martes, 30 de noviembre de 2010

Otoños en Barcelona


La estructura abovedada de hierro que techa las vías de la Estació de França fue la primera imagen que tuve de Barcelona; un otoño, similar a éste, frío y seco, soleado. Por las cristaleras de la bóveda entraba una luz apagada y tibia, como una caricia involuntaria, que apenas dejaba presumir el hermoso espectáculo que es el otoño mediterráneo.


Todavía continuaba grabada en mi retina mi imagen y la incertidumbre reflejadas en las ventanillas del Talgo.


El golpe de frío, el trasiego característico de cualquier estación y mi decisión por cumplir con diligencia el plan que previamente había trazado para ese día, impidieron que me detuviera a contemplar la imagen petrificada en aquella estación de un vestigio de otro siglo, de la era industrial que, pese a su demora, cambió la fisionomía de esta ciudad e hizo de ella un lugar a veces extravagante, en muchos casos bello y, en otros, a día de hoy, decadente.


Frente a mí tenía el barrio de la Ribera, pero, entonces, no lo sabía. Pasé de lado por la Ciutadella, subiendo por el Paseig de Picasso y Paseig Lluís Companys hasta llegar al Arc del Triomf… Barcelona se me ofrecía como una gran ciudad diseñada a escuadra y cartabón, con anchas avenidas que cruzaban de parte a parte la ciudad y delimitaban los barrios, en los que más tarde viviría (en casi todos) y que a fuerza de golpes, días, pasos y lluvias fui conociendo como si siempre hubieran formado parte de mi vida, como si de alguna manera imprecisa todo hubiera sucedido siempre ahí.


Es sorprendente la capacidad que tiene la condición humana de hacerse a cualquier circunstancia; de cómo las circunstancias son capaces de doblegar hasta el ímpetu más entusiasta y dormir al volcán.


(… si es que acaso duerme y no se hace el dormido.)


El otoño en Barcelona es un espectáculo de colores urbanos (y también de palabras a media voz): como una selva de estilos arquitectónicos, donde te salen al paso desconcertantes colosos modernistas, elegantes fachadas neoclásicas o pequeñas plazas empedradas que, como un claro en el bosque de callejuelas de trazado medieval, aparecen y desaparecen, apenas se dejan atrapar, Barcelona se desparrama hacia el mar empujada por la sierra y se extiende por su costa para ensanchar sus límites y recibir con los brazos abiertos una luz que se refleja en las vidrieras y mosaicos de azulejos de los palacios y villas, en el rocío que copa las hileras de plataneros que pintan las avenidas de la ciudad de ocres y en la línea de mar que la refracta hacia las ramblas, por donde serpentea, hasta alcanzar los barrios más altos, para hacer cima en el monte del Tibidabo.


Después de aquél hubo otros otoños, otras estaciones, pocos viajes y decenas de rostros e imágenes, voces que no dejan de hablar y que ahora me acompañan, sueños que quedaron en mis camas, camas que quedaron vacías y vacíos que jamás encontrarán un lecho, ciudades que nunca conoceré, pese haberlas visto y andado innumerables veces por las páginas de algunos libros que ya no sé dónde andan ni qué manos los recorrerán… Mientras tanto sucedía, Barcelona, siempre estuvo ahí, cuando la vida me daba la espalda y yo, furioso, xarnego e irreverente le devolvía una sonrisa irónica… fue mi amante más leal. Junto a la ciudad en la que nací, ésta siempre será mi otra casa.


Como las ciudades invisibles de Calvino, Barcelona siempre tuvo un reverso utópico, real, en tanto que fue por nosotros pensado, que se desplegaba muy de vez en cuando en algún gesto inesperado, palabras no improvisadas y encuentros intempestivos, que se desacompasaban con la misma rapidez y urgencia con que llegaban (como si temieran que alguien pudiera descubrirlos).


Pasaba la vida, se nos consumía, y la ciudad, como un organismo que se resiste a las embestidas de algún microorganismo parasitario, siempre resultaba fortalecida y amanecía sin previo aviso de febrero soleada, cristalina y plena de vida, rebosante de nuevas oportunidades y ansiosa por acogernos en su regazo.


