jueves, 23 de diciembre de 2010

Extranjería


En verdad, no sabía qué andaba buscando.


(Entonces andabas por el buen camino.


Déjalo.)


Daba vueltas al concepto, lo manoseaba y observaba extendido sobre la palma de mi mano, le daba un giro de ciento ochenta grados o lo invertía; acariciándolo, trataba de hacerlo hablar, de sonsacarle, que me rumiara al oído, pero nada, algo en él se me resistía. Una intuición me decía que éste era un concepto muy importante, si es que lograba traspasarlo y contemplarlo de forma oblicua, pero no había manera, no alcanzaba a ir más allá del sentido de uso que comúnmente le atribuimos.


Entonces, quizá fue la “suerte”, el simple azar o alguna de las extravagantes conexiones trópicas a las que soy muy dado, me vino a la cabeza aquel viejo eslogan en que se ha convertido la frase de Rimbaud.


Pensaba en ello y busqué el texto; de pronto me percaté de una cosa, que no recordaba o que los sucesivos comentarios en torno a esta cita, a los que yo había recurrido en otras ocasiones, habían logrado ocultar, hacer pasar de largo: no se trata de un eslogan, tampoco es una exclamación poética y, menos aún, la exigencia banal en que se ha convertido. Entre los delirios de juventud y ese optimismo –del que ya no quedaría nada antes de cumplir la edad de 20 años- que se respira entre las palabras de lo que yo considero una poética, aunque lúcida, bastante infantil, si dejamos a un lado, claro está, algunas reflexiones estéticas de gran calado y que pertenecen a su epistolario, Arthur Rimbaud nos sorprende con una reflexión ajena al tono del discurso de Une Saison en Enfer; se trata, prácticamente, de una prescripción o un principio metodológico, casi un imperativo, muy formal, por cierto, por medio del cual regir la experiencia –o eso me lo parece ahora-. Tras el consabido histrionismo poético con el que describe en esta obra -que no deja de ser una suerte de autobiografía- la condición moderna, la ruptura con la experiencia, con la tradición, con lo clásico, Rimbaud, con una voz mucho menos histriónica, diría que incluso desconcertante, dado el contexto, como una reflexión en voz alta que se le “escapa” entre líneas al tipo que “representa” el rol del personaje irreflexivo, nos asalta con una frase que, paradójicamente, suele ser apropiada y citada de forma bien histriónica –lo que dice mucho de la razón por la que se la amputa.



Adiós

¡Ya el otoño! Pero por qué tener nostalgia de un sol eterno, si estamos comprometidos en el descubrimiento de la claridad divina, -lejos de la gente que muere mientras pasan las estaciones.
El otoño. Nuestra barca alzada entre brumas inmóviles toma rumbo hacia el puerto de la miseria, la ciudad enorme en el cielo tiznado de fuego y de barro. ¡Ah! ¡Los harapos putrefactos, el pan mojado por la lluvia, la ebriedad, los mil amores que me han crucificado! ¡No terminará nunca este vampiro que reina sobre millones de almas y de cuerpos muertos y que serán juzgados! Me sueño con la piel roída por el barro y la peste, llenos de gusanos los cabellos y las axilas y lleno de gusanos todavía más gruesos el corazón, tendido entre desconocidos sin edad, sin sentimientos... Podría haber muerto.
... ¡Ominosa evocación! Execro la miseria.
¡Y temo al invierno porque es la estación de la comodidad!
-Algunas veces veo en el cielo playas infinitas, cubiertas de naciones blancas gozosas. Una gran embarcación, por encima de mí, agita sus pendones multicolores con las brisas de la mañana. He creado todas las fiestas, todos los triunfos, todos los dramas. Ensayé inventar nuevas flores, nuevos astros, nuevas carnes, nuevas lenguas. Creí adquirir poderes sobrenaturales. ¡Y bien! ¡Debo enterrar mis imaginaciones y mis recuerdos! ¡Una bella gloria de artista y narrador desechada!
¡Yo! ¡Yo que he sido llamado mago o ángel, dispensado de toda moral, soy devuelto al suelo, para buscar un deber, y para abarcar la realidad rugosa! ¡Aldeano!
¿Estoy equivocado? ¿La caridad será hermana de la muerte, para mí?
Finalmente, pediré perdón por haberme nutrido de mentira. Y adelante.
¡Pero ni una mano amiga! ¿Y dónde podría obtenerla?
Sí, la hora nueva es al menos muy severa.
Por lo tanto puedo decir que la victoria está conseguida: los chirridos de dientes, los soplidos del fuego, los suspiros apestados están mitigándose. Todos los recuerdos inmundos desfallecen. Mis nostalgias recientes se diluyen, los celos por los mendicantes, los bandoleros, los amigos de la muerte, los postergados de toda índole- ¡Condenados, si yo me vengase!
Se requiere ser absolutamente moderno.


