miércoles, 11 de mayo de 2016

Rai (II)

… a partir de entonces, siempre que se desvanecía de fiebre, pasaba las noches en blanco y bañado en sudor, por miedo a no despertar esta vez, entregado a los extraños recuerdos que, como destellos-epifanías de sí mismo, hilaban un momento pasado con el presente más inmediato: un acto luminoso de la conciencia empeñada en dotar de sentido a lo que antes se creía conocer.

[Recuerdo]

Camino despacio, como si de un momento a otro fuera a comenzar a patinar por el largo pasillo embaldosado de la escuela. Las clases están a oscuras; las puertas de las aulas cerradas. Respiro un aire húmedo, envarado de aromas de madera y pupitre. De pronto me siento descubierto y titubeo una excusa ante una voz-rostro ronca y autoritaria que me señala la puerta y la dirección al patio.

Mareado, desconcertado frente a esa luz ingrávida y poderosa de la infancia, esa luz que, más que hacer estallar el color, acostumbraba a posar un velo compacto sobre las cosas, caminas, concentrado en el dolor, en este dolor tan familiar. Otras sensaciones te sacan, por momentos, del ensimismamiento y te prestas (también entonces) a entablar conversación con la tibieza del sol sobre las rodillas al descubierto por los pantalones cortos, o con la brisa densa de mediodía que agita las copas de los pinos apostados en torno al muro que rodeaba el descampado que servía de patio a la escuela.

Frente al pabellón rectangular de las aulas, una cerca de hierro de apenas un metro de altura y pintada de verde, con dos canastas en cada extremo, forman una pista de baloncesto. Más a la derecha: la vasta zona de tierra árida y amarillenta, sobre la que siempre se levantaba un pequeño torbellino de polvo en suspensión, cuyas oscilaciones de una portería de fútbol a otra ofrecían carácter épico a los partidos que allí se jugaban. Porterías oxidadas, en las que algunos niños practicaban sus acrobacias. Una de ellas con el larguero vencido y caído, arrumbado a un extremo del descampado, y sostenida por un travesaño de madera, negro, plagado de telarañas, que partía de uno de los nudos del tronco de un majestuoso ficus cuya altura considerable, por aquel entonces, debía resultarme descomunal. Cómo si no explicar los dos grandes bloques de hormigón a ambos lados de su base y que solíamos usar como asiento para ver los partidos de fútbol, a la vez que nos recordaban una posibilidad catastrófica con la que en muchas ocasiones fantaseábamos: que algún día ese árbol se nos viniera encima y cayera sobre la escuela.

Ahora arrastro mis pies por el descampado con las manos en los bolsillos, molesto por el vaivén del flequillo rozando mi frente, pero sin pasión, sin fuerza para levantar el brazo y apartarlo de un manotazo, antes de que vuelva obstinado a caer sobre la frente. Lo hago, me castigo de esta forma, porque así olvido ese otro dolor, más atenuado, pero que todavía no ha desaparecido.

Hemos comido todos a prisa, pero en vez de unirme a la estampida hacia el patio, he preferido la oscuridad de los pasillos, a esas horas, desiertos del pabellón.

Deambulo por un mercadillo de juegos ya iniciados. Grupos diseminados juegan a las canicas o a la peonza donde la arena es más fina; entrecruzo la mirada con algunos compañeros de clase pero no me detengo para integrarme en ninguno de ellos. En dirección al campo de fútbol, y antes de llegar a la altura del ficus, alguien me invita a unirme a un juego y, sin tiempo para declinar la oferta, me veo de rodillas en hilera junto a otros chicos mientras dejamos que otros salten y monten sobre nosotros. El juego se traba en discusiones que se eternizan, apenas puedo aguantar más el peso y caemos, yo de cabeza: un sonido seco y amplio que empalidece los rostros de quienes me rodean. No hay risas ni descaro, me observan aterrorizados y yo, aún más desconcertado, me levanto sin decir nada y continúo mi camino concentrado en ese otro dolor que ha vuelto, más intenso, y que difumina, como un zumbido molesto, el de la cabeza (tengo una pequeña depresión en el lado derecho del cráneo y quizá alguna que otra tara cognitiva producidas por ese golpe).


El recuerdo es vívido, muy intenso, como si fuera una experiencia del día cuya impronta, ya en la cama, no ha conseguido desvanecerse. Y aún así, soy consciente de su manufactura, porque se solapa con otros recuerdos ajenos a ese día. Aunque es precisa y paradójicamente esta artificialidad su mayor aspiración de verdad, puesto que, estas tres imágenes, entrelazadas, son las que dan sentido y explican el momento presente y delirante que las elucubra.

La segunda imagen me traslada unos meses después, a una noche de verano y a la habitación que compartía con mi hermano pequeño: conversamos haciendo tiempo hasta quedar dormidos, él abrazado a una almohada con forma de Mortadelo.

-¿Tú crees que alguien podría mover con sus brazos las piedras grandes que hay debajo del árbol del colegio?