Es entonces cuando podíais verme caminar sacando la lengua a los niños y detenerme en el primer banco que encontrara orientado al sol, con el diario gratuito bajo el brazo y el pitillo impaciente en la oreja.


Hubo un tiempo en que cada tarde conversaba con una niña pelirroja y descarada, de unos diez años, que, cuando dejaba de sonreír o insultar, permitía entrever cierta melancolía en la mirada, esa melancolía que tanto me llama la atención en los niños (son/fueron tus ojos), y ante la que se resistía, para salir corriendo enrabietada dejándome con la palabra en la boca, mientras yo la observaba alejarse haciendo eses con su cartera de piel, ya envejecida, aquella que llevaban los niños en la postguerra, colgada a la espalda.


(-Estarás aquí cuando haga frío. Yo quiero encontrarte en el banco en todas las estaciones.

-Claro, no te preocupes, yo siempre estaré aquí esperándote en tu camino de casa a la escuela.)


Barcelona y yo, éste y Barcelona, la Ciudad de los Prodigios –pese a que yo solamente pude presenciar uno, que, por cierto, queda para mí y lo llevaré siempre conmigo-, estamos repletos de estampas como ésta, y, por esta razón, todas estas palabras no son más que una plegaría.


(Y lo son, ¿acaso lo dudas?)




[Herzlichen Glückwunsch. Ich vermisse dich.]




jueves, 25 de noviembre de 2010

Escarabajo pelotero


Este tipo de coleóptero coprófago es una especie por lo general nocturna, de apenas dos centímetros y de un color negro profundo, que posee un par de alas plegadas sobre el tórax gracias a la cuales, aunque no en todos los casos de variantes especiativas, podemos observarlos emprender el vuelo en los meses cálidos al atardecer o cuando ya es noche cerrada.


El escarabajo pelotero amasa, formando una bola, y acumula los excrementos de ciertos mamíferos superiores, principalmente herbívoros, y los transporta allá donde va, rodando, hasta su refugio, bajo tierra, sin importar la orografía del terreno, el esfuerzo inmenso que son capaces de realizar o que su carga les doble o triplique en tamaño o quintuplique en peso; de ello se alimentan y en ello introducen sus huevos las hembras para que, más tarde, lo hagan las larvas hasta su maduración.


Aunque no lo parezca, no en todos los casos, es una especie de insecto fundamental en la agricultura, ya que su instinto por recolectar, hacer acopio, transportar y deglutir las heces, la materia en descomposición, lo sobrante…, los hace imprescindibles a la hora de limpiar el terreno de esta materia que, ciegamente, rastrean, llevan consigo y acumulan.


Siempre me ha resultado llamativa la obstinación del escarabajo pelotero: tenga hambre o no, se encuentre en su terreno o completamente desorientado tras haber sido “secuestrado” de su hábitat común, el escarabajo pelotero acumula sin reflexión ninguna ese equipaje del que no se desprende y por el que es capaz de luchar y, en algún caso, dar la vida. Como un imperativo biológico, una llamada genética o una orden de su especie que lo trasciende y copa toda su filogénesis, el escarabajo pelotero no puede dejar de acumular y transportar consigo la materia hallada.


Y es que no hay manera, todas las especies estamos encadenadas a nuestra propia genealogía y rendimos tributo en todo momento, y nos debemos como a un pacto más allá del tiempo, a nuestro destino; ante el que, tarde o temprano, hemos de rendir cuentas, puesto que todo ciclo exige por sí mismo ser completado.


Todo cae por su propio peso y los horizontes confluyen siempre en el mismo cruce de caminos en el que Edipo, una y otra vez, eternamente, da muerte a su progenitor y cumple con el parricidio anunciado e insoslayable; para descubrirlo sólo basta con haber visto alguna vez una parte de tu vida arrumbada junto al contenedor de la basura (y saber que no será la última).