Arthur Rimbaud, Una temporada en el infierno. (Las negritas son mías.)



La cita, así completa (“Se requiere…”), indica cierta urgencia que, a su vez, llama o señala un contexto crítico, aunque también cierta mesura en la apreciación. Rimbaud supo ver de una forma muy clara, aunque desaforada, el problema de la modernidad; lo que diferencia su discurso con otros discursos que nos abochornan hoy en día, es el descaro y la arrogancia, esta forma de regodearse en la condición moderna, frente a la preclara consciencia del punto de partida: “un oasis de horror en un desierto de hastío” (Baudelaire, Ch., El viaje).


Porque la condición moderna, más allá de la ruptura, señala el vacío elemental ante el que se enfrenta el sujeto moderno; lo cual explica la melancolía con que a veces es vivida por todos aquellos que no son Rimbaud o carecen de fuerzas, las que a él le faltaron, para parapetarse tras una juventud eterna, o una vida basada en la exaltación de ciertas actitudes juveniles llevadas al paroxismo.


Ser moderno consiste en esto: tomar consciencia de nuestra condición de extranjeros en la propia casa.


(¿Y esa casa es el uno mismo?


Calla.)


La aspiración metafísica con que se ha pergeñado el concepto de “novedad”, el compromiso, la constante claudicación, a que nos somete el ritmo mercantil de la moda (fiel reflejo del sistema que “ampara” nuestras vidas), apenas tienen que ver con la apreciación de Rimbaud.

La apreciación del joven poeta francés no puede, de ningún modo, ser dispuesta como una exigencia de aceptación sin crítica, sin rebeldía, de los nuevos tiempos, de la onticidad variable, según la cual postrarnos ante cualquier objeto que vista la aureola de novedad. Su “ser moderno” implica un acto de valentía, un requerimiento también, de quien no puede más que aceptar su condición de extranjería, puesto que nuestra contemporaneidad se funda en la defunción de una naturaleza otrora espiritualizada y de un espíritu recientemente naturalizado –sin demasiada suerte, por cierto-, en la ausencia de imperativos o en la pérdida de cualquier fundamento.

A esto se refería Kundera en La Inmortalidad: “ser absolutamente moderno [significa] ser aliado de nuestros sepultureros”.

La modernidad supone cierta complicidad con esta pérdida; una forma de contribución para su sepultura, en cuyo ritual, una parte de nosotros, el uno mismo, la identidad, también queda clausurada.

Pero ser contemporáneo implica, por otra parte, aceptar nuestra condición, ya irrenunciable, de extranjería. Extranjeros en esta Humanidad que nos ha sido dada y ante la que no hay alternativa posible, ante la que no podríamos renunciar. Extranjeros en nosotros mismos, en nuestra propia cultura, donde se nos muestra constantemente la otredad.

