jueves, 27 de mayo de 2010

Apasionadamente des-apasionado


Quisiera recuperar algunos fragmentos de uno de los textos más hermosos que se han escrito en torno a la Crise de fin de siècle, un texto capital para comprender el siglo xx y todos los movimientos sociales y culturales, junto al tipo de sujeto que los ha encabezado, que le han sucedido. Se trata de un texto fronterizo, un vez más, al que me resisto a tildar de literario o todo lo contrario, escrito por Hugo von Hofmannsthal, poeta y ensayista austriaco que vivió a caballo entre los siglos xix y xx. Hofmannsthal construye un heterónimo y adopta la identidad ficticia de lord Chandos, se retrotrae al contexto de la Inglaterra tardo medieval del siglo xvi para encarnar el personaje de un joven poeta que redacta una carta como respuesta a su mentor, lord Bacon, y así poder expresar la crisis, vital y artística, también intelectual, que estaba atravesando.


Hofmannsthal era un tipo extremadamente lúcido y supo advertir, como más tarde haría Walter Benjamin en su trabajo de habilitación universitaria (El origen del Drama barroco alemán) –por el cual, por cierto, fue des-habilitado de por vida-, que la crisis cultural que atravesaba –y atravesamos- Europa no marcaba el final de la Edad Moderna (estuviera ésta llegando o no a su fin), sino que formaba parte de este periodo desde sus inicios; que la crisis que él mismo estaba padeciendo y que trataba de expresar por medio de la voz de lord Chandos, como una macabra espiral, señalaba al origen de la modernidad y, muy concretamente, al proyecto con que en esta época se había tratado de eludir el problema en cuestión, ese problema que él sentía como si le fuera la vida en ello –y es que, realmente, le iba la vida en ello.


Porque el sufrimiento de Hofmannsthal es algo característico del sujeto contemporáneo: el de aquél que toma consciencia del abismo real entre las palabras y las cosas; de la forma en que el lenguaje escamotea lo real o la yertitud de las cosas presentes (ahí); de la imposibilidad de expresar, mediante el lenguaje, el caos interior que recorre nuestras entrañas ante los acontecimientos, los objetos del mundo y, también, las propias palabras. De cómo, en definitiva, todo el sistema de formas de nuestra cultura carece de fundamento para legitimarse y queda impotente, en muchos casos incapacitado, para subsumir una experiencia que tiene su origen en la imposibilidad de dar con una forma de experiencia para una experiencia del desarraigo. En la esfera del arte, tanto el joven lord Chandos como Hofmannsthal, sufren un bloqueo que les impide el desarrollo de su actividad poética; ambos, mediante esta carta, justifican los meses de silencio y toman la palabra con ese discurso precario, de orientación crítica, provisional e inestable, que más tarde harán suyo las vanguardias artísticas de forma previa a la experimentación febril con que lo enriquecerán y se extenderá, como una plaga, contaminando el viejo continente hasta nuestros días.


“Mirar” sus palabras, no las perdamos de vista; muchos de nosotros –los que somos honestos-, de una forma u otra, participamos de esta experiencia.



“En pocas palabras: sumido en una especie de embriaguez, toda la existencia se me aparecía en aquella época como una gran unidad: entre el mundo espiritual y el mundo físico no veía ninguna contradicción, como tampoco entre la naturaleza cortesana y animal, el arte y la carencia de arte, la soledad y la compañía; en todo sentía la naturaleza [...]


Es posible que quien esté abierto a tales puntos de vista crea que se debe al plan bien trazado de una providencia divina el hecho de que mi espíritu tuviese que caer desde una arrogancia tan hinchada a este extremo de pusilanimidad e impotencia que es ahora el estado permanente de mi interior. Pero tales apreciaciones religiosas no tienen ningún poder sobre mí; pertenecen a las telarañas por las que mi pensamiento pasa raudo al vacío, mientras tantos compañeros suyos se quedan atrapados allí y encuentran descanso. Los misterios de la fe se me han condensado en una alegoría sublime que se tiende sobre los campos de mi vida como un arco iris, en una lejanía constante, siempre dispuesto a retroceder si se me ocurriese correr hacia él para envolverme en el borde de su manto.