Por mucho que tratemos de encumbrar nuestra voluntad, también nosotros estamos ordenados según conductas ante las que, rara vez, podemos rendir cuentas; sencillamente nos sustraemos a ellas, de forma inconsciente, como el escarabajo pelotero. Nuestra casas y nuestras vidas están plagadas de objetos inútiles, materia de desecho, que acumulamos según un sentimentalismo con el que tratamos de ocultar la incertidumbre, la necesidad u otros imperativos biológicos que confirman nuestro bagaje evolutivo e inciden, de alguna forma, en el camino de regreso, en este punto de inflexión por medio del cual dejamos a un lado el instinto para desplegar esta Humanidad a la que no podemos hacer otra cosa que aspirar, como horizonte regulativo, en su finalidad sin fin; macabro viaje sin destino, travesía frecuentada que jamás podrá ser cartografiada por una geometría sobre un plano en el que presumimos una oblicuidad de la que, no hay remedio, pendemos como títeres depositados después de cada función.


Los rituales se repiten con la misma pasión que otras veces y según una coreografía sobre cuya autoría nadie es capaz de pronunciarse: el ritual de repartir lo que puede ser de utilidad entre conocidos, el de discernir entre lo imprescindible, lo necesario o lo más valioso, el de levantar la vista hacia el balcón al cruzar la calle, el de echar a faltar aquello que siempre parecía estar de más, el de tomar la decisión de qué dirección tomar sólo cuando la ciudad oculta el sol a nuestras espaldas; el ritual por el que un escarabajo pelotero sufre la metamorfosis que lo transforma en gastrópodo de concha espiral.


El auténtico equipaje es el que no ocupa espacio y arrastramos allí donde vamos, cada vez más pesado y denso, como preciadas medallas de vida a las que jamás el Banco Central Europeo podrá poner precio y con las que, exigimos, nadie puede arrogarse el derecho de mercadear.


Volveré a acumular; al fin y al cabo no soy muy distinto de un escarabajo pelotero.



viernes, 19 de noviembre de 2010

En ausencia de origen. Por qué somos traductores


Si hay algo que se nos sustrae, nos falta o se nos oculta ante cualquier cosa, es su origen; curiosamente, ésta es una idea que apenas nos cuestionamos o llevamos a cuestión, a rendir cuentas y comparecer frente a este tribunal rara vez presuntuoso que es la crítica de la cultura.


Andar a la búsqueda del origen de cualquier cosa excede casi toda simple pretensión notarial o administrativa; esto ya lo sabía Nietzsche: quienes buscan el aspecto originario, el fundamento de cualquier fenómeno, revelan un sentimiento íntimo, un ansia que sólo puede ser apaciguada siempre y cuando el sujeto pueda hallar en este aparente desorden el orden que previamente había ocultado, la esencia que dé certificado de naturaleza y constate la presencia atribuida, la belleza del círculo o la seguridad que supone conducir por un circuito cerrado del que ya se conoce cada uno de sus baches o curvas; sus falsas salidas, desniveles, puertas traseras, cambios de sentido o callejones mudos.


(Como quiera que sea; siempre de inequívoca dirección –porque la pregunta por el origen o por el sentido no es más que un reclamo de lo inequívoco.)


Todo esto sucede en nuestra vida cotidiana, a cada momento, y no siempre es del todo evidente, como tampoco lo es cuando repercute de alguna forma en aquellos ámbitos de la experiencia ligados estrictamente al conocimiento.


Las palabras no son más que ruido, no dicen nada; son antorchas flotantes en un lago cavernoso y oscuro que iluminan sin dirección y cuyo origen de sentido sólo puede ser atribuido a las mareas, los vientos o el azar; simplemente son el atrezzo con el que ocultamos la carencia de sentido, con el que tratamos de acompañar el sonido de los objetos improvisando melodías a partir de estrofas y estribillos que ya hemos escuchado con anterioridad en otra parte, a la que presumimos cierto aire de familia con esta otra parte.


Todo esto no lo tuvo tan claro –o no del todo- Benjamin cuando reflexionaba sobre la tarea del traductor (título de uno de sus ensayos más reconocidos), quien, supongo, diferiría conmigo en la idea que acabo de exponer, pese a que interpreto (traduzco), sí logró dar con la respuesta a la pregunta que guiaba aquella reflexión en torno a la traducción: ¿Por qué traducir? ¿Dónde reside la legitimidad de este salto al vacío?


Si desmenuzamos las dos ideas principales, si las distanciamos, quizá podamos arrojar luz en torno al trabajo del traductor y quizá también podamos comprender por qué razón nuestro tiempo, esta época, se impone la tarea del traductor y deja a un lado cualquier pretensión de originalidad.


