía lector de Kant, un trabajador ejemplar, pertenecía a esa sociedad ilustrada alemana a la que se le pre-suponía la capacidad de discernimiento, la voluntad y, por tanto, las herramientas para guiar a su civilización a un mayor alto grado de la misma. Sin embargo, Eichmann, como la mayoría del pueblo alemán, entregó de forma gregaria su voluntad a un líder. Heilt Hitler!


Arendt, lúcidamente, supo separar la paja del trigo en todo este asunto y el resultado fue Eichmann en Jerusalén: un estudio sobre la banalidad del mal. En él, esta pensadora de origen judeo-alemán, no atribuye lo acontecido al carácter gregario de los funcionarios alemanes, al hecho de que una serie de personas, sin reflexión alguna, entregaran su poder a una sola persona; como vengo diciendo, como ella supo ver, el “mal” carece de esencia y tampoco tiene una referencia obstensible más allá de la dicotomía con que se opone a su contrario conceptual. Lúcidamente, Arendt llevó más tarde a cabo un análisis del concepto de lo político, sobre el que circunscribe las circunstancias han dado lugar a fenómenos como el Totalitarismo; quizá, su análisis, podría haber ido más lejos señalando fenómenos de este tipo que atraviesan nuestra intrahistoria evolutiva (si hemos de reprocharle algo).


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Acostumbramos a concebir nuestra identidad con una visión idealista: Platón, Descartes, Kant... son polvo que abona la tierra, también en las bibliotecas o en esa carrera imposible de relevos –en la que también participan gregarios- que llamamos “pensamiento”. Concebir nuestra identidad desde un exterior resulta, seamos newtonianos por un momento, más explicativo. Fenómenos como el de Adolf Eichmann son contraintuitivos porque no se adecúan a nuestra visión natural de lo que es la identidad o la reflexión; continuamos creyendo que nuestra identidad se halla en un interior y que nuestra reflexión es indeterminada o determinada por instancias trascendentales, más allá de lo particular, de la contingencia, del tiempo, en definitiva: de lo que nos atemoriza.


Lo cierto es que no es así, ya he hablado, en muchas ocasiones, de todo ello. No existe la raza judía, existe una religión; fueron los nazis quienes atribuyeron, otorgaron dicha identidad a quienes ellos creyeron pertinente; de igual modo que son los “judíos” ahora quienes se la atribuyen a quienes reconocen y dan legalidad al sinsentido de su estado. La obra de Michel Foucault escenifica muy bien estas maniobras (Dialéctica de la Ilustración de Adorno y Horkheimer también es un ejemplo de lo que trato de decir, si es que alguna vez lo consigo): categorización/distinción/atribución y acción correctora dentro de una episteme. Así, el individuo, la persona, deja de ser tal, para convertirse en homosexual, machista, arrogante, feminista, insensible, inmigrante, pobre, disidente, judío, solidario, charnego/murciano, justo, peruano, vengativo, extraño, bueno, catalán, bello, alemán, malo... Lo individual, lo complejo, las aristas indeterminadas, variables, sujetas a circunstancias, se ven anuladas por el concepto y ese concepto condiciona la relación que un Otro, en ese mismo instante, pueda entablar. Paroxismo al cuadrado.


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Quienes nos hemos asomado últimamente a los diarios, hemos sabido (no solamente se escandalizan los tribunales israelíes) de un hecho denigrante: africanos que, conforme arriban a la península, al mundo libre y civilizado, son identificados, fichados como inmigrantes, según tratados de extradición, y puestos en cuarentena de libertad. Acto seguido, estas personas, aconsejadas por quienes ya tienen cierto bagaje en tierra prometida, se amputan los dedos o liman periódicamente sus huellas dactilares, no como acto de rebeldía ante una identidad que no los contempla como individuos, sino, sencillamente, para no poder ser identificados y quedar en un limbo legal: su piel, su lengua, sus ilusiones, el hambre... todo lo que hace de ellos lo que son en un momento determinado, deja de ser prueba real de identidad, testimonio de una barbarie; tan sólo un documento institucional, una ficha homogénea emitida y reproducida por inmigración, donde un nombre mal escrito, con fecha de arresto junto al grabado en tinta azul marino de sus huellas dactilares, solamente eso, es la prueba de sus existencia ante nuestros ojos: nuevo certificado de identidad. Paroxismo al cubo.


Ellos quisieran “ser” como nosotros, vivir en nuestros hogares, celebrar nuestras fiestas, reír con nuestros triunfos... lo han visto en televisión, lo han oído contar a sus mafias. Quisieran pertenecer a nuestro grupo, agregarse a nuestra masa, ser uno con nosotros en nuestros campos de fútbol (por ello arriban con camisetas falsificadas de nuestros equipos, con la triste ilusión de que, con ello, los reconoceremos como iguales; no son inocentes, son peliagudamente humanos).


Pero desconocen, apenas intuyen, que, para pertenecer al grupo, no basta una camiseta y la voluntad de identificarse. Desconocen que, en el grupo, habrá quien decida su identidad, quien ejerza de juez para dictaminar su legalidad en nuestro territorio, quien abrirá o cerrará puertas, quien ronroneará sus cualidades... Hay quienes lo hacen, pues temen lo desconocido.


Puedes renunciar a todo, amputar tus dedos, limar tus huellas, abrasarte la piel o desteñirla; quizá todo valga para ser aceptado, incluso renunciar a lo que has querido, insultarlo, ignorarlo, rechazarlo... Olvidarlo. Hay quienes lo hacen, para sobrevivir.


Puedes ejercer resistencia: vivirás solo o de la compasión de quien te saluda a solas y vuelve la cabeza cuando trasunta en manada.


Sea como sea, no existe el mal como cualidad humana, no seamos banales, son las circunstancias, quienes se refugian o someten a ellas, contra lo que debemos luchar.


Yo, que conste en acta, me niego a amputar mis dedos, a limar mis huellas, a callar cuando no debo, a no reír cuando me enfrento a lo absurdo, a no gritar cuando me horrorizo, a no besar cuando hay cariño, a no llorar cuando me duele... y prefiero beber en un banco vino en cartón junto a seres sin dedos que sobrevivir en bares de diseño, orientes de cartón-piedra, sonrisas fingidas, egolatrías sin límite y caníbales emocionales.


¡Ave a mi inconsciencia, los que van a morir te saludan!



R.I.P