jueves, 23 de diciembre de 2010

Extranjería


En verdad, no sabía qué andaba buscando.


(Entonces andabas por el buen camino.


Déjalo.)


Daba vueltas al concepto, lo manoseaba y observaba extendido sobre la palma de mi mano, le daba un giro de ciento ochenta grados o lo invertía; acariciándolo, trataba de hacerlo hablar, de sonsacarle, que me rumiara al oído, pero nada, algo en él se me resistía. Una intuición me decía que éste era un concepto muy importante, si es que lograba traspasarlo y contemplarlo de forma oblicua, pero no había manera, no alcanzaba a ir más allá del sentido de uso que comúnmente le atribuimos.


Entonces, quizá fue la “suerte”, el simple azar o alguna de las extravagantes conexiones trópicas a las que soy muy dado, me vino a la cabeza aquel viejo eslogan en que se ha convertido la frase de Rimbaud.


Pensaba en ello y busqué el texto; de pronto me percaté de una cosa, que no recordaba o que los sucesivos comentarios en torno a esta cita, a los que yo había recurrido en otras ocasiones, habían logrado ocultar, hacer pasar de largo: no se trata de un eslogan, tampoco es una exclamación poética y, menos aún, la exigencia banal en que se ha convertido. Entre los delirios de juventud y ese optimismo –del que ya no quedaría nada antes de cumplir la edad de 20 años- que se respira entre las palabras de lo que yo considero una poética, aunque lúcida, bastante infantil, si dejamos a un lado, claro está, algunas reflexiones estéticas de gran calado y que pertenecen a su epistolario, Arthur Rimbaud nos sorprende con una reflexión ajena al tono del discurso de Une Saison en Enfer; se trata, prácticamente, de una prescripción o un principio metodológico, casi un imperativo, muy formal, por cierto, por medio del cual regir la experiencia –o eso me lo parece ahora-. Tras el consabido histrionismo poético con el que describe en esta obra -que no deja de ser una suerte de autobiografía- la condición moderna, la ruptura con la experiencia, con la tradición, con lo clásico, Rimbaud, con una voz mucho menos histriónica, diría que incluso desconcertante, dado el contexto, como una reflexión en voz alta que se le “escapa” entre líneas al tipo que “representa” el rol del personaje irreflexivo, nos asalta con una frase que, paradójicamente, suele ser apropiada y citada de forma bien histriónica –lo que dice mucho de la razón por la que se la amputa.



Adiós

¡Ya el otoño! Pero por qué tener nostalgia de un sol eterno, si estamos comprometidos en el descubrimiento de la claridad divina, -lejos de la gente que muere mientras pasan las estaciones.
El otoño. Nuestra barca alzada entre brumas inmóviles toma rumbo hacia el puerto de la miseria, la ciudad enorme en el cielo tiznado de fuego y de barro. ¡Ah! ¡Los harapos putrefactos, el pan mojado por la lluvia, la ebriedad, los mil amores que me han crucificado! ¡No terminará nunca este vampiro que reina sobre millones de almas y de cuerpos muertos y que serán juzgados! Me sueño con la piel roída por el barro y la peste, llenos de gusanos los cabellos y las axilas y lleno de gusanos todavía más gruesos el corazón, tendido entre desconocidos sin edad, sin sentimientos... Podría haber muerto.
... ¡Ominosa evocación! Execro la miseria.
¡Y temo al invierno porque es la estación de la comodidad!
-Algunas veces veo en el cielo playas infinitas, cubiertas de naciones blancas gozosas. Una gran embarcación, por encima de mí, agita sus pendones multicolores con las brisas de la mañana. He creado todas las fiestas, todos los triunfos, todos los dramas. Ensayé inventar nuevas flores, nuevos astros, nuevas carnes, nuevas lenguas. Creí adquirir poderes sobrenaturales. ¡Y bien! ¡Debo enterrar mis imaginaciones y mis recuerdos! ¡Una bella gloria de artista y narrador desechada!
¡Yo! ¡Yo que he sido llamado mago o ángel, dispensado de toda moral, soy devuelto al suelo, para buscar un deber, y para abarcar la realidad rugosa! ¡Aldeano!
¿Estoy equivocado? ¿La caridad será hermana de la muerte, para mí?
Finalmente, pediré perdón por haberme nutrido de mentira. Y adelante.
¡Pero ni una mano amiga! ¿Y dónde podría obtenerla?
Sí, la hora nueva es al menos muy severa.
Por lo tanto puedo decir que la victoria está conseguida: los chirridos de dientes, los soplidos del fuego, los suspiros apestados están mitigándose. Todos los recuerdos inmundos desfallecen. Mis nostalgias recientes se diluyen, los celos por los mendicantes, los bandoleros, los amigos de la muerte, los postergados de toda índole- ¡Condenados, si yo me vengase!
Se requiere ser absolutamente moderno.