Benjamin, no quiero aburrir, estuvo más influenciado por algunos presupuestos de la fenomenología de lo que a simple vista parece y constatan sus comentaristas (sus traductores). Esto se hace evidente cuando señala que, frente al texto, ante un “original”, se nos ofrecen dos tipos de contenido: un contenido “esencial”, “[…] intangible, secreto, ‘poético’”, en oposición, con un contenido “no esencial”. Una buena traducción ha de ser exacta en lo que respecta al contenido no esencial, aquél que está dado simplemente al servicio del lector, al tiempo que ha de hacer justicia (y aquí no hablamos de adecuación) con aquel contenido esencial que se halla, de forma fantasmal, en su original.


Nos las vemos, una vez más, con cierto equipaje idealista: bajo la presunción de una ontología: que más allá de la inconmensurabilidad que un traductor pueda hallar entre dos lenguas, existe una lengua pura, íntima, común a todas la lengua, a cuyo sentido, tanto el original como la copia, se ha de hacer justicia. El buen traductor es aquel capaz de trasladar con exactitud el contenido no esencial de un original (mero intercambio sintagmático, semántico, lingüístico) mientras se percata del otro sentido, el poético, y construye caminos de sentido en la lengua transvasada que concurran en dicho sentido.


De modo que, Benjamin, comprende la tarea del traductor como un doble movimiento coordinado: el de la iteración, de un gesto, de una orden, de un pronunciamiento, y el de la actualización, de un sentido, el que la palabras ocultan cuando tratan de decir. En este movimiento reside el carácter “creativo”, compositivo o autorial de la tarea del traductor, ya que, más allá de esa mercantilización del signo, un buen traductor ha de componer el sentido poético, la verdad esencial que se halla oculta, disfrazada por toda la estructura no esencial de los lenguajes modernos (en los que ha devenido la lengua originaria).


Si dejamos a un lado este presupuesto a todas luces idealista, si prescindimos de la idea de que en el mundo o la vida reside una verdad esencial que algunos autores han sabido aprehender de alguna forma poética (soy consciente de que vertebrar ambos conceptos es una contradicción flagrante, pero es que quizá la única manera de mostrar la contradicción de tales pretensiones sea expresando dicha contradicción en términos lingüísticos, conceptuales, que la hagan evidente), si somos lo suficientemente honestos para advertir que tras la inconmensurabilidad lingüística que campea entre todos los sistemas de signos y en el uso mismo de un mismo sistema, si presentimos que, tras ella, nos las vemos con la ausencia de un origen, quizá podamos ver qué es aquello que legitima la tarea del traductor y por qué razón, todos, estamos abocados a ella.


Leamos éste otro texto de Benjamin:



[…] Se ha descrito muchas veces lo déjà vu. No sé si el término está bien escogido. ¿No habría que hablar mejor de sucesos que nos afectan como el eco, cuya resonancia, que lo provoca, parece haber surgido, en algún momento de la sombra de la vida pasada? Resulta, además, que el choque con el que un instante entra en nuestra conciencia como algo ya vivido, nos asalta en forma de sonido. Es una palabra, un susurro, una llamada que tiene el poder de atraernos desprevenidos a la fría tumba del pasado, cuya bóveda parece devolver el presente tan sólo como un eco. Es curioso que no se haya tratado todavía de descubrir la contrafigura de esta abstracción, es decir del choque con el que una palabra nos deja confusos, como una prenda olvidada en nuestra habitación. De la misma manera que ésta nos impulsa a sacar conclusiones a la desconocida, hay palabras o pausas que nos hacen sacar conclusiones respecto a la persona invisible: me refiero al futuro que se dejó olvidado en nuestra casa. (Walter Benjamin: Infancia en Berlín hacia 1900, Buenos Aires, Alfaguara, 1990, p. 45.)



