miércoles, 13 de enero de 2016

... o no res


Suena la campanilla, ahogada, metálica, del semáforo en verde y un desaforado enjambre de personas-bolsas-sonrisas (todos charlan animadamente, con esa dulzura pueril en la mirada, que contrasta con el destello avieso y de escarcha que relampaguea entre los vendedores ambulantes de origen paquistaní o subsahariano) desemboca por el paso de cebra del final de la calle Montera que cruza a Fuencarral.

Tú permaneces inmóvil, justo al borde de la acera, como quien observa desde lo alto el fondo del precipicio (o como quien se cruza con un río en el camino que no consta en el mapa y lo mira absorto, sin dar crédito), impasible, enajenado a los improperios, golpes en la espalda y codazos con los que la gente (las masas de emprendedores) trata de abrirse paso, pese a no dar mi brazo a torcer y continuar empecinado en la misma posición dos o tres ciclos más de rojos-verdes, sin que los dos agentes de la policía nacional, armados y con chalecos antibalas, que presencian la escena con un divertido estado de alerta digno de postal, se decidan a intervenir.

Sólo dos ideas alcanzan tu conciencia en este momento:

i) el sudor que resbala por mi sien es un probable síntoma de fiebre;

ii) ¿dispararían si este paso de cebra fuera el que hay frente al Congreso y tratara de franquearlo para mear en la puerta de los leones?

La segunda de ellas, rabiosamente adolescente, una vez depurada de ese rebelde histrionismo con el que en otro tiempo hubiera hecho exaltación de una juventud que ya no es la mía, parece resistirse a dar paso a otras de mayor calado estético, mientras me decido (ahora sí) a cruzar la calzada, como si hubiera algo esencial, primorosamente exacto y cierto, en esa estructura no del todo descabellada.

Maldigo en una lengua que no es la mía: extrañas añoranzas.

Sobre mi cabeza: la trampa de un cielo plomizo, nacarado de jirones nubosos, presuntuosamente blancos; un espejo añil y turbio, como una fotografía velada de un horizonte (el mío y el de esta ciudad).

(Es esa presencia, constante, siempre en todas partes, que te acompaña desde hace semanas, aunque estos días se haya acentuado, como la melodía cansina que siempre tarareas a solas, de que quizá, lo más probable, lo cierto, es que sea éste, al doblar la esquina, el definitivo callejón sin salida.)

¿Dar marcha atrás?

(¡Si supieras cómo...!)

Sí, vivir sin cielo es toda una molestia, pero sabes que la luz que echas en falta no la cubre sólo la costra de dióxido y la bruma invernal: es una cuestión de ángulo, de coordenadas.

Extraña geografía, la de estos meses-años.

(Si al menos te recordaras
       
            -ya no sabemos ni quienes somos.

Hemos prestado demasiada atención al cuidado-ahora-de los cuerpos.)

Sí, eso es, has cerrado el ángulo,

perdido el tiempo;

olvidaste conjugar todos los modos.


Sin tiempo no se es nada
y ahora sólo merece la pena esa otra vida que te reclama (¡poito!).

(¡Qué al menos ella tenga su oportunidad!)


¿Alguien podría-sabría hacerlo;

encender la luz?