Arthur Rimbaud, Una temporada en el infierno. (Las negritas son mías.)



La cita, así completa (“Se requiere…”), indica cierta urgencia que, a su vez, llama o señala un contexto crítico, aunque también cierta mesura en la apreciación. Rimbaud supo ver de una forma muy clara, aunque desaforada, el problema de la modernidad; lo que diferencia su discurso con otros discursos que nos abochornan hoy en día, es el descaro y la arrogancia, esta forma de regodearse en la condición moderna, frente a la preclara consciencia del punto de partida: “un oasis de horror en un desierto de hastío” (Baudelaire, Ch., El viaje).


Porque la condición moderna, más allá de la ruptura, señala el vacío elemental ante el que se enfrenta el sujeto moderno; lo cual explica la melancolía con que a veces es vivida por todos aquellos que no son Rimbaud o carecen de fuerzas, las que a él le faltaron, para parapetarse tras una juventud eterna, o una vida basada en la exaltación de ciertas actitudes juveniles llevadas al paroxismo.


Ser moderno consiste en esto: tomar consciencia de nuestra condición de extranjeros en la propia casa.


(¿Y esa casa es el uno mismo?


Calla.)


La aspiración metafísica con que se ha pergeñado el concepto de “novedad”, el compromiso, la constante claudicación, a que nos somete el ritmo mercantil de la moda (fiel reflejo del sistema que “ampara” nuestras vidas), apenas tienen que ver con la apreciación de Rimbaud.

La apreciación del joven poeta francés no puede, de ningún modo, ser dispuesta como una exigencia de aceptación sin crítica, sin rebeldía, de los nuevos tiempos, de la onticidad variable, según la cual postrarnos ante cualquier objeto que vista la aureola de novedad. Su “ser moderno” implica un acto de valentía, un requerimiento también, de quien no puede más que aceptar su condición de extranjería, puesto que nuestra contemporaneidad se funda en la defunción de una naturaleza otrora espiritualizada y de un espíritu recientemente naturalizado –sin demasiada suerte, por cierto-, en la ausencia de imperativos o en la pérdida de cualquier fundamento.

A esto se refería Kundera en La Inmortalidad: “ser absolutamente moderno [significa] ser aliado de nuestros sepultureros”.

La modernidad supone cierta complicidad con esta pérdida; una forma de contribución para su sepultura, en cuyo ritual, una parte de nosotros, el uno mismo, la identidad, también queda clausurada.

Pero ser contemporáneo implica, por otra parte, aceptar nuestra condición, ya irrenunciable, de extranjería. Extranjeros en esta Humanidad que nos ha sido dada y ante la que no hay alternativa posible, ante la que no podríamos renunciar. Extranjeros en nosotros mismos, en nuestra propia cultura, donde se nos muestra constantemente la otredad.

Es la Historia lo que nos ha despeñado a este desarraigo y, a su vez, la que nos ha de brindar la oportunidad de construir nuestro mundo y lenguas criollas; para lo cual, lo que, ahora, se requiere es ser absolutamente post-ilustrados y resignarnos, sin victimismo, vayamos donde vayamos, a nuestra condición de extranjería en este amplio océano de singularidades. Porque la Ilustración ha sido ese “oasis de horror” con el que hemos tratado de evitar deambular por siempre en este “desierto de hastío” que es nuestra nada nueva condición de extranjería, por la que nos vemos obligados, constantemente, a legitimar en su tiempo cada uno de nuestros pasos, abriéndonos a espacios en los que siempre seremos forasteros, obligados a renovar nuestro pasaporte cada mañana, condenados a tomar tímidamente la palabra, como un susurro, temblorosas, entrecortadas, sin apenas esperanzas de que alguien llegue, alguna vez, a comprender una lengua sin rostro y sin timbre, que morirá con cada uno de nosotros sin que nadie, ninguno, alcance a traducir.

Desechamos lo antiguo, lo clásico, para, como bien sabía Rimbaud, abrazar lo ancestral.

Con el mito de la Torre de Babel erigimos un monumento a la incomprensión y la inconmensurabilidad; aquí no hay lazos, simplemente es nuestra condición compartida la que se resiente cada noche de sus heridas.

¡Digámoslo fuerte y en voz alta, cada día: Yo soy, ahora y aquí, extranjero!