jueves, 27 de mayo de 2010

Apasionadamente des-apasionado


Quisiera recuperar algunos fragmentos de uno de los textos más hermosos que se han escrito en torno a la Crise de fin de siècle, un texto capital para comprender el siglo xx y todos los movimientos sociales y culturales, junto al tipo de sujeto que los ha encabezado, que le han sucedido. Se trata de un texto fronterizo, un vez más, al que me resisto a tildar de literario o todo lo contrario, escrito por Hugo von Hofmannsthal, poeta y ensayista austriaco que vivió a caballo entre los siglos xix y xx. Hofmannsthal construye un heterónimo y adopta la identidad ficticia de lord Chandos, se retrotrae al contexto de la Inglaterra tardo medieval del siglo xvi para encarnar el personaje de un joven poeta que redacta una carta como respuesta a su mentor, lord Bacon, y así poder expresar la crisis, vital y artística, también intelectual, que estaba atravesando.


Hofmannsthal era un tipo extremadamente lúcido y supo advertir, como más tarde haría Walter Benjamin en su trabajo de habilitación universitaria (El origen del Drama barroco alemán) –por el cual, por cierto, fue des-habilitado de por vida-, que la crisis cultural que atravesaba –y atravesamos- Europa no marcaba el final de la Edad Moderna (estuviera ésta llegando o no a su fin), sino que formaba parte de este periodo desde sus inicios; que la crisis que él mismo estaba padeciendo y que trataba de expresar por medio de la voz de lord Chandos, como una macabra espiral, señalaba al origen de la modernidad y, muy concretamente, al proyecto con que en esta época se había tratado de eludir el problema en cuestión, ese problema que él sentía como si le fuera la vida en ello –y es que, realmente, le iba la vida en ello.


Porque el sufrimiento de Hofmannsthal es algo característico del sujeto contemporáneo: el de aquél que toma consciencia del abismo real entre las palabras y las cosas; de la forma en que el lenguaje escamotea lo real o la yertitud de las cosas presentes (ahí); de la imposibilidad de expresar, mediante el lenguaje, el caos interior que recorre nuestras entrañas ante los acontecimientos, los objetos del mundo y, también, las propias palabras. De cómo, en definitiva, todo el sistema de formas de nuestra cultura carece de fundamento para legitimarse y queda impotente, en muchos casos incapacitado, para subsumir una experiencia que tiene su origen en la imposibilidad de dar con una forma de experiencia para una experiencia del desarraigo. En la esfera del arte, tanto el joven lord Chandos como Hofmannsthal, sufren un bloqueo que les impide el desarrollo de su actividad poética; ambos, mediante esta carta, justifican los meses de silencio y toman la palabra con ese discurso precario, de orientación crítica, provisional e inestable, que más tarde harán suyo las vanguardias artísticas de forma previa a la experimentación febril con que lo enriquecerán y se extenderá, como una plaga, contaminando el viejo continente hasta nuestros días.


“Mirar” sus palabras, no las perdamos de vista; muchos de nosotros –los que somos honestos-, de una forma u otra, participamos de esta experiencia.



“En pocas palabras: sumido en una especie de embriaguez, toda la existencia se me aparecía en aquella época como una gran unidad: entre el mundo espiritual y el mundo físico no veía ninguna contradicción, como tampoco entre la naturaleza cortesana y animal, el arte y la carencia de arte, la soledad y la compañía; en todo sentía la naturaleza [...]


Es posible que quien esté abierto a tales puntos de vista crea que se debe al plan bien trazado de una providencia divina el hecho de que mi espíritu tuviese que caer desde una arrogancia tan hinchada a este extremo de pusilanimidad e impotencia que es ahora el estado permanente de mi interior. Pero tales apreciaciones religiosas no tienen ningún poder sobre mí; pertenecen a las telarañas por las que mi pensamiento pasa raudo al vacío, mientras tantos compañeros suyos se quedan atrapados allí y encuentran descanso. Los misterios de la fe se me han condensado en una alegoría sublime que se tiende sobre los campos de mi vida como un arco iris, en una lejanía constante, siempre dispuesto a retroceder si se me ocurriese correr hacia él para envolverme en el borde de su manto.


Sin embargo, mi estimado amigo, también los conceptos terrenales se me escapan de la misma manera. ¿Cómo tratar de describirle esos extraños tormentos del espíritu, ese brusco retirarse de las ramas cargadas de frutos que cuelgan sobre mis manos extendidas, ese retroceder ante el agua murmurante que fluye ante mis labios sedientos?


Mi caso es, en resumen, el siguiente: he perdido por completo la capacidad de pensar o hablar coherentemente sobre ninguna cosa.


Al principio se me iba haciendo imposible comentar un tema profundo o general y emplear sin vacilar esas palabras de las que suelen servirse habitualmente todas las personas. Sentía un incomprensible malestar a la hora de pronunciar siquiera las palabras espíritu, alma o cuerpo. En mi fuero interno me resultaba imposible emitir un juicio sobre los asuntos de la corte, los acontecimientos del parlamento o lo que usted quiera. Y no por escrúpulos de ningún género, pues usted conoce mi franqueza rayana en la imprudencia, sino más bien porque las palabras abstractas, de las que conforme a la naturaleza, se tiene que servir la lengua para manifestar cualquier opinión, se me desintegraban en la boca como saetas mohosas [...]