Es la Historia lo que nos ha despeñado a este desarraigo y, a su vez, la que nos ha de brindar la oportunidad de construir nuestro mundo y lenguas criollas; para lo cual, lo que, ahora, se requiere es ser absolutamente post-ilustrados y resignarnos, sin victimismo, vayamos donde vayamos, a nuestra condición de extranjería en este amplio océano de singularidades. Porque la Ilustración ha sido ese “oasis de horror” con el que hemos tratado de evitar deambular por siempre en este “desierto de hastío” que es nuestra nada nueva condición de extranjería, por la que nos vemos obligados, constantemente, a legitimar en su tiempo cada uno de nuestros pasos, abriéndonos a espacios en los que siempre seremos forasteros, obligados a renovar nuestro pasaporte cada mañana, condenados a tomar tímidamente la palabra, como un susurro, temblorosas, entrecortadas, sin apenas esperanzas de que alguien llegue, alguna vez, a comprender una lengua sin rostro y sin timbre, que morirá con cada uno de nosotros sin que nadie, ninguno, alcance a traducir.

Desechamos lo antiguo, lo clásico, para, como bien sabía Rimbaud, abrazar lo ancestral.

Con el mito de la Torre de Babel erigimos un monumento a la incomprensión y la inconmensurabilidad; aquí no hay lazos, simplemente es nuestra condición compartida la que se resiente cada noche de sus heridas.

¡Digámoslo fuerte y en voz alta, cada día: Yo soy, ahora y aquí, extranjero!


domingo, 19 de diciembre de 2010

Otoños en Barcelona (II)


12:30


El sol me hacía pestañear o inclinar la cabeza, como si me postrara, hacia el suelo, y una brisa fría procedente del mar me recordaba la estación del año; en la acera de enfrente, grupos de marroquíes trapichean sin apenas disimulo con ordenadores, gafas de sol y teléfonos móviles de “segunda mano”; diez metros más allá, en la misma acera, en una de las entradas del recinto, una patrulla de Mossos d’Esquadra hace la vista gorda y anda a lo suyo.


Julien se demora unos minutos.


Lío un pitillo, entro y doy una vuelta por los puestos de los Encants. Es fiesta, el día acompaña, la temperatura es agradable, la ciudad está muy bella… apenas se puede dar dos pasos sin que te den un codazo. Vuelvo a salir, me acerco a la boca de metro, donde había quedado con Julien. Ahora hace frío, aquí no da el sol. Tiembla la acera, llega un tren, un viento cálido y asfixiante sube por las escaleras y me estampa una de las hojas, enorme, que vuelven al suelo.


Nada. Miro a ambos lados y me siento en la acera; supongo que ya no viene, pienso en volver a casa, pero sólo lo pienso, continúo sentado; por inercia comienzo a liar otro cigarrillo. A medias suena el teléfono, hago malabarismos pero logro contestar. Es Julien, ha tenido problemas, que nos vemos en el Raval, que me vaya a comer con él a su nueva casa, que tiene buenas noticias.


14:40


Ando aturdido por la calle Hospital, he cruzado andando con un café y cuatro cigarrillos dos barrios hasta llegar al Raval, creí que sería buena idea.


Nos vemos a unos metros y, ambos, con la mirada, señalamos un punto invisible en el espacio más adelante en el que convergemos para comenzar a charlar y andar juntos sin apenas protocolo.


Me explica sus días y sus noches últimas de camino, subiendo por el Paral·lel. Al final parece que algunas cosas se van solucionando, al menos las importantes; lo veo contento.


Charlamos durante toda la tarde de esto y de aquello, me habla de su nuevo barrio, de algunos proyectos… yo le cuento lo mío; andamos otro rato y nos despedimos en Plaza Cataluña, hasta el sábado.


***


19:45


Deambulo a ciegas por la ciudad, sin dirección fija, temblando de frío. En Barcelona no hay misterio: arrojas una piedra al suelo, con inclinación, y sale rodando, cuesta abajo, dirección al mar. Y allí es donde me lleva la inercia, pues camino deprisa, para desarraigarme del frío, sin apenas sentir el peso de mi cuerpo, con la aureola arrastras de quien presagia un nuevo naufragio y la melodía de una vieja película en la cabeza que, sin querer, tarareo, por segundos, en voz alta.