Aquí, el ensayista alemán, especula con la existencia de una contrafigura del concepto de déjà vu para dar representación a un tipo de experiencia que está en la base de todo su pensamiento: mientras que el déjà vu hace honores al esquematismo kantiano, por el cual una experiencia pasada arroja luz sobre una presente (se trata de un salto temporal mediante el cual dos momentos distanciados adquieren plena identidad, o el segundo es subsumido por el primero); la contrafigura que echa en falta Benjamin en este caso opera de forma inversa: es precisamente ese presente, una vez interrumpida la comunicación (una vez constatada la inconmensurabilidad que se yergue entre ambos momentos), el que preña de sentido el acontecimiento pasado (lo subsume) y, precisamente, es esa voluntad de sentido la que levanta el puente o reanuda la comunicación interrumpida, imposible, la que lo legitima.


Si extrapolamos su reflexión en torno a esta contrafigura o experiencia (que, ya digo, es recurrente a lo largo de toda su literatura) y la insertamos dentro de la cuestión por la traducción, podemos observar que Benjamin sí tiene esta contrafigura que necesita, que sí existe un concepto que aglutine la operación inversa, y la experiencia ella ligada, al déjà vu. Esta maniobra no es otra que la tarea del traductor, pues la contrafigura del déjà vu no es otra que la traducción.


Ni existe ninguna lengua pura, ni ninguna verdad esencial a la vida o al mundo; debemos aprender a vivir en un mundo sin origen ni presencias (o al menos tolerarlo). Y ese aire de familia, esta apariencia de adecuación que se experimenta cuando nos las vemos con una traducción o en torno a la cual “jura” el traductor que su trabajo no es más que una simple “copia”, un material subsidiario, del original, no es, de ninguna forma, el resultado de la posibilidad, ante un origen o lengua común, de conmensurabilidad lingüística, sino vital. La condición de posibilidad del lenguaje, de lo que llamamos “comunicación”, es precisamente la falta de origen, de sentido: la inconmensurabilidad que atraviesa toda forma de subjetividad; no así el mundo, que siempre está ahí, inanimado, frente a nosotros. Ésta es la razón por la que es posible interpretar, hallar un sentido (cualquiera): la indeterminación del lenguaje es lo que posibilita que la vida se pliegue a sus exigencias, y es así como acontece lo óntico.


La obra traducida se nos presenta, de esta forma, en toda su singularidad, en su ser-original, ya libre de origen, sin necesidad de invertir los papeles, como hacía, jactanciosamente Derrida, para des-montar la idea platónica del origen, y la oposición metafísica entre original y copia, queda, una vez más –y espero que por siempre- superada.


Una traducción, retomando el hilo, no da forma a una simple evocación (la obra traducida no evoca, sino que sustituye, reemplaza, al “original” –concepto que debemos tener siempre la sensibilidad de entrecomillar-), más bien indica o muestra los restos o el resultado de una transacción, donde lo aquí presente equivale a un momento pasado a costa de que éste “pierda” un sentido que nos es negado –y que no olvidemos, presuponemos- para acoger nuevo sentido, se pliegue a la variación y exija su oportunidad de ser otra vez presente.


No perdamos de vista que, para que esto suceda, para que una réplica o un acontecimiento presente sea capaz de arrojar luz sobre su original o antepasado, se lo apropie y lo subsuma para volver a lanzarlo a un canal de sentido, es necesaria la indeterminación del signo, su carácter hermético y la imposibilidad de toda hermenéutica que pretenda, bajo ciertas presunciones, anteponerse de forma positiva a cualquier otra forma de interpretación.


Sea como sea, una buena traducción, expurgada y fuera de toda sospecha ya la reflexión que hace Benjamin, requiere que, entre ésta y su “original” exista una relación no dialéctica en la que dos momentos distantes en su acontecer óntico se brinden apoyo mutuo para compartir una misma existencia –lo que para la metafísica clásica y toda la tradición idealista es poco menos que una herejía (bueno, miento, en realidad la teología cristiana describe un esquema parecido para explicar la trinidad).


(Quiero indicar que la “interactuación” no implica “adecuación”.)


La tarea del traductor es, en definitiva, un arte de alumbrar, rescatar a la vida, y guiarnos hacia la urgencia de sentido que todo presente reclama, ahora actualizado, ya distante en su onticidad, por medio de la cualidad más bella y primaria del lenguaje (de nosotros mismos): la poética.