Sin embargo, mi estimado amigo, también los conceptos terrenales se me escapan de la misma manera. ¿Cómo tratar de describirle esos extraños tormentos del espíritu, ese brusco retirarse de las ramas cargadas de frutos que cuelgan sobre mis manos extendidas, ese retroceder ante el agua murmurante que fluye ante mis labios sedientos?


Mi caso es, en resumen, el siguiente: he perdido por completo la capacidad de pensar o hablar coherentemente sobre ninguna cosa.


Al principio se me iba haciendo imposible comentar un tema profundo o general y emplear sin vacilar esas palabras de las que suelen servirse habitualmente todas las personas. Sentía un incomprensible malestar a la hora de pronunciar siquiera las palabras espíritu, alma o cuerpo. En mi fuero interno me resultaba imposible emitir un juicio sobre los asuntos de la corte, los acontecimientos del parlamento o lo que usted quiera. Y no por escrúpulos de ningún género, pues usted conoce mi franqueza rayana en la imprudencia, sino más bien porque las palabras abstractas, de las que conforme a la naturaleza, se tiene que servir la lengua para manifestar cualquier opinión, se me desintegraban en la boca como saetas mohosas [...]


Sin embargo, poco a poco se fue extendiendo esa tribulación como la herrumbre que corroe todo lo que tiene alrededor. Hasta en la conversación familiar y cotidiana se me volvieron dudosos todos los juicios que suelen emitirse con ligereza y seguridad sonámbula, que tuve que dejar de participar en tales conversaciones. [...] Mi espíritu me obligaba a ver con una proximidad inquietante todas las cosas que aparecían en tales conversaciones: igual que en una ocasión había visto a través de un cristal de aumento un trozo de piel de mi dedo meñique que semejaba una llanura con surcos y cuevas, me ocurría ahora con las personas y sus actos. Ya no lograba aprehenderlas con la mirada simplificadora de la costumbre. Todo se me desintegraba en partes, las partes otra vez en partes, y nada se dejaba ya abarcar con un concepto. Las palabras aisladas flotaban alrededor de mí; cuajaban en ojos que me miraban fijamente y de los que no puedo apartar la vista: son remolinos a los que me da vértigo asomarme, que giran sin cesar y a través de los cuales se llega al vacío.


[...] vivo una vida de un vacío apenas imaginable y me cuesta ocultar ante mi mujer el entumecimiento de mi interior o ante mis gentes la indiferencia que me infunden los asuntos de la propiedad [...]”*




***


Me hallaba, últimamente, dándole vueltas a mi estado de ánimo –que, como podéis intuir, tiene algo que ver con el estado que describe Hofmannsthal- y con mis tribulaciones habituales cuando me vino a la mente el texto del poeta austriaco. En cierta manera, este texto es un lugar común para todos aquellos que se hayan interesado una mínima parte por el origen de las vanguardias artísticas, la crisis social, política e intelectual que enmarca estos movimientos y que ha determinado todas las manifestaciones culturales posteriores y la complejidad de nuestra época actual.


Tomar conciencia lingüística, de lo que somos como individuos y del mundo de cartón piedra en el que nos desenvolvemos, no es un acontecimiento feliz, no; pero antes que vivir con una venda en los ojos prefiero esto otro. Todo hay que decir, mi actitud difiere de la de Hofmannsthal, por cuanto, éste, todavía influenciado por los vestigios del romanticismo idealista, albergaba la esperanza en descubrir o re-descubrir un lenguaje capaz de referir sin distancia, de subsumir sin violencia, la experiencia vivida en torno al objeto, desdeñando ese lenguaje conceptual, vacío, huero... porque, Hofmannsthal, aunque vivía de forma dramática esa muerte del espíritu, continuaba, como se observa en el texto, viviendo de una forma, como sólo los poetas alcanzan a sentir, pasional su relación con los hechos y los objetos del mundo.