(¿La melodía que tarareas a todas horas últimamente?


Esa.)


De pronto no quiero ver el mar: es una gran masa oscura que ruge, el viento helado te corta la piel y sabes que nada más pisar la arena vas a querer estar muy lejos, ya en casa, mirando a ratos el libro que hay sobre la mesa, que no puedes leer.


Ando lo más deprisa que puedo; aunque no lo has decidido sabes que vas a “casa”, ni si quiera tratas de engañarte, no das ni un sólo rodeo, en algo más de quince minutos has llegado. Cierro con urgencia, como si me siguieran, la puerta y enciendo la luz del zaguán, subo los cinco pisos de escaleras y entro, apenas jadeo. No hay nadie.


Poco rato después escucho entrar a C., viene del trabajo, no trae hambre y se deja caer sobre el sofá en actitud derrotada. Encendemos un pitillo y fumamos en silencio, sin mirar a ningún sitio. De repente me habla del Perú, del clima de Lima, de las taras de su país, de las noches en que se soñaba en Europa y de amigos que también viven lejos de Perú, en otros países, donde siempre serán extranjeros, algunos con más suerte que otros. Lo hace como si hablara solo, pero buscando mi comprensión; sin dirigirse a mí, pero hablando conmigo.


Me viene a la cabeza una idea, pero no la expreso en voz alta: la extranjería no es –tan sólo- una circunstancia, puede llegar también a ser una condición.


(... ¿y también lo dices por ti, no?)


***


21:47


Llego tarde; es sábado y a las nueve y media había quedado con Julien en su casa para beber algo. He pasado todo el día hibernado en el cuarto de C., con un libro entre las manos, tratando de leer sin lograr concentrarme, de un lado para otro, pasando palabras sin mirarlas, como una oración que recitara de forma mecánica sin prestarle ninguna atención mientras pienso en otra cosa; y otras cosas me venían a la cabeza, y el libro parecía solamente una excusa con la que entretener este cuerpo a merced de mi mente…


Ahora corro en dirección al Mercat de Sant Antoni atento por localizar un badulaque en el que comprar un par de botellas de vino barato. Cuando llego a casa de Julien me recibe con música de fondo y una copa en la mano. Te demorastes y… Lo excuso con un gesto, nos ponemos cómodos, bebemos, yo poco…, él lo suficiente como para que dos horas más tarde, cuando llega una amiga, a la que no conocía, tenga la mirada ebria, el caminar felino y la sonrisa pícara de quien se sabe en cierta manera culpable antes de serlo.


Nos encaminamos por el Paral·lel en dirección al Apolo, Julien comenta que un grupo de edificios le recuerdan a la imagen que guarda de un barrio de Madrid, no recuerdo si Tres Cantos; los observo, anodinos, rectangulares, parduscos, y una desazón no prevista hace desparramar mi espíritu por la acera. Entonces comprendo que esta larga avenida, flanqueada por grandes letreros de neón, empapelada con amplios carteles que anuncian musicales inspirados en películas cinematográficas de éxito, o nostálgicos espectáculos de varietés con los que algunos empresarios barceloneses quieren evocar aquel tiempo en que la cuidad trataba de emular a París; esta pasarela de sonrisas efímeras, que inevitablemente morirán con los primeros rayos de sol o las últimas monedas olvidadas en los bolsillos, donde una nueva amistad espera en cada esquina siempre y cuando conozcas el salto y seña… Todo este espectáculo, en definitiva, no es más que una fina cortina que apenas si puede ocultar el drama tremendo que se vive a pie de calle.


Frente a la barra, Julien conversa con unos desconocidos, de vez en cuando se me acerca o me lanza una sonrisa de complicidad; sabe que, sin excepción, en cuando lo sepa instalado, volveré a casa sin despedirme. Rompo la regla, me acerco a él y a su amiga, los abrazo y salgo a la calle.


