jueves, 28 de junio de 2018

Sincronías y diacronías sobre el estado de la Luz y sus esferas

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La Luz fue ese primer instante extático e inaugural: mi primer recuerdo sólido; el simple amanecer de un espíritu a la conmovedora experiencia de la Vida.

¡Qué bellos eran la Luz y los días! ¡Qué hermoso decir yo!

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Lo fundamental es esa primera experiencia (sensual): el rasgo, la huella, el sello... con el que ha de afianzarse el recuerdo, la imagen −perturbada por la fotografía mental (lógica fotográfica)− que vincula, enmaraña (al auspicio de la mayor de todas las ilusiones: un concepto fuerte de “identidad”), en un esquema trascendental, distintos momentos de aquella fase iniciática de la Vida de los que guardamos escasos recuerdos conscientes.

Es imagen y es recuerdo, el placer de despertar cada mañana al calor de los rayos del sol peinando la alcoba −algo que ahora me desvela y puede llegar a irritarme: no es la Luz, sino la mirada, otra; apenas una visión para que el kantiano que fui se venga abajo por una simple persiana, que olvidé bajar. Y es que lo prosaico resplandece.

De todas ellas, ésta es la luz primera: la Luz que engendra Luz.

Si fuera animista, si tuviera necesidad de creer en algo para justificar mi existencia, adoraría al Sol y a la Luna.

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La Luna fue las noches de verano, todas, en un pueblo calinoso de casas encaladas y calles sin asfaltar: una atmósfera de patios traseros con aljibe, un espectáculo de corredores laberínticos y escaleras hacia los tejados, frente al mar, que ya sólo existe en mi recuerdo.

La Luna era luz y era sombra, y el eco apagado de unos pasos descalzos en la noche, y alaridos de un gato en celo, que llora como un bebé en la madrugada.

La Luna es siempre Ella; sólo Ella hablaba con la Luna y recitaba poemas que yo creí suyos porque a aquella edad no se es perito en lunas −Oh tú, perito en lunas,/que yo sepa/qué luna es de mejor/sabor y cepa.

Si el Sol es (mi) alimento, la Luna fueron sus (a)brazos y ambas esferas son la Vida.

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De estrellas, era una constelación de canicas enredadas en la apasionada danza del juego a mediodía, bajo un Sol moreno, vital, que las hacía resplandecer como astros-promesas en un desierto de arena sedienta, amarilla, frente al horizonte sangriento y crepuscular.

… y como esferas luminosas, los días, sucederían a la Luz.

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La Luz fueron los mil senderos de claridad trenzados por un bosque de naranjos como soles por los que yo a ciegas siempre sabía huir.

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Bajo la claridad de la Luna, yo ensamblé estas palabras:

que todo lo que es frágil,
en mis manos, siempre,
se desploma.

(Pero de esto hace tres o cuatro vidas.)

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La Luz, hoy, es la cara de Valentina cuando corre hacia mí, con los brazos abiertos.

Post

La Luz es esa niña en la cubierta del Aquarius, erguida, media sonrisa y la mano apoyada en la cadera; se sabe observada y devuelve la mirada con descaro al cámara de una agencia de noticias europea. Nadie la acompaña, su viaje todavía no ha concluido, pero el que porta a sus espaldas desquiciaría a la mayoría de adultos que he conocido. Ella es la luz.

Sin astros en el firmamento, sin esferas de luminosa geometría, cualquier embarcación, no importa su rudimento, naufraga o hace aguas.

La Luz y sus esferas son lo único-eterno, todo lo demás no es más que polvo estelar suspendido en el tiempo por las leyes de la atracción.







domingo, 25 de febrero de 2018

Lo último de Filipinas



No volveré a ser joven

Que la vida iba en serio
uno lo empieza a comprender más tarde
-como todos los jóvenes, yo vine
a llevarme la vida por delante.
Dejar huella quería
y marcharme entre aplausos
-envejecer, morir, eran tan solo
las dimensiones del teatro.
Pero ha pasado el tiempo
y la verdad desagradable asoma:
envejecer, morir,

es el único argumento de la obra.