Quienes no somos poetas, en un sentido lírico, nosotros, prosaicos donde los haya, apenas vivimos con pasión ya el universo que nos rodea, y las palabras, junto a los conceptos, pierden su fuerza, su poder de significación, junto a las cosas que ya no requieren ni ansían expresión.


Por todo ello, nos las vemos precipitadamente des-apasionados.


Sí, así es, pero tampoco pasemos por alto que esta falta de pasión con que vivimos lo mismo una y otra vez, tiene su origen en el hecho de vivir en un universo también des-apasionado. Quienes me conocen íntimamente, saben de la pasión con la que soy aún capaz de vivir determinados hechos, y también de la frustración que me embarga cuando, sin conseguirlo, trato, obstinado, enfermizo, de expresar aquello que, Hofmannsthal y también Lukács sabían, ansía expresión. La imposibilidad de alcanzarla o no, ya es harina de otro costal.


Por ello, a veces, siento envidia de Julien y de la pasión con la que dirige su vida; quizá sea que echo en falta a C., quien, según cuentan, ocupa, junto a mi amigo el poeta, un piso franco en algún lugar inhóspito de la Ciudad de los Prodigios, o sencillamente que soy apasionadamente desapasionado.


Ahora que llega el calor debería dejar de sentir frío, pero es que apenas me visitan las musas, que, hastiadas de mi falta de pasión, reemprenden, presurosas, el vuelo en busca de ambientes menos caldeados, más rentables, lejos de este espacio de palabras deshechas... Y es que apenas escribo y nadie me interrumpe a media tarde cantando Moon River desde la ventana, a menos que sea una taladradora insobornable que cubre de polvo mi alcoba y precipita la muerte agónica del ordenador con el que esto escribo.


Sigo más vivo que nunca, observo sin pasión, absolutamente apasionado, cómo se viene todo abajo, atado de manos, y, quizá, también desapasionado, buscando un golpe de suerte (que no es lo mismo que esperarla), una última pirueta, quizá, a lomos del lenguaje con la que agradeceros, a todos, los cuatro gatos, los que me leéis, vuestra efusión.



Va por todos vosotros.


¡Salud!



* Hugo von Hofmannsthal, Carta de lord Chandos, 1902 [Existen diversas ediciones en castellano en diferentes sellos editoriales; puede encontrarse también en versión online].


jueves, 6 de mayo de 2010

Impresionistas

El 15 de abril de 1874, en el número treinta y cinco del Boulevard des Capucines, en el distrito ix de París, donde se hallaba el taller del fotógrafo y caricaturista Gaspard-Félix Tournachon, Nadar, tuvo lugar una exposición de pintura paralela y alternativa a la que se desarrollaba de forma anual en el Salón de París, dirigida por los miembros de la Academia de Bellas Artes, a cuyo cargo quedaba la aprobación de las obras que serían expuestas cada año en el salón de exposiciones.


Hubo dos antecedentes a la exposición del 74: la de 1855, encabezada por Courbet y realizada al margen del salón oficial en el llamado Pavillion du Réalisme (Pabellón del Realismo), y la del 63, puesta en marcha, con el beneplácito del Emperador, en el Salon des refusés (Salón de los rechazados); pero es en esta última con la que da comienzo y toma nombre un movimiento pictórico, histórico y cultural que hace de maestro de ceremonias e inaugura una nueva época, quizá, también, otra forma de pensar.


Sus miembros trataron de ofrecer una forma alternativa y contraria de representación al clasicismo fomentado por la Academia francesa de Bellas Artes, que dominaba el grueso de las exposiciones del Salón de París, basado en un ideal perspectivista, formal, historicista y, también, todo hay que decirlo, político. Ese academicismo abogaba por un estilo de representación neoclasicista, que bebía en la mitología clásica para la elección de sus temas centrales y en la tradición pictórica para legitimar y naturalizar un simbolismo a todas luces decadente.


Los impresionistas, además de ofrecer resistencia y desligarse del canon clasicista, formalista (idealista) del academicismo imperante, modifican el objeto o motivo de la representación, se abren a la naturaleza, a lo cotidiano, a lo pasajero y efímero, para dar con una forma de representación cuya orientación fue, muy a mi pesar, de todos modos, extremadamente, naturalista.