Me fumo en pitillo en cuanto me siento en el vagón de metro. A mi lado una mujer de edad avanzada mira absorta la inmensidad oscura a través de las ventanillas, una pareja se besa al fondo y tres chicos jóvenes, un poco más atrás, comparten una botella entre risas y balbuceos. Cuando vuelvo a salir a la calle una ráfaga de viento gélido me corta la respiración, rodeo la plaza de Tetuán y me encamino a paso ligero.


Todo está en silencio, C. duerme en su cama, yo me echo en el sofá, pero el silencio no me deja dormir; las imágenes de la noche desfilan frenéticas en mi mente, un zumbido agudo atraviesa mis sienes de parte a parte. Sabes que tampoco esta noche alcanzarás el sueño.


***


11:17


Sorbo café aguado y caliente mientras fumo un pitillo absorto mirando por el ventanal de la habitación de C. Pienso en que ya habrá llegado a París a la vez que regreso al escritorio y comienzo con la revisión, sílaba por sílaba, de las últimas compaginadas que me han llegado. Aparto el post-it que hay adherido al primer folio impreso en el que releo “Aplicar normas ortotipográficas previas a la nueva ortografía de la RAE” (adjunta alguna excepción). Doy un suspiro y comienzo.


De pronto aparece C., pensaba que era su compañero de piso, pero no, es él, apenas puede hablar, su cara lo dice todo, la maleta está tirada junto a la entrada. Me explica la situación y se arroja en la cama. No le han dejado salir del país.


Después de comer, a mediodía, hablamos. Tiene todos los papeles en regla y todos los documentos oficiales necesarios en la mano. Telefoneamos a ambas compañías aéreas y, en una de ellas, el telefonista que nos atiende confirma que se trata de política de la empresa, que al parecer pueden hacerlo, poner sus propias reglas, que no importa lo que diga la Administración.


Un par de horas más tarde estamos en extranjería y vuelven a confirmarnos que C. tiene todos los papeles en regla, que no hay razón para que la compañía aérea no le haya dejado embarcar. Cuando llegamos a casa C. se encierra en su cuarto y no vuelvo a verlo hasta el día siguiente.


***


Las veinticuatro horas posteriores el ambiente se enrarece, C. anda irritable, cubierto por una manta y fumando constantemente, deambula por toda la casa sin levantar la vista del suelo; la mayor parte del tiempo duerme. Recibe llamadas, “huevón, agarra un tren o a un autobús y vete a París”; está confirmado, en la frontera terrestre no habrá problemas para cruzar, en extranjería nos lo aseguraron. Ayer por la noche irrumpió en el salón y me dijo que se marchaba, que no podía aguantar, que sueña con visitar esa ciudad toda su vida, que ya tiene los billetes y que hoy partía.


Nos separamos en la plaza de Tetuán, él camino de la Estació de França y yo en dirección a Gracia. Nos damos un abrazo y nos despedimos: Parece que se acaba el otoño. Sí. Quizá volvamos a vernos este invierno. Ojalá. (Sonreímos.) Todo puede ser; de todas formas volveremos a vernos. Claro, no te preocupes, por descontado. Mucha suerte. Lo mismo digo pero... tú la necesitas más. (Vuelvo a sonreír.) Tienes razón. Pásalo bien por aquí estos días. No te preocupes, mientras no haya caído aún la última de las hojas no acaba la estación. El loco Rai. Puto peruano. Cuídate. Eso.





viernes, 10 de diciembre de 2010

Poética


Escuchaba este martes de Vargas Llosa una frase al inicio de la lectura de su discurso para el Nobel de Literatura (Elogio de la lectura y la ficción) que hacía presagiar que este año el discurso en cuestión podría llegar a ser algo más que la retahíla, a la que ya deberíamos acostumbrarnos, de buenos modales con la que solemos envolver el armazón de viejos conceptos y la autocomplacencia con la que acostumbramos a exaltar, una vez más, nuestro ego occidental.