Jaime Gil de Biedma, Poemas póstumos


(Me) Sucede que, al pasear por el Eixample, te asesta la ominosa impresión de que, por mucho que camines, cada vez que tomas una esquina, vuelves al mismo sitio. Su parrilla de manzanas y una arquitectura regia, orlada con motivos art nouveau, de inspiración centroeuropea
−excesivamente parisina conforme te aproximas a los flancos de passeig de Gràcia o de passeig de San Joan−, me recuerda a aquellos juegos visuales de Escher. Cada manzana, rigurosamente geométrica, cada portal, custodiado por cancerberos de guardapolvo azul marino, cada chaflán, con sus cafés y sus rusos de piel inmaculadamente lechosa, preciosos, sorbiendo chocolate caliente con ese ademán hastiado de las seis de la tarde ante la mirada solícita de un latinoamericano con camisa, chaleco y pajarita… Todo esto se repite una y otra vez, ya gires a izquierda o derecha, subas o bajes; como si volvieras eternamente sobre tus propios pasos al punto de partida toda vez que, iluso, celebras haber conseguido salir del laberinto en el que te veías encerrado.

Ésta, y no solamente ésta, es la razón por la que caminas por sus calles sin prestar demasiada atención. Con la gorra que te regaló Mireia calada hasta los ojos, caminas abrigado, con la vista puesta en el suelo, acompasada a unas pisadas inseguras, que no son ni la sombra de lo que fueron. Y a veces dices eso de perra vida y añoras la firmeza perdida de aquel paso seguro, de aquellas piernas obedientes y fuertes que impidieron durante años, más de una vez, la imposibilidad de tambalearse y caer.

Piensas estas cosas cuando conversas contigo mismo, y apenas levantas la cabeza, detenido en el paso de cebra, comprendes que sí, que esta calle horizontal, algo más ancha que sus paralelas, es el carrer d’Aragó, y no puedes evitar dirigir la mirada hacia el piso donde vivió C. unos meses y en el que te acogió aquella temporada; y tampoco puedes evitar haber sentido añoranza por aquellos días.

Recuerdas las largas caminatas, en más de una ocasión silenciosas, con que engañábamos entonces el tedio, el hambre y el frío; las noches largas en que salíamos a celebrar nuestras derrotas con, si acaso, cinco euros en los bolsillos y una promesa entrecortada en los labios; amaneceres que despertaban una sonrisa bobalicona, de culpabilidad, en aquellos cuerpos todavía esperanzados y que, entonces, no habían perdido ese brillo en la mirada que despiden las almas todavía vivas y en su esplendor. Son muchas las imágenes, catastróficas y felices; como la de aquella Nochebuena triste, en que gastamos todo nuestro presupuesto en un pollo y olvidamos que no teníamos butano para cocinarlo. C. y Julién se ausentaron para pasar un rato en una reunión de peruanos mientras yo dejé transcurrir la noche tiritando de frío, envuelto en una manta, fumando, observando el pollo. No era un pollo cualquiera, ¡se lo veía tan rosa, con esas plumillas blancas que le habían quedado en los muslitos! (a punto estuve de hacer una hoguera en el balcón para cocinarlo). Llegaron borrachos, de madrugada; dormía en el sofá y me despertaron: hablaban entre sí, no comprendía nada cuando hablaban entre sí; sólo recuerdo que un tipo que venía con ellos, que se llamaba Cesar, ¡Ave, Cesar!, quería follarse al pollo. No sé si al final lo hizo, yo traté de volver a dormir, todas mis Navidades son iguales y sé que lo mejor es dormir.

Vivir es morir un poco cada día; en un principio la Vida es como ese pequeño y refinado cofre privado en el que guardamos imágenes, sueños y esperanzas, algo más tarde, la Vida no es más que un saco de recuerdos. Hoy lo he pensado así.

Sería estupendo que entrara C. por la puerta y me levantara de la silla, me apartara de los apuntes y dijera eso de loco, deja esos papeles y entierra esas Disposiciones y Normas con rango de Ley; vayamos a caminar juntos por la playa y el puerto, hasta las Drassanes, y luego subimos las Ramblas, con el sol de espaldas, y charlamos con las putas del carrer Robadors. Olvida todo eso, deja ya de recordar a quienes no te recuerdan y vayamos a buscar el sol. No pongas la rodilla como excusa, loco, que te he visto deambular horas por el barrio del Congrés, por los alrededores de la plaça de Masadas, como un demonio enternecido, agazapado entre los soportales. Lo sabe todo el mundo, loco. Luego vienes descompuesto, ausente… ¿No ves que así te matas?