¿Cuáles fueron los factores externos que impulsaron este cambio de paradigma que, como digo, no es simplemente pictórico?


En primer lugar, no podemos pasar por alto la revolución técnico-industrial; con ella llegó la sensación de velocidad (principalmente con la consolidación del ferrocarril como medio de transporte): nuestra retina, por primera vez, capta los paisajes de forma distorsionada por la velocidad; somos testigos de que nuestra forma de captar los objetos está mediada por las condiciones de recepción, que la realidad idealizada y representada según unos cánones no es más que una impostura y que el objeto visto constituye un acontecimiento único e irrepetible que exige, cuando es el artista quien se sitúa frente a él, la representación de su fugacidad. A lo cual acompañó la popularización de la fotografía, su instantaneidad, y la confirmación práctica de que es la luz (el color) y no la forma aquello a partir de lo cual conformamos nuestra visión del objeto.


Todos estos elementos confluyen e impulsan a una serie de pintores a replantearse de forma absoluta la manera de representar: si los neoclasicistas requerían de la tradición para establecer los motivos y la técnica de representación, los nuevos pintores ponen toda su atención en las condiciones de recepción de los objetos con la intención de plasmar momentos particulares de observación. Así, la urgencia de sus pinceladas se vincula a la necesidad de salir a la naturaleza para captar el impacto en la retina de un momento cualquiera, que el desarrollo de los nuevos pigmentos de óleo en tubo le permitían; y la anulación de la perspectiva por un plano bidimensional constituye el último intento positivista por plasmar los objetos tal y como son percibidos (la representación tridimensional es una construcción epistémica ulterior).


Las críticas posteriores y el desarrollo del arte de vanguardia, muy ligado a la crisis del sistema de formas occidental y del proyecto ilustrado, están dirigidas, principalmente, hacia ese carácter positivo que envuelve el naturalismo extremo con el que se pretendió captar la realidad. Así surgieron el Expresionismo, que rechaza el positivismo impresionista, ese objetivismo, y propone una forma de representación en la cual la expresión, lo subjetivo, debe ser aquello que domine la representación del objeto y envuelva la práctica artística; el Cubismo, donde la representación de la bidimensionalidad en su relación con la construcción de una tercera dimensión volumétrica deja de lado al objeto de la representación para tomar a la representación misma como motivo pictórico en sí mismo; la pintura Abstracta, en la que confluyen ambas tendencias, expresiva y de análisis epistemológico en nuestra captación de una realidad que se disuelve y problematiza para dar fin al positivismo previo.


Observamos que el Impresionismo constituye un intento agónico por mantener vivo el ideal positivista occidental, orientado a la captación y entendimiento de la realidad más allá del sujeto que trata de apropiársela. Para ello proponía un naturalismo radical: nuestro proyecto positivista no podía continuar basado en la consagración de un ideal en torno al objeto de conocimiento o de representación, puesto que su carácter formal distanciaba sus resultados de la naturaleza que se pretendía captar. De esta forma, mediante un exhaustivo estudio de las condiciones de recepción del objeto, los impresionistas dieron con la idea de que la realidad era aquello que en determinado momento impactaba o quedaba grabado en nuestra retina y que la representación fidedigna de esa realidad debía reproducir ese impacto y no una reconstrucción formal posterior.


Es evidente que, pese a centrar sus esfuerzos por introducir al sujeto en la manera de representación, se desprende una carácter naturalista y positivista por cuanto la finalidad última de dicha representación seguía siendo la captación del objeto; aunque en su defensa, cabe decir que dicha captación constituía un momento parcial del mismo, temporal y estrechamente ligado el sujeto que, en ese preciso instante, lo reflectaba e inmortalizaba.


¿En qué manera continúa latente el impresionismo en nuestros días?


A decir verdad, el Impresionismo domina y explica el pensamiento contemporáneo y el género, la forma discursiva, que lo vehiculiza.