Plantear la relación entre original y copia en términos de adecuación es una tautología conceptual clamorosa; puesto que a dicha oposición le es inherente la necesidad o el requerimiento de adecuación. Menospreciar una traducción como copia o mero producto de un objeto del que causalmente queda en dependencia (puesto que su existencia se juega en él), es no haber comprendido que el pensamiento (la cognición) no es más que una constelación de caminos con dirección única y que el lenguaje es como un bello corcel ansioso por recorrer todo el amplio horizonte o como el adolescente que no conoce la vida e impaciente ansía beberla toda de un trago.



Trago que suele resultar invariablemente mortal, por cierto.


sábado, 13 de noviembre de 2010

Siente a un pobre a su mesa


Según mis amigos de la RAE (quienes, por cierto, estrenan nueva ortografía –y me temo que, como suele ocurrir, nadie ha quedado contento; ni los de fuera, ni (todos) los de dentro), un esperpento hace referencia al hecho “grotesco o desatinado”; su etimología es incierta, y no creo que venga mucho al caso, ya que su uso, desde principios del siglo xx está condicionado por la lectura que de este término hizo Valle-Inclán, quien bautizó con él este género crítico y literario inaugurado con Luces de Bohemia (1920).


Valle-Inclán tomó prestada esta voz popular, que hacía referencia a lo espantoso, a lo feo o grotesco (ligada al juicio estético, como vemos), para designar un nuevo tipo de obra teatral con la que pretendía, mediante una “deformación grotesca de la realidad”, como ya hizo Goya con la serie de Los Caprichos, poner en marcha una crítica de esa sociedad de la que era reflejo (deformado).


La transposición, la ironía, el sarcasmo…, los desplazamientos, en definitiva, como forma de crítica han sido un lugar común, bien frecuentado, a lo largo de la historia por las mentes más lúcidas; me vienen ahora a la cabeza Luciano de Samosata, Erasmo de Rotterdam, Miguel de Cervantes, Francisco de Quevedo… (existen varios estudios críticos que tratan todos estos casos en particular y alguno, incluso, los enlaza –alguno de ellos- trazando una visión diacrónica de este asunto). También Valle, que expone por medio de su personaje, Max Estrella, la idea de base de esta estética:



max: Los ultraístas son unos farsantes. El esperpentismo lo ha inventado Goya. Los héroes clásicos han ido a pasearse en el callejón del Gato.

don latino: ¡Estás completamente curda!

max: Los héroes clásicos reflejados en los espejos cóncavos dan el Esperpento. El sentido trágico de la vida española sólo puede darse con una estética sistemáticamente deformada.

don latino: ¡Miau! ¡Te estás contagiando!

max: España es una deformación grotesca de la civilización europea.

don latino: ¡Pudiera! Yo me inhibo.

max: Las imágenes más bellas en un espejo cóncavo son absurdas.

don latino: Conforme. Pero a mí me divierte mirarme en los espejos de la calle del Gato.

max: Y a mí. La deformación deja de serlo cuando está sujeta a una matemática perfecta. Mi estética actual es transformar con matemática de espejo cóncavo las normas clásicas.

don latino: ¿Y dónde está el espejo?

max: En el fondo del vaso.

don latino: ¡Eres genial! ¡Me quito el cráneo!

max: Latino, deformemos la expresión en el mismo espejo que nos deforma las caras y toda la vida miserable de España.*



Si alguno se está preguntando a qué viene todo esto, es porque no sabe o todavía no ha leído (o no es lo suficientemente intuitivo) que esta madrugada ha muerto Luis García-Berlanga, uno de los grandes directores de cine europeo del siglo xx, autor de cintas con las que he crecido y que han enriquecido de manera extraordinaria mi universo estético y mi forma de mirar, mostrándome la risa, la estrategia de reírse de uno mismo, de la condición humana, como forma de comprensión; como fármaco y dardo bien afilado contra esta cultura decadente que es la nuestra; como manera de fortalecerse ante el adversario y su superioridad en número; como forma de huída siempre adelante (siempre, ¿verdad?).


Me vienen tantas a la cabeza: Esa pareja feliz (1952), Bienvenido Mr. Marshall (1953), Los jueves, milagro (1957), Plácido (1961), El verdugo (1963), la serie de La escopeta nacional (77-82) o La vaquilla (1985).