Lo tanteó, lo tuvo casi entre sus dedos, pero se le escapó –o no quiso llegar a ello- y devino, en seguida, en la confesión que todos esperábamos de emociones desatadas, recuerdos rescatados y agradecimientos debidos de una persona que lleva más de una década, merecida o inmerecidamente, tras el galardón.


Apenas comienza su discurso, el escritor peruano afirma lo siguiente: “La lectura convertía el sueño en vida y la vida en sueño” (clara alusión a Calderón y a toda una tradición estética que ha puesto todo su empeño, recientemente, en disolver la fronteras creadas por nuestra cultura entre realidad y ficción). Pero, o Vargas Llosa no ha leído con detenimiento a Calderón (y el ambiente de escepticismo que rodea su producción teatral; plaga que se extendía por toda Europa por aquella época), o no ha querido entrar en disquisiciones teóricas que pudieran hacer demasiado engorroso, delicado o “ambiguo” su discurso para el Nobel de Literatura 2010 (“ambigüedad”, por lo que se refiere a ciertas actitudes políticas, a la que tuvo que renunciar para que, de una vez por todas, Perú tuviera entre sus filas a todo un flamante premio Nobel de Literatura –embajador que quizá no le venga nada mal).


El caso es que, tras esta afirmación, que me hizo saltar de la silla y casi emocionarme, tras su desarrollo, quedé, por decirlo de algún modo, decepcionado; porque la argumentación de Vargas Llosa es demasiado manida a estas alturas y hace aguas por todos sitios, se me hace, incluso, forzada, dado el escenario, cuando, una revisión de la misma, puede vivificar la estrategia de quienes piensan que la ficción, la poética, guarda en su seno la legitimidad que han de esgrimir aquellos convencidos de que nuestra realidad, tal y como nos es dada hoy en día, es susceptible de ser modificada y de que otro mundo, efectivamente, es posible.


Vargas Llosa describe en su discurso –que, no olvidemos, lleva por título Elogio de la lectura y la ficción- la Literatura como una herramienta o como un ardid para “humanizar la vida”; para ello, se basa en que la literatura da lugar a “una vida paralela donde refugiarnos de la adversidad”. En otras palabras: la literatura –algo que salta a la vista- muestra la capacidad de la condición humana para “inventar”, “fabular” y generar estados distintos de cosas a partir de lo ya existente o dado. Partiendo de esta base, argumenta el que hasta antes de ayer era eterno aspirante a Nobel, que esta capacidad humana para fantasear y su contraste con lo real, que conduce inevitablemente al desencanto, es aquello que legitima y regula nuestra aspiración a transformar la realidad, a humanizarla…


“Por el contrario, gracias a la literatura, a las conciencias que formó, a los deseos y anhelos que inspiró, al desencanto de lo real con que volvemos del viaje a una bella fantasía, la civilización es ahora menos cruel que cuando los contadores de cuentos comenzaron a humanizar la vida con sus fábulas.”


Éste es el concepto de Literatura que hemos heredado de Platón y filtrado por el Romanticismo, y continúa siendo deudor de la distinción categorial entre realidad y ficción; puesto que la poética es presentada como un artificio con el que enfrentarse o contrastar la realidad, como una condición necesaria, aunque no quizá suficiente, para su transformación. Y es en base a ello por lo que concluye su discurso (o la primera parte de él, porque lo que a continuación contiene poco tiene que ver, en realidad, con la promesa de su título) de esta manera: “Defendemos nuestro derecho a soñar y a hacer nuestros sueños realidad”.


