sábado, 25 de junio de 2011

El futuro ya no es lo que era


Europa siempre fue una encrucijada, por sus tierras, cuando todavía las fronteras no eran más que accidentes geográficos, han pasado, se han alimentado y le han servido como abono, millones de vidas, numerosas culturas, cientos de lenguas… Europa es un constante cruce de caminos volcado hacia el Mediterráneo frente al que, en más de una ocasión, nuestra especie, se ha jugado el destino.


Hoy, una vez más, Europa tiene la vez y, ante su disyuntiva, es su propia ciudadanía quien mantiene la respiración.


Una oleada de dignidad campea nuevamente por Europa, sin que la conjura de la otra Europa sepa interpretar y menosprecie a cada paso las razones por las que, exigimos, no ha lugar a dicha disyuntiva.


O somos Europa, y volvemos a mirar al Mediterráneo, o será el Atlántico, con sus mareas inestables, con sus aguas poco mansas, el que anegará de una vez por todas el sueño de Europa.


Con el futuro Pacto del Euro que los estados miembros se atreven a firmar sin haber sido sometido a referéndum, se cierra un ciclo de tratados y acuerdos que ponen fin al proyecto del sueño europeo, al proyecto cosmopolita vinculado al espíritu de la Revolución Francesa, y podemos entrever ahora el rostro de Mefistófenes quienes un día firmamos nuestra adhesión a la Unión sin saber que lo rubricado era un pacto con el diablo.


Los estados han visto anulada su soberanía a lo largo de estos años ante exigencias externas al espíritu que nos unió, mientras su ciudadanía permanecía en silencio, mirando hacia otro lado o haciendo el cálculo del incremento del precio de su vivienda en los años de bonanza… en los años venideros.


Nos han mentido y nos hemos mentido: el precio del progreso, de este progreso, es un creciente menoscabo de nuestra dignidad, de nuestra capacidad de acción y de nuestro desarrollo como individuos.


Con este último Fin de fiesta que nos tenían preparado, este empobrecimiento de la experiencia sensible y vital de nuestra ciudadanía comienza a asumir el sesgo melodramático, cuando no miserable, propio de las contrautopías noveladas durante la primera mitad del siglo pasado, con una diferencia, claro está. Aquellas novelas que nos mostraban mundos aparentemente felices, donde el individuo se veía enfrentado o coartado ante superestructuras tremendamente eficientes y erguidas en nombre del progreso o cualquier otro ideal, bien fuera social, tecnológico o espiritual, eran hijas de la sospecha en su forma más primordialmente repensada: ¿Ten cuidado con tus deseos, o podrían hacerse realidad?, parecía, que nos susurraban al oído.


Nos las veíamos con sociedades donde los individuos eran anulados por el sistema, ejemplificando una forma de reescritura macabra del pacto social, donde la comunidad o el Bien institucionalizado, donde la idea, se anteponía, de cualquier forma, a los individuos que la hacían posible. A cambio de ello, en contraprestación a su entrega, dichas sociedades, eran mundos felices en los que el dolor o la necesidad habían sido abolidos, por medio de un determinado orden social o desarrollo tecnológico.


A nosotros, en cambio, ni tan siquiera nos dan la posibilidad de participar en dicho intercambio: nuestro futuro, el que nos espera, no será el de un mundo feliz; pues el dolor, la miseria y la necesidad son el alimento de la Bestia que hemos creado, el de la Bestia que ha de firmar el acta de defunción de toda una generación y de su entrega, sin reservas ni distopías; también el sometimiento de las venideras, de nuestros hijos, a quienes no podremos mirar a la cara mañana.


Muchos de nosotros queremos un mañana con la cabeza erguida, que sepa ser ecuánime con el presente que lo posibilita, delicado con el fundamental valor de todo lo perecedero; un mañana sin esta presencia constante del mañana, cuando se cierne sobre nosotros como una amenaza. Otro mañana. Quizá, por todo ello, el domingo pasado leía en una pancarta que “El futuro ya no es lo que era”; quizá es que algunos hemos tomado consciencia de que todo lo que está en juego estos días es algo más que el futuro.



No, el futuro ya no es lo que era.


No, ni lo será. El futuro es nuestro, a menos que, esta vez, otra generación vuelva a dejarlo escapar.


martes, 7 de junio de 2011

Spleen y Doxa (III)


Las sociedades occidentales evidencian una necesidad de ganar su mayoría de edad, de evolucionar; la exigencia constante de crecimiento desmesurado es un requerimiento externo. Ahora no somos más que enormes cuerpos, que nos empeñamos en alimentar, con la mentalidad infantil de quien sólo se rige por sus caprichos, necesidades mal atendidas y contradicciones, en tal caso, inevitables.


Lo peor de todo esto no es el cielo oscuro y la ausencia de estrellas; lo peor son las horas de luz, las horas y la nada.


Que lo político no tiene nada que ver con el pensamiento formal se hace cada vez más evidente estos días. Hemos sobrevalorado el discurso en detrimento de los cuerpos cuando interactúan sin malicia, llevados por la sana necesidad de continuar necesitando.


Hay apuestas que no merecen la pena; hay penas que no pueden ser apostadas.


La condición humana sólo puede enfrentarse a sus contradicciones, en ningún caso podrá algún día superarlas, a menos que renuncie a su doble naturaleza, a su condición -lo cual ya no es posible.


¡Cómo renunciar a la sangre! ¡Cómo renunciar a la costumbre licuada con nuestro ADN! ¡Cómo modular esta voz que emerge sin origen, desde espacios que no pueden ser mirados!


¿Desde espacios?



La nuestra es una condición esquizofrénica; es una cuestión de grado el recurso con que la medicina señala el umbral de la enfermedad.


¿No ser demasiado humanos? Ya dejamos una vez de ser otra cosa y… Ahora nos vemos obligados a querer ser.


¿Acaso no somos enfermos?



Aprender, crear y luchar. Qué sencillo es el mundo cuando hablamos con el lenguaje.




Mayo de 2011