−Vaya, ¿ahora quieres caminar?, con el frío que hace aquí fuera… Este viento pirenaico nos matará antes a todos.
Pero, loco, ¿no ves que acá afuera hace menos frío que en esa chambre encalada de moho en la que vives?
−Ya, tú lo que quieres es caminar para decir cosas de persona triste, con tu cara de peruanito y de la persona triste que te gusta ser, para que luego yo remate tu circunloquio con un par de conceptos soeces y una coletilla de exabruptos que te hagan reír. ¡Di la verdad!
Loco… ¡Vente al Perú!
−¡¿Nadando…?! No, en ese caso prefiero caminar por Barcelona; conozco esta ciudad como si yo mismo hubiera colocado todas y cada una de sus deliciosas baldosas de diseño; porque eso, C., es Barcelona: una burguesía tenderil ataviada con lazos y banderas; un charnego insoportable paseando su insolencia, su lustrosa y endemoniada mirada.
¿Y qué harás. Loco?
−El peor de los destinos, C., si hay suerte: convertirme en un funcionario gris, saludar al conserje de algún edificio horrible cada mañana, conjugar mi vida con una ordinariez de días y horas que se suceden.
¿Y si no hay suerte, loco?
−… ¿Plan D?
Loco, el Plan D nunca nos gustó, por muchos flecos que hiles. ¿Recuerdas al tarado con el que compartía piso? Sí, aquel catecúmeno de Esquerra que te echó a la calle por masturbarte borracho en el salón, luego hizo llamar al abad Junqueras y a sor Marta, y todo para exorcizar el piso ungiéndolo en lágrimas… Pues para un tipo así el Plan D está bien, pero para nosotros, para ti, loco, no, no nos conviene.
−Bah, no te adelantes a los acontecimientos: soy como el musgo, que resurge cada otoño en esa esquina sombría de la nada, sin cuidados. ¡Tengo siete y ocho vidas, amigo! Llevaré esa existencia horrible, pero la haré mía como solo yo hago mías las cosas: madrugaré cada día hábil, me convertiré en el funcio más solitario y siniestro que se recuerde; inventaré heterónimos y construiré mi propio Libro del desasosiego. Puedo verme allí sentado, C., mirando absorto por el ventanal la Vida que discurre ahí fuera. ¡Las más bellas de todas, C., las más bellas páginas se escribirán en esa oficina!
Loco…
−Dejémoslo, no hablemos de Mañana. ¿No sabes aquello tan bonito que escribí por Año Nuevo? Quedó precioso, tras corregirlo un par de días más tarde, pasados los efluvios de aquella noche. Pensaba publicarlo aquí, pero lo he reservado para alguna de esas novelas que nunca termino. La última iba bien, pero se puso por en medio esta ristra de leyes que me persigue hasta en sueños, si es que consigo dormir. No es escusa, collons!, va en serio, y no mires así: los géneros están cambiando, la Novela está herida de muerte y es posible que esto constituya algún día un nuevo género, no como aquél que inauguró Montaigne (los de un inicio sí que son ensayos), porque esto que hago ahora es otra cosa, heredera del espíritu montaigneano… No sé… Sólo sé que hace frío y que tomo el sol en ampollas cada 15 días; que vivo en una época decadente, cuyo espíritu, irremisiblemente empobrecido, deteriorado, comienza a manifestar los síntomas habituales: despotismo, moralismo, fascismo… ¡Ismos que jamás podrán encapsular mi subjetividad y ante los que no me doblego ni guardaré silencio!
El que sí que no sabe nada soy yo, loco. Yo sólo te he visto poco antes de cruzar la calle, detenido en el paso de cebra. También me había deslizado hasta aquí en mis recuerdos, hasta el quinto piso, interior, sin ascensor, orientado al sur, con vistas a la capilla neogótica de los Maristas. Por eso me he deslizado hasta la calle, para acompañarte un rato en el camino y conversar como antes, pero ahora he de regresar al Perú.
−De acuerdo, C., yo seguiré mi camino, quizá llegue a Horta, hoy no quiero estudiar; sólo me apetece caminar. Saluda a Julién de mi parte, seguro que ahora es un señor gordito con una casa enorme forrada de libros.
Ja, el Loco Rai.
−Sólo una última cosa.
Di.
−El ascensor… lo han instalado; lo he visto al acercarme al portal.
Perra vida, loco.
−Perra.