Y, sin premeditación ni maldad, surgió la aventi: Esas piedras sólo puede moverlas un tractor y fueron puestas ahí para esconder un secreto; ¿… que qué secreto? ¿Juras no contárselo a nadie? ¡Vale, cuenta! Las piedras ocultan un pasadizo secreto que pasa bajo el campo de fútbol y más allá del muro de la escuela. Algunos lo conocemos y lo utilizamos para escaparnos, ¿por qué crees que yo llego cada día antes que tú a la parada del autobús?

Con los días la aventi fue creciendo, improvisando, por sí sola, según su propia lógica, nuevos giros: el túnel fue excavado por una banda dedicada a secuestrar a los niños de la escuela, pero fueron descubiertos y el orificio sellado. Yo y algunos más habíamos descubierto la verdad y la forma de introducirnos en el túnel por un resquicio casi imperceptible, pero útil, que había entre el tronco y uno de los bloques de hormigón.

Otra vuelta de tuerca: además, había una bifurcación y podías acceder a otro lugar desconocido, una especie de vergel repleto de árboles frutales al que escapábamos de vez en cuando quienes conocíamos el secreto para comer frutas, charlar y sestear por el césped.

(Semanas después, tras el comienzo del nuevo curso, mi hermano me acusó de mentiroso.)

[Quizá ésta fue la primera vez que escribí algo, aunque fuera de forma oral.]


Esta imagen se solapa con una tercera que, a su vez, da forma y redondea mi epifanía (en mi recuerdo de la pasada noche sucede tras el incidente en que me golpeo la cabeza, pero dudo de que fuera así, aunque, debió ser poco después, ya que, para inventar la aventi contada a mi hermano, sí que tenía que conocer lo que había al otro lado del muro izquierdo de la escuela): Camino aturdido, molesto por ese murmullo de patio, por ese sonido solo, hecho de muchos otros sonidos, observando a distancia los juegos de mis compañeros de clase. Me muestro esquivo, entre obstáculos y grupos de niños que alborotan, sonríen y se escupen antes de iniciar una amenaza verbal, en dirección al otro extremo del patio, el más alejado del pabellón de la escuela y, por ello mismo, por esa ley no escrita, lugar de juego de "los mayores". Llego a la altura de uno de los grupos, algunos descansan apoyados en un hueco de la hilera de pinos que deja al descubierto el muro, aunque conversación se interrumpe cuando advierten mi presencia. Escucho alguna imprecación del tipo “lárgate del aquí o te rompemos las piernas, enano”. Pero no me amilano, estoy cansado y me duele todo y decido que yo también puedo estar allí, con ellos, aunque ellos no quieran estar conmigo. Así que me siento, a su lado, tratando de aparentar indiferencia. Uno se me acerca y me da una patada, no muy fuerte, pero suficiente como para arrastrarme medio metro por la tierra. Al mover agitado el cuerpo y levantar la cabeza, airado (entonces no era consciente de mis gestos y desconocía mi catálogo de expresiones), presiento una mezcla de miedo y duda en su mirada: de alguna forma primaria, muy básica, pero nada infantil, sé que he vencido, que me dejarán en paz. Continúo sentado, haciendo caso omiso a su conversación, que apenas entiendo. Unos minutos más tarde, mientras el grupo se disgrega en otros grupos más pequeños en función de las distintas conversaciones y risas que se van entablando, uno de ellos se separa repentinamente del suyo (hacía rato que miraba extrañado), se acerca y me ofrece un cigarrillo. Lo miro estupefacto pero lo tomo con naturalidad, sé cómo se fuma, todos los mayores los hacen, y le doy una calada, que me provoca un intenso mareo, aunque logro expulsar el humo sin toser y salir airoso (intuía que el juego consistía en ello), continúo fumando, ya sin tragarme el humo, mientras contesto a sus preguntas: no, no juego al fútbol, tampoco me van las canicas y peonza no tengo; y sí, paso de mis amigos, los de clase, me aburro; sí, claro, mucho mejor aquí, con vosotros; ¿un secreto?, ¿de qué se trata?; ¿¡de verdad!?; te gustan las naranjas recién cogidas, ¿a que sí?, también hay granadas y limones, si quieres llevarte alguno a casa, sólo tienes que cruzar por ese orificio, ¿lo ves?, allí, por donde los pinos están secos de cara al muro, nosotros usamos unos agujeros que hay en el muro, en ese otro lado, para saltar, pero ahora mismo… no nos quita el ojo, el muy marmota, a ti te cubrimos entre todos y pasas en un momento…


Son tres imágenes, tres recuerdos que la fiebre, el cansancio y la lucidez del crepúsculo han convertido en uno solo. Un recuerdo compacto, muy presente, tanto que mi vida de hora sólo puede ser explicada a la luz de esta secuencia de imágenes en otro tiempo olvidadas, que la enfermedad e incertidumbres han recuperado, no sin agonía, y ante las que, no hay manera, no puedo hacer otra cosa que mirar, obstinado. Tres imágenes que me resumen mejor que cualquier otra cosa. Tras imágenes que, quizá, vaticinaban este naufragio, del que yo he tratado de huir y al que, sin saberlo, iba encaminado.

Desde que tengo uso de razón sólo he pensado en el futuro: es coherente con ello que desde que carezco de futuro no haga más que de tratar de desentrañar el pasado.

Barcelona, 10 de mayo de 2016