La crisis que dio lugar a las vanguardias, como digo, no es más que una manifestación paralela de la crisis de la tendencia positivista, ilustrada, que proyectaba abarcar de forma exhaustiva, objetiva, nuestro conocimiento del mundo (que, como también sabemos, tuvo y tiene una orientación instrumental). La conciencia, ya desde los orígenes de la modernidad, de la falibilidad de nuestros sentidos a la hora de llevar a cabo esta tarea y del carácter retórico-histórico de los instrumentos epistemológicos con que son “atendidos” dichos datos de la sensibilidad, desemboca, con el fin del proyecto positivista (basado en la experimentación continuada, en el uso de dispositivos externos, no falibles, para la captación de dichos objetos y en la búsqueda incesante de un ajuste constante con respecto al objeto de conocimiento), en un crisis del sistema de formas de nuestra cultura con el que consolidamos una idea de Verdad, de Belleza, de Justicia... En todos los ámbitos, no sólo en el pictórico, se alcanza conciencia de la parcialidad que rodea toda nuestra representación del mundo, de la cualidad trópica con que construimos nuestra realidad, del subjetivismo que puebla los sentidos en torno a aquello que nos afecta en determinado momento, de cómo nosotros, sujetos, somos los artífices de ese mundo del que nos creemos tan distanciados y al que le otorgamos un valor ontológico con el que justificamos nuestras ansias de aprehensión y dominio.


Si en la esfera del arte esta crisis da paso el desarrollo de los ismos, a la defenestración del Arte entendido como institución que gestiona la distintas variables con que somos capaces de representar la naturaleza, y la consolidación de un Arte que, más allá del objeto, pone toda su atención en las condiciones de recepción, construcción o interpretación del mismo; en la esfera del conocimiento nos las vemos con el hecho de que todos los sistemas o discursos pierden su valor de verdad y los objetos del mundo, sobre los que ya no podemos trazar una panorámica completa, se disgregan, fragmentan, descomponen y pierden su cualidad objetual para constituirse, de forma relacional, en constelaciones históricas cuyos sentidos, esta vez, no pueden desmentir ese carácter provisional y temporal de quienes, en un momento dado, vierten su discurso.


Ésta es la razón por la que el Ensayo, como género o forma de argumentar, ha irrumpido en todas las esferas de conocimiento y, a su vez, relativizado la frontera discursiva, levantada por la Filosofía, entre Ciencia y Poesía/Literatura. Se trata de una actitud epistémica, de un modelo discursivo y de una forma de “pensar” el objeto que renuncia a las aspiraciones cognoscitivas del positivismo naturalista; a decir verdad, renuncia a cualquier aspiración cognoscitiva. El ensayista no puede presentar el objeto sobre el que abre la cuestión de forma absoluta, sino parcialmente: nos ofrece una “impresión” del mismo; el ensayista no puede dar por terminado su discurso de manera concluyente o resolviendo, en su totalidad, la cuestión; el ensayista, a sabiendas de que el principio de no contradicción sobre el que se fundamenta cualquier sistema de pensamiento o delimitación de un objeto de estudio no es más que un requerimiento histórico y no una propiedad del objeto concreto sino una cualidad atribuida al objeto idealizado, puede caer en contradicción al abordar nuevamente el tema, del mismo modo que un mismo paisaje impresionista no ofrece el mismo resultado representado a mediodía o a medianoche. El ensayista, toma la palabra, y esto es lo más importante, gira en falso para expresar o dar con una imagen compleja (a veces también expresionista) que, más que un tanteo de la realidad, confirma esa inabarcabilidad del objeto, el escándalo ontológico que se cierne, para centrar su atención en la relación del sujeto de conocimiento con el problema en cuestión. Un buen ensayista, además, para no caer en el naturalismo y debilidad positivista de este movimiento pictórico, es consciente del carácter poético con que dicho discurso es compuesto o “cosido”, en palabras de Michel de Montaigne; renuncia a toda pretensión naturalista, a la aprehensión del objeto, y pone su énfasis en la impresión temporal que dicho objeto concatena en sus sentidos, en su comprender los hechos tal y como éstos demandan ser interpretados en un momento concreto, fugaz e irrepetible, cuya sustancia es el azar y el tiempo: la materia de la que todo está hecho.