Y es que Berlanga, parece, toma el testigo y hace suyas las palabras de Max Estrella y de Valle: España como deformación de Europa, como lugar donde se concentran todas aquellas contradicciones y fantasmas de la cultura occidental-europea, donde los castillos siempre son de arena y donde bajo los adoquines, no hay manera, nos tropezamos con calzadas aún más antiguas y más costosas aun de levantar. Y así lo quiso mostrar un tipo lo suficientemente lúcido como para jugar, junto con su amigo, y guionista de gran parte de su obra, Rafael Azcona, con la censura franquista durante lustros y salir bien parado. Su ironía era tan fina y su lenguaje tan rico que, leía hace un tiempo, los censores, cuando se las tenían que ver con un guión suyo o de Azcona (o de ambos), se tiraban de los pelos porque, según cuentan, Berlanga podía filmar una cinta en la que tanto el guión como los diálogos parecían, a simple vista, completamente asépticos, pero en un plano de apenas unos segundos de la Gran Vía madrileña, se les escapaba la imagen de un obispo saliendo del burdel a la hora de la siesta.


Berlanga fue un libertario, así solía definirse en las entrevistas, y un vitalista, así es como se nos ha mostrado en su cine. Ha sido el primer director español, y creo que el único, que se ha atrevido a retratar nuestra guerra civil en tono de comedia; uno de los pocos que supo plantarle cara al nuevo imperio estadounidense, pasando por encima del franquismo como un niño travieso al que nadie entiende y al que, por eso mismo, dejaban hacer, y presentar su cinta al Festival de Cannes (leí en una ocasión que, de no ser por la crítica que se hacía en ella al gobierno de EE UU, Bienvenido Mr. Marshall hubiera podido ganar ese año el premio a la Mejor Película y otros tantos más, incluso podría haber optado a los Oscar); un visionario crítico con las formas emergentes de "caridad" occidental, su hipocresía… Sus personajes, auténticos antihéroes, hermosos a manos llenas, son tipos anónimos, inocentes, inmersos en tramas que los superan y que, inevitablemente, terminarán con sus sueños. Sus interminables planos secuencia, repletos de personajes, de voces, en los que nadie calla, representando esa algarabía que es la existencia: cientos de voces al tiempo en una coreografía donde nadie es escuchado, pasarán a la historia del cine, junto a nombres como los de Chaplin, Fellini, De Sica, Visconti, Godard, Truffaut, Welles…


Poniendo el neorrealismo al servicio del esperpento, nos mostraba un camino mejor: el amor por la vida y la comprensión de nuestra condición como forma de profundizar en este grotesco sinsentido de todo lo absurdo que nos rodea.


Todos somos Plácido.


(Ésta era su verdad.)


Mientras tanto, ya saben, estas próximas navidades, no duden en sentar a un pobre a su mesa (y qué mejor si es austrohúngaro).



*
Ramón María del Valle-Inclán, Luces de Bohemia, xii.

sábado, 6 de noviembre de 2010

ἀταραξία


Me encanta su sonido. Ataraxia. Una palabra de origen griego –como supongo que podéis imaginar-, ταραξία (atapaξia), compuesta (en su sentido más constructivo) por el prefijo (a), “sin”, y el concepto-raíz ταραχή (taraji), “turbación”, y que es traducida al castellano como “serenidad”. La ataraxia es utilizada para designar la “tranquilidad” o la “ausencia de turbaciones” en el individuo; aunque lo más común –yo también lo hago- es que sea utilizada para describir la indiferencia o la falta de pasión con que alguien realiza cualquier cosa.


Los clásicos, aquellos niños con barba, tenían en este concepto la más alta meta a la que podía estar orientada la vida de un hombre, puesto que identificaban la felicidad (el único objetivo realmente digno de serlo) con este estado, en apariencia, flemático. Digo “en apariencia” porque si observamos bien cómo fue entendido este concepto por las tres grandes escuelas de pensamiento clásico, podemos advertir una diferencia de base en torno a su concepción que puede, a su vez, arrojar un poco de luz para la comprensión o matización del escepticismo contemporáneo.