Sin embargo, poco a poco se fue extendiendo esa tribulación como la herrumbre que corroe todo lo que tiene alrededor. Hasta en la conversación familiar y cotidiana se me volvieron dudosos todos los juicios que suelen emitirse con ligereza y seguridad sonámbula, que tuve que dejar de participar en tales conversaciones. [...] Mi espíritu me obligaba a ver con una proximidad inquietante todas las cosas que aparecían en tales conversaciones: igual que en una ocasión había visto a través de un cristal de aumento un trozo de piel de mi dedo meñique que semejaba una llanura con surcos y cuevas, me ocurría ahora con las personas y sus actos. Ya no lograba aprehenderlas con la mirada simplificadora de la costumbre. Todo se me desintegraba en partes, las partes otra vez en partes, y nada se dejaba ya abarcar con un concepto. Las palabras aisladas flotaban alrededor de mí; cuajaban en ojos que me miraban fijamente y de los que no puedo apartar la vista: son remolinos a los que me da vértigo asomarme, que giran sin cesar y a través de los cuales se llega al vacío.


[...] vivo una vida de un vacío apenas imaginable y me cuesta ocultar ante mi mujer el entumecimiento de mi interior o ante mis gentes la indiferencia que me infunden los asuntos de la propiedad [...]”*




***


Me hallaba, últimamente, dándole vueltas a mi estado de ánimo –que, como podéis intuir, tiene algo que ver con el estado que describe Hofmannsthal- y con mis tribulaciones habituales cuando me vino a la mente el texto del poeta austriaco. En cierta manera, este texto es un lugar común para todos aquellos que se hayan interesado una mínima parte por el origen de las vanguardias artísticas, la crisis social, política e intelectual que enmarca estos movimientos y que ha determinado todas las manifestaciones culturales posteriores y la complejidad de nuestra época actual.


Tomar conciencia lingüística, de lo que somos como individuos y del mundo de cartón piedra en el que nos desenvolvemos, no es un acontecimiento feliz, no; pero antes que vivir con una venda en los ojos prefiero esto otro. Todo hay que decir, mi actitud difiere de la de Hofmannsthal, por cuanto, éste, todavía influenciado por los vestigios del romanticismo idealista, albergaba la esperanza en descubrir o re-descubrir un lenguaje capaz de referir sin distancia, de subsumir sin violencia, la experiencia vivida en torno al objeto, desdeñando ese lenguaje conceptual, vacío, huero... porque, Hofmannsthal, aunque vivía de forma dramática esa muerte del espíritu, continuaba, como se observa en el texto, viviendo de una forma, como sólo los poetas alcanzan a sentir, pasional su relación con los hechos y los objetos del mundo.


Quienes no somos poetas, en un sentido lírico, nosotros, prosaicos donde los haya, apenas vivimos con pasión ya el universo que nos rodea, y las palabras, junto a los conceptos, pierden su fuerza, su poder de significación, junto a las cosas que ya no requieren ni ansían expresión.


Por todo ello, nos las vemos precipitadamente des-apasionados.


Sí, así es, pero tampoco pasemos por alto que esta falta de pasión con que vivimos lo mismo una y otra vez, tiene su origen en el hecho de vivir en un universo también des-apasionado. Quienes me conocen íntimamente, saben de la pasión con la que soy aún capaz de vivir determinados hechos, y también de la frustración que me embarga cuando, sin conseguirlo, trato, obstinado, enfermizo, de expresar aquello que, Hofmannsthal y también Lukács sabían, ansía expresión. La imposibilidad de alcanzarla o no, ya es harina de otro costal.


Por ello, a veces, siento envidia de Julien y de la pasión con la que dirige su vida; quizá sea que echo en falta a C., quien, según cuentan, ocupa, junto a mi amigo el poeta, un piso franco en algún lugar inhóspito de la Ciudad de los Prodigios, o sencillamente que soy apasionadamente desapasionado.


Ahora que llega el calor debería dejar de sentir frío, pero es que apenas me visitan las musas, que, hastiadas de mi falta de pasión, reemprenden, presurosas, el vuelo en busca de ambientes menos caldeados, más rentables, lejos de este espacio de palabras deshechas... Y es que apenas escribo y nadie me interrumpe a media tarde cantando Moon River desde la ventana, a menos que sea una taladradora insobornable que cubre de polvo mi alcoba y precipita la muerte agónica del ordenador con el que esto escribo.


Sigo más vivo que nunca, observo sin pasión, absolutamente apasionado, cómo se viene todo abajo, atado de manos, y, quizá, también desapasionado, buscando un golpe de suerte (que no es lo mismo que esperarla), una última pirueta, quizá, a lomos del lenguaje con la que agradeceros, a todos, los cuatro gatos, los que me leéis, vuestra efusión.



Va por todos vosotros.


¡Salud!



* Hugo von Hofmannsthal, Carta de lord Chandos, 1902 [Existen diversas ediciones en castellano en diferentes sellos editoriales; puede encontrarse también en versión online].