El ensayismo es un impresionismo y cualquier almuerzo campestre es irrepetible. Como el dominguero que retrata con su Polaroid el instante irrepetible, el pensamiento de nuestros días, si es honesto, si está a la vanguardia, si renuncia al dogma o a la doctrina y es consecuente con la muerte del Arte, del Sujeto de conocimiento, con el fin de la Historia... en definitiva, sólo cabe hablar de “justicia”, en el sentido de adecuación, por lo que se refiere al ámbito del conocimiento en nuestro tiempo cuando el pensamiento, simplemente o ni más ni menos, dominguea.




Quizá, ahora, todos o alguien tengamos más claro cuál fue mi propósito cuando decidí comenzar este blog.



Sacar de paseo, como un buen dominguero, al pensamiento.


Tratar de ofrecer una comprensión de la realidad.


Quizá, mejor o peor, hacer poesía (entendida, ésta, como una forma especial de tomar la palabra).




* (Fotografía) Claude Monet, Boulevard des Capucines, 1874.


lunes, 3 de mayo de 2010

De vuelta a casa (III)


A simple vista nada era igual a mis recuerdos y no era capaz de reconocer, salvo por el olor característico, el espacio que un día me fue tan familiar, que en otro momento de mi vida fue mi espacio. Un mobiliario nuevo, en distinta disposición, a la que terminé por acostumbrarme y dando por inquebrantable, y que trataba de proyectar en un intento agónico por revivir lo que ya, de ninguna manera, puede volver a tomar vida; golpeaba la tarima con el tacón, como si de esa forma pudiera levantarla, desenterrar y sacar a la luz las viejas baldosas sobre las que pasaba recostado tantas tardes dibujando o con un libro en las manos.


Alguien gritó su nombre a lo lejos y mi hermana se ausentó con prisa. Aquí estaba, otra vez, yo solo. La brisa de la ventana traía el aroma a jazmín de la terraza vecina. Una vez más el olor me hizo recordar.


Me acerqué indeciso hacia la ventana; todo seguía en su sitio: la cúpula verde, la plaza adoquinada, la iglesia de piedra, amarilla, y sus campanas tañendo a las doce en punto mientras un grupo de palomas retomaban el vuelo hacia el ficus centenario o hacia balcones vecinos desde el campanario. Tantee sin necesidad de orientarme con la vista el contorno de la cornisa: ahí estaba, como si nunca me hubiera marchado, las hendiduras que grabé con una navaja hace más de quince años. Una fecha. Una promesa. Demasiadas historias mientras tanto... Sonreía con ternura al niño que fui, las promesas marchitas, al idealista que ya no soy. Volví a repasar con las yemas de los dedos la fecha. Irrumpió nuevamente mi hermana.


No es exclusivo de los objetos (de cualquier índole; no es requerido que sean mágico-religiosos o artísticos) el estar envueltos por un aura.


(Cualquier cosa dada a la percepción se transforma en jeroglífico: objeto de interpretación, y adquiere su propiedad aurática.)


Sucede con los espacios que, algunos, ofrecen resistencia al tiempo y adquieren ese aura que secuestra al objeto, al espacio, de su aquí y ahora; se inmiscuyen en el tiempo pleno condesando sentidos constituidos, para ser honestos, como proyecciones del sujeto en su relación con aquello externo que desencadena la conciencia de lo que se nos presenta o enfrenta, cala hasta los huesos, y en torno a los cuales experimentamos esa presencia ausente, ese aura que anuncia e ilumina desde el ahora lo que ya no es más allá del aquí.


No me gustan los juegos compartidos. Siempre he jugado solo. Esto, más que una cualidad que me haya sido dada históricamente, forma parte de lo más mío: no me gusta competir, salvo conmigo mismo.


También de niño era así; siempre fue así (los demás no eran más que una molestia).


