sábado, 31 de octubre de 2009

En el mismo río entramos y no entramos, pues somos y no somos [los mismos]*

Canta la Odisea/Iliada, relato de viajes, un episodio triste que, en manos de Homero, por diversos factores, en cierta manera contradictorios, alcanza un final “feliz”, como había de ser, para el héroe clásico: dado el carácter cíclico que el concepto de tiempo tuvo en época clásica, fuera como fuera, Ulises, regresa a Itaca, pero, a su vez, en contra de ese concepto de tiempo, alcanza el reconocimiento.

Evidentemente, lo que para nuestra forma de ver, el paso del tiempo, el punto de no retorno que constituye cualquier forma de subjetividad, no podía ser representado de forma alguna en una episteme donde la subjetividad, como tal, apenas se dejaba desligar de la polis, e, incluso, la unidad corporal sólo era comprendida como una agregado de órganos y los “cualia”, determinados estados mentales, atribuidos a instancias externas que lograban “afectar” al cuerpo y como tales eran tratados: como afecciones.

Es por esta razón por la que, para representar el cambio, el transcurso del tiempo, la no-identidad de Ulises, el que regresa, recurre el poeta a circunstancias externas que obligan al héroe a transfigurar su apariencia: sólo así Ulises no puede ser reconocido; sólo así Ulises es algo distinto a quien un día marchó. Hasta tal punto el poeta trata, con este remedio, de expresar un cambio subjetivo, que recurre, a su vez, a otra estratagema para dejarlo bien claro: su perro Argos, reconoce el cuerpo, el olor de Ulises; ni su hijo ni, posteriormente, Penélope (la única Itaca), logran reconocerlo en un principio. Para ello, para alcanzar reconocimiento, el héroe sólo puede tratar de romper la brecha del tiempo: retornar al pasado, traerlo ante sí:

Creció dentro del patio un olivo de alargadas hojas, robusto y floreciente, que tenía el grosor de una columna. En torno suyo labré las paredes de mi cámara, empleando multitud de piedras: la cubrí con excelente techo y la cerré con puertas sólidas, firmemente ajustadas. Después corte el ramaje de aquel olivo de alargadas hojas; pulí con el bronce su tronco desde la raíz, haciéndolo diestra y hábilmente; lo enderecé por medio de un nivel para convertirlo en pie de la cama, y lo taladré todo con un barreno. Comenzando por este pie, fui haciendo y pulimentando la cama hasta terminarla; la adorné con oro plata y marfil; y extendí en su parte interior unas vistosas correas de piel de buey, teñidas de púrpura. Tal es la señal que te doy (Odisea, XXIII, 183-205).

Penélope logra “reconocer” a Ulises porque advierte el paso del tiempo: el mendigo que tiene frente a sí, de alguna forma, es idéntico y no-idéntico con el héroe que dejó el hogar. Sólo lo idéntico podía conocer un relato que sólo ellos conocían; pero sólo en una concepción temporal podía lo no-idéntico alcanzar la identidad del quien marchó.

¿Qué hubiera sucedido si Penélope no hubiera podido “captar” el paso del tiempo? ¿Qué hubiera sucedido si Homero no hubiera sabido representar algo completamente innovador para la episteme de la época? ¿Qué hubiera sucedido si la Iliada, de alguna forma rudimentaria, no estuviera, como supieron advertir Adorno y Horkheimer, anunciando la emergencia de un nuevo tipo de subjetividad: un nuevo tipo de héroe?

Sencillamente, Penélope y Ulises jamás hubieran vuelto a reconocerse mutuamente. En el poema clásico, el elemento moderno es Ulises; es él quien ha cambiado o sufrido el azote, no sólo de las mareas y los vientos, sobretodo, del tiempo. Penélope permanece estática, inmutable, a la espera; y del mismo modo “espera” a un Ulises idéntico al de su recuerdo. Pero, éste, como sabemos, no coincide con el Ulises que marchó, su mirada es temporal, sufre un desajuste y su regreso sólo es posible si logra transmitir esta concepción temporal a Penélope. En el fondo, la auténtica epopeya de la Iliada consiste en introducir la novedad del tiempo, de su transcurso, para destronar la inmutabilidad de lo que es idéntico; ποταμοις τοις αυτοις εμβαινομεν τε και ουκ εμβαινομεν, ειμεν τε και ουκ ειμεν τε,* dirá el Oscuro...

Pero no es así, de ambas formas existe un ajuste, en el reconocimiento homérico o en el no-reconocimiento planteado. Ahora bien, se da otra posibilidad: ¿Qué sucedería si Ulises, consciente del paso del tiempo, no lograra transmitir dicha concepción a Penélope, si pese a todos sus intentos por alcanzar un reconocimiento, Penélope se empecinara en la identidad de quien marchó y en la negación de la idea que comenzaba a cristalizar y que sería planteada posteriormente por Heráclito? Tendríamos una tragedia, apunto, además, postmoderna: Ulises se presentaría a la amada, su visión, modificada, su apariencia, distinta, las aguas fluyendo, harían de él algo no-idéntico con el recuerdo de Penélope, quien espera, y he aquí la tragedia, lo inevitable en el desajuste anunciado, a Ulises, no al viajero. Ulises se anunciaría a Penélope y ésta, como en la canción de Serrat, sólo podría decir: “Tú no eres quien yo espero”.

La originariamente trágico, lo inevitable, es no poder discernir de modo alguno qué hay de Penélope y de Ulises en cado uno de nosotros.