Sobra decir que Vargas Llosa debió preparar su discurso (o debía de haberlo hecho y no fiarse de su memoria) rescatando algunas lecturas; principalmente los diálogos del “Libro X” de la República de Platón, en los que Sócrates argumenta la razón por la cual la poesía trágica, la mímesis fantastiké, como la llama, debía ser prohibida en su república ideal. Éste es un asunto sobre el que se ha escrito ampliamente y que, dado el punto en que se encuentra la estética contemporánea, es un lugar común. En este diálogo, a simple vista, Platón quiere expulsar de la polis a los poetas trágicos por varias razones, entre las cuales, las más evidentes son de tipo moral (la exaltación con que eran representadas y vivenciadas las representaciones trágicas por el pueblo griego podían poner en peligro el tipo de república que quería fundar) y de tipo epistemológico, que ya no es tan evidente y rara vez se comprende plenamente aquello que tanto temía Platón por lo que respecta a la mímesis fantastiké y a su recepción.


Evidentemente, por lo que se desprende de su discurso, la lectura del nuevo premio Nobel resulta un tanto superficial y, por ello mismo, su reflexión, sin llegar a ser banal, logró decepcionarme (algo de lo que soy yo el único culpable, porque salta a la vista lo que en el fondo son todo este tipo de premios). Vargas Llosa, en clara referencia a Platón, argumenta más adelante que el hecho de que los poetas hayan sido siempre temidos y censurados por los tiranos se debe a que su actividad constituye un acto de libertad rotundo, que es percibido por sus lectores, quienes, una vez más, siguiendo su argumento, cotejan esa libertad con su falta en el mundo real y la toman como aspiración…


Ya veis, como digo, lo tantea, se acerca; pero en ese instante se le escapa de las manos.


Es coherente que a un moralista y a un déspota como era Platón (siempre me alegro de que ningún filósofo haya reinado en ninguna república) le alarmara sobremanera la exaltación sensorial o pasional que se desataba entre la población que acudía en masa a “experimentar” las representaciones trágicas, que los ciudadanos llegaran a “comprender” o justificar ciertas acciones llevadas a cabo por los héroes trágicos para “sortear” la ley o un destino que, en su final, terminaría por imponerse y que, todo esto, fuera provocado por un arte representativo, imitativo, retórico, orquestado para tal fin. Pero lo que realmente temía Platón era algo que en verdad se nos mostraba al tiempo que lograba velarse en la poética. Lo que en verdad temía el filósofo griego, no era, como entiende Vargas Llosa, la libertad latente con la que un poeta es capaz de crear un mundo ficticio en contraposición con una realidad no excesivamente abierta a ámbitos de libertad, lo que temía es que la división entre realidad y ficción, cuya ontología servía de fundamento a una teoría del conocimiento, en la cual estaba basada toda su filosofía, pudiera resquebrajarse. Toda la arquitectura platónica, todo el fundamento de nuestra cultura puesto en evidencia en la actividad poética: los poetas trágicos hacían evidente el artificio en que se desenvuelve nuestras vidas, la retórica con que se compone nuestra realidad, la contingencia que está en la base de aquello que se nos presenta como necesario y, aún más, la capacidad poética para su devenir.


De modo que permítanme corregir, ya que éste, parece, que es mi oficio, al nuevo premio Nobel de literatura: no es que la ficción transforme necesariamente los sueños en realidad y la realidad en sueño, sino que el acto de soñar la vida, hace evidente, muestra de forma velada, que la vida, como todos sabemos gracias a Calderón –u otras experiencias que no vienen al caso-, es sueño. Y si así es, no requiere contraste, puesto que carecemos de un criterio para tal acción, con ninguna realidad que se nos presente como tal; puesto que lo soñado es contingente, flexible, sometido a su tiempo y está persuadido por una “realidad” dada que, en la misma medida, también lo es.


No soñamos para transformar la vida -la vida no puede otra cosa que ser soñada-; es soñando como nos percatamos de que la vida, tal y como nos es dada, es también un artificio, un producto manufacturado en la historia, debido al tiempo, y que, como tal, lo que tenemos frente a nosotros es un horizonte abierto de posibilidades, y la literatura nuestro campo de batalla, nuestro espacio de entrenamiento, nuestro laboratorio de ensayo: nuestra propuesta estética.