Solía idear juegos que sólo yo conocía y en los que sólo yo podía participar. Desde que tengo conciencia de mí como individuo, perfilaba de forma compulsiva, bien fuera con la mirada o con el dedo índice, los contornos de las cosas en el mismo momento en que entraban en mi campo de visión; supongo que, por esta razón, cuando, siendo incapaz todavía de mantenerme en pie, cayeron en mis manos los primeros lápices, era capaz de dibujar con asombrosa maestría todo aquello que se me pedía.


De todos mis juegos, mi preferido consistía en descubrir figuras, rostros imposibles, seres fantásticos que se formaban, como sucede con las nubes, con los contornos del gotelé de la pared de mi cuarto. Durante años puse nombre y localizaba con facilidad aquellas imágenes que sólo yo podía contemplar. Repasaba superficialmente, después de estos años, estas paredes, buscándolos; deslicé la palma de mi mano por la esquina contra la que me golpee hace años discutiendo con mi hermano mayor (en otro tiempo hubo una pequeña, casi imperceptible, gota de sangre durante años)... A los pocos minutos pude reconocer algunas de esas imágenes, sólo las principales; las otras, supongo, se fueron, para nunca más volver, el día que yo marché, sin saber que, con mi partida, algo más importante que esas figuras comenzaba a morir y nunca podría volver a emerger de aquellas paredes.


Hay momentos en que se hace imprescindible tomar el camino de regreso hacia el punto de partida. Hay veces en que se hace necesario re-tomar las razones que te llevaron a cambiar de aires. Cualquier fin sin ningún origen carece de la fuerza, de la razón de ser, que lo legitima en el día a día de su puesta en marcha y en el discurrir obstinado que me arrastra, nuevamente, hacia la lejanía.


Recordar aquél que fui, aquello que ahora no es más que un cadáver, un fantasma que nutre de aura espacios anodinos. No sólo la fotografía, también los espacios señalan el rastro de un cadáver, del tiempo yerto, del tiempo perdido.


Tuve que huir precipitadamente una vez más, para sustraerme y evitar las nauseas que me produce el rancio olor de esa morgue.




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23/04/10

De un tiempo a esta parte, siempre me he sentido como en casa en estaciones, fronteras y aeropuertos; supongo que me llama la atención el ir y venir de todo tipo de gentes, la heterogeneidad de quienes discurren, la suspensión del tiempo reglado y el saberme en tierra de nadie.


Esta mañana he tenido que salir forzadamente a tomar el aire al exterior de la estación. Me relajaba fumando un pitillo y reflexionaba sobre el desasosiego que me asaltaba en ese momento; pensaba que, quizá, me hago viejo.



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27/04/10

Ambos tenían la piel rosada, el pelo cano y esas facciones severas y angulosas que, por alguna razón sobre la que no me apetece indagar, relaciono con tierras teutonas.


Hablaban entre sí con frases cortas, de forma discreta, casi con dulzura.


Él pasaba flemático las páginas del libro y picoteaba galletas saladas.


Ella comía muesly, miraba el paisaje y, de vez en cuando, comentaba sin girarse alguna impresión a la que él acompañaba con monosílabos y ella con melancólica sonrisa.


Sobrepasaban la sesentena, pero se levantaron repletos de energía e ilusión cuando, tras cuatrocientos kilómetros, arribaron a su estación y cargaron con sus mochilas y desaparecieron a mi espalda en el andén de una estación de costa.


Sin duda, hay amistades que van más allá del tiempo.



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1/05/10

No le salía la voz; todo su cuerpo temblaba.


Por muy mujer que hoy sea, para mí siempre será una niña.



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2/05/10

Demasiada luz, dorada, como el trigo, difuminando los contornos, bruñendo mis sienes, ahogando mi voz.


Esta estación decimonónica descubierta, con sus viejos andenes y su marquesina de acero forjado me recuerda a las bucólicas estaciones de película del far west.


Con la cabeza apoyada en la ventanilla del vagón, adormilado por el ligero traqueteo, observo el paisaje mediterráneo, verdecido por las abundantes lluvias de este año, rumbo hacia donde se pone el sol; dejo Alicante, Valencia, Castellón, Tarragona... me abro paso, una vez más.


Ya no sé adónde voy.