Si ponemos un poco de atención a su tratamiento, tanto para estoicos como epicúreos, la ataraxia, la felicidad última, consistía en algún tipo de relación que el sujeto, el individuo, debía mantener con sus pasiones; por ello se revelaba como una virtud, puesto que consistía en un mandato de tipo moral. Por ambas partes, era la adecuación del sujeto volitivo con el logos universal aquello que legitimaba la exclusión de determinadas pasiones a favor de otras; por parte de los estoicos aquellas más ligadas al cuerpo y por la de los epicúreos aquellas pasiones corporales que no podían ser armonizadas con las espirituales.


Sin embargo, para los escépticos (fundamentalmente el pirronismo), la ataraxia nada tenía que ver con la voluntad de doblegar a las pasiones racionalmente de tal forma que, al no estar el individuo sometido a ellas, podía regir su vida según voluntad propia para alcanzar así la felicidad, la ataraxia.


Lo que me gusta del pirronismo es su sutileza (vale, y que no se lo puede contrargumentar y saca de quicio a todo el mundo –eso me pone, como ya sabéis).


Para los pirrónicos, la ataraxia es un estado especialmente sensible, en un sentido muy complejo, y a la flema con que ante cualquier extraño el escéptico vive la vida sin pasión alguna, subyace un torrente sensorial en torno a esa falta de pasión que la hace especialmente pasional.


El pirrónico es pasionalmente desapasionado.


¿Cómo es esto posible –se andarán preguntando los dos de los cuatro gatos que me leen y que esta vez han llegado hasta aquí?


Como bien supo advertir Michel de Montaigne (uno de los primeros modernos y de los pocos que supieron comprender qué era la modernidad –es el mismo punto en el que nos encontramos hoy en día, aunque más viejos), el pirronismo no era una filosofía, no consistía en una armazón de argumentos o un conjunto cerrado de saberes a partir de los cuales poder regir la experiencia. El pirronismo consistía en una actitud que, inevitablemente, si se era capaz de mantener (y aquí se juegan muchas pasiones), desembocaba en la ataraxia, que no es otra cosa que una falta de pasión en el mundo y en las cosas vivida con apasionamiento; y esta actitud consistía en la ποχή (epojé), “suspensión”, del juicio, de todos ellos, bien fuera tomando consciencia de la isostenia que media entre dos argumentos o tesis en oposición, o del carácter subjetivo, mediato, de nuestra percepción del mundo.


De esta guisa, el mundo, repentinamente, perdía ese aura de sentido que toda filosofía pretendía adjudicarle, se tornaba oscuro e incierto, un amasijo de cosas yertas caótico y relacional frente al que el sujeto queda enmudecido, puesto que el mundo desvestido de palabras no requiere ser dicho (podemos “encogernos de hombros”, como hacía Bernardo Soares, el más pirrónico de todos los heterónimos de Pessoa).


La “felicidad” que acompaña a este des-apasionamiento con respecto a las cosas formaba parte de un envés compensatorio: entregábamos el sentido, renunciábamos a él a cambio de una forma de liberación. Esta liberación consistía, en palabras de Montaigne, en el fin de la dialéctica: para desmontar los argumentos del contrario, el pirrónico se ve obligado a llevar a cabo una estrategia suicida (pero a la postre liberadora): desarmarse a sí mismo, desmantelar sus racionalidad, poner fin a su entidad para que, indirectamente, los argumentos del contrario, basados en el logos, cayeran por su propio peso.


Muerto el sentido la dialéctica queda deslegitimada, puesto que ha perdido su fundamento.


… y esta calma que sigue a la última batalla de esta guerra que, de otra forma, nunca hubiera tenido fin, en la que el logos ha quedado destronado y el mundo y la vida vuelven a erigirse en su acontecer sin más, sin pasión, es una forma de felicidad en la que se vive de manera muy pasional (puesto que es sentido a cada momento en su ausencia) la falta de pasión con que se percibe un mundo, ya carente de sentido y hermosamente absurdo.




(¿Veis cómo no hace falta adorar a ningún elefante de ocho brazos? El mundo es igual en todas partes y por mucho que nuestras fronteras se empecinen, nunca podrán poner veto a lo evidente:


que nada ha sido